La
Península Ibérica, conocida como Iberia por los
griegos y como Hispania por los romanos, constituye
la más occidental de las tres grandes penínsulas de Europa
que se adentran en el mar Mediterráneo, el
Mare Nostrum, de los romanos.
Esta situación, que la convertía en el
finis terrae del mundo conocido en la
Antigüedad, ha contribuido a darle a lo largo de toda su
historia una marcada personalidad, acentuada por las claras
diferencias que ofrece de Este a Oeste, desde el
Mediterráneo al Atlántico, y las todavía más apreciables de
Sur a Norte, desde la soleada Costa del Sol y la
semidesértica Almería hasta las montañosas y húmedas
regiones septentrionales. Si a estas circunstancias
geográficas añadimos su diversidad morfológica, pues
predominan las tierras silíceas al Occidente, las calizas en
las regiones mediterráneas y las cuencas sedimentarias en la
Meseta y en los valles del Ebro y del Guadalquivir, se
comprende su marcada diversidad, que permite considerarla
como un auténtico «microcontinente».
A esta variabilidad geográfica interna se debe añadir
el factor que supone su situación en el Suroeste de Europa,
abierta al mundo atlántico y al mediterráneo, así como al de
más allá de los Pirineos, sin olvidar su proximidad al Norte
de África, de la que sólo la separa el Estrecho de
Gibraltar.
Esta situación explica las diversas corrientes
culturales y, en parte, también étnicas, que afectaron a la
Península Ibérica en este periodo crucial del final de su
Prehistoria, justo cuando aparecen las primeras alusiones a
ella en textos escritos y se produce un incesante aumento
cualitativo y cuantitativo de sus contactos con el exterior.
Dichas corrientes contribuyeron a enmarcar su desarrollo
cultural dentro de otros ámbitos culturales más o menos
próximos, en los que más o menos parcialmente quedaba
integrada.
En el último milenio
a.C.,
tres grandes corrientes culturales afectan a las distintas
regiones de la Península Ibérica, actuando de distinto modo
según su más o menos favorable situación geográfica y la
capacidad de asimilación de su substrato cultural. Una es de
tipo atlántico, explicable por la proximidad de las formas
de vida y mentalidad de todas las regiones ribereñas
atlánticas del Occidente de Europa. Estas semejanzas se
remontan al menos a la neolitización megalítica, con
contactos que se incrementan a partir del Campaniforme y a
lo largo de la Edad del Bronce, favorecidos por el
intercambio de metales, aunque en cada región dieron como
resultado formas culturales propias. El influjo atlántico
resulta evidente en las regiones occidentales de la
Península, en las que cabría incluir la Andalucía Occidental
y parte de la Meseta. Tales regiones eran precisamente las
más metalíferas y estaban habitadas por poblaciones de
carácter indoeuropeo muy primitivas, probablemente con
raíces comunes en todas esas regiones atlánticas.
Otra corriente etnocultural es la llegada a través de
los Pirineos, especialmente por los pasos occidentales. Por
esta vía penetran desde fines del II milenio
a.C.
los llamados Campos de Urnas, que se extendieron,
progresivamente, por Cataluña, el Valle del Ebro y la parte
septentrional de la Comunidad Valenciana, aportando
importantes cambios en la cultura material y en la
organización social, así como en el campo lingüístico, pues
por esta vía, que actúa de forma intermitente desde el
Bronce Final hasta la conquista de las Galias por César, han
debido penetrar las poblaciones conocidas como celtas.
Finalmente, está el Mediterráneo, cuna de la
civilización, gran crisol de culturas y vía de contacto
entre todas sus poblaciones ribereñas. Este mar, por el que
ya había llegado la domesticación de plantas y animales en
el Neolítico, se convierte progresivamente en la principal
vía de entrada de estímulos culturales, pues por ella
llegaron los pueblos colonizadores de la Antigüedad, como
fenicios, griegos, púnicos y, finalmente, romanos. Desde el
Bronce Final, a fines del II milenio
a.C.,
se constatan viajes exploratorios de gentes del Oriente del
Mediterráneo y del Egeo que proseguían unos primeros
contactos de época micénica, abriendo las vías de navegación
y nuevas formas de intercambio en un mundo entonces alejado
y desconocido. Siguiendo estas tradiciones «precoloniales»,
a partir del siglo VIII
a.C.
llegó la colonización fenicia, bien documentada en las
costas meridionales de la Península desde la desembocadura
del río Segura en Alicante hasta la del Tajo en Portugal,
aunque su foco principal debe considerarse Cádiz. Los
fenicios introdujeron el hierro, el torno de alfarero, los
pesos y medidas, la arquitectura urbana, el policultivo
mediterráneo (asociación de trigo, vid y olivo), la idea de
ganancia, monarquías sacras, etcétera, contribuyendo estos
contactos a la aparición de una nueva organización social,
jerarquizada y basada en nuevas concepciones religiosas, que
explican el origen de la cultura tartéssica.
Tras los fenicios, en torno a fines del siglo VII
a.C.,
hizo su aparición el comercio griego del Asia Menor,
inicialmente de Samos, como indica el fabuloso viaje de
Kolaios a Tartessos. A partir del siglo VI, los griegos
de Focea, pequeña ciudad jonia que hacia el 600
a.C.
había fundado Massalia
(Marsella) y Emporion
(Ampurias), desde estas colonias fueron extendiendo sus
redes comerciales y su influjo cultural por todas las costas
levantinas y del Sureste peninsular para alcanzar Tartessos,
penetrando desde allí hacia la Andalucía oriental. Tras la
profunda crisis colonial que supuso en el siglo VI
a.C.
la conquista de Tiro y Focea por Babilonia y Persia y tras
el enfrentamiento entre griegos y púnicos en el Mediterráneo
occidental, poco a poco surgió la presencia hegemónica de
los púnicos de Cartago, lo que obligó a los focenses, sus
rivales en Occidente, a aliarse a Roma desde fechas muy
tempranas. Los púnicos controlaban las costas meridionales
de Hispania y, desde Ibiza, sus principales vías de
acceso, heredando la tradición comercial y cultural del
mundo fenicio, hasta que, en su enfrentamiento a Roma, en la
segunda mitad del siglo III
a.C.,
bajo el dominio de los Bárquidas, emprenden en la Península
Ibérica una política imperialista de tipo helenístico, hecho
que tuvo una amplia repercusión en el mundo indígena y que
fue la causa determinante de la presencia de Roma en
Hispania.
