TARTESSOS

 
                                                     

LOS VAIVENES DE LA LEYENDA

 

 

 

  

 

Esta civilización a la que conocemos por su sonoro y famoso nombre griego de Tartessos es uno de los capítulos más sugestivos e importantes de nuestra Historia Antigua por lo que durante cuatro siglos ha sido capaz de generar pasiones encontradas de muy distinto signo.

 

TARTESSOS ES UNA CIVILIZACIÓN PROTOHISTÓRICA fundamental que además actúa como catalizador de las colonizaciones fenicia y griega a las que se halla íntimamente vinculada. A Tartessos corresponden fenómenos de gran importancia cultural, como son el origen de la escritura, el desarrollo de una agricultura superior y el origen de la ciudad; en definitiva, el de la civilización urbana, con sus implicaciones sociales, políticas, económicas e ideológicas.

Por ello, la cuestión de Tartessos ha sido un tema siempre presente en nuestros historiadores y eruditos desde al menos el siglo XVI, especialmente, como es lógico, entre los de origen andaluz. Sin embargo, este grave problema histórico no siempre fue tratado desde el mismo punto de vista en nuestra historiografía  y ha sido necesario recorrer un arduo camino para precisar con más o menos nitidez el valor histórico de esta que hemos creído conveniente denominar civilización tartesica. Es, por tanto, en este proceso historiográfico sobre el que nos centraremos en las páginas siguientes.

Tartessos surge ya como un problema que nos legaron los historiadores y geógrafos griegos y latinos –entre los que cabría citar a Estesícoro de Himera, Anacreonte, Heródoto, Estrabón Plinio el Viejo, Rufo Festo Avieno, Pomponio Mela, Justino o Pompeyo Trogo, entre otros- al mencionar la existencia de la ciudad, cabeza de un reino en el litoral occidental andaluz, vagamente identificada, pero de una prosperidad y grandeza como ninguna otra. Así, la principal línea de investigación, si así puede ser denominada, entre los anticuarios humanistas fue la de la localización de esta próspera y afamada ciudad del Occidente europeo. A esta confusión se refiere ya uno de los anticuarios sevillanos de mayor autoridad en este campo, Rodrigo Caro (1573-1647), al decir en su obra Antigüedades y Principado de la llustrissima ciudad de Sevilla y Chorographia de su Convento luridico, o antigua Chancilleria (1634): “Ay tanta variedad de opiniones en los autores antiguos, sobre qual fuesse las isla de Gades, Tartesso, y Erythia, que no poca turbación, y tiniebla causa en estas letras, pues confunden los nombres de todas tres, dando a las unas lo que no les toca.”

Pero quizá lo más relevante de Caro, al margen de que pensara que la ciudad de Tartessos se encontrara bajo las aguas del Océano, sea su planteamiento de que Tartessos era no sólo el nombre de una ciudad, sino también el de un río, el Betis de los romanos, el actual Guadalquivir y, al mismo tiempo, el nombre de toda la región que este caudaloso río bañaba, esto es, la Bética romana, la Andalucía actual, aproximadamente.

Así, entre la erudición del Renacimiento y Siglo de Oro, las opiniones son variadas, situando unos la ciudad en Cádiz; otros, en Sanlúcar de Barrameda, Jerez de la Frontera, Medina Sidonia o, incluso, en la antigua población púnico-romana de Carteia. Ello no obedecía sino a la caprichosa interpretación que se hacía de las fuentes clásicas, único apoyo con el que se contaba, pues no auxiliaban en este asunto ni la epigrafía ni la numismática, con más o menos crítica según el autor de que se tratase. Eso sí, servía todo ello para engrandecer la antigüedad de cada una de estas ciudades o para utilizarla en disputas sobre los límites de las diócesis eclesiásticas.

