El Timeo, de Platón
Durante el verano del año 2000, el científico y
explorador oceanógrafo Robert Ballard, al frente de una
expedición en el Mar Negro, encontró huellas de
asentamientos humanos a más de cien metros de
profundidad. La noticia fue ampliamente difundida por
los medios de comunicación, pues era una constatación de
que, en el pasado, el nivel del mar se encontraba más
bajo que en la actualidad.
Los
científicos tienen pocas dudas al respecto; durante los
últimos cien mil años, los niveles oceánicos han sufrido
fuertes oscilaciones, pero siempre por debajo de la cota
actual. Debido a que el planeta se encontraba inmerso en
la llamada Cuarta Glaciación, el agua que se evaporaba
de los océanos no retornaba a ellos en la misma
proporción, porque se acumulaba en forma de hielo y
nieve sobre las tierras emergidas. Al no recuperar estas
aguas evaporadas, los mares bajaban de nivel en orden al
descenso de las temperaturas. Se estima que en el
periodo más frío de la glaciación –que se conoce como
“máximo glacial”– el nivel del mar llegó a estar entre
120 y 140 metros más bajo que en nuestros días.
Finalmente, hace entre 20.000 y 18.000 años comenzó la
desglaciación, que duró hasta hace 8.000 años, tras los
cuales, el nivel de las aguas aumentó hasta alcanzar el
que tenemos en la actualidad.
Dado
que se estima que nuestra especie surgió en el sureste
de África hace 150.000 años, no es de extrañar que
existan vestigios de asentamientos en las profundidades,
no sólo en el Mar Negro donde los halló Ballard, si no
en otros muchos lugares del planeta. Y es que mientras
se extendían por todos los continentes, nuestros
ancestros sufrieron los rigores de un clima
sensiblemente más frío en unas tierras con líneas de
costa más bajas que las actuales. Pero el problema surge
cuando se encuentran estructuras sumergidas cuya
construcción requiere de conocimientos, herramientas u
organización social impropios de pueblos que debieron
vivir, como poco, hace 10.000 años. Sobre los vestigios
de estas pretéritas –y desconocidas– civilizaciones les
hablamos…
Las ruinas sumergidas de
Yonaguni
Situada en el océano Pacífico, a apenas setenta millas
de la costa oriental de Taiwán y a trescientas de
Okinawa, la isla japonesa de Yonaguni constituía hasta
hace unos años un destino turístico menor para
aficionados al buceo. Sin embargo, en 1985 tuvo lugar un
descubrimiento en sus fondos marinos que ha hecho que el
nombre de la pequeña isla sea conocido en todo el mundo.
Aquel año, el guía de buceo local Kihachirÿ Aratake,
mientras buscaba nuevos lugares donde poder practicar
inmersiones, se topó con lo inesperado cuando exploraba
una zona conocida como Iseki Point. Ante sus ojos
aparecieron unas espectaculares estructuras líticas que
parecían los restos de un antiguo y majestuoso monumento
hecho por el hombre.
Poco
tiempo después, el Dr. Masaaki Kimura, profesor del
Departamento de Ciencias Físicas y Terrestres en la
Universidad de Ryukyus, en Okinawa (Japón), se interesó
por el descubrimiento y desarrolló un proyecto para
cartografiar la estructura hallada por Aratake. Aunque
se ha especulado mucho acerca de si se trata de una
formación natural o de una obra hecha por el hombre,
tras más de 15 años de investigación y un total de 140
inmersiones, el Dr. Kimura ha llegado a la conclusión de
que el “Monumento Yonaguni” –como se le conoce en Japón–
es, en su totalidad, una construcción artificial tallada
en la roca viva por manos humanas. Además de la
estructura principal, se han encontrado otras en sus
alrededores. Una de ellas es un curioso recinto rodeado
de rocas talladas a modo de gradas y que ha recibido el
nombre de “El Estadium”, puesto que parece un lugar
diseñado para albergar ceremonias o incluso algún tipo
de espectáculo.
Es
probable que el “Monumento Yonaguni” fuese tallado sobre
la configuración natural de las rocas donde se
encuentra, lo que hizo que tuviera ese aspecto
“escalonado”. Lo inquietante es que si tenemos en cuenta
su antigüedad y la procedencia de los grupos humanos que
poblaron el continente americano, ¿serían construcciones
como la de Yonaguni inspiradoras de las pirámides
escalonadas que luego se construyeron en América?
Por
otro lado, los geólogos admiten la posibilidad de que,
durante la era glacial, quedase al descubierto una vasta
extensión de terreno que, a modo de puente, llegó a unir
Okinawa –en donde también se han encontrado restos
sumergidos– con Yonaguni y Taiwán que, a su vez, formaba
parte de las tierras continentales, lo que daría crédito
a las leyendas sobre Mu, un mítico continente perdido
que se encontraría en mitad del Pacífico.