En efecto, aunque estos contactos coloniales tenían una
finalidad básicamente económica, pues se basaban en las
grandes ganancias que producía la adquisición de materias
primas peninsulares, como oro, plata, estaño, cobre y,
seguramente, esclavos, a cambio de objetos elaborados, como
cerámicas, vasos de bronce, marfiles tallados, joyas y
tejidos, adquiridos por las elites locales, este tipo de
comercio daría lugar progresivamente a instalaciones
coloniales que permitirían un contacto más estrecho con el
mundo indígena, contribuyendo a su progresiva aculturación
y, al mismo tiempo, a la inclusión de estas alejadas
regiones del finis terrae en
la economía mundial dirigida por los grandes imperios de
Oriente, a los que los fenicios servían de suministradores
de materias primas. Pero, además, estos distintos procesos
coloniales, dada la superioridad cultural del mundo
colonial, dieron lugar a un continuo proceso de
aculturación, al actuar sobre el mundo indígena como un
fermento que estimulaba su propio desarrollo, tanto más
acentuado cuanto más estrecho fueran los contactos y mayor
fuera la capacidad de asimilación. Gracias a este proceso,
las zonas de desarrollo más favorable, como Tartessos y el
área meridional del mundo ibérico, al alcanzar un nivel
cultural mayor, acabaron por convertirse en focos de
aculturación de las poblaciones limítrofes, especialmente de
las situadas más al interior, contribuyendo de este modo
poco a poco a difundir las nuevas formas de vida urbana que
suponía este proceso de «mediterraneización». En
consecuencia, se fue acelerando la tendencia al desarrollo
de todos los pueblos, en la esfera económica, social e
ideológica, según su capacidad y sus propias pautas, pero
también siguiendo una tendencia general, ya que su final
lógico no era otro que aproximarse a mayores niveles de
civilización, cuya culminación representa Roma en la
Antigüedad.
Pero, paralelamente, los contactos crecientes con el
mundo colonial y el citado desarrollo del mundo indígena
ayudan a comprender los complejos fenómenos de etnogénesis a
los que se ha hecho referencia, pues los distintos influjos
coloniales, al actuar de distinto modo según las zonas
geográficas afectadas y la mayor o menor capacidad receptora
del substrato, contribuyeron a reforzar la personalidad de
las diversas formaciones étnicas, aunque todas ellas
ofrecían, como se ha señalado, características comunes y una
tendencia general hacia formas de vida cada vez más
desarrolladas y próximas al mundo urbano.
Este factor geográfico se refleja en el complejo
proceso de etnogénesis que ofrece la Península Ibérica a lo
largo del I milenio
a.C.,
en el que se formaron los diversos pueblos prerromanos a los
que se enfrentarían los romanos. De este modo se explica
que, a la llegada de Roma, Hispania ofreciera una
mayor diversidad étnica y cultural que cualquier otra región
europea, sin excluir la misma Italia o los Balcanes, dado su
claro gradiente de diferenciación cultural de Norte a Sur y
de Este a Oeste. Esta diferencia del desarrollo se comprende
por la mayor o menor apertura al Mediterráneo y a sus
vivificantes influjos culturales, acentuada por la
diversidad geográfica, apenas uniformada por la gran Meseta
Central que actuaba como área de contacto y que, al mismo
tiempo, generaba tendencias centrífugas hacia las regiones
periféricas, más abiertas al exterior, dada su mayor fuerza
demográfica y su posición central, lo que explica su papel
en la transmisión de estímulos culturales. Además, la
interacción continua entre unos grupos y otros dio como
resultado un cuadro que debería aproximarse bastante más a
un «mosaico» étnico que a espacios homogéneos delimitados
por fronteras definidas como las que se utilizan para
expresar los supuestos territorios étnicos, pues en
numerosas zonas, si no en la mayoría, predominarían
fenómenos de interetnicidad, no sólo en sentido espacial,
sino también en el social y cultural, que resultan aún más
difíciles de determinar. Además, dicho proceso, acentuado
por el influjo de fenicios, griegos, púnicos y, finalmente,
romanos, coincide con la citada evolución general hacia
formas de vida urbana, cuya culminación definitiva fue la
incorporación de toda Hispania a la órbita de Roma.
Dentro de este marco, geográfico e histórico, el
complejo mosaico etno-cultural de las gentes de Hispania
podría agruparse, a grandes líneas, en tres grandes troncos,
cuyas características hay que valorar para comprender las
distintas etapas y los procesos diferenciados de contacto,
enfrentamiento y asimilación por Roma.
Uno está constituido por los pueblos de tradición
cultural predominantemente mediterránea, como los Tartesios
y sus herederos los Turdetanos más las poblaciones que hoy
día conocemos como Iberos, que ocupaba las zonas
meridionales y levantinas, las más abiertas al Mediterráneo
y a sus corrientes civilizadoras. Estas gentes eran los más
cultos y civilizados, especialmente la Turdetania, en la
actual Andalucía, como acertadamente señaló Estrabón (III,1,6
y 2,1), lo que facilitó su pronta e intensa romanización,
facilitada en buena parte por su anterior sometimiento al
imperio bárquida.
Otro tronco étnico y cultural lo representan las gentes
celtas, que, junto a los iberos, constituían la principal
población de Hispania, como refiere el celtíbero
Marcial (10,65: ex Hiberis et Celtis
genitus). Habitaban especialmente las regiones
centrales de Hispania, en torno al Sistema Ibérico,
pero estaban relacionados con los pueblos del norte y del
occidente extendidos hasta el Atlántico, regiones hacia las
que tendían a expandirse. Estos celtas eran afines a la
población de todo el Occidente de Europa, incluida el Norte
de Italia, la Gallia Cisalpina,
siendo considerados por Roma como su antagonista «bárbaro»
desde el siglo IV
a.C.,
cuando llegaron a conquistar la Urbe. Estas gentes, de
estirpe indoeuropea y de tradición guerrera, a la llegada de
Roma, estaban en pleno proceso expansivo hacia zonas
periféricas, favorecido por su estructura gentilicia
clientelar de ideología guerrera. Este hecho, junto a su
escaso desarrollo cívico, explican su enorme capacidad de
resistencia, en la que tanto destacaron Celtíberos y
Lusitanos, en una lucha desigual entre este mundo indígena y
el emergente imperio colonial romano. Sin embargo, los
pueblos del Norte, como Galaicos, Astures y Cántabros,
mostraban aun menor nivel de desarrollo, dada su ancestral
estructura pregentilicia basada en clases de edad, lo que
explica su ruda oposición a Roma y su capacidad de
resistencia, siendo, por el mismo motivo, muy refractarios a
la romanización.
Finalmente, en valles de las montuosas zonas próximas
al Pirineo Occidental, vivían vascones y otros pueblos
afines de origen no indoeuropeo, más bien relacionados con
el mundo ibero y aquitano, aunque en proceso de celtización.
