TARTESSOS |
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EL ORIGEN IBÉRICO DE LA HUMANIDAD
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Lo que a muchos intelectuales y catedráticos pudo parecerles, en un primer
momento, delirio o desvarío míos al postular a España como
matriz de la Humanidad, pasó a convertirse en una opción cada vez más
plausible, a partir del momento en que tras los primeros hallazgos sensacionales
en Atapuerca, el nombre de nuestro país empezó a sonar con
fuerza en el panorama antropológico internacional, hasta el punto de que ya en
1991 una Universidad española osó organizar un congreso internacional para
debatir la posible aparición de nuestra especie en la Península Ibérica.
Las reacciones de indiferencia o de hostilidad que mis tesis produjeron en
los medios académicos, no hicieron sino confirmarme algo que, por otra parte,
era absolutamente obvio: en España no existe ni ha existido jamás una escuela
de investigación histórica. Nuestro país ha producido, en
mayor número incluso que las demás naciones europeas, estudiosos y eruditos
consagrados a las tareas de recopilación histórica. Que es
algo muy distinto. El nuestro es un país de cronistas, de amanuenses
y de archiveros. De gentes que han realizado una meritoria
labor de búsqueda y de transmisión de datos y de documentos de interés histórico.
Pero que en ningún caso han pasado de ahí o, en los casos que lo han
intentado, ha sido con un bagaje intelectual y científico lo suficientemente
endeble como para que esos intentos no hayan servido para otra cosa que para
alumbrar estériles elucubraciones, cuando no auténticos dislates. No es fácil
que surjan historiadores brillantes en España, cuando no existen maestros que
den la talla. Y los maestros, por lo que a la investigación histórica se
refiere, tendríamos que ir a buscarlos en la Francia o en la Alemania del siglo
XIX o del primer tercio de este siglo. Nombres como DéArbois de
Jubanville, Moreau de Jonnés, Frantois Chasseboeuf, Salomon Reinach, Waldemar
Fenn, Louis Charpentier... La obra de todos ellos se encuentra a miles
de años luz de la producida por los más eminentes historiadores españoles, ya
se trate de Morayta, de García Bellido o de Caro
Baroja.
A los historiadores les juzgan el tiempo y sus aciertos. Elementos, por lo
tanto, netamente objetivos. No se trata, pues, de opiniones sino de hechos. Ningún
historiador español ha descubierto hasta nuestros días absolutamente nada que
posea una mínima importancia y trascendencia. Y los escasos hallazgos que se
han producido han sido fortuitos. Ésta es la prueba concluyente y demoledora de
que la investigación histórica no ha existido jamás en España. Porque los
autores europeos a los que acabo de referirme, realizaron todos ellos hallazgos
estimables que el tiempo está consagrando. Y mis propios descubrimientos históricos,
cuando sólo han transcurrido quince años, ya cuentan con un refrendo de
pruebas apabullante. Esto es la investigación histórica químicamente
pura: ir por delante de los hallazgos, no a su zaga como sucede
entre nosotros. Se realiza un hallazgo por azar y después se elucubra sobre él
hasta la saciedad. Cuando el camino correcto es el de anticiparse a los
hallazgos, llegando incluso a señalar el lugar en el que éstos van a
producirse. Y a este respecto quiero señalar que hace ya diez años que vengo
sosteniendo que los hombres hoy exhumados en Atapuerca no son nuestros
antepasados directos sino ramas desgajadas del tronco principal de la Humanidad.
Tronco que creció siempre entre las montañas de la Cordillera Cantábrica
o Bindia y el litoral del antiguo Océano, hoy
Mar Cantábrico. Así pues, vengo insistiendo en que los paleontólogos
de Atapuerca deben dirigir sus pasos hacia determinados enclaves de Cantabria y
del norte de Burgos en los que llegarán a descubrirse los primeros
-gigantescos- seres humanos, antepasados directos nuestros cuya antigüedad
se mide en millones de años.
Pues bien, al fin los excavadores de Atapuerca han tenido que darme la razón
y ya han anunciado su propósito de extender sus pesquisas hacia el Cantábrico,
convencidos de que es allí donde van a encontrar los restos de los individuos
de los que los inquilinos de Atapuerca son una mera y burda réplica. ¿Por qué
me consta que nuestros primeros ancestros fueron auténticos gigantes? Pues
sencillamente porque así lo establecen, hasta la saciedad, las más viejas
fuentes histórica. Y porque existen multitud de hallazgos que avalan tales
testimonios. Hallazgos entre los que ya tenemos que empezar a incluir la propia
talla (próxima a los 2 metros) de los individuos descubiertos en Atapuerca.
Talla y porte de una magnitud desconocida entre todos los homínidos que hasta
la fecha se han descubierto en el mundo. Lo que, si descendemos de gigantes, está
señalando al norte de España como el primer solar hollado por los seres
humanos...
En el mes de Julio de 1999 el telediario de la 1ª de TVE se hacía
eco de un hallazgo antropológico que podría significar el que -cito
textualmente- la cuna del hombre moderno (sapiens) hubiera
estado en la Península Ibérica. Exactamente lo que vengo afirmando
desde 1984. Debido a lo cual he debido vestir desde entonces el sambenito
de hereje y de apestado con el que aparezco representado (sin las gafas y la
barba) en el grabado que ilustra esta página.
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