En
cualquier caso, dada su antigüedad, Yonaguni sería una
de las construcciones humanas más antiguas, anterior en
varios miles de años a las pirámides egipcias, lo que a
su vez querría decir que el pueblo que lo construyó
poseía niveles de civilización inesperados para la
época. Hasta hoy, la arqueología ortodoxa no se ha
pronunciado sobre las incógnitas que plantea…
La Atlántida… siempre la
Atlántida
Es de
suponer que cuando Platón recogió en sus diálogos el
mito de la Atlántida, no pensó en los ríos de tinta que
generaría su relato y la posible existencia de una
civilización ubicada en una isla-continente hace 10.000
años. La idea de una utópica civilización que floreció
en una isla situada “más allá de las Columnas de
Hércules” ha derpertado la imaginación de muchos, que la
han situado en las islas Canarias, en las Azores, en la
península Escandinava, en Groenlandia… Incluso se la
ubicó en una isla griega en el mar Egeo llamada Thera
–sepultada por una erupción volcánica alrededor del año
1500 a. de C.– cuando no en la mismísima isla de Creta.
Pero en ninguno de estos lugares se han encontrado
restos arqueológicos que puedan presentarse como prueba
irrefutable de su presencia.
Otros
investigadores han defendido la idea de que la Atlántida
pudo asentarse en el continente antártico y que sus
restos se hallan bajo su grueso manto de hielo. Para
ello, sostienen que, antes del final de la última
glaciación, la Antártida estaba más al norte de su
actual situación, lo que convertía a este continente en
un lugar menos frío que hoy y apto, por tanto, para el
desarrollo de asentamientos humanos.
La
enorme acumulación de hielo en los polos durante esa
época provocó un rápido deslizamiento de la corteza
terrestre hasta situar a la Antártida en su
emplazamiento actual. Sin embargo, no existen evidencias
geológicas de que las cosas hayan ocurrido así. Además,
los estudios efectuados sobre de la apertura del
estrecho de Drake –entre la Antártida y el cono sur
americano– determinan que aquello sucedió hace 41
millones de años. Para los científicos, la idea de que
la Antártida se desplazó hasta su ubicación actual hace
unos miles de años es, sencillamente, un disparate.
También hay quien ha querido identificar a la Atlántida
con el continente americano. En 1968, fueron encontrados
bajo las aguas de Bimini, en las islas Bahamas, unas
formaciones rocosas cuyas características hicieron
pensar a algunos que se trataba de restos arqueológicos,
pero este extremo no pudo confirmarse. Sin embargo, el
reciente hallazgo de estructuras de piedra, de posible
origen artificial, sumergidas a 650 metros de
profundidad cerca de la costa sur occidental de la isla
de Cuba, ha vuelto a poner de actualidad esta idea. De
confirmarse este descubrimiento quizás habría que
revisar parte de los cimientos de la historia, aunque no
parece lógico situar la Atlántida tan lejos del mar
Mediterráneo, teniendo en cuenta que las crónicas de los
antiguos griegos nos hablan de que los atlantes
comerciaron y mantuvieron guerras con pueblos de la
rivera mediterránea.
Entonces, ¿existió realmente la Atlántida o únicamente
se trata de un mito? Para algunos investigadores no hay
dudas respecto a qué civilizaciones antiguas poseyeron
niveles de desarrollo y conocimientos técnicos
superiores a los que se tuvieron en tiempos posteriores
a consecuencia –y esa es la teoría– de la influencia
previa de una civilización superior desconocida. Sin
embargo, el problema surge cuando se piensa en la
datación que otorga Platón a la Atlántida: más de 10.000
años. Veamos por qué.
Tradicionalmente, historiadores y antropólogos han
vinculado la aparición de las primeras civilizaciones
humanas al descubrimiento de la agricultura. Cultivar la
tierra acabó con la necesidad de la vida nómada que
identificaba a los grupos de cazadores-recolectores
anteriores a las primeras sociedades agrícolas. También
produjo excedentes de alimentos, con lo que no todos los
miembros válidos del grupo tuvieron que dedicarse a su
obtención. Esto facilitó la aparición de artesanos, de
una incipiente clase dirigente y del inicio de
actividades de intercambio comercial con otros pueblos.
En algunos lugares, como en Mesopotamia, el valle del
Indo y el valle del Nilo, las inundaciones anuales de
sus ríos fertilizaban las tierras adyacentes, que como
consecuencia producían abundantes cosechas. Fue en estos
valles donde aparecieron las primeras civilizaciones
humanas conocidas.
Podemos inferir, por tanto, la siguiente proposición:
para que nazca una civilización, deben existir
excedentes de producción de alimentos. Pero, aunque
existen algunas evidencias de que, en ciertos lugares,
la agricultura empezó a utilizarse en fechas próximas al
año 10.000 a. de C., no es hasta varios milenios después
que su uso comienza a generalizarse. Por ello, los
historiadores son reacios a admitir la posibilidad de
que una cultura alcanzase el grado de “civilización” con
anterioridad a estas fechas.
