Carmelo
Urso
entiempopresente@gmail.com
Hace algún
tiempo, mi compadre David Aponte escribió un curioso aforismo: "A lo que más
temo es a tener la razón". A mi parecer, su frase entraña grandes verdades;
aventuro algunas interpretaciones en las líneas que siguen.
En aritmética,
una de las definiciones que se le da a "razón" es al "cociente de dos
cantidades". Si divido 8 entre 4, la "razón" será obviamente 2. La "razón" es
entonces el producto de una división.
Así las cosas,
concuerdo con mi hermano del Alma: temo a esa "razón" gestada al calor de las
divisiones; cada vez parece menos sensato ver a agrios bandos disputarse el
poder en la ciudad, en el país, en el planeta: cada uno razona que sus razones
son las más razonables; pero ese afán por prevalecer sobre el prójimo, por
transformar al semejante en enemigo, por establecer un neurótico sentido de
superioridad sobre los demás, no es monopolio de políticos: en condominios,
familias y parejas reproducimos ese amargo cuadro de separaciones; ¿quién tiene
la razón?: ¿el esposo, la esposa?, ¿los padres, los hijos?, ¿el presidente de la
junta de co-propietarios o el tesorero?, ¿el primer ministro, la oposición?, ¿el
país invasor o el invadido?, ¿Juventus o Real Madrid?
Sea que
hablemos de geopolítica, farándula o espiritualidad, cuando la "razón" se
convierte en sinónimo de división es altamente peligrosa: deriva en fatiga del
Alma, cáncer emocional, tristeza, miedo, desamor, guerra.
Querer tener la
razón cuando no hemos entrado en razón
"Tener la
razón" es una de nuestras adicciones favoritas. Frecuentemente, queremos "estar
en lo cierto" en oposición a un prójimo que "está equivocado". Con tal actitud,
originamos toda suerte de conflagraciones, desde ácidas disputas domésticas
hasta cruentas guerras mundiales. No importa el tamaño del conflicto: lo básico
es que querer "tener la razón" a cualquier precio causa división, discordia,
infelicidad y –a menudo- sinrazón.
Hay una fuerte
carga neurótica cada vez que decimos la frase "tengo la razón" en medio de una
disputa: en primer lugar, "tener la razón" se percibe como un trofeo que nos
hace sentir superiores a nuestro interlocutor; luego, a fin de alcanzar ese
lauro, somos capaces de ingeniar los más retorcidos argumentos; esos argumentos
no suelen rebosar de Verdad (de hecho, muchas veces no son más que mentiras o
medias-verdades maquilladas), pero los usamos sin remordimiento con tal de dar
la impresión de que "estamos en lo cierto"; cuando establecemos que el otro está
equivocado, la cosecha siempre es amarga: alguien se descubre derrotado,
"inferior" a su prójimo.
Sentirse
superior o inferior a sus semejantes es una característica propia del ego –la
porción no iluminada de nuestra mente que se cree separada de ese Uno al que
llamamos Dios. El ego necesita siempre sentirse "especial" –es decir, mayor o
menor a sus compañeros de Vida, por encima o por debajo del resto de los seres
que habitan el Universo. Cuando la porción iluminada de nuestra mente comienza a
percibir la Unidad básica del Todo, ese Padre-Madre absolutamente amoroso en el
que nos sosegamos e igualamos, el ego ve peligrar su existencia, porque él mismo
es el producto de una división.
Qué preferimos:
¿tener la razón o ser felices?
Una de
las preguntas más interesantes que jamás haya leído es la que aparece en "Un
Curso de Milagros": Qué prefieres: ¿tener la razón o
ser feliz?
Hermano lector
o lectora, con sinceridad: ¿qué preferimos?
¿Nos gusta el
rol de profeta del desastre para después regodearnos en nuestros macabros
aciertos?
¿Nos place
anunciarle a nuestro hermano o hermana una inminente calamidad y después
decirle: "¡te lo dije, te lo dije!"?
¿Hacemos de
cada conversación con la pareja un torneo verbal en el que nos dedicamos a
desbaratar sus argumentos?
¿Nos sentimos
derrotados si no imponemos nuestras ideas a compañeros de trabajo o amigos?
¿Defendemos a
capa y espada nuestros puntos de vista sobre política, religión, nacionalidad o
deportes cuando interactuamos con otras personas?
¿Nos cuesta
llegar a consenso con nuestros semejantes?
¿Nos sentimos
perdedores si nos demuestran: "no estás en lo cierto"?
Si la respuesta
a cada pregunta es sí, probablemente hemos tenido en nuestra Vida más momentos
de "tener la razón" que de genuina felicidad.
No se trata de
darle la razón al otro de manera automática, de bajar la cabeza ante la más
mínima discrepancia, de ceder aquellas cosas que nos tocan por legítimo derecho:
esa sería una neurosis tan devastadora como la anterior.
Se trata de
concienciar que el afán de demostrar nuestra supuesta superioridad sobre los
demás nos conduce de lleno al sistema de pensamiento del miedo y la separación;
nos exilia del reino del Amor; nos aleja de la tan anhelada felicidad; nos hace
preferir la guerra al Reino de los Cielos; nos hace sentir mayores o menores al
indivisible Uno.
Por ello
escribió alguna vez el sabio judío Don Sem Tob: "Feliz el hombre que no se
preocupa de valer más de lo que vale".
Desde el Amor,
hacemos valer nuestros derechos sin vulnerar los del otro; iluminamos con
nuestros puntos de vista al prójimo y nos dejamos iluminar por los suyos;
enseñamos la Paz y –al mismo tiempo- aprendemos lo que es; sabemos que podemos
"estar en lo cierto" y que el otro puede estar en desacuerdo con nosotros…
¡porque cada quien tiene derecho a develar su Verdad en el momento que le
parezca adecuado! Nuestros argumentos sirven para extender la realidad del Amor
y no para dividirnos en contendores y contendientes.
En pocas
palabras: preferimos ser felices a tener la razón… ¡aunque "estemos en lo
cierto"!
Porque como
dice mi entrañable amigo: "a lo que más temo es a tener la razón".
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