Capítulo 3. Las fuentes y su crítica
«LA REVOLUCIÓN ISLÁMICA EN OCCIDENTE»
No existe documentación contemporánea sobre la invasión de España por los árabes. Las dificultades que debe vencer el historiador para reconstruir un estado de opinión desaparecido.
Crítica de las crónicas árabes en razón de la contrarreforma musulmana realizada en el Magreb al fin del siglo XI. Distinción que hacemos entre las crónicas bereberes del X y del XI y las árabes posteriores.
Crítica de las crónicas latinas. Sólo las crónicas latinas del IX y X poseen un cierto interés.
Sus caracteres generales:
Lo maravilloso en las crónicas latinas del IX.
Lo novelesco en las crónicas bereberes.
El contexto histórico
Sorprendido quedará el lector al saber que no existen testimonios contemporáneos que describan la invasión de España por los árabes, o que tengan alguna relación con estos acontecimientos. Lo mismo nos ocurrió hace treinta años cuando lo averiguamos al empezar estos estudios. ¡Con qué rutina se han repetido en todos los textos variaciones similares sobre un mito creado en la Edad Media! ¿No se refieren todavía algunos a un testigo presencial de estos hechos, el obispo Isidoro Pacense, cuando hace ya más de un siglo que se ha demostrado su carácter fabuloso? No sólo se ha escrito este episodio de la historia patria de un modo descabellado, sino aun sin la más elemental documentación. «Época fecunda para el novelador y el poeta, pero que es una laguna en los anales de la península», escribía Dozy en sus Recherches; pues, «desde el reinado de Vamba hasta el de Alfonso III de León, ni los cristianos del Norte, ni los árabes y mozárabes del Mediodía escribieron nada que conozcamos» (Saavedra)21. Ante esta situación y el laconismo de las crónicas latinas no dudaron los antiguos historiadores: Recogieron sencillamente en los viejos manuscritos árabes, escritos varios siglos después de los episodios que relatan, recuerdos de aventuras más o menos fantásticas emprendidas por caudillos bereberes, los cuales adaptados a fábulas egipcias han constituido la base histórica según la cual había sido España invadida por ejércitos llegados nada menos que desde el desierto de Arabia.
El mismo problema, la ausencia de una documentación contemporánea, se plantea por aquellas fechas en todo el ámbito mediterráneo, en África del Norte como en el Próximo Oriente, en España como en el Imperio Bizantino. Por una extraordinaria coincidencia no queda un solo texto, ninguna obra literaria de esta época, una de las decisivas en la evolución de la humanidad. Esto se explica por una idéntica causa, imperante en todos estos lugares: la efervescencia de las luchas religiosas, la pasión que ha aniquilado todo documento cuya supervivencia podía perjudicar los ideales defendidos en terribles guerras civiles.
«Durante diez siglos, nos dice Louis Bréhier, historiador renombrado del Imperio Bizantino, de Procopio (siglo V) a Phrantzes (siglo XV) con la ayuda de una serie de crónicas, de historias políticas, de biografías, de memorias conservadas en numerosos y excelentes códices, nada ignoramos de la historia de Bizancio. Cada siglo ha producido una crónica y un historiador. Sólo existe un vacío desde el fin del siglo VII hasta el principio del IX, período de la invasiones árabes y de las luchas iconoclastas. Se han perdido las crónicas de esta época, pero nos dan obras posteriores la substancia de los acontecimientos»22. No aportan estas obras posteriores ninguna luz, en Bizancio, en Toledo, como en Córdoba. Y no podía ser de otro modo, pues se trata de una constante histórica: Nada es tan difícil como reconstruir un estado de opinión desaparecido. Al cambiar, se ha esfumado. Incapaces son los cronistas siguientes de resucitarlo en sus páginas, tanto mis que ignoraban la importancia del juego de las ideas en la sociedad para el desarrollo de los acontecimientos. Un episodio concreto e importante: un terremoto, la muerte del príncipe, una epidemia, el asedio de una gran ciudad, un eclipse, produce un impacto preciso en las mentes y queda el recuerdo en la tradición. Una opinión que esta en el aire, al modificarse o desaparecer no deja ningún rastro; sobre todo en aquellos tiempos remotos en que eran escasos los documentos escritos. Para comprender su impotencia, basta con advertir las dificultades con que han tropezado los historiadores para esclarecer el ambiente del siglo XVI con sus discusiones teológicas y sus guerras civiles. A pesar de ser una época tan cercana a nosotros no ha podido ser bien conocida hasta nuestros días.
Eran infranqueables los obstáculos, sobre todo cuando era contrario el ambiente desaparecido al existente en los días en que escribía el cronista. ¿Quién sería capaz en aquellos tiempos en que no se había creado método alguno de investigación histórica, de alcanzar la comprensión de una opinión que no era ya la suya, pero que había sido anteriormente compartida por los de su raza y de su nación? Si con un esfuerzo genial le hubiera sido posible entender el drama anterior ¿hubiera podido exponerlo con todo realismo a sus compatriotas sin ser quemado vivo o sin que le arrancaran los ojos como era costumbre en los dominios del basileus?
Es fácil estudiar en nuestros días los diferentes momentos vividos por la humanidad y averiguar lo que separa aquellos en que impera un dogmatismo rígido, de otros en que lograba florecer el espíritu critico. En otros tiempos, en un ambiente paralizado por la esclerosis, sin posibilidad de evolución, no era posible comprender y menos explicar a los demás cómo se había formado esta parálisis en los espíritus. Según pretenden los psicoanalistas, conocido el origen de la psicosis, se desvanece. Si hubieran podido concebir los bizantinos cómo y por qué un número importante de sus antepasados —en gran parte provinciales asiáticos, poseedores de su misma tradición cultural—, se habían convertido a otro complejo de ideas religiosas evolucionando hacia el Islam, hubiera quedado su dogmatismo resquebrajado, su Estado teocrático amenazado en sus bases.
En estas condiciones, de acuerdo con sus medios podían estos eruditos emprender la fantástica tarea de escribir la historia del mundo; pero en cuanto tenían que exponer los hechos ocurridos en los siglos VII y VIII, en los que se había realizado una gigantesca mutación religiosa, se estrellaban contra una pared, mejor dicho se perdían en la niebla que los envolvía. Como era menester proseguir adelante, se metieron en el único camino propiciatorio entonces conocido: el mito creado por un complejo desconocido por ellos, la invasión de las provincias por los árabes.
La comprensión de acontecimientos ocurridos dos o trescientos años antes era difícil de alcanzar tanto para los cronistas bizantinos y latinos, como para los musulmanes. Por esto, convenía el mito a todo el mundo, sobre todo en los días en que un dogmatismo rígido imperaba en los dos campos enfrentados. Era más cómodo para el intelectual cristiano enunciar que una potencia enemiga, lejana y anónima, había invadido una parte del territorio, que confesar la existencia de otra opinión, distinta de la que dominaba en sus días, y a la que se habían adherido una gran parte de sus antepasados. Era más conveniente para el cronista árabe ensalzar las proezas de los abuelos, lo que enardecía el amor propio colectivo, que también reconocer la misma verdad en sentido opuesto: la florescencia de otras ideas, diferentes de las que sojuzgaban ahora a las mentes.
