Está
demostrada con amplitud la
primacía de la mujer en las
etapas iniciales de la
sociedad. El matriarcado fue
la expresión de la
organización social en torno
al papel primordial de la
mujer en la actividad
económica y social, así como
del reconocimiento de su
condición de fuente de vida.
Eran tiempos en los que no
se conocía la relación
causal entre coito y
fecundación. Se atribuía
esta última a la acción de
los vientos o de los ríos,
desconociéndose la cuota del
hombre en la procreación. El
concepto de paternidad
simplemente no existía. La
descendencia se reconocía
por la vía matrilineal.
La creación de las cosas y
el régimen sobre la
naturaleza y la sociedad se
explicaban a partir de la
acción de deidades
femeninas. Los mitos más
remotos recogen esta visión
del mundo, y los registros
antropológicos más antiguos
abundan en referencias a “la
Diosa” y a la fertilidad
como atributo femenino. La
Luna (aunque un Sol femenino
también es registrado en
varios lugares) era el
símbolo de esa fertilidad; y
sus tres fases -nueva, llena
y vieja- representaban las
tres edades de la matriarca
-doncella, ninfa y vieja- en
consonancia también con los
cambios de estación. Es
probable que éste sea el
origen de las tríadas de
Diosas en el pensamiento
religioso primitivo, tríadas
que en realidad revelarían
las tres caras de la misma
diosa.
La "trinidad" (santísima o
no, femenina o masculina)
tiene, pues, antecedentes
muy remotos y se encuentra
en la mayoría de las
mitologías más conocidas. En
la Grecia primitiva, por
ejemplo, se puede observar
que la tríada fue:
Selene-Afrodita-Hécate;
mientras que en la época de
los poemas homéricos, cuando
ya existía el orden
patriarcal, encontramos
todavía una tríada femenina:
Atenea-Afrodita-Hera
(recuérdese el Juicio de
Paris) aunque subordinada a
una nueva trinidad reinante,
la masculina de
Hades-Poseidón-Zeus.
Según uno de los mitos
griegos, un personaje
femenino llamado Eurínome,
“la Diosa de Todas las
Cosas” surgida del Caos, es
la que dio inicio a la
creación.
Mucho tiempo después,
establecida la relación
causal entre la cópula y la
procreación, mejoró la
función social y religiosa
del hombre. Tuvo que pasar
mucha agua bajo el puente
para que en un momento dado
de la historia el príncipe
consorte se rebelara contra
la matriarca e impusiera su
dominio, transformando
radicalmente las estructuras
sociales, económicas y
religiosas, y abriendo las
puertas a la sociedad
patriarcal. Los mitos de las
diferentes civilizaciones
también reflejan este
crucial momento en la
historia de la humanidad. En
la literatura antigua
podemos apreciar una
representación trágica de
este suceso: En la Orestíada
de Esquilo -que se inicia
con el asesinato de Agamenón
a su regreso de Troya-,
Orestes mata a su madre, la
uxoricida Clitemnestra,
vengando la muerte de su
padre vencedor de Troya.
Este hecho provoca la
persecución de las
divinidades ancestrales
sobre el matricida. Los
dioses jóvenes
representantes de un nuevo
orden acuden en defensa de
Orestes, perseguido por las
antiguas deidades
protectoras del derecho
matrilineal. El crimen de
Orestes es en extremo
repudiable: dio muerte a su
progenitora, a quien le dio
la vida; por el contrario el
crimen de Clitemnestra es
menor: no estaba ligada a su
esposo por los lazos de la
sangre. Luego de un juicio
donde las partes esgrimen
sus mejores argumentos, se
impone la nueva hornada de
deidades (principalmente
Apolo y Atenea) simbolizando
el establecimiento del
derecho patrilineal. El
nacimiento de Atenea de la
cabeza de Zeus y no de una
mujer, explica el acomodo de
esta antigua diosa a las
nuevas condiciones; era
importante reubicar a la
protectora de los reinos
helénicos (también de Troya
que contaba con el famoso
Paladión que robaron Ulises
y Diomedes).
El cambio en el control del
poder en la sociedad se vio
reflejado en la religión: el
Dios-masculino se hizo el
más importante y poderoso,
desplazando y subordinando a
la ancestral Diosa.