Su aislamiento y pobreza característicos explican su
marginalidad, lo que permitió la pervivencia de este
substrato que apenas llegó a romanizarse.
Roma se impuso lentamente, tras un formidable esfuerzo
bélico de casi dos siglos, sobre este complejo mosaico de
culturas y pueblos, en muchos casos aún insuficientemente
conocidos. Por ello, la romanización representa la última
consecuencia, alcanzada no sin resistencia, del proceso de «mediterraneización»
o tendencia general hacia formas de vida urbana iniciado mil
años antes con la llegada de fenicios, griegos y púnicos y
que culminó en la asimilando toda Hispania al
Imperio Romano, cuya labor civilizadora contribuyó a
unificar gentes y culturas y a alcanzar nuevos horizontes de
desarrollo histórico.
Las
regiones meridionales y orientales: Tartesios e Iberos
Las regiones meridionales de la Península Ibérica han
sido siempre una de las más ricas de Europa en recursos
naturales, tanto agrícolas y ganaderos como minerales, lo
que facilitó siempre su desarrollo demográfico y cultural.
Desde el Calcolítico, en el III milenio
a.C.,
ya aparecen poblados que centralizan el territorio, así como
fuertes jerarquías evidenciadas por tumbas monumentales. A
fines del II milenio, a partir del Bronce Final,
coincidiendo con la fecha de la mítica fundación de Cádiz
hacia el 1100
a.C.,
los contactos «precoloniales» desencadenaron un marcado
impulso cultural que cristalizó en el mundo orientalizante
de Tartessos. A partir del siglo VIII
a.C.,
el asentamiento de colonias y factorías fenicias por toda la
costa meridional impulsó el desarrollo indígena y su
sociedad alcanzó pronto un nivel urbano, formándose pequeñas
ciudades-estado regidas por reyes de tipo sacro. Su
fastuosidad y riqueza, que documentan joyas y objetos
suntuarios aparecidos en tumbas como las de Aliseda
(Cáceres) o La Joya (Huelva) y en palacios, como el de
Cancho Roano (Zalamea de la Serena, Badajoz), dio a
Tartessos una fama de país fabuloso, de lo que se hacen eco
relatos semilegendarios conservados en la Biblia y en
algunas noticias de los historiadores griegos.
Tartessos desaparece de la Historia a fines del siglo
VI
a.C.,
al no resistir las tensiones surgidas en el ámbito colonial
entre fenicio-púnicos y griegos, siendo sustituida sus
monarquías sacras por aristocracias gentilicias. Sus
sucesores fueron los Turdetanos, que ocupaban las mismas
tierras de Andalucía Occidental, siendo afines a ellos otros
pueblos, como los Túrdulos de las áreas montañosas o los
Bastetanos que habitaban las depresiones penibéticas de
Granada. Los Turdetanos, al llegar los romanos, eran los más
desarrollados de Hispania. Según Estrabón (III,1,15),
escritor griego de tiempos de Augusto, «la riqueza del país
hace que los Turdetanos sean civilizados y desarrollados
políticamente», pues «son considerados los más cultos de los
iberos, puesto que conocen la escritura y, según sus
tradiciones ancestrales, incluso tienen crónicas históricas,
poemas y leyes en verso de más de seis mil años de
antigüedad» (Estrabón, III,1,6), siendo «sus ciudades
extraordinariamente numerosas, pues se dice que llegan a
doscientas» (Estrabón, III,2,1). Este hecho lo han
comprobado las investigaciones arqueológicas, ya que en
estos territorios la densidad de núcleos urbanos era mucho
mayor que en el resto de Hispania, alcanzando
también mayor tamaño, pues los mayores ofrecen hasta 50
hectáreas, como Carmo (Carmona, Sevilla),
Corduba (Córdoba) o
Castulo (cerca de Linares,
Jaén), lo que refleja que representaba la sociedad más
desarrollada de la Hispania prerromana. Esta
sociedad estaba organizada en ciudades-estado dirigidas por
aristocracias gentilicias que ofrecían las formas culturales
más refinadas de la Hispania prerromana, aunque con
amplias capas de la sociedad sometidas a servidumbre para
beneficiar los importantes recursos mineros, como la plata
de Sierra Morena, y agrícolas, entre los que destaca el
policultivo mediterráneo de olivo, vid y trigo, seguramente
introducido en el periodo orientalizante.
Su mayor grado de desarrollo, su mayor capacidad de
asimilación y su proximidad a las colonias fenicias,
especialmente de Cádiz, explican el fuerte influjo púnico y
oriental que siempre mantuvo su cultura, tradición que
perduró mucho después de la conquista romana y que se
evidencia tanto en sus cerámicas y objetos habituales como
en sus creencias o en su urbanismo, de casas con terraza
apelmazadas en callejuelas irregulares y estrechas que, a
través de la dominación árabe, ha perdurado hasta nuestros
días.
Integrados en el imperio de los Bárquidas hasta el
final de la II Guerra Púnica, se sublevaron inicialmente
contra los romanos, pero fueron pronto sometidos. Su
desarrollo y capacidad de asimilación cultural explican que
Estrabón (III,2,15) ya señale que en su época «especialmente
los que habitan cerca del Betis (el río
Guadalquivir), han asimilado el modo de vida romano y ya no
recuerdan su propia lengua, (...) de modo que poco falta
para que todos sean romanos». Este gran desarrollo de la
Betica, como los romanos
llamaron a esta favorecida región, y su tradición de
apertura cultural fueron la clave de su temprana e intensa
romanización, por lo que son muy escasos los testimonios
conservados de su lengua prerromana. Por ello, no es
casualidad que de esta región procediera el primer personaje
no itálico que alcanzó el rango de Senador en Roma, así como
el primer cónsul romano de origen no itálico; también
Trajano, el primer emperador surgido de las elites
provinciales, era originario de Italica
(Santiponce, Sevilla), siendo la Betica,
igualmente, la patria de Séneca y de otros afamados
escritores de la edad de plata de la literatura latina.
La difusión de estímulos culturales desde Tartessos
hacia el Sureste peninsular y el paralelo influjo de los
fenicios desde la costa dio lugar a la aparición de una
cultura orientalizante en dichas zonas a partir de fines del
siglo VII
a.C.,
pero, a partir del siglo VI, se produjo una asimilación
progresiva de influjos culturales greco-focenses de
Ampurias, originándose lo que actualmente se conoce como
«cultura ibérica», extendida entre todos los pueblos
situados en las regiones mediterráneas desde la Alta
Andalucía y el Sureste hasta más allá de los Pirineos, pues
sus influjos se extendieron hasta el Rosellón, penetrando
igualmente en el Valle del Ebro y el Sureste de la Meseta.