No podían desprenderse de esta servidumbre las crónicas cristianas o arábigas que se han ocupado de la pretendida invasión de España o hacen a ella referencia. Sobre todo las primitivas en las que arraigan las raíces del mito. No se trata de una cavilación arbitraria por nuestra parte. Tenemos los testimonios suficientes para demostrar la existencia de este estado de opinión en el siglo IX. Por ejemplo, recelaron los intelectuales musulmanes de los hechos ocurridos en su tierra, tales corno sin duda eran entonces referidos, y para averiguar la verdad de lo sucedido se dirigieron a sabios egipcios para ser instruidos. Insistiremos en este incidente en el capitulo duodécimo, cuando tratemos de la formación de la leyenda. Por ahora nos basta saber que los autores orientales consultados transpusieron a la Historia de España su interpretación de los acontecimientos que habían trastornado Egipto en el siglo VII. Lo mismo que la tierra de los Faraones, había sido invadida la península por los árabes. Mas, como para su entendimiento se encontraba este país en los fines del mundo, les pareció que debía de ser fantástico y misterioso. Por esto en sus escritos se transforma la anécdota en cuento de hadas.
Qué aventuras! Muza y sus árabes luchan contra estatuas de cobre que lanzan flechas sin fallar el objetivo. Se equivoca nuestro héroe, embiste una ciudad habitada por genios, los cuales le recomiendan cortésmente el irse con su música a otra parte; orden que el guerrero por demás escamado se apresura a cumplir. Encuentra en el tesoro toledano abandonado por los godos un cofre en donde había encerrado Salomón unos diablejos de mala catadura. Ignorante del maleficio abre Muza esta caja parecida a la de Pandora y antes de tomar las de Villadiego le dice uno de los prisioneros saludándole como si fuera el rey de Israel: «¡Qué bien me has castigado en este mundo!». Cierto, con el tiempo han eliminado los historiadores estos relatos maravillosos, pero ninguno se ha atrevido a mandar al cesto de los papeles la esencia de la fábula que les sirve de base. Y a pesar de este origen egipcio tan sospechoso, conocido desde los trabajos de Dozy, se ha mantenido en todas las historias el mito de la invasión.
Por otra parte, han sido escritos los textos árabes más importantes después de las crisis almoravide y almohade que con acierto Marçais ha llamado la contrarreforma musulmana; movimiento de ideas que en el Magreb y en Andalucía estabiliza y fija en el XI y en el XII la creencia islámica. Antes de estas fechas no había logrado la nueva religión en estas regiones periféricas el dogmatismo que hoy día le caracteriza. Antes no estaban separados por un foso infranqueable el cristianismo y el mahometismo. Estaban entremezclados, como lo apreciaremos en un capítulo próximo; componían un magma creador en extremada ebullición. Fue lentamente, con el curso de los siglos, cuando atraídos por polos opuestos apareció la divergencia posterior.
Ahora se entiende la importancia de la fecha de esta contrarreforma para el análisis de los textos árabes. Los que son posteriores a esta reacción pertenecen a autores de los que conocemos perfectamente la personalidad. Han sido escritos en una época en que el ambiente religioso era del todo distinto al que existía cuatro siglos antes, cuando ocurrieron los hechos. Apoyarse en estas crónicas para escribir la historia de los siglos VII y VIII conduce a un manifiesto anacronismo; como si los historiadores europeos para exponer los acontecimientos de la Edad Media en Occidente buscasen su documentación en los escritos polémicos de autores del XVI, obsesos por las guerras de religión. Es precisamente a partir del siglo XII, en razón de esta contrarreforma, cuando ha adquirido el mito su última contextura. No pudiendo los historiadores musulmanes explicar racionalmente estos acontecimientos, para salir del apuro habían echado mano de la divinidad. Había intervenido la Providencia para dar a los creyentes la superioridad de las armas. Milagrosa había sido la expansión del Islam en España. Con una atenta condescendencia había favorecido esta gesta para ayudar a los partidarios del Profeta. Adelantábanse en varios siglos los historiadores y teólogos musulmanes a las tesis de Bossuet.
En estas condiciones deben rechazarse los textos árabes escritos en los tiempos de la contrarreforma o después de ella para el estudio de la génesis del Islam en el Magreb y en la Península Ibérica. Pueden acaso ser útiles para el análisis de la historia posterior a la invasión; no tienen autoridad alguna para aclarar o resolver el problema que nos interesa. Ocurre lo mismo con los escritos latinos aparecidos por las mismas fechas, pues han seguido sus autores a los musulmanes.
En sus obras históricas introdujo Jiménez de Rada (siglo XIII) en Occidente el mito de la invasión en su versión definitiva. Aderezó para ello con el aliño oriental la salsa occidental. Habían sido aherrojadas las poblaciones por el fuego y el hierro. No padecía por ello la fe de los cristianos; pues la sarrarina había sido un justo castigo del cielo motivado por los pecados cometidos en tiempos de los reyes godos. Más tarde, de rondón se coló la novela: La seducción de la hija del conde de Ceuta por Rodrigo, el rey de Toledo, había sido la gota que hizo rebosar el vaso. Pues para vengar el honor de su hija, había dirigido el padre el desembarco de los musulmanes en la costa andaluza. Se desencadenaba entonces la cólera divina. Abandonados por el Sumo Hacedor, habían sido los cristianos sumergidos por una oleada imponente de caballería arábiga que había asolado el país con la fuerza del simún llegado caliente del desierto.
Para los objetivos de esta obra sólo poseen las crónicas latinas anteriores al siglo XI un cierto interés, desde luego muy desigual. No aporta ninguna de ellas una relación ordenada de los acontecimientos políticos, nacionales e internacionales. Pero las más antiguas redactadas ciento cincuenta años después de la pretendida invasión, más cercanas al ambiente que existía al principio del VIII, insinúan a pesar de todo un Cierto reflejo, tenuísimo, de lo que había sido, que no se encuentra en las posteriores. De aquí un gran contraste con las bereberes. Se puede en ellas señalar palabras, expresiones, que derivan de un estado de opinión ya lejano, las que en nada se emparientan con la interpretación clásica. Se puede destacar en estos textos las raíces del mito y discernir su futura evolución. Nada semejante se puede hacer con las bereberes, que difieren grandemente de las cristianas. Compuestas en el Xl no se sustraen a la transformación de la sociedad en que alientan. El presente les enmascara el pasado. Incapaces son sus autores de apartar la niebla que les rodea, niebla tan opaca que les difumina el hecho de las generaciones anteriores con su modo de ser y sus problemas. Se destacan de las posteriores. Menos dogmáticas que las de la contrarreforma, laicas a veces, son manifestaciones de tradiciones locales norteafricanas.
No abrigamos por nuestra parte duda alguna. Han existido en el VIII y en el IX textos que representaban el pensamiento de los partidarios hispánicos del unitarismo; es decir, de los premusulmanes. Escritos en latín, han sido perseguidos por los cristianos ortodoxos y abandonados por los recién convertidos al Islam, los cuales habían aprendido el árabe olvidando la lengua de sus mayores. Han desaparecido. Tan sólo se halla un eco de este ambiente, energético y en plena evolución, en algunas crónicas posteriores, de las que dos han llegado hasta nosotros: Una cristiana que se había atribuido a un fantástico Isidoro Pacense, otra escrita en árabe cuyo autor es Abmed al Rasis. Ambas reflejan un sabor muy particular, sus redactores habían vivido en el sur de la península, las llamamos por esta razón: andaluzas.
Por ser su filogenia distinta difieren grandemente de las bereberes, pertenecen a un género histórico que denota una influencia bizantina.
Con toda probabilidad sus creadores conocían bibliografía griega, de primera mano como en el caso del texto latino, por traducciones probablemente en cuanto al Moro Rasis. Poco influidas por las crónicas egipcias, contrastan con las bereberes que al fin y al cabo sólo son unos epítomes de recitales contados de generación en generación por las tribus de Marruecos.