Las naves del rey Salomón

Por otra parte, los numerosos comentaristas de los textos bíblicos establecieron una correlación que se ha mantenido durante mucho tiempo. En varios pasajes del Antiguo Testamento se hace referencia a las naves de Tarshish, del rey Salomón, que portaban en su seno grandes riquezas exóticas obtenidas en lugares lejanos. Así, estos comentaristas intentaron identificar la Tarshish bíblica con la Tartessos greco-latina, porque interpretaron que el nombre de estas naves era el de su lugar de destino. Pese a esta última circunstancia, nunca se relacionó a Tartessos con los fenicios, si se tiene en cuenta que aún se mantendrían candentes sentimientos antisemitas.

No se observa ningún cambio sustancial en la forma de abordar la cuestión de Tartessos en la crítica arqueológica de los eruditos ilustrados del siglo XVIII, pese a que la diferencia fundamental entre la arqueología humanista y la ilustrada reside en el mayor rigor de esta última, preocupada sobre todo por la veracidad de las fuentes documentales o arqueológicas, para expurgar las narraciones fabulosas que se derivaban de la utilización de los denominados falsos cronicones, que se propuso erradicar como primera y principal tarea la Real Academia de la Historia, fundada por Felipe V en 1738.

Serán, pues, ahora los individuos de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras los que aborden con este nuevo espíritu crítico la ubicación de la ciudad. Entre éstos debe destacarse a Livinio Ignacio Leirens, por su Disertación sobre el sitio moderno de la antigua Tartessos (1757) y, sobre todo, a Antonio Jacobo del Barco y Gasca, quien redactó Problema histórico geográfico sobre si fue la Bética el Tarsis de las flotas de Salomón. Este último, que también escribió una disertación sobre la situación de la antigua Onuba, redactó un interesante manuscrito titulado Discusión geográfica sobre si existieron en lo antiguo las islas Cassiterides. Y si deben reducirse a las Sorlingas (1774).

 

El origen de la escritura

Son de especial importancia estos trabajos porque ponen de relieve el papel de Tartessos en el comercio de los metales en la Antigüedad y, por lo tanto, en conexión directa con los fenicios, pueblo por el que en general se muestra un paulatino interés en el Siglo de las Luces, pues a ellos se les atribuyó el origen de la escritura peninsular, como planteara Luis José Velázquez, marqués de Valdeflores (1757) y después, coincidiendo con el auge del orientalismo, Francisco Pérez Bayer y José Antonio Conde, que convierten a España en uno de los focos culturales más antiguos de Europa, como defendió Juan Francisco Masdeu en su Historia crítica de España y la cultura española (1783).

Con la mayor profesionalización de la erudición histórica a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX y la progresiva institucionalización de la Arqueología como disciplina científica, la cuestión de Tartessos será abordada de nuevo por rigurosos historiadores con criterios más objetivos y científicos. Pero si aún la Arqueología no ofrecía por el momento serias garantías, sí lo hacía la Filología desde un análisis crítico, exhaustivo y sistemático de las fuentes clásicas. Entre los investigadores que se dedicaron con más o menos intensidad a examinar la cuestión tartésica desde este punto de vista, puede citarse a Francisco Fernández y González, Fidel Fita, Aureliano Fernández-Guerra, Juan de Dios de la Rada y Delgado, José Oliver y Hurtado, Manuel Rodríguez de Berlanga y, sobre todo, Joaquín Costa.

Los trabajos de éste último son de gran relevancia, pues fue el primero en dar contenido histórico a Tartessos. Costa publicó una serie de artículos, englobados bajo el título genérico de El Litoral Ibérico del Mediterráneo en el siglo VI-y antes de J.C., en la revista La Controversia, firmados bajo el seudónimo de Mortuus Quidam, entre 1892-1893, que años después aparecieron junto a otros relativos a los iberos en un volumen titulado Estudios Ibéricos (1895). Costa, a través de un análisis eruditísimo de las fuentes, trasciende de la visión geográfica hacia una plenamente histórica, situando a Tartessos en el tiempo y el espacio.