Esta extensa región, de casi 1000
km de
longitud, estaba habitada por numerosos pueblos de orígenes
o substrato cultural muy diferentes. Las áreas meridionales,
en las que destacan Bastetanos y Oretanos, eran afines al
mundo tartésico, tal como evidencia el monumento de Pozo
Moro, su tipo de escritura e, incluso, algunos topónimos.
Por el contrario, las zonas septentrionales muestran un
indudable substrato de la Cultura de «Campos de Urnas», que
pudiera considerarse como afín al mundo celto-ligur. Además
de este doble origen, los influjos púnicos predominaron en
el Sureste, frente a los griegos extendidos desde Ampurias,
última colonia griega de Occidente. De este modo se
comprende la gran diversidad étnica y cultural existente
entre los Bastetanos, de la Andalucía Oriental, los
Oretanos, a caballo de Sierra Morena entre La Mancha y el
Alto Guadalquivir, los Contestanos de la zona alicantina,
los Edetanos de las llanuras de Valencia, los Ilergavones en
la desembocadura del Ebro, los Ilergetes y Sedetanos en el
interior, y otros grupos menores que habitaban por Cataluña,
como Laietanos, Ausetanos, Indiketes, etcétera, hasta los
Sordones y Elysices que ya habitaban al Norte de los
Pirineos.
Esta variedad cultural y étnica se refleja en su
cultura y en su sistema político, pues las ciudades eran
mayores entre los pueblos ibéricos meridionales, indicando
su mayor desarrollo urbano y cultural, mientras que los
septentrionales, de mayor tradición guerrera, carecen de
grandes poblados hasta el siglo IV
a.C.,
aunque a partir de esa fecha resulta evidente una creciente
helenización, proceso que, en general, tendió a ir borrando
diferencias entre unos pueblos y otros. De su escritura,
derivada de la Tartésica, y de su lengua, que aún no se ha
logrado interpretar, pero que se considera de origen
aparentemente no indoeuropeo, cada día se conocen más
testimonios. La presencia de topónimos muy extendidos por
todo el mundo ibérico, como los nombres de ciudad que
empiezan por Ili-, como Ilerda (Lérida)
Iliturgi (Mengíbar, Jaén), así como la generalización
de un mismo sistema de escritura desde Alicante hasta más
allá de los Pirineos, han hecho suponer que se hablaría una
misma lengua ibérica por todo el mundo ibérico, aunque
también es posible que esta aparente unidad sea más aparente
que real, pues debieron existir variedades lingüísticas
actualmente imposibles de determinar.
A la llegada de Roma, los iberos estaban en estados de
base étnica, cuya capital generalmente era una ciudad
epónima, como Basti (Baza, Granada) entre los
Bastetanos, Oretum (Granátula
de Calatrava?, Ciudad Real), entre los Oretanos, e
igualmente entre los Edetanos, Ausetanos, Indiketes,
etcétera. Estos territorios estaban dirigidos generalmente
por reyes, régulos y príncipes más o menos poderosos de
origen aristocrático gentilicio, de ideología más o menos
guerrera que, en ocasiones, también daban nombre de su
pueblo, como Edecón, rey de los Edetanos. Estas pequeñas
monarquías, progresivamente, irían cayendo en la órbita de
los Bárquidas, como Indíbil y Mardonio entre los Ilergetes,
perdurando alguna de ellas hasta mucho después de la
conquista romana, pues un rey denominado Indo, todavía
aparece citado con sus tropas en plena guerra entre Pompeyo
y César (De bell.
Hisp. 10). Pero también existía alguna
ciudad-estado regida por magistrados electos y senados
aristocráticos, como Sagunto, que fue, además, la primera
ciudad ibérica en acuñar moneda con su tesoro público,
probablemente por ser la más helenizada como vieja aliada de
la focense Emporion y, a
través de ella, de Roma, lo que ayuda a comprender su
enfrentamiento y destrucción por Aníbal el 218
a.C.
Las principales poblaciones ibéricas cabe
interpretarlas como pequeñas ciudades, aunque fuera de la
Bética raramente alcanzan las 10 hectáreas de extensión,
siendo sus casas de piedra con terrazas de barro. Todas las
poblaciones estaban fortificadas por murallas, lo que supone
un estado de guerra habitual entre sus elites dirigentes,
incluso las pequeñas aldeas dependientes de poblaciones
mayores, existiendo en muchas zonas pequeñas torres para la
vigilancia y defensa del territorio. La población estaba
estructurada en clanes, al menos las familias
aristocráticas, de las que dependía el resto de la
población, sometida por medio de un sistema clientelar muy
extendido a una situación próxima a la servidumbre,
existiendo también esclavos, en gran parte fruto de las
frecuentes guerras y enfrentamientos.
La economía ibérica era agrícola y ganadera, pero
existía una larga tradición de comercio y intercambio en
beneficio de las elites, lo que explica el desarrollo de su
peculiar escritura, de origen tartésico, y de sistemas de
pesas y medidas y, finalmente, de la moneda, elementos que
fueron tomando del mundo colonial, púnico y griego, aunque,
tras la conquista, cada vez se hacen más evidentes los
influjos romanos. También floreció el artesanado, creando
esculturas, cerámicas, joyas y otros objetos suntuarios, que
normalmente se consideran como creaciones del Arte Ibérico y
que denotan la personalidad y el gusto estético del
artesanado de todos estos pueblos al servicio de sus elites
sociales. Más complejo es analizar su religión. Muy
influenciada por el mundo tartésico y fenicio-púnico en las
regiones meridionales, como evidencia el monumento de Pozo
Moro o las cerámicas de Elche, en la zona septentrional, por
el contrario, predominan pequeños santuarios domésticos
familiares, de los que, poco a poco, surgen los primeros
templos de carácter urbano, ya en fechas próximas a la
aparición de Roma. Sus divinidades eran de origen ancestral,
relacionadas con la fecundidad y la defensa del territorio y
su población, y cada vez se fueron adaptando más y más a las
del mundo colonial, hasta el punto de que, en los últimos
siglos
a.C.,
parece posible identificar en las zonas meridionales el
culto a divinidades púnicas como Tanit-Juno y Melkart y a
divinidades griegas, como Artemisa y Herakles, en las
septentrionales.
Esta tendencia bien acentuada al desarrollo urbano,
gracias a la creciente apertura al mundo colonial
mediterráneo, explica que la presencia de Roma se dejara
sentir indirectamente en las zonas litorales del Levante ya
desde el siglo IV
a.C.
a través de sus aliados, los focenses. Pero con el
desembarco de los ejércitos romanos el 218
a.C.,
tras algunos episodios de resistencia durante la II Guerra
Púnica y algunos años después, el proceso fue ahogado
definitivamente por el Cónsul
M. Porcio
Catón, quien pacificó definitivamente todo el mundo ibérico
el 195
a.C.