Ajbar Machmua es el prototipo de las mismas. Escrita hacia 1004, reúne en un conjunto bastante incoherente el relato de aventuras vividas por antepasados marroquíes, desembarcados en España en el VIII. Estas hazañas han sido embellecidas y exageradas en cada generación de narradores de tal suerte que estos mercenarios o aventureros de la acción y acaso de la idea que han intervenido en las luchas emprendidas por los partidarios de la Trinidad y los discípulos del unitarismo, han sido transfigurados en héroes legendarios. Después de la interpretación dada por los egipcios y los autores de la contrarreforma, era fácil a los historiadores y a los especialistas contemporáneos empalmar estas acciones individuales con los grandes hechos del «milagro». Convertidos anteriormente en poesía por la leyenda, fueron entonces asimilados a seres históricos en carne y hueso. Volvían a recobrar una apariencia humana, pero en nada se parecían al modelo original. Disfrazábase el héroe de conquistador, el conquistador del lugarteniente de un poder lejano y misterioso que por eliminación tenía que ser el de Damasco: lo que era ya una flagrante inexactitud histórica.
Así se plica cómo la lectura de estas crónicas produce en el hombre de ciencia perplejidad y estupefacción. No sólo existe un abismo según que sean cristianas o musulmanas, hispánicas o bereberes; no concuerdan los hechos ni en las que están escritas en el mismo idioma. Son las arábigas más prolijas que las latinas, pero están ambas plagadas de errores, cuentan fábulas inverosímiles, pecan de anacronismo. En cada escrito son distintos los hechos.
Reconocen todos los autores estas deficiencias; pero nadie, que sepamos, ha seguido los consejos del historiador alemán Félix Dahn, que en el siglo pasado advertía: Ha podido ser Roderico el último rey de Toledo, pero de cierto no sabemos más que su nombre visigodo23. Los especialistas, incluidos los contemporáneos, no podían admitir que su erudición tan penosamente adquirida para nada sirviera. En 1892, con gran sinceridad se oponía Eduardo Saavedra a tan lógica e ingrata deducción. «Las crónicas están plagadas de hipérboles, contradicciones y anacronismos; pero si por motivos tales hubiésemos de cerrar la puerta al estudio de una época, cerrojar con desprecio cuanto acerca de ella nos dicen los antiguos, vendrían a quedar en blanco muchas de las más importantes páginas de la historia universal»24. Así, los autores, los unos sin mencionarlo, los otros con vocerío, han saqueado los viejos pergaminos para embadurnar con tinta estos folios nítidos. Mejor pertrechados, han eliminado los modernos los errores más patentes, las leyendas más fantásticas, los anacronismos evidentes por demás. Como no se atrevían con el fondo de la cuestión, se repetían en sus obras las contradicciones de los antiguos manuscritos, como lo hemos apreciado en el capítulo anterior.
Nos permiten ahora estas consideraciones reunir en grupos independientes las crónicas, no en razón de sus autores o del idioma en que están escritas, sino de acuerdo con su filogenia:
Las crónicas egipcias. Pertenecen al siglo IX, pero reflejan a veces conceptos anteriores a la fecha en que las redactaron sus autores. Recogen ya los elementos del mito que empezarán a ser difundidos en España. A nuestro juicio, coincidente con la mayoría de las opiniones, las que interesan a nuestro problema son:
a) Una crónica sobre la historia de la conquista de Egipto por los árabes. Ha servido de modelo para la descripción de las pretendidas invasiones posteriores. Tiene por autor al egipcio Ibn Abd alHakam, muerto en 871. Han sido recogidas estas tradiciones fabulosas por autores, sean bereberes como Ibn alKotiya, sean árabes como Ibn Adhari, Al Makari, etc.
b) El Tarikb de Ibn Habib, teólogo musulmán español, muerto en 835. Dozy ha demostrado que el verdadero redactor del texto ha sido su discípulo: Ibn Abi al Rica, quien mezcla su propio saber con las enseñanzas de su maestro. De acuerdo con ciertos acontecimientos en la obra mencionados —la amenaza que mantiene sobre Córdoba la rebelión de Ibn Hafsun—, ha debido ser redactado en 891.
c) La crónica Adadith al Imama Wa-s-Sivasa, Relatos concernientes al poder espiritual y temporal. Por mucho tiempo ha sido atribuida al conocido escritor Ibn Cotaiba (828-889). Dozy ha demostrado que ha sido compuesta en 1062. Posee el mismo ambiente fabuloso que las anteriores.
Desde un punto de vista estrictamente documental no poseen, ni gozan hoy día estos textos de ninguna autoridad. Interesantes son solamente para reconstruir las raíces del mito de la expansión del Islam por el mundo. Por orden cronológico se deben de agrupar las restantes crónicas del modo siguiente:
Las crónicas latinas de autores nórdicos que pertenecen a los siglos IX y X.
Las crónicas andaluzas que son del X.
Las crónicas bereberes que pertenecen al siglo XI. En las posteriores los únicos textos que merecen una lectura atenta son las obras de Ibn Kaldún (1332-1406), historiador tunecino de origen andaluz.
En el apéndice primero damos una relación de estas crónicas, con la crítica de sus fuentes y de sus códices, en la lista de los textos, anteriores y posteriores al siglo VIII, que nos han servido para este estudio. Por su importancia hacemos un análisis crítico de la llamada Crónica latina anónima, antiguamente atribuida al obispo Isidoro Pacense, en el apéndice segundo.
Si se eliminan las egipcias y los textos cuyas fábulas reproducen, se advierte que las únicas crónicas merecedoras de alguna consideración se cuentan con los dedos. De acuerdo con su génesis presentan ciertos caracteres generales que les son comunes. Conviene subrayados para reconstruir la orientación que tuvieron los acontecimientos. Sin embargo, no debemos hacernos ilusiones. «Aportan más detalles las crónicas árabes que las cristianas sobre el reinado de Roderico, el último rey de Toledo, escribe Levi-Provençal en 1950. Lar unas y las otras son naturalmente muy posteriores al siglo VIII y los relatos que nos dan parecen de una autenticidad sospechosa»25.
Esta atinada observación hecha por un autor que goza de gran autoridad a pesar de no haber sabido desprenderse del mito de la invasión, permite juzgar el alcance histórico de estos manuscritos. Como documento es muy escaso. Temerario sería fundarse en ellos para esforzarse en reconstruir los acontecimientos del siglo VIII. Sabiamente nos tenemos que contentar con averiguar los términos de su evolución. Mas, como lo apreciaremos en las próximas páginas, la lectura de estos textos es insuficiente para determinarlos: el peligro del tropiezo se esconde tras cada palabra. Para poder recoger de la misma alguna utilidad, es menester emplear dos métodos críticos diferentes:
El uno concierne al ambiente que se desprende de las crónicas, con lo cual será posible destacar las raíces del mito y acercarnos a los hechos auténticos, el otro tiene por objeto la reconstrucción del contexto histórico; para lo cual es menester encuadrar los hechos referidos en la evolución general de las ideas-fuerza que dominaban en aquel tiempo y que por esta razón han dado un sentido a los acontecimientos.
CARACTERES GENERALES
a) Lo maravilloso en las crónicas latinas.
Se caracterizan las crónicas latinas por un elemento maravilloso de tipo religioso descrito con gran ingenuidad, inexistente en las que llamamos andaluzas o bereberes. Las árabes posteriores, como hemos dicho, se amparan tras un razonamiento teológico. En ambos casos se trata de la intervención de la divinidad. Mas, cuando en las cristianas viene la Virgen en socorro de sus paladines para ayudarles a mejor asestar sus estocadas sobre la cabeza de los infieles, en las musulmanas redactadas por autores de mayor altura intelectual interviene la Providencia para favorecer la expansión del Islam de modo menos aparatoso, pero Continuo y eficaz. Por el contrario, las bereberes se distinguen sobre todo por su carácter novelesco.