La Biblia empieza realmente
su historia (con Abram)
cuando el patriarcado ya era
una institución sólidamente
establecida, que arrastraba
sin embargo los rezagos de
antiguas creencias vigentes
entre el pueblo hebreo. En
sus primeros libros, la
Biblia todavía registra la
creencia de ese pueblo en
Diosas paganas que coexisten
con el Dios Creador
Masculino, revelando así una
de las fuentes de la que se
nutre su mitología. Da
testimonio de que los
hebreos también rendían
culto a la diosa Aserá,
cuyas imágenes
reverenciaban; y honraban a
Astarté, diosa de los
fenicios y de los filisteos,
a quien las mujeres hebreas
presentaban ofrendas.
Paulatinamente al Dios
Creador Masculino se le
fueron atribuyendo títulos y
atributos de otras deidades
del cercano oriente.
El mito de Eva, creada con
la costilla de Adán,
representaría la supremacía
masculina, sepultando de ese
modo la ancestral divinidad
de Eva quien era la
representación de la
primitiva Diosa de la época
matriarcal, fuente de vida,
"madre de todos los
vivientes" como repite el
Génesis (recordando a Ishtar
o Anat o Hebe).
El mito de Pandora como
responsable de que los males
castiguen a los mortales,
tiene un contenido
claramente sexista. En
general, como consecuencia
del establecimiento de la
sociedad patriarcal, las
mujeres pasaron de ser eje
de la sociedad, fuente de
vida y sacerdotisas de la
Diosa, a la condición de
seres de segundo orden,
receptáculos de la semilla
procreadora del hombre y
propiciadoras de lo maligno.
No pueden ser rabinos ni
sacerdotes, no pueden
participar activamente en la
sinagoga ni oficiar la misa
católica; su capacidad para
menstruar las convierte en
impuras para los oficios
religiosos, su personalidad
cambiante las convierte en
aliadas naturales del
demonio en su afán de perder
al hombre virtuoso (La
figura de Eva y la serpiente
perdiendo al pobre Adán es
recurrente cuando se trata
de valorar el papel de la
mujer desde el punto de
vista de las religiones
judeocristianas. Por tal
motivo, a fin de establecer
un paradigma de mujer, a
mediados del primer milenio
de nuestra era, la religión
católica elevó la figura de
la “inmaculada” “virgen”
María, estableciendo
artificial y dogmáticamente
un mito que antes no existía
entre los cristianos).
Está demostrada con amplitud la primacía de la mujer en las etapas iniciales de la sociedad. El matriarcado fue la expresión de la organización social en torno al papel primordial de la mujer en la actividad económica y social, así como del reconocimiento de su condición de fuente de vida. Eran tiempos en los que no se conocía la relación causal entre coito y fecundación. Se atribuía esta última a la acción de los vientos o de los ríos, desconociéndose la cuota del hombre en la procreación. El concepto de paternidad simplemente no existía. La descendencia se reconocía por la vía matrilineal.
La creación de las cosas y el régimen sobre la naturaleza y la sociedad se explicaban a partir de la acción de deidades femeninas. Los mitos más remotos recogen esta visión del mundo, y los registros antropológicos más antiguos abundan en referencias a “la Diosa” y a la fertilidad como atributo femenino. La Luna (aunque un Sol femenino también es registrado en varios lugares) era el símbolo de esa fertilidad; y sus tres fases -nueva, llena y vieja- representaban las tres edades de la matriarca -doncella, ninfa y vieja- en consonancia también con los cambios de estación. Es probable que éste sea el origen de las tríadas de Diosas en el pensamiento religioso primitivo, tríadas que en realidad revelarían las tres caras de la misma diosa.
La "trinidad" (santísima o no, femenina o masculina) tiene, pues, antecedentes muy remotos y se encuentra en la mayoría de las mitologías más conocidas. En la Grecia primitiva, por ejemplo, se puede observar que la tríada fue: Selene-Afrodita-Hécate; mientras que en la época de los poemas homéricos, cuando ya existía el orden patriarcal, encontramos todavía una tríada femenina: Atenea-Afrodita-Hera (recuérdese el Juicio de Paris) aunque subordinada a una nueva trinidad reinante, la masculina de Hades-Poseidón-Zeus.