Tras su integración en la órbita de Roma, se produjo un auge
sin precedentes de esta cultura, pero también supuso su
progresiva desaparición, absorbida bajo la creciente
romanización, plenamente afirmada hacia el cambio de era.
Los
pueblos de la Meseta: Celtíberos y pueblos afines
La Meseta constituye una gran unidad geográfica, que
actúa como lugar de encuentro de las diversas culturas y
etnias periféricas, por lo que en ella se refleja en buena
medida la gran diversidad peninsular. Pero, a medida que fue
avanzando el I milenio
a.C.,
resulta cada vez más evidente la llegada de diversos
influjos mediterráneos, proceso que se conoce como
iberización y que, desde el Sur y el Este, poco a poco fue
penetrando hacia el interior transformando los substratos
precedentes.
En efecto, en las áreas meridionales de la Meseta Sur,
los Bastetanos se extendían hasta las llanuras de Albacete,
mientras que los Oretanos habitaban a caballo de Sierra
Morena entre la Mancha y el Alto Guadalquivir. Estas
poblaciones deben considerarse ibéricas aunque, en algunos
aspectos, parecen haberse celtizado, probablemente en época
tardía, pero compartían raíces culturales y habían recibido
fuertes influjos tartésicos desde el periodo orientalizante,
que prosiguieron dada su afinidad con los Turdetanos.
Por el contrario, en la zona occidental del Valle del
Ebro y en las altas tierras en torno al Sistema Ibérico y el
Este de la Meseta, de más de 900 metros de altura, habitaban
los Celtíberos, gentes celtas según evidencia su substrato
étnico y su cultura. En estas zonas, a partir del siglo VII
a.C.,
se observa la aparición de influjos mediterráneos como el
uso del hierro, junto a otros elementos culturales y
religiosos, como el rito de incineración, el culto al hogar
doméstico y un urbanismo basado en casas de medianiles
comunes alineadas en torno a una calle o espacio central.
Todos estos elementos parecen haber llegado con
penetraciones de gentes originarias de los Campos de Urnas
procedentes del Valle del Ebro, lo que parece indicar que
los Celtíberos y los iberos septentrionales compartían
ciertas raíces comunes. Como dichas zonas internas carecían
de contacto directo con el mundo colonial, su desarrollo
cultural fue siempre más lento que en el mundo ibérico y, en
gran medida, dependiente de éste.
Estas gentes celtibéricas asentadas en las altas
tierras del interior peninsular mantuvieron la tradición
pastoril de las poblaciones del substrato occidental
atlántico de la Edad del Bronce pero sus jerarquías
gentilicias controlarían las relaciones con las zonas
costeras, lo que tendería a reforzarlas, introduciéndose de
este modo el uso del hierro y de otros elementos, como el
torno de alfarero, éste generalizado sólo más tarde. A
partir del siglo VII
a.C.,
los Celtíberos habitan en pequeños poblados amurallados de
tipo castro, que controlaban sus pequeños territorios, muy
aptos para el pastoreo, explotados de manera comunitaria.
Aunque algunos elementos ibéricos, como el torno de
alfarero, penetran en estas zonas desde fechas muy
tempranas, quizás ya en el siglo VI
a.C.,
en su personalidad siempre destacó una fuerte componente
guerrera, evidenciada por las armas que aparecen depositadas
como ajuar en las sepulturas más ricas. En efecto, la
asimilación del hierro para el armamento, que aprovechaba la
riqueza y calidad del mineral del Sistema Ibérico, y el
carácter fuertemente jerarquizado de pastores-guerreros, tan
adecuado a su sistema socio-económico de ganadería
trashumante, explican el creciente desarrollo de su
organización social guerrera de tipo gentilicio y clientelar.
Ésta se fue imponiendo a lo largo del tiempo, dada su
eficacia y su tendencia expansiva, primero hacia las zonas
más próximas, como el Valle del Ebro o la Carpetania y,
posteriormente, hacia regiones mucho más apartadas, aunque
con una clara preferencia hacia las áreas pastoriles
septentrionales y occidentales, las más afines dado su
substrato cultural céltico y su economía ganadera. Por estos
motivos, a la llegada de Roma, estas gentes estaban en pleno
proceso de expansión hacia otras áreas por medio de racias
más o menos esporádicas que acabarían dando lugar a alcanzar
el control de territorios cada vez más amplios en los que se
asentaban llevando a cabo un auténtico proceso de
«colonización». Esta fuerza expansiva, basada en su espíritu
guerrero y su eficaz organización clientelar, explican su
impresionante enfrentamiento a Roma, que sólo pudo
someterlos tras guerras de inusitada dureza, que se
prolongaron durante casi un siglo.
La yuxtaposición de elementos ibéricos y célticos que
ofrecían los Celtíberos es la clave de su indudable
personalidad, pues, aunque eran celtas desde un punto de
vista étnico, como evidencia su lengua y su organización
social e ideológica, manifestaban, al mismo tiempo, una
fuerte iberización en sus formas culturales. Esta
característica, ya percibida en la Antigüedad, explica la
denominación de «Celtíberos» que les dieron los escritores
clásicos. Aunque, inicialmente, significaba «los Celtas de
Iberia», paulatinamente sirvió para aludir a la personalidad
étnica de estos pueblos, cuyo mestizaje cultural los
diferenciaba de otras poblaciones célticas de más allá de
los Pirineos, aludiendo a esta doble raíz el mismo Marcial,
quien, como originario de Bilbilis,
la celtibérica Calatayud, se definía como hijo de Celtas e
Iberos.
Aunque puntualmente también ofrecen influjos
nordeuropeos, originarios de la Cultura de
La Tène desarrollada por las poblaciones
célticas norpirenaicas, especialmente en la adopción de
ciertos tipos de fíbulas o broches y de largas espadas
rectas, a partir del siglo IV
a.C.
la iberización se acentúa, seguramente por la creciente
presencia de mercenarios celtibéricos en los ejércitos
reclutados para sus guerras por griegos y púnicos y,
también, por los turdetanos. Esta actividad, tan acorde con
la ideología guerrera de sus elites y su sistema de vida, en
buena medida basado en la guerra y las racias, se fue
desarrollando de modo paralelo al evidente incremento
demográfico que evidencian sus poblados y necrópolis y que
era resultado de la asimilación paulatina de elementos
mediterráneos, cuya llegada y asimilación favorecían dichos
contactos, por lo que este proceso iba aumentando la
interrelación entre los celtíberos y las poblaciones
mediterráneas, aproximándolos cada vez más hacia las formas
de vida civilizada.