Los conocimientos adquiridos en nuestros días nos enseñan que los acontecimientos del siglo VIII son producto de una competición religiosa; superan y envuelven los actos políticos que adquieren de este modo un aspecto secundario. Mas no tratarán los cronistas cristianos de explicar lo ocurrido en el VIII con argumentos teológicos, como lo harán más tarde Jiménez de Rada y otros para contestar a los contrarreformistas musulmanes. Tenían que explicar a sus lectores el descalabro sufrido. Siempre ha sido difícil reconocer una derrota y en todos los tiempos se ha impuesto el laconismo para confesar en el pergamino o en el papel tan penosa verdad. Así, corroe en tal grado la susceptibilidad a estos autores que no se atreven a decir quién es este enemigo que les ha metido en cintura. Siempre está designado de modo vago e impreciso. Ninguna alusión a un Estado extranjero que manda sus ejércitos a invadirles. Poseen los relatos incluidos un carácter local, jamás desbordan los límites de una región determinada. No puede deducirse una visión de conjunto que alcanzara a la península. Dado su anonimato, no se sabe con qué clase de personajes tienen que habérselas los cristianos. El herético infiel, caldeo o árabe, mejor dicho sarraceno, lo mismo puede ser un vecino aparecido por el lugar desde una provincia próxima, que un aventurero recién llegado de Asia. Es fácil entender las consecuencias de este mutismo: Había favorecido con un ambiente de imprecisión nebulosa la creación y la evolución del mito.
En cuanto dejan de estar cohibidos por su condición de vencidos, recuperan los latinos del IX el estilo que impera en los textos anteriores de la época visigoda. Poseen la misma contextura y como en ellas se expande lo maravilloso con encantadora buena fe. He aquí un ejemplo típico: Cuando en 587 abjura del arrianismo Recaredo se sublevan en muchas partes los partidarios de esta herejía. Arrianos que habitan en unas regiones cuyo conjunto en otros trabajos hemos llamado «entidad pirenaica», toman las armas en Cataluña y en Septimania. Según la crónica de Juan de Biclara, que la redacta un año antes de morir, en 590, estaban acaudillados por los condes Granisto y Wildigerio, secundados por el obispo Atalogo. El rey que residía en Toledo envía para someterlos al duque Claudio, gobernador de Lusitania. Consigue una derrota aplastante sobre el enemigo, pero estima nuestro cronista: eran los heréticos sesenta mil y sólo contaba el vencedor… ¡con trescientos hombres!
En los años de la invasión tuvo lugar una batalla en Covadonga, en las inmediaciones de una gruta dedicada a la Virgen, nos informa la crónica de Alfonso III. Se oponen los cristianos a un enemigo llamado de modo sucesivo: caldeo, luego árabe. Los ponen en huida. Ciento-veinticuatro mil quedan aniquilados. Sesenta mil logran escapar por los montes asturianos. Acosados en un valle que algunos suponen ser el Deva, cae sobre ellos un trozo de la montaña y los sepulta. No es un hecho único en la historia, pues así comenta nuestro cronista:
«No crean ustedes que se trate de un milagro estúpido o de una fábula. Acuérdense cómo en el Mar Rojo ha salvado el cielo a Israel de la persecución de los egipcios; lo mismo ha aplastado con la masa enorme de una montaña a estos árabes que persiguen a la Iglesia del Señor» 26. El carácter maravilloso de estos relatos, rasgo propio de la época, se ha conservado hasta nuestros días tanto en las obras de los historiadores y de los especialistas, como en los manuales escolares. Para los antiguos era incómodo poner en armonía los hechos históricos con sus principios religiosos, fueran cristianos o mahometanos, tanto más que ni los unos, ni los otros, estaban adiestrados en ejercicios teológicos o sencillamente exegéticos. Muchas veces no querían los más modernos enzarzarse en discusiones enojosas. En fin, numerosos autores contemporáneos eludían el problema por considerarlo anticuado y superado. Por todo lo cual, el carácter fabuloso de estos acontecimientos, cuyo origen —no hay que olvidarlo— pertenece al siglo IX, se mantiene aún en pie; se trate de la invasión de España por los árabes, de las batallas de Covadonga o de Poitiers, de la venida a España de Santiago o de su entierro en Compostela, del descalabro sufrido por Rolando en el valle de Roncesvalles.
Había intervenido un complejo religioso no sólo en la redacción de los textos, sino en la de los comentarios, fueran cristianos o musulmanes, antiguos o modernos. Sin embargo, es interesante observar cómo en el curso del progreso constante de las ciencias históricas, mostraban algunos autores del siglo XVIII un espíritu crítico que luego no se encuentra en los del siglo pasado, ni en los actuales. Ponía en guardia, por ejemplo, el padre Feijoo a sus lectores acerca de las descripciones que se hacían de la batalla de Poitiers, en donde la novela era más importante que la veracidad histórica27. Otros, expertos en disciplinas teológicas, querían deslindar los terrenos para conciliar sus principios religiosos, a veces rígidos en demasía, con una interpretación científica de los hechos. El más representativo de estos eruditos es el padre Flórez. Nos detendremos unos momentos en algunos juicios suyos porque nos permitirán mejor comprender el espíritu con el cual han sido concebidos y redactados los viejos códices.
Gozaba Flórez de genio crítico suficiente para distinguir el oro del oropel. Sin embargo, impulsado por el complejo común de la época, daba sin reparo por auténticos hechos inverosímiles; en su tiempo se podían discutir con desenfado; en el nuestro prefieren la gran mayoría de los autores dar la callada por respuesta. Comentando la crónica de Juan de Biclara no pone en duda la veracidad de la empresa según la cual el conde Claudio había derrotado a sesenta mil herejes con sólo trescientos hombres. No son despreciables sus argumentos: Ningún error en la lectura del texto; ningún cero añadido. Contemporáneo era el cronista de los acontecimientos. Habían ocurrido próximos al lugar en donde residía. No era un simple el testigo. Se le considera como la personalidad más competente en humanidades de su tiempo. Había permanecido largo tiempo en Constantinopla para ampliar estudios, como ahora se dice. Isidoro de Sevilla le envidiaba sus conocimientos del griego 28. Abad del monasterio de Biclara, por sus méritos fue nombrado obispo de Gerona. No se puede dudar ni de sus conocimientos, ni de su buena fe. Por otra parte, escribe Flórez:
«Como tomó (el conde Claudio) las armas por la fe, verás que teniendo éste de su parte al Dios de los ejércitos, no es mucho que con pocos venza a muchos. Ni es tan exorbitante el suceso, que no tenga otros ejemplares, los cuales no por ser maravillosos, son increíbles, sino ciertos»29. Había puesto nuestro hombre el dedo en la llaga. No cabía duda alguna. Al recoger el relato de este encuentro contado con simpleza, mala intención o sencilla estupidez, había discurrido Juan de Biclara del mismo modo que nuestro erudito del XVIII. Ahora bien, ya enfrentado con materias profanas, recobraba Flórez el sentido común. Algunas páginas más lejos del texto comentado, explica cómo Childeberto I, rey de Francia, había invadido los territorios de Amalarico que lo era de Toledo. Y encuentra natural que poseyendo éste menos fuerzas hubiera sido vencido en el campo. «La respuesta fue venir con un ejército superior a las fuerzas de Amalarico y por lo tanto vencerlo» 30.