Sin embargo, el análisis desde un punto de vista filológico exclusivamente no era de ningún modo suficiente para esclarecer el enigma tartésico. La Arqueología, que experimenta un avance espectacular en las últimas décadas del siglo pasado, abrió enormes perspectivas en relación con esta cuestión secular.

Poco tiempo antes de que Costa escribiera sus trabajos sobre Tartessos, había llegado a España un joven licenciado en Bellas Artes de origen anglofrancés llamado Jorge Bonsor Saint-Martin (1855- 1930). Tras cortas estancias en algunas ciudades de nuestro país se estableció en Carmona (Sevilla), donde residió y desarrolló toda su actividad profesional como arqueólogo. Hoy la acción de Bonsor merece una consideración de especial relevancia, pues le califica como el verdadero pionero de la arqueología tartésica. Uno de los aspectos fundamentales de su concepción de la investigación arqueológica era la prospección sistemática del territorio, combinada con la fe ciega en el positivismo arqueológico.

Es necesario establecer distintas etapas en la investigación del arqueólogo anglofrancés. La primera de ellas es la exploración —entre 1894 y 1898— de Los Alcores, una serie de colinas de origen terciario en las que encuentran su asiento las poblaciones de Carmona, Mairena del Alcor, El Viso del Alcor y Alcalá de Guadaira. En el curso de esta exploración, identificó varios yacimientos, asentamientos y necrópolis tartésicas, hoy ya míticas en la historiografía de esta civilización.

 

Las islas del estaño

La segunda etapa de su investigación sobre Tartessos se centra en la identificación de las Cassiterides. El objetivo principal de esta exploración, que llevó a cabo entre 1899 y 1902, era encontrar pruebas arqueológicas que demostrasen la presencia de los fenicios o de los colonos fenicios de la Península Ibérica en las islas Scilly, archipiélago situado frente a la península de Cornwall (Cornualles), en el Suroeste de Inglaterra y tradicionalmente identificado en la historiografía británica con las Cassiterides de la Antigüedad. Bonsor, sin embargo, no pudo ver culminados los objetivos de su investigación. En las islas Scilly no había ni un solo elemento que delatara la presencia fenicia.

Entre 1900 y 1911, aunque en distintas fases intermitentes, Bonsor continuó la excavación de los yacimientos tartésicos de Los Alcores ya localizados en la primera exploración.

En las primeras décadas de este siglo, también se plantearon otros puntos de vista que luego encontraron cierto arraigo entre los arqueólogos españoles. En 1905, Manuel Gómez-Moreno publicó el artículo Arquitectura tartesia: la necrópolis de Antequera, en el que expuso la tesis de que lo tartesio se correspondía con el Neolítico.

 

Contrastar la Biblia

Pero fue tras la Primera Guerra Mundial cuando la cuestión de Tartessos alcanzó uno de sus puntos culminantes. El papel de Bonsor fue fundamental, como se ha señalado, pero quien quedaría indisolublemente unido a esta cuestión fue el alemán Adolf Schulten (1870-1960), quien había comenzado a interesarse por Tartessos en 1910, con una investigación promovida por el emperador Guillermo II, que deseaba conocer la ubicación de la Tarshish bíblica. Para ello, Schulten solicitó la colaboración y asesoramiento de Bonsor.

Por otro lado, el interés por Tartessos se revitalizó tras la publicación, en 1909, de El periplo de Himilco (siglo VI antes de la Era cristiana), según el poema de Rufo Festo Avieno, titulada Ora Maritima. Avieno fue un poeta latino tardío, pero se detectó que había utilizado fuentes más antiguas para su descripción del litoral peninsular.