A partir de mediados del siglo III a.C, la creciente
presión cartaginesa, especialmente tras las expediciones de
Aníbal por la Meseta, se observa una tendencia general a la
aparición de grandes oppida
o ciudades fortificadas que controlaban un territorio cada
vez más extenso y jerarquizado, dentro del cual quedaban
incluidos no sólo los pequeños castros anteriores como
poblados subordinados, sino en ocasiones etnias enteras
sometidas a las elites de las más poderosas, como, por
ejemplo, los Titos, dependientes de los Belos de la ciudad
de Segeda (Apiano, Iberia 6). Este proceso
favoreció la formación de auténticas ciudades-estado, que
ofrecían un cierto carácter étnico, contribuyendo, al mismo
tiempo, a la difusión de formas de vida cada vez más
urbanas, que alcanzan su máximo desarrollo en el momento de
su enfrentamiento a Roma a partir de inicios del siglo II
a.C.
Pero, al mismo tiempo, se observa un incremento de la
asimilación de estímulos ibéricos, como el urbanismo
ortogonal, bien documentado en la ciudad de Numancia. De
estos elementos, tal vez lo más destacable sea el empleo
generalizado de la escritura ibérica para sus pactos y
documentos oficiales como han puesto en evidencia las leyes
de bronce descubiertas en Contrebia
Belaisca (Botorrita, Zaragoza), que denotan el
marcado desarrollo urbano de los Celtíberos, seguramente los
más civilizados de todos los Celtas. Igualmente, es muy
significativa la adopción de la moneda, hecho ya ocurrido
bajo el dominio romano, aunque sus tipos reflejan siempre
una tradición ideológica propia, símbolo de las elites que
controlaban y administraban sus ciudades: una cabeza del
héroe o divinidad protectora de la ciudad por el anverso y,
por el reverso, el héroe a caballo atacando lanza en ristre.
Este desarrollo, unido a su capacidad de organización
social basada en fuertes jerarquías guerreras de carácter
ecuestre apoyadas en clientelas gentilicias cada vez más
numerosas, como el príncipe celíbero Allucio, que acudió en
ayuda de Escipión con 1400 jinetes de sus clientes (Tito
Livio, 26,50), explican su fuerza política y su capacidad de
resistencia frente a un enemigo muy superior, como era Roma,
a la que tuvo en jaque durante casi 100 años. Sin embargo,
tras la caída de Numancia el 133
a.C.,
la romanización fue imponiéndose poco a poco. A este proceso
contribuyó poderosamente su creciente inclusión en el
sistema clientelar romano, especialmente durante las Guerras
Civiles del siglo I
a.C.,
como evidencia el que Sertorio, en su enfrentamiento a las
elites de Roma, se apoyara especialmente en los Celtíberos,
incluso creando en Osca (Huesca) una escuela para
educar a la romana a los hijos de las elites celtibéricas,
cuyas casas, como la descubierta en La Caridad (Teruel),
eran ya auténticas villas romanas, siendo interesante
señalar que, aunque no de forma general, Estrabón (III,2,15),
hacia el cambio de era, ya consideraba a los Celtíberos como
togatoi, eso es, como gente
civilizada que vestía y vivía a la romana.
Además de los Celtíberos, en las zonas más occidentales
de la Meseta habitaban otros pueblos más o menos afines. En
general, ofrecían menor desarrollo cultural que los
Celtíberos al quedar más alejados del Mediterráneo, por lo
que su cultura mantenía elementos más arcaicos originarios
de su substrato indoeuropeo extendido por las regiones del
Bronce Final atlántico, del que debía proceder una
estructura comunal agraria que llamó la atención en la
Antigüedad (Diodoro 5,34,3).
El más importante e estos pueblos tal vez fuera el de
los Vacceos, que habitaban en las llanuras sedimentarias del
Duero. A la llegada de Roma, habitaban grandes
oppida de hasta 100
Ha de
extensión, dirigidos por elites ecuestres que resaltaban su
estatus y riqueza por medio de torques, brazaletes, fíbulas
y otras joyas como las aparecidas en tesoros como los de
Palenzuela (Palencia) o Arrabalde (Zamora), siendo de
destacar su caballería, pues podían llegar a formar
ejércitos de varios miles de jinetes. Hacia el Suroeste, a
caballo del Sistema Central, habitaban los Vettones,
relacionados con los Vacceos y Lusitanos. Dicho pueblo era
de carácter pastoril, como evidencian sus grandes castros en
zonas montañosas y sus «verracos» o figuras de toros y
cerdos dispuestas para señalar sus territorios de pasto y
como defensa mágica del ganado, aunque su mayor proximidad a
la vía de la Plata que recorría las regiones interiores del
Occidente de Hispania los hacía más abiertos a los
estímulos llegados desde el mundo tartésico y turdetano.
Finalmente, también cabe hacer referencia a otros grupos
menores, como Turmogos y Pelendones, habitantes,
respectivamente, de las zonas septentrionales de Burgos y
Soria, cuyo carácter era más serrano y retardatario.
Todos estos pueblos, frecuentemente asociados a los
Celtíberos en su enfrentamiento a los romanos, al llegar
éstos, ofrecían un proceso de creciente celtiberización,
bien por estar sometidos a elites ecuestres celtibéricas,
bien por ir adoptando un sistema de vida parecido basado en
clanes guerreros gentilicios como mejor forma de
contrarrestar la capacidad expansiva celtibérica, hasta que,
a partir del siglo II y en la primera mitad del I
a.C.,
fueron cayendo en la órbita política de Roma.
Las
regiones atlánticas: Lusitanos, Galaicos, Satures y
Cantabros
Las regiones atlánticas del occidente y del norte de
Hispania, desde el centro de Portugal hasta
Galicia, Asturias y Cantabria, resultaban las regiones más
apartadas de los estímulos mediterráneos, por lo que
mantenían formas de vida mucho más arcaicas, totalmente
extrañas al mundo entonces civilizado que representaba Roma,
lo que explica su mayor resistencia y su menor capacidad de
adaptación al fenómeno de la romanización.
Este hecho se explica por su aislamiento geográfico y
su lejanía en el finis terrae
del mundo entonces conocido, por lo que apenas habían
llegado hasta ellos avances culturales como el uso del
hierro, el urbanismo de casas cuadradas, la organización
jerarquizada del territorio o la estructura de clanes y
clientelas, elementos que sí se documentan entre los pueblos
de la Meseta, especialmente entre los Celtíberos, desde
antes de mediados del I milenio
a.C.