Cuando interviene lo maravilloso en favor del contrincante religioso, entonces se enfada nuestro agustino. Se puede leer una extravagante historia de Mahoma en un texto anónimo que prosigue la Historia de los godos, de San Isidoro. Había sido atribuida a San Ildefonso. Se sabe hoy día que ha sido escrita dos o tres siglos después de su muerte, en 667. «Otra parte de la continuación insinuada incluye la historia de Mahoma, diciendo que vino a España a predicar sus errores: que puso púlpito en Córdoba: que San Isidoro había ido a Roma y al volver supo el nuevo predicador que estaba en su provincia, que envió ministros para que le prendiesen; pero que no tuvo efecto por cuanto apareciéndole el demonio al mentido Profeta, le previno que huyese. ¡Oh santo Dios! ¡Que se atribuya esto a San Ildefonso! ¡Y que se haya creído! Tales eran los siglos»31
No se daba cuenta nuestro crítico de que también él se había tragado bolas de igual tamaño. Como tantos en similares circunstancias, tenía dos medidas para un solo y mismo objeto.
Exorbitante le parecerá acaso al lector que un sabio distinguido del Siglo de las Luces haya podido creer en la derrota de sesenta mil hombres, despachados por trescientos. Le contestaremos que asimismo resulta tan extraordinario que eruditos especializados del siglo XX hayan aceptado la conquista y dominio en quince años de los inmensos territorios comprendidos entre la Pequeña Sirte o golfo de Gabes y los Pirineos. Sin embargo este despropósito está admitido en todos los textos y se enseña en todas las escuelas de la tierra. Nos encontramos también con dos medidas. ¿Por qué?
En el primer caso todo el mundo ha practicado algún deporte, tiene alguna idea acerca de estas competiciones atléticas o ha sufrido la experiencia de la guerra y sus combates. Parece evidente que a menos de poseer una superioridad técnica aplastante (bocas de fuego o bombas atómicas), manejando ambos contendientes el mismo armamento como era el caso en aquella época, desaparecía la minoría ante la masa. No podía un hombre derribar a dos mil.
En el segundo caso los especialistas, los historiadores y el público en general no tienen un suficiente conocimiento de los problemas geográficos concernientes al tema. Están obsesos por el prejuicio histórico que llevan incrustado en la mente por obra de una enseñanza milenaria. Por otra parte, no ha existido hasta ahora otra interpretación que pudiera sustituir a la por todos aceptada. Pudieron contestar:
Se ha hablado árabe, ha existido una civilización árabe en España…
Estamos ahora en condiciones para disecar este complejo, aislando sus dos principales premisas: un prejuicio, el que sea, que se acrecienta con la fuerza de la rutina; la ausencia de un espíritu crítico, debido a una cierta pereza mental favorecida por una imposición milenaria. Si creían todos en la invasión, era poco probable que se esforzara alguno en buscar una solución a un problema que no había sido planteado. Asimismo, fácil es hacer responsable del carácter maravilloso de estos antiguos textos a sus autores. Eran hombres como nosotros. Si padecían prejuicios que nos parecen exorbitantes, ¿quién no los tiene hoy día?
Cuando escribía su crónica el abad de Biclara, estaba dominado por un complejo religioso; pero su razonamiento era en todo punto lógico. En su tiempo todo el mundo creía en los relatos fabulosos del Antiguo Testamento. Si hace algunos siglos han ocurrido hechos tan extraordinarios, ¿por qué no pueden repetirse en nuestros días? El razonamiento podía también adquirir un carácter profano. Ha realizado Sansón hazañas inverosímiles. ¿Por qué razón no haría lo mismo mi compatriota Claudio? Era difícil, en verdad, tirar la primera piedra al abad. Sin embargo había cometido una falta. Para empezar a escribir el relato de una acción sucedida no lejos de su residencia, tenía ante todo que asegurarse de la veracidad de los testimonios aportados. Hubiera debido de interrogar a los testigos presénciales de la batalla, confrontar sus declaraciones, precisar la cuantía de las fuerzas enfrentadas, averiguar las incidencias del combate: en una palabra, hubiera debido de realizar una investigación. Lo que no ha hecho.
Mas es justo reconocer dos atenuantes: No existía en aquella época tal método de trabajo y por otra parte, no está al alcance de cualquiera llevar a buen término estas indagaciones. Enseña la experiencia cotidiana la falta de sentido crítico en la mayoría de la gente. Por donde resulta que no es tan fácil como lo parece a primera vista encontrar un buen testigo: es decir veraz por su juicio y por sus condiciones de observación. Daremos de ejemplo el hecho ocurrido hace pocos años y que hemos leído en los periódicos.
Un domingo, en una ciudad norteña, van a almorzar a una venta afamada, situada al borde de la carretera principal, unos amigos amantes del arte culinario, dato interesante que demuestra que los protagonistas tenían una cierta cultura. El más madrugador trae unos hongos recientemente cogidos. ¿Son comestibles? Discusiones entre el donante, la cocinera y los demás comensales. Por fin se llega a un acuerdo. Se condimentarán, pero antes de saborearlos se les dará a probar a un gato; pues según opinión unánime es muy sensible la raza felina al veneno de los champiñones. Como a la prueba resiste relamiéndose el testigo, todos a comer, reír, beber, cantar. El buen humor es general y contagioso, pues se unen unos vecinos de mesa al orfeón improvisado… De repente se desliza un rumor, se afina, engrandece, estalla cual bomba horrorosa: ¡El gato acaba de fallecer! Es general la desbandada. Todos suben a sus coches para alcanzar con velocidad suma la casa de socorro más próxima. Hay que buscar un antídoto al envenenamiento: Vomitivos, lavados de estómago, toda la farmacopea está puesta en uso. Grandísimo es el susto. Lloran las familias. Creen los compadres próximo su fin… y algunos llaman al cura para confesar sus pecados a fin de no perder el autobús que lleva al paraíso… Unos días más tarde se supo la verdad de lo ocurrido: Había muerto el gato,… ¡pero aplastado por un taxi!
Enseña este ejemplo.., y podrían aducirse otros, con qué facilidad se desliza el error en la interpretación de los acontecimientos cotidianos, hasta los más anodinos, por gente de inteligencia normal. ¿Qué sería en los tiempos antiguos en donde los hombres de categoría superior eran pocos y superabundante la masa inculta? Nos puede responder el lector que existe puesto a punto desde el Renacimiento un método científico elaborado precisamente para impedir que pudiera caer el historiador en semejantes deslices. De acuerdo. Pero según nuestro leal saber y entender, se corroe el método científico ante los prejuicios, sean religiosos, sean nacionalistas o de cualquier otra categoría. Si se aplicara con honradez intelectual, la mitad de lo que cuentan los textos acerca de los acontecimientos ocurridos en los tiempos antiguos y modernos, tendría que suprimirse.
Creen los historiadores que ha sido invadida España por unos nómadas llegados desde el Hedjaz, sin habérseles ocurrido medir en un mapa el camino que era menester andar, ni tampoco estudiar en obras de geografía los obstáculos que era necesario vencer en tan larguísimo viaje. Se asegura en todos los textos que la reconquista empieza con la batalla de Covadonga, sin haber advertido que en esta arrollada sin salida alguna sólo pueden pelear unos cuantos guerreros y no centenares de miles, como lo aseguran las crónicas.
Más complejo es el caso del padre Flórez, pues prejuicio religioso y espíritu crítico se enredan en su mente. Tiene razón cuando rechaza la fábula mahometana. Perdido en su lejana Arabia, en guerra con sus compatriotas de la Meca, ¿qué objeto tenía la visita del Profeta a orillas del Guadalquivir? Pero se ha empeñado el buen padre, páginas antes, en demostrar la autenticidad del mito de Santiago, sin darse cuenta de que caía en el mismo pecado 4ue acababa de censurar. ¿Qué objeto perseguían estos discípulos del Apóstol en Galicia? ¿Qué motivo les había arrastrado a emprender tan largo periplo para enterrar su cuerpo en los campos compostelanos, en este fin del mundo, en este finisterre del que de seguro jamás había oído hablar? 32.