Según uno de los mitos griegos, un personaje femenino llamado Eurínome, “la Diosa de Todas las Cosas” surgida del Caos, es la que dio inicio a la creación.
Mucho tiempo después, establecida la relación causal entre la cópula y la procreación, mejoró la función social y religiosa del hombre. Tuvo que pasar mucha agua bajo el puente para que en un momento dado de la historia el príncipe consorte se rebelara contra la matriarca e impusiera su dominio, transformando radicalmente las estructuras sociales, económicas y religiosas, y abriendo las puertas a la sociedad patriarcal. Los mitos de las diferentes civilizaciones también reflejan este crucial momento en la historia de la humanidad. En la literatura antigua podemos apreciar una representación trágica de este suceso: En la Orestíada de Esquilo -que se inicia con el asesinato de Agamenón a su regreso de Troya-, Orestes mata a su madre, la uxoricida Clitemnestra, vengando la muerte de su padre vencedor de Troya. Este hecho provoca la persecución de las divinidades ancestrales sobre el matricida. Los dioses jóvenes representantes de un nuevo orden acuden en defensa de Orestes, perseguido por las antiguas deidades protectoras del derecho matrilineal. El crimen de Orestes es en extremo repudiable: dio muerte a su progenitora, a quien le dio la vida; por el contrario el crimen de Clitemnestra es menor: no estaba ligada a su esposo por los lazos de la sangre. Luego de un juicio donde las partes esgrimen sus mejores argumentos, se impone la nueva hornada de deidades (principalmente Apolo y Atenea) simbolizando el establecimiento del derecho patrilineal. El nacimiento de Atenea de la cabeza de Zeus y no de una mujer, explica el acomodo de esta antigua diosa a las nuevas condiciones; era importante reubicar a la protectora de los reinos helénicos (también de Troya que contaba con el famoso Paladión que robaron Ulises y Diomedes).
El cambio en el control del poder en la sociedad se vio reflejado en la religión: el Dios-masculino se hizo el más importante y poderoso, desplazando y subordinando a la ancestral Diosa.
La Biblia empieza realmente su historia (con Abram) cuando el patriarcado ya era una institución sólidamente establecida, que arrastraba sin embargo los rezagos de antiguas creencias vigentes entre el pueblo hebreo. En sus primeros libros, la Biblia todavía registra la creencia de ese pueblo en Diosas paganas que coexisten con el Dios Creador Masculino, revelando así una de las fuentes de la que se nutre su mitología. Da testimonio de que los hebreos también rendían culto a la diosa Aserá, cuyas imágenes reverenciaban; y honraban a Astarté, diosa de los fenicios y de los filisteos, a quien las mujeres hebreas presentaban ofrendas. Paulatinamente al Dios Creador Masculino se le fueron atribuyendo títulos y atributos de otras deidades del cercano oriente.
El mito de Eva, creada con la costilla de Adán, representaría la supremacía masculina, sepultando de ese modo la ancestral divinidad de Eva quien era la representación de la primitiva Diosa de la época matriarcal, fuente de vida, "madre de todos los vivientes" como repite el Génesis (recordando a Ishtar o Anat o Hebe).
El mito de Pandora como responsable de que los males castiguen a los mortales, tiene un contenido claramente sexista. En general, como consecuencia del establecimiento de la sociedad patriarcal, las mujeres pasaron de ser eje de la sociedad, fuente de vida y sacerdotisas de la Diosa, a la condición de seres de segundo orden, receptáculos de la semilla procreadora del hombre y propiciadoras de lo maligno. No pueden ser rabinos ni sacerdotes, no pueden participar activamente en la sinagoga ni oficiar la misa católica; su capacidad para menstruar las convierte en impuras para los oficios religiosos, su personalidad cambiante las convierte en aliadas naturales del demonio en su afán de perder al hombre virtuoso (La figura de Eva y la serpiente perdiendo al pobre Adán es recurrente cuando se trata de valorar el papel de la mujer desde el punto de vista de las religiones judeocristianas. Por tal motivo, a fin de establecer un paradigma de mujer, a mediados del primer milenio de nuestra era, la religión católica elevó la figura de la “inmaculada” “virgen” María, estableciendo artificial y dogmáticamente un mito que antes no existía entre los cristianos).