De todos estos pueblos cabe destacar a los Lusitanos,
que dieron nombre a la Lusitania, la provincia más
occidental del Imperio Romano. Se extendían por las regiones
atlánticas desde el centro de Portugal y las zonas
occidentales de la actual Extremadura española hasta la
Gallaecia, nombre que los
romanos dieron a su zona más septentrional (Estrabón III,3,3),
que corresponde al norte de Portugal y la actual Galicia.
Relacionados con ellos estaban los Vettones y Vacceos, más
abiertos al influjo celtibérico, y los Astures y Cántabros,
que habitaban las regiones septentrionales de la Meseta
Norte y la Cordillera Cantábrica.
Todos estos pueblos ofrecían una estructura
socio-económica muy primitiva. La sociedad estaba organizada
por sexos y clases de edad, con duros ritos de iniciación
para ser admitidos como guerreros que documentan sus saunas
semihipogeas. Igualmente, conservarían la explotación
colectiva de la tierra de los primitivos indoeuropeos, como
dorios, germanos y eslavos, costumbre parcialmente
conservada en algunas tradiciones comunales de la Península
Ibérica casi hasta la actualidad, pero que debe considerarse
anterior al desarrollo de las diferencias de clase surgidas
al organizarse la sociedad en clanes gentilicios. Vivían en
casas chozas redondas en pequeños aldeas fortificadas o «castros»,
que controlaban su pequeño territorio circundante. Las
mujeres heredaban la casa y la tierra pues Justino (44,3,7)
indica que «se ocupan de la tierra y la casa mientras que
los hombres se dedicaban a la guerra y las racias», división
de roles característica de primitivas sociedades de
pastores-guerreros, como los Celtíberos más antiguos o los
Celtas de Irlanda. Esta forma de vida generaba creciente
inestabilidad y favorecía la expansión ocasional de pequeños
grupos a gran distancia, según comenta Diodoro (5,34,6):
«los que en edad viril carecen de fortuna y destacan por su
fuerza física y valor ... con las armas se reúnen en las
montañas, forman ejércitos y recorren Hispania
amontonando riquezas por medio del robo». Esta forma de vida
perduró hasta plena conquista romana, siendo una de las
principales preocupaciones de los romanos, que consideraban
a estos grupos como simples latrones o bandoleros, como
denominaban a Viriato y a otros caudillos semejantes.
Estrabón (III,3.6) también describe su arcaico armamento,
con un pequeño escudo redondo y cóncavo, puñal y lanzas,
documentado en las esculturas de «guerreros lusitanos»,
seguramente jefes carismáticos heroizados, a los que se
vinculaban con pactos personales de carácter sacro,
caudillos que, ya en época tardía, llegaron a movilizar
ejércitos de miles de hombres, como Viriato, Púnico y otros.
Además, estos pueblos ofrecían otras costumbres no menos
extrañas para el mundo civilizado, como hacer sacrificios
humanos, cortar las manos a los prisioneros, comer gran
parte del año bellotas, usar mantequilla en vez de aceite y
beber cerveza en vez de vino.
De todas formas, la Arqueología muestra que, en los
siglos últimos antes de la era, estos pueblos estaban
alcanzaban cada vez mayor desarrollo, en parte debido a un
creciente influjo «celtibérico», evidenciado por la
aparición de clanes gentilicos y la dispersión de ciertos
antropónimos y etnónimos, pero el proceso fue interrumpido
por la aparición de Roma. Su conquista supuso un gran
esfuerzo, pues, dado su escaso desarrollo cultural, aunque
no podían formar grandes ejércitos estables, ofrecieron gran
resistencia al no estar acostumbrados a formas de vida
civilizada. Por consiguiente, Roma tuvo que «crear» en estas
zonas las primeras ciudades al no existir ninguna
organización territorial supralocal, lo que explica la
perduración del carácter disperso del hábitat y la alta
proporción de elementos indígenas conservados en áreas
rurales hasta fechas muy avanzadas del Imperio Romano,
habiéndose mantenido algunas de estas creencias y formas de
vida prerromanas durante la Edad Media e, incluso, hasta
nuestros días.
La
zona pirenaica: los Vascones
Las regiones apartadas y montañosas de los Pirineos
Occidentales mantuvieron formas de vida también muy
primitivas, en parte semejantes a las señaladas en las zonas
montañosas atlánticas, pero con la particularidad de que, al
conservar una estructura cerrada poco permeable a los
cambios, mantuvo elementos de un substrato étnico
preindoeuropeo, por tanto de origen muy antiguo, que debe
relacionarse con el actual mundo vasco. En efecto, en época
prerromana, desde el Garona como límite de la Aquitania en
el Suroeste de Francia hasta el Valle del Ebro, se hablarían
lenguas que es difícil relacionar con las actualmente
conocidas. Aunque se ha planteado su supuesta proximidad al
ibérico, al bereber o a algunas lenguas caucásicas; este
hecho más bien refleja el alejamiento de todas ellas
respecto a las lenguas indoeuropeas, aunque el influjo de
éstas se perciba desde fechas muy antiguas, seguramente
desde el II milenio
a.C.
En el I milenio
a.C.,
resulta evidente la celtización de la Aquitania y la
iberización cultural del Valle del Ebro, al mismo tiempo que
elites celtibéricas parecen dominar las riberas de dicho
río, proceso interrumpido por Roma, que encontró en los
Vascones su aliado perfecto para contrarrestar la expansión
celtibérica por esas zonas y frenar de este modo su
creciente poderío.
Por ello, contrasta la diferente actitud ante los
romanos de Vascones, Autrigones, Carisios, Várdulos y
Cántabros. Los Bascones, aliados naturales de Roma contra
los Celtíberos, mantuvieron sus ancestrales formas de vida
al margen de la romanización en sus zonas montañosas,
especialmente en la zona pirenaica occidental, la más
impenetrable, hasta cristianizarse ya en plena Edad Media,
lo que explica el interés que ofrecen los elementos de su
peculiar lengua y cultura llegados hasta nuestros días. Por
el contrario, en las áreas más abiertas, como el Valle del
Ebro, los Vascones, al igual que Autrigones, Carisios,
Várdulos, pueblos más o menos celtiberizados previamente que
ocupaban el territorio del actual País Vasco y la parte
septentrional de Burgos, fueron romanizados como los
restantes pueblos circundantes. Sin embargo, los Cántabros,
pueblo montañés de estirpe indoeuropea con formas de vida
muy primitivas, fueron quienes ofrecieron la última y más
enconada resistencia a Roma, hasta el punto que el mismo
Augusto y con principales generales tuvo que participar en
las terribles luchas para intentar dominarlos en su casi
inaccesible territorio, lo que sólo se consiguió tras una
auténtica guerra de exterminio que duró 20 años, ya que no
estaban acostumbrados a ningún tipo de organización
civilizada.