Para nuestras tesis revisten estas discusiones gran interés, pues nos permiten apuntar un juicio más exacto acerca del valor, como documento histórico, de las crónicas antiguas. El gazapo de Juan de Bidara se convierte entonces en un testimonio informativo. Nos consta la personalidad de este cronista. Vive en lugares próximos a la acción referida. No es un hombre de escasas luces. Sin embargo, nadie da fe a los términos de su relación. ¿Por qué? Porque en nuestros días no existe prejuicio alguno acerca de la competición que oponía a arrianos y trinitarios. Rinden en este caso el máximo, juicio crítico y método. Pero lo que se le ha negado al abad, se ha admitido en lo que nos concierne. Por veraces han sido tenidas las crónicas antiguas por la gran mayoría de los historiadores. Nadie ha puesto en duda el hecho de una invasión árabe, pese a ignorar la personalidad de los autores de estos textos, fabulosos en sus detalles. Se han tomado en serio unos cuentos que eran el fruto de ciento cincuenta años de habladurías. Fallaban ante el complejo, juicio crítico y método científico.
También se puede deducir de estas consideraciones otra enseñanza:
En el tiempo se han mantenido ciertas fábulas, otras han sido rechazadas. ¿Por qué esta selección? Antiguamente, como en nuestros días, existían corrientes de opinión; lo que llamamos ideas-fuerza, cuyo dinamismo hemos estudiado en otra obra 33. Las que favorecían o no contradecían la generalidad de los conceptos admitidos, se mantenían en pie: así el mito de la invasión. Desaparecían las otras. ¿Por qué no había prendido la fábula de la predicación de Mahoma en Andalucía? Porque era contraria a la convicción de los cristianos entonces imperante. Rechazaban en bloque todo lo que se refiriese a una predicación del Islam. Una sola interpretación del hecho hispano admitían: el hierro y el fuego. Estos eran la clave de su derrota. Por el contrario, era el mito de Santiago un bálsamo para curar sus llagas. Daba un vigor renovado a su nacionalismo naciente, tierno arbusto necesitado de cuidados miles. Por mimetismo removió la leyenda Occidente entero.
Con la evolución creadora del mito, lo accesorio, los cuentos maravillosos de las crónicas se olvidaban. De pie, sólo quedaba la estructura general, razón de todo lo demás: la invasión. Mas, el rememorar las fantasías y lo maravilloso de estos textos, fundamentos de la historia de España, producía disgusto, si no escándalo. Nuestra no es la culpa. Ahí están los códices con sus leyendas y sus fábulas. Si se admite el mito, es decir lo allí escrito, hay que tragarlas también.
b) Lo novelesco en las crónicas bereberes
Si los cuentos que nos relatan las crónicas latinas tienen el mérito de poner de punta los escasos cabellos de los eruditos, ¿qué será con la lectura de los textos árabes, en nuestro caso de los pertenecientes a la tradición bereber? Queda superado el complejo religioso musulmán. Leyéndolos se adentra el lector en un mundo fantástico e irreal. No se trata de analizarlos para extraer unos hechos históricos, «historietas» más o menos acarameladas. Se encuentra uno ante una literatura de mera imaginación, íntimamente emparentada con los cuentos de las mil y una noches.
Juzgue el lector por sí mismo: A los pocos meses de haber conquistado España, se enemistaron Muza y Taric, enfrentados en una violenta querella. Tales extremos alcanzó que se vieron obligados a ir a Damasco para justificarse ante el Califa, dejando el país abandonado sin el mando de una autoridad reconocida, lo que es ya inverosímil e increíble. No se imagine el lector que tuviera por causa el desacuerdo una divergencia de opinión con respecto a los graves problemas políticos que el dominio de tan gran territorio planteaba. Nada de eso. Se trataba de la posesión de una mesa de gran precio que se hallaba en el tesoro de los reyes godos, encontrado en Toledo. Cada uno de estos adalides pretendía tener derecho al objeto extraordinario. ¡Qué presa! Había pertenecido a Salomón.
Ualid ibn Abd el Malek (705-715) acababa de morir. Su hermano Solimán le sucedió en el trono y tuvo que resolver el litigio. Taric acusaba a su jefe. El había encontrado el mueble maravilloso. Muza, celoso de sus proezas, no solamente se lo había quitado, sino que ante sus guerreros le había cruzado la cara con su fusta. Contestaba el árabe que era merecido el castigo porque infringía constantemente Taric la disciplina. Replicaba entonces el bereber que le había pegado Muza enfurecido al ver la mesa coja, pues le faltaba un pie. Delicado era el problema. ¿Quién se había hecho el primero con este objeto inestimable? ¿No era menester para fallar el pleito invocar el genio de su primer propietario, el gran Salomón, ducho en similares enredos? De repente sacó Taric de bajo su manteo la prueba irrefutable que le acreditaba como el primer raptor… el pie que había roto, como demostración de su hallazgo.
Muza fue condenado. Según algunos, en recompensa sin duda por haber conquistado España, a pesar de su vejez recibió una tanda de palos que le mandaron por la posta al otro mundo. Nos confiesa Ajbar Machmua que pagó simplemente una multa importante… y también le ayudó el disgusto a emprender el último viaje. Se fue Taric con su mesa no se sabe adónde. Y lo mis extraordinario del caso: Jamás volvieron los dos conquistadores a España, cuando su presencia parecía indispensable para poner un término a las rivalidades que enardecían a sus subordinados. De acuerdo con lo que se nos cuenta, se convirtieron estos líos en guerras civiles entre árabes que duraron nada menos que sesenta años 34.
En estos cuentos de hadas surge un hecho sorprendente. Su hallazgo fue obra de Dozy, hace ya más de cien años. Lo hizo constar en la segunda edición de sus Recherches, en 1860. Sin embargo, nadie ha tenido la valentía de inferir las legítimas consecuencias que del mismo se deducen. Nos dice Habib en su obra Tarikh cómo estuvo en El Cairo estudiando con maestros egipcios. Esto ocurrió en la primera parte del siglo IX. Y una de las cosas interesantes para un español de las que tuvo conocimiento, fue el papel desempeñado por Muza en la conquista de España, enseñanza que adquirió de un sabio cuyo nombre no menciona. Supo también del desembarco de Taric por obra de un doctor de la misma nacionalidad: Abd Allah ibn Wahb. Dada la bibliografía que ha llegado hasta nosotros, Habib es el primer hispano que habla de estos acontecimientos; con lo cual resulta que la noticia de la llegada de los árabes a España, desde un punto de vista estrictamente documental, pertenece a la tradición egipcia y no a la hispánica. Más aún. Demostraba Dozy que el relato de estas hazañas invasoras era simplemente una reedición, adaptada a un país fabuloso, la Península Ibérica, de las fábulas maravillosas que se contaban en Oriente acerca de las guerras civiles del siglo VII. Transmitidas de boca en boca, habían sido transcritas al papel según los caprichos o las necesidades de cada autor.
Ocurría entonces algo grande. Demostraba la investigación que algunos de estos relatos eran más antiguos que el Islam. Tenían otros un origen bíblico. Hechos similares se contaban de siglo en siglo. He aquí algunos ejemplos recogidos por el eminente orientalista:
Se puede leer en la crónica de Ibn Abd alHakán lo siguiente:
«Cuando los musulmanes se apoderaron de la isla, los dos únicos habitantes que encontraron fueron unos hombres que trabajaban en las viñas. Hiciéronles prisioneros. Después mataron a uno de ellos, lo despedazaron y lo cocieron en presencia de los demás (cristianos). Al mismo tiempo cocieron otra carne en diferente vasija, y cuando estuvo en sazón, arrojaron ocultamente ¡a carne del hombre y re pusieron a comer de la otra. Los demás trabajadores de las viñas que vieron esto, no dudaron que estaban comiendo la carne de su compañero. Puestos después en libertad fueron refiriendo por toda España que comían carne humana y contaban lo que había sucedido con el hombre de las viñas» 35.