La revisión e interpretación de este texto dio pie para que se tratara de localizar de nuevo la ciudad más antigua de Occidente. Es muy conocido el hecho de que, tanto Bonsor como Schulten, primero por separado, realizaron prospecciones en la región de la desembocadura del Guadalquivir —donde el Periplo situaba a Tartessos— para después practicar conjuntamente una serie de excavaciones en el Coto de Doñana, que no tuvieron éxito.

Bonsor fue el primero que trató de definir arqueológicamente la civilización tartésica, precisando su cronología, exponiendo su delimitación territorial y su cultura material, así como sus costumbres funerarias. Mantuvo la existencia de una cultura indígena preexistente en el Valle del Guadalquivir, que se vería influenciada por la colonización fenicia duran te el Bronce Final, de la que se originaría la civilización tartésica, que alcanzó su apogeo durante la primera Edad del Hierro y, al final de este período, soportó las invasiones celta y cartaginesa.

La obra de Schulten, por su parte, presentaba Tartessos como un gran Estado centralizado, rico y poderoso, el primer centro cultural de Occidente establecido por una inmigración de tirsenos —uno de los Pueblos del Mar relacionados en las fuentes egipcias—. Fue una visión filohelénica, contraria a las tesis semitas, bien acogida por la Revista de Occidente —y apoyada personalmente por José Ortega y Gasset— y muy aceptada en los sectores germanófilos que dominaban por entonces el panorama intelectual español.

Frente  a estas interpretaciones, la tesis de Gómez-Moreno de encontrar las raíces culturales de Tartessos en las primeras culturas metalúrgicas y el fenómeno megalítico andaluz obtuvo eco en el círculo de sus colaboradores. Se trataba de otorgar un origen autóctono a la civilización tartésica, hipótesis que representa el precedente de posturas que tienen hoy día alguna vigencia.

Tras el fallecimiento de Bonsor en 1930, la influencia de las teorías de Schulten fue aplastante en la arqueología española de la posguerra. Todo ello contribuyó a que la investigación se centrara de nuevo, como si nada hubiera ocurrido en siglos de investigación, en la localización de la capital de este fabuloso reino.

Pero al margen de las investigaciones sobre la capitalidad de Tartessos, basadas en análisis filológico- topográficos y en ideas preconcebidas, se fueron abriendo paso otras que no tenían aún muy en cuenta la cultura material conocida o que minusvaloraron el papel del colonialismo fenicio. Tales son los trabajos de Antonio García y Bellido Fenicios y Cartagineses en Occidente (1942), una obra con gran influencia durante mucho tiempo para el primer caso, o los de Martín Almagro Basch, al estudiar la cronología de las últimas etapas de la Edad de Bronce a partir del depósito de armas y otros utensilios de bronce hallados en la ría de Huelva (1940) o al interpretar como célticos (1956), tanto los ritos funerarios como muchos de los elementos de los ajuares de las necrópolis que Bonsor había excavado en el Bajo Guadalquivir, para el segundo.

Si bien estos trabajos tuvieron como fundamento el análisis de materiales arqueológicos, la investigación sobre la civilización tartésica llegó a desvirtuar hasta tal punto la definición de Tartessos que sorprende la afirmación del profesor Luis Pericot en 1950: “Por desgracia la Arqueología no sirve en absoluto para este caso, pues no existe un cultura tartésica que haya aparecido en los niveles de excavaciones”. Es decir, se plantea la necesidad de la definición de Tartessos como cultura arqueológica. Pese a que Bonsor y Luis Siret ya habían iniciado esta línea de investigación, e incluso se habían llevado a cabo excavaciones en un centro tartésico, como era Asta Regia, por Manuel Esteve Guerrero (1942), el conocimiento de la arqueología protohistórica de la España meridional era francamente pobre.