Conclusión:
la Romanización
Hispania, en época prerromana, ofrece un
complejo cuadro etno-cultural como resultado de uno de los
procesos de etnogénesis más interesantes de la Historia,
siguiendo una tendencia general en su evolución hacia formas
de vida urbana, pero con estadios muy diferentes según las
diversas regiones. Este proceso explica el mosaico de
pueblos y culturas que Roma encontró a su llegada, con el
que tuvo que enfrentarse hasta vencerlas no sin
resistencias, primero militarmente, y, después,
culturalmente al irse imponiendo de forma paulatina pero
inexorable la romanización, como una forma de vida más
organizada de la sociedad humana.
A pesar de la aparente diversidad que supone dicho
mosaico de culturas y pueblos, muchos aún insuficientemente
conocidos, se evidencia una clara evolución general hacia
estructuras sociales cada vez más civilizadas, hecho que
explica en gran medida tanto los distintos procesos de
etnogénesis como las unidades étnicas resultantes, en las
que, a pesar de las evidentes diferencias existentes entre
unas y otras, éstas muchas veces resultan ser más aparentes
que profundas, si se analizan en conjunto con una
perspectiva amplia y global para obtener una visión de
síntesis válida.
Con ciertas tendencias variables según las diversas
regiones, en la Hispania Prerromana se advierte un
progreso general hacia un desarrollo cultural cada vez
mayor, marcado por la aparición de elites rectoras desde los
primeros contactos pre-coloniales, por su afianzamiento a lo
largo de la Edad del Hierro al beneficiarse de los contactos
con el mundo colonial con la introducción progresiva de
nuevas fórmulas económicas, políticas e ideológicas para
estructurar unas sociedades que resultan cada vez más
complejas, que, finalmente, abocaron en una creciente
tendencia, cada vez más inspirada en el helenismo, hacia
formas de vida urbana. La última consecuencia y
materialización de este proceso fue la inclusión de todos
los territorios y pueblos hispanos en el Imperio Romano.
Éste, con su gran labor civilizadora, unificó en gran medida
territorios y gentes, permitiendo, en consecuencia, nuevas
formas de desarrollo, comunes a amplias áreas del mundo
civilizado.
Pero estos procesos incluyeron también paralelamente
interesantes fenómenos de convivencia y de intercambios
étnicos y culturales y, seguramente, casos de fagocitación,
absorción y extinción de unos grupos por otros en un proceso
de «selección cultural» en el que se irían imponiendo los
más potentes o culturalmente más eficaces. En todo caso, es
interesante comprender la importancia que tuvo la presencia
y el influjo del mundo colonial de fenicios, griegos,
púnicos y, finalmente, romanos, gracias a cuya presencia se
fue abriendo un marco histórico cada vez más amplio y con
mayor capacidad de evolución. Pero dichos contactos, aunque
también supusieron fenómenos de desculturización de las
poblaciones indígenas y, evidentemente, de destrucción en
algunos casos, alcanzaron, finalmente, una muy eficaz
simbiosis cultural, esencial para el proceso de nuestra
evolución cultural, pues sin el contacto con Fenicia, Grecia
y Roma difícilmente se comprende el proceso histórico de las
gentes que habitaron posteriormente la Península Ibérica.
Por ello, este proceso de etnogénesis que finaliza con
la presencia de Roma, al margen de su originalidad histórica
irrepetible, ha contribuido a enriquecer la variedad
cultural de las diversas regiones, dándoles, al mismo
tiempo, una profunda unidad. En consecuencia, constituye un
valioso punto de reflexión, humana e histórica, al ser una
experiencia única de incalculable interés por su
contribución a la formación de los pueblos y gentes que
actualmente habitamos la Península Ibérica y por haberles
dado una enriquecedora capacidad de asimilación y de
difusión de influjos culturales, como posteriormente ha
demostrado la Historia.
-
AAVV. Tartessos. Revista de Arqueología,
Número Extra 1980. Madrid 1990.
-
AAVV. Los Celtas en España. Revista de
Arqueología, Número Extra 5. Madrid 1990.
-
AAVV. Historia de España. 1, Desde la
Prehistoria hasta la conquista romana (siglo III
a.C.).
Editorial Planeta. Barcelona, 1990,
pp.
378-591.
-
AAVV. Los Iberos. Príncipes de Occidente.
Barcelona, 1998.
-
M. Almagro-Gorbea. Los celtas en la Península
Ibérica: origen y personalidad cultural. Los Celtas:
Hispania y Europa. Madrid, 1993,
pp.
121-173.
-
M. Almagro-Gorbea. Ideología y poder en
Tartessos y el mundo ibérico. Discurso de ingreso en
la Real Academia de la Historia, Madrid, 1996.
M. Almagro-Gorbea - G. Ruiz-Zapatero (eds.).
Paleoetnología de la Península Ibérica (Complutum
2-3). Madrid, 1991.
-
J. Alvar y J.M. Blázquez (eds.).
Los enigmas de Tartessos. Madrid, 1993.
-
J. Ferreira do Amaral y A. Ferreira do Amaral.
Povos antigos em Portugal.
Paleoetnología do territorio hoje português.
Lisboa, 1997.
-
M.E. Aubet (ed.).
Tartessos. La arqueología protohistórica del
Bajo Guadalquivir. Sabadell, 1986.
-
J.M. Blázquez. Primitivas religiones ibéricas.
Religiones Prerromanas. Madrid, 1983.
-
J. Caro Baroja. Los pueblos de España I (2ª
ed.).
Madrid 1976.
-
J. de Hoz. Las lenguas y la epigrafía
prerromanas de la Península Ibérica. Unidad y
pluralidad del mundo antiguo. Actas del VI Congreso
Español de Estudios Clásicos. Madrid, 1983,
pp.
351-396.
-
A. Lorrio, Los Celtíberos (Complutum
Extra 7). Madrid, 1997.
-
A. Montenegro et alii. Colonizaciones y
formación de los pueblos prerromanos (1200-218
a.C.).
Historia de España 2. Madrid, 1989.
-
A. Schulten, L. Pericot y M. Maluquer de Motes (eds.)
Fontes Hispaniae Antiquae, I-IX. Barcelona,
Librería Bosch. 1922, 1987.
-
A.Coelho Ferrerira da Silva y M.Varela Gomes.
Proto-história de Portugal.
Lisboa, 1992.
-
A. Tovar 1961. The Ancient
Languages of Spain and Portugal. New York.
-
J. Untermann. La varietá
linguistica nell'Iberia preromana.
Aion 3, 1981. pp. 15-35.