Por lo visto era el truco eficaz. Atemorizados por las costumbres de estos árabes de Taric, se habían rendido los andaluces al conquistador para no ser objeto de guisos suculentos.
Cuando emprendió Dozy estos estudios se hallaba impresionado por una sensacional lectura. Acababa de leer la crónica bereber Ajbar Machmua, cuyo texto era entonces desconocido de los especialistas. Entusiasmado, exageró un poco su importancia, al creer que gozaba de autoridad propia: su autor no había recibido influencia egipcia alguna. No era exacto. En la cita que hemos hecho en el capitulo anterior acerca del asedio de Mérida por Muza, se menciona el terror que inspiraban estos «devoradores de hombres». Había pues leído la Historia, de alHakam. Por otra parte, nuestro orientalista describía su larguísima ascendencia: Jbn Adhari cuenta que el príncipe Ibrahim, fundador de la dinastía aglabita, había sacado gran partido de este truco, para conquistar parte del Magreb del que fue soberano en 809. Era ya un lugar común en el norte de África a principios del siglo IX. Desde aquella fecha se ha convertido en un tema del folklore universal. Adhemar lo cita con motivo de las hazañas realizadas por Roger el Normando, y Guillermo de Tiro atribuye el mismo hecho a Bohemundo de Antioquía.
Cuando invade Abd al Asis Levante, estaba gobernado por Teodomiro, nombrado probablemente por Roderico a cuyo bando pertenecería. Comprendiendo su inferioridad no quiso luchar en campo abierto y se encerró en la ciudad amurallada de Orihuela. Ante el número escaso de sus guerreros tuvo la idea de colocar en los muros, detrás de los hombres, a las mujeres del lugar, una lanza en la mano, la cabellera flotando sobre sus hombros de acuerdo con la moda masculina visigoda. Asustado al ver tanta gente, no se atrevió Abd el Asis a dar el asalto y concertó un pacto con su enemigo. Conocemos el texto por una interpolación del siglo XII y hacemos su crítica en el apéndice primero. Mas ocurre que ha demostrado Dozy que esta treta había sido ya empleada en Oriente, noventa años antes, por los defensores de la villa de Hadjr (¿Hadr en Mesopotamia?), asediada por Jalid 36.
El episodio más notable repetido es aquel por el cual se convierte Muza en un profeta de estampa similar a los del Antiguo Testamento. Se lee en el Tarikb de Ibn Habib y en el Adadith atribuido a su discípulo «cómo al ruego de Muza se cayeron las murallas de una fortaleza enemiga por sí mismas, como las de Jericó al trompeteo de Josué» (Dozy).
Se comprenderá entonces el poco crédito de que gozan las crónicas árabes y bereberes. Ni las unas, ni las otras nos describen o nos explican cómo se ha realizado la invasión de España y a cuenta de quién. No interesan los hechos históricos. De lo que se trata es de divertir al lector. De aquí el juicio inapelable de Gauthier: «Exceptuando a un occidental a medias, como el gran Ibn Kaldún, los pretendidos historiadores árabes son pobres analistas, desprovistos de juicio crítico, absurdos, secos, ilegibles. Es muy sencillo: Jamás ha habido historia en Oriente»37.
Existen todavía mayores dificultades. Si, por una parte, no estaba muy adiestrado en los métodos propios de las ciencias históricas el espíritu que ha inspirado la redacción de los textos árabes, también es menester reconocer que jamás se habían atrevido los orientalistas occidentales a zarandear los prejuicios musulmanes. No se trata sólo de las crónicas, los mismos textos fundamentales del Islam —aunque su idioma haya sido estudiado desde un punto de vista filológico— no han sido nunca objeto de análisis en razón de la crítica. Así, ha habido que esperar el año 1953 para que un arabista, Blachére, se enfrentara con el problema de fechar las suras del Corán. En estas condiciones se impone un hecho evidente: Tiene que escribirse de nuevo la historia del Islam y la de la civilización árabe.
En resumidas cuentas, para alcanzar una comprensión aproximativa de los acontecimientos ocurridos en España a principios del siglo VIII, hay que dar prioridad, a pesar de sus defectos, a las crónicas latinas y andaluzas. Servirán las bereberes para confirmar las noticias, muy concisas, que nos dan las primeras. Un nombre, un acontecimiento que se halle simultáneamente en varios textos, demostrarán la existencia de una tradición en una área suficientemente extensa para que se pueda deducir la veracidad relativa de un hecho histórico. Pues no hay que olvidar el contexto que envuelve las crónicas primitivas: Han sido escritas desde fines del IX hasta principios del XI. En lapso de tiempo tan largo las leyendas egipcias, que son anteriores a los códices norteños, han podido cruzar el Estrecho y extenderse por el ámbito de la península. Contrariamente a las autóctonas o las de cualquier otra procedencia, se han mantenido en la historia porque pertenecían al cuerpo mismo de la civilización árabe y las otras no gozaban de apoyo alguno. Dicho esto, la operación matemática y crítica resultante de la confrontación de los textos es elemental, dado el poquísimo número de manuscritos existentes. Se reduce a estas palabras:
A la muerte de Vitiza una competición opuso diversos pretendientes al trono vacante: de una parte, los hijos del difunto; de otra, Roderico nombrado rey en Toledo de acuerdo con el derecho germánico consuetudinario. Los primeros eran menores de edad y sus partidarios para vencer a Roderico pidieron socorro al gobernador de la provincia Tingitana, al norte de Marruecos, que estaba bajo el dominio de los monarcas visigodos. Adicto al bando de Vitiza —probablemente le debería el cargo— mandó en auxilio de los hijos de su patrono unos centenares de guerreros rifeños que cruzaron el Estrecho. Con estos refuerzos sus partidarios vencieron a Roderico en un combate que tuvo lugar en 711 en el sur de Andalucía, entre Cádiz y Algeciras. Esto fue el principio de una serie de guerras civiles entre diversos caudillos para alcanzar el poder, que duraron sesenta años.
EL CONTEXTO HISTORICO
Quedaba reducida la invasión de España por los árabes a un episodio vulgar, sin alcance alguno, que había sido posteriormente transfigurado en un hecho legendario. Entonces se encuentra el historiador ante un problema hasta ahora insoluble: ¿Cuál era el lazo, en que consistía la relación de causa a efecto que vinculaba el acto militar con la conversión de las poblaciones hispánicas al Islam? ¿Cómo deducir de este hecho la expansión de la civilización árabe en España? Conscientes de esta dificultad, para no afrontarla, han aceptado ciegamente los especialistas contemporáneos el mito y sus consecuencias. Por tal motivo se cuentan con los dedos las obras dedicadas al estudio de estos acontecimientos. Rarísimos han sido los autores, dotados de un espíritu verdaderamente científico, que en presencia de tales complejidades han confesado con suma franqueza su impotencia, como Georges Marçais, el historiador de Berbería. Insistiremos en el capítulo próximo en este asunto. Por ahora deduciremos de nuestros conocimientos últimamente adquiridos dos proposiciones:
1. El mito llegado de Egipto se ha apoyado para desarrollarse en el paso del Estrecho por algunos centenares de bereberes. Si no ha sido este episodio el fruto de la imaginación oriental, ha sido posteriormente transformado en una invasión responsable de la propagación de la civilización árabe en la península.