 

La revelación de El Carambolo

He aquí pues el nuevo rumbo que habría de seguir la investigación sobre Tartessos: la necesidad de su definición cultural desde un punto de vista material. Se considera que la concienciación de este hecho se produjo a finales de la década de los cincuenta, pero especialmente a raíz del descubrimiento del Tesoro de El Carambolo (1958) y las consiguientes excavaciones que se desarrollaron en este emblemático yacimiento sevillano a cargo de Juan de Mata Carriazo. Pero el caso es que un grupo de investigadores, entre los que cabría destacar a Antonio Blanco Freijeiro, Juan Maluquer de Motes, Antonio García y Bellido, Emeterio Cuadrado, Antonio Tovar, Manuel Pellicer y José María Blázquez, comenzó desde distintos puntos de vista a definir lo tartésico. Al respecto cobra una especial relevancia la definición de un arte orientalizante que fue posible gracias a importantes descubrimientos arqueológicos en Asia Menor y Grecia pero especialmente a partir del estudio de la orfebrería y bronces de Etruria y el Lacio que permitieron definir como tartésicos a sus equivalentes peninsulares, que hasta entonces se habían considerado de importación oriental; el desarrollo de las técnicas de excavación, en especial de la estratigrafía, proporcionaron secuencias culturales más fiables, que ayudaron no poco a ir conociendo los materiales cerámicos y a poder contar con cronologías relativas más seguras, generalizándose los trabajos de campo en distintos centros tartésicos y factorías fenicias del litoral; los importantes trabajos de Manuel Gómez-Moreno sobre las escrituras ibéricas abrieron el camino al conocimiento de la tartésica.

En fin, todas estas iniciativas confluyeron en el Symposio que tuvo lugar en Jerez de la Frontera en 1968, que ponían ciertamente fin a toda una época de investigación y abrían otra nueva más objetiva, empírica y globalizadora, no exenta ni mucho menos de nuevas controversias aunque ya de otra índole, de una civilización clave para la comprensión de los rasgos culturales de la antigua Iberia.

 

LA PRIMERA VISION MODERNA

La obra más conocida de Bonsor y, aun hoy día, salvando las distancias, de obligada consulta es: Les colonies agricoles prerromaines de la Vallée du Betis, que apareció en la Revue Archéologique de París, en 1899. Es, por tanto, la primera obra moderna que se posee en España sobre la civilización tartésica. En ella, Bonsor, no sólo dio a conocer importantes aspectos de la cultura material y de sus costumbres funerarias principalmente, sino que subrayó la importancia, desde el positivismo arqueológico, que la colonización fenicia tuvo en la conformación de los pueblos ibéricos. Y que la colonización no se restringía sólo a la fundación de ciudades costeras, si no que alcanzó el interior de Andalucía y tuvo aquí un móvil agrícola, como indica el título de su obra.

Pero, como ya hemos indicado oportunamente, Bonsor aún no habla de cultura tartésica propiamente dicha, aunque ya planteó que la ubicación de la ciudad de Tartessos, fundada por los fenicios, pasaba por el conocimiento y examen de la evolución geológica del terreno.

 

UN ANTICUARIO DEL SIGLO DE ORO

Rodrigo Caro (1573-1647), célebre por su Canción a las ruinas de ltálica, nació en Utrera, en una familia oriunda de Carmona, y fue uno de los más distinguidos anticuarios sevillanos del Siglo de Oro. Aunque defendió a ultranza a los falsos cronicones de Dextro y Máximo, desarrolló una particular objetividad en sus estudios arqueológicos, al considerar los restos de la Antigüedad como inestimables documentos históricos y al tener como preceptiva arqueológica que “quanto importa que los ojos registren lo que ha de escrivir la pluma”. Este es uno de los principales valores de su obra más famosa, Antigüedades y Principado de las Ilustrísima ciudad de Sevilla y Chorographia de su Convento luridico o antigua Chancilleria, pues Caro visitó muchos de los lugares que cita, práctica nada habitual en su época, y así pudo enmendar la localización de no pocas poblaciones del Bajo Guadalquivir, que amplió años mas tarde en sus Adiciones al libro de las Antigüedades y Principado de Sevilla.