Así
las cosas, tenemos las pistas necesarias para tratar de
ubicar la Atlántida. Tuvo que haber estado “más allá de
la Columnas de Hércules” pero no lejos del Mediterráneo.
Además, se desarroló en torno al año 10.000 a. de C.
pero aquel pueblo no conoció la agricultura, pese a lo
cual tuvieron que producirse excedentes de alimentos. Y
este lugar, existió.
¿Y si Gibraltar
escondiera la clave?
Como
hemos visto en la tabla cronológica de los niveles
oceánicos, 12.000 años antes del presente, el nivel del
mar se encontraba alrededor de cien metros más bajo que
en la actualidad y llevaba muchos miles de años por
debajo de esa cota. Si dibujamos una carta náutica del
Atlántico con estos datos, aparecen algunas islas que
hoy día se hallan sumergidas, como es el caso de la
dorsal conocida como “Gorringe Ridge”, que se encuentra
a poco más de cien millas del actual cabo de San
Vicente.
La
idea de situar la Atlántida en las proximidades del
estrecho de Gibraltar no es nueva. Aunque ya antes
varios investigadores y estudiosos del mito habían
relacionado el sur de la península Ibérica con la
civilización atlante, en 2001, dos geólogos de la
Universidad de Bretaña (Francia), Jacques Collina-Girard
y Marc-André Gutscher, asociaron la isla de Espartel
–nombre que ellos dan al Banco Majuan– con la mítica
isla de Platón. En un trabajo publicado en la revista
Geology, afirman haber encontrado, en los registros
geológicos, evidencias de que la zona del Estrecho de
Gibraltar sufrió hace 12.000 años un fuerte seísmo que,
en opinión de los estudiosos, pudo dar origen a la
leyenda.
Pues
bien, podemos considerar que aquellas aguas debieron ser
extraordinariamente ricas en especies marinas. Es fácil
suponer que cualquier pueblo asentado en la zona, tanto
en las islas como en las partes continentales del
Estrecho, dejase de dedicarse al nomadeo como medio de
obtención de alimentos y que, a poco que dominase
métodos de conservación del pescado, pudiera obtener
ingentes cantidades de excedentes con los que comerciar
y prosperar. Si a esto le unimos que la zona es también
rica –y lo fue aún más en aquella época por estar las
aguas más frías– en un tipo de alga marina llamada
laminaria, que en la antigüedad se consumió por ser una
importante fuente de yodo y sodio, tenemos los
ingredientes necesarios para que apareciera allí una
“civilización preagrícola”.
Radiografía de la
Atlántida
En un
mundo en el que el modo de vida usual era la caza y
recolección de alimentos, y los grupos humanos se veían
obligados a cambiar periódicamente de asentamiento, la
aparición de un pueblo que pudo asentarse
permanentemente en una zona y que poseía los recursos
suficientes debió de ser determinante. Esta cultura del
Estrecho predominaría sobre las demás y habría podido
extender su área de influencia militar y comercial con
facilidad por la rivera mediterránea tal y como nos
cuenta Platón.
Pero
esto, de algún modo, acabó. Con el fin de la cuarta
glaciación, el nivel del mar subió y sumergió las islas
del Estrecho así como vastas extensiones de tierras
continentales. Las condiciones para la pesca del atún
debieron endurecerse y los niveles de prosperidad
bajaron, iniciándose la decadencia de esta civilización
marítima. Pocos milenios después, surgieron otras en el
Mediterráneo Oriental, basadas ya en la agricultura y
que extendieron su influencia por donde antaño lo
hicieran los “atlantes”, quedando su recuerdo idealizado
en la memoria, en la transmisión oral y después escrita.
Quizás su herencia fue recogida por reinos posteriores
como Tartessos y, más tarde, por los turdetanos, en un
mundo diferente, donde ya existían otras civilizaciones
que pugnaban entre sí por la hegemonía.
De lo
que aquel viejo sacerdote egipcio contó a Solón y que
recogió Platón en su obra solo quedaría un detalle por
encajar: la extensión de la isla en donde se asentaría
la Atlántida: “Una isla tan grande como Asia Menor y
Libia juntas”. Pero esta historia es narrada muchos
miles de años después de ocurridos los hechos que relata
y es fácil suponer el alto grado de idealización que
para entonces la leyenda atlántica tendría.
Pero
entonces, ¿dónde se hallan los restos arqueológicos de
esta remota y quizás primigenia civilización? ¿Por qué
no se han descubierto? Sencillamente, porque se
encuentran cubiertos por capas de sedimentos y arena,
bajo decenas de metros de agua salada. Porque el océano
los ocultó…
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