2. No existe ninguna relación de causa a efecto entre el acto militar —si ha existido- y la presencia en España de una cultura arábigo-andaluza.
Nos consta hoy día que la expansión del Islam y de la civilización árabe por el mundo se ha realizado, no por la acción de ofensivas militares, sino por la propagación de ideas-fuerza. Sucedió así con el Islam como con otros movimientos similares que tuvieron lugar en el pasado o que pueden observarse en el presente. Dedicaremos el capítulo próximo a este estudio.
En la segunda parte de esta obra, demostraremos cómo la evolución de las ideas, sobre todo de las religiosas, se ha realizado en la Península Ibérica de modo paralelo al mismo movimiento que se producía simultáneamente en Oriente y que desembocaba en un estado de opinión premusulmán; lo que ha permitido a la doctrina de Mahoma propagarse con rapidez en un ambiente favorable. Para la demostración de esta evolución de ideas estamos mejor pertrechados que para el análisis de la pretendida invasión.
Poseemos una importante documentación epigráfica que describiremos en su lugar de acuerdo con las necesidades de la discusión. Por otra parte, existen diseminados por el país monumentos arquitectónicos, entre ellos la Mezquita de Córdoba, que serán objeto de descripción y estudio en la tercera parte de esta obra. La evolución del arte confirmará la evolución de las ideas.
Existe una literatura latina cuya lectura hace comprensible la oposición que ha dividido a los hispanos en partidarios de la Trinidad y partidarios de la unicidad, rivalidad que se puede observar desde el siglo IV’ hasta la mitad del siglo IX. La autenticidad de estos textos es indiscutible. Copias hechas en vida de sus autores, escritas en excelentes manuscritos, se guardan en las bibliotecas catedralicias, nacionales y en la del Escorial. Componen un conjunto único. Por su originalidad, su calidad y su número se distinguen de los demás escritos de la Alta Edad Media. Compuestos en latín con una letra y una pintura de miniatura propias, pertenecen en su gran mayoría a la ortodoxia cristiana; se conservan algunos heterodoxos. Se encuentra en esta literatura la documentación requerida para seguir la evolución de las ideas que conducirán a lo que llamamos el «sincretismo arriano»; estado de opinión que determinará los hechos de los siglos VIII y IX; es decir, la cristalización del Islam en la Península Ibérica.
Se han salvado las obras de Prisciliano por una verdadera casualidad. Las obras de carácter heterodoxo que nos permitirían seguir el paso de un estado premusulmán al Islam, han sido sistemáticamente destruidas. Sabemos que los libros arrianos fueron quemados después de la conversión de Recaredo. Como los españoles tardaron aproximadamente dos siglos en dominar el idioma árabe y escribirlo, los textos que más pudieran interesarnos del VIII y del IX fueron escritos en latín. Pero los cristianos que vivían con los musulmanes, los mozárabes, los destruyeron cada vez que caían en sus manos para impedir el contagio de sus maleficios. Cuando aparecieron textos árabes escritos por premusulmanes o musulmanes españoles, había desaparecido el «sincretismo arriano» como estado de opinión. Se nos esfumaba el eslabón decisivo. Para reconstruirlo, como ocurre tantas veces en la historia de las ideas religiosas, tenemos que apoyarnos en los argumentos empleados por sus contrarios para combatirlo; argumentos naturalmente tendenciosos. Se ha conservado una parte de la literatura cristiana mozárabe. Han sido escritas estas obras por autores que en su mayoría vivían en Córdoba a mitad del siglo IX. Copias de las mismas nos han llegado en excelentes códices de la misma época. Componen una base determinante para alcanzar nuestros objetivos. Reunimos estos escritores y sus códices en un todo, con una denominación propia: Escuela de Córdoba. Hacemos de los mismos un breve análisis crítico en el apéndice primero.
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21 Eduardo Saavedra: Estudio sobre la invasión de los árabes en España, Madrid, 1892, p. 2. Dozy: Recherches. T. 1, p.
22 Louis Bréhier: Le monde bizantin, t. m, p. 344.
23 Félix Dahn: Dic Konigue der Germtmen, Munich y Wurtzburg, 1861.71, t. V, p. 226. (Apud Saavedra. Ibid.)
24 Saavedra: ibid., p. 2.
25 Levi.Provençal: Hástoire des musulmana d’Espagne, t. 1, p. 3.
26 Citamos por la crónica rótense. Edición Gómez Moreno: Las primeras crónicas de la Reconquiste: El ciclo de Alfonso III, Boletín de la Historia, 1932, p. 615.
27 27 Feijoo: Teatro crítico, t. VI: Apología de algunos personajes famosos en la historia. La observación de Feijoo es atinadísima. Sólo dan de la batalla los cronicones unos datos escasísimos, pero los historiadores describen el encuentro como si lo hubieran presenciado: movimientos de tropas, arengas, consejos de guerra, muertos, heridos, prisioneros… No se trata de historia, sino de novela.
28 Thompson: ibid., p. 38. Sobre el tema ver: Jacques Fontaine: Isidore de Seville et La culture classique ¿aras L’Espagne wisigotldque, Paris, 1959. t. II, p. 849 y as.
29 Flórez: España sagrada, t. V, pp. 215.218.
30 Flórez, Ibid., t. V, p. 250.
31 Flórez, Ibid., t. V, pp. 235-286.
32 Nunca ha reconocido Roma las leyendas medievales en torno de la figura de Santiago y de sus relaciones con España. Las ha tolerado como piadosas tradiciones locales o nacionales. García Villada ha resumido en el primer tomo de su Historia eclesiástica de España las controversias que el tema ha suscitado sin tomar una postura determinada en la discusión. En la nota 204 damos el resultado conseguido en sus trabajos sobre el tema por Monseñor Duchesne.
33 Ignacio Olagüe: La decadencia española, t. II, primera parte, Madrid, 1950.
34 En esta historia desempeña el bereber el papel simpático. Las crónicas árabes son unánimes: Muza era árabe, pero las marroquíes insisten siempre en el carácter nacional de Taric, el bereber. Así pues, el malo es el extranjero; el bueno es el marroquí, perseguido por la envidia que suscitan sus proezas.
Gracias a su ingenio sabe vencer los maleficios de su enemigo que es un extraño a la tierra. En otro capítulo comentaremos la tradición según la cual Taric era el gobernador de la provincia situada al norte de Marruecos; es decir la Tingitana. Era, si fuera cierta, godo y amigo de Vitiza que le diera el cargo. De ser así, la transfiguración de los hechos históricos en leyenda alcanzaba también a este personaje, de acuerdo con el movimiento general de las ideas. El godo se había convertido en bereber.
35 La crónica de lbn al Hakam ha sido traducida por Slane y publicada en francés como apéndice de su traducción de la Historia de los beréberes de Iba Kaldún. Citamos por los extractos de la misma publicados por Lafuente Alcántara que siguen a su traducción de la crónica bereber Ajbar Maclimua.
36 36 Dados estos antecedentes resulta muy sospechoso todo el episodio y por consiguiente el célebre tratado de Teodomiro, el cual, a pesar de la copia tardía del texto en donde aparece, había sido considerado como uno de los rarísimos documentos que tuvieran una relación con la invasión de España. Hacemos en el apéndice primero una crítica del mismo, para que no se nos acuse de haber echado a priori al cesto de los papeles un testimonio que pudiera interpretarse como contrario a nuestras tesis.
37 E. F. Gauthier: Moeurs et coutumes des musulmana, Payot, p. 10, Paris. A pesar de haber nacido en Túnez, es un occidental a medias Ibn Kaldún, por su origen andaluz y su educación hispánica.