Historia del descubrimiento de la
escritura
Con
la publicación de esta revista y todos los
descubrimientos que contiene -jamás intuidos, siquiera-
en relación con el origen de la escritura, se abre una
nueva era para los estudios filológicos y arqueológicos.
Por la misma razón que nada ha sido igual en la
Arqueología y en la Antropología española tras la
publicación, en 1985, de mis libros Cantabria,
cuna de la Humanidad y Los orígenes ibéricos de
la Humanidad, habiendo pasado España de ser el
furgón de cola a situarse a la cabeza de todos los
países del mundo por lo que a antigüedad se refiere, la
publicación de estas páginas por parte de la recién
nacida revista Los Cántabros, habrá de
señalar un antes y un después en las
investigaciones relacionadas con el origen de la
civilización y con los albores de la cultura.
Así como, por supuesto, con los primeros balbuceos de la
escritura y del lenguaje.
Sé por una larga
experiencia que cuando un investigador español
realiza un descubrimiento de primera magnitud, que
resulta absolutamente irrefutable y que, por ende, no
puede ser objeto de las críticas, invectivas o burlas de
los especialistas en la materia de que se trate,
la táctica habitual seguida por éstos es la del
silenciamiento. En lugar del divide y vencerás,
aquellos que se pretenden intelectuales aplican,
en estos casos, el ignora y vencerás. Se hace
caso omiso de los nuevos descubrimientos y se deja que
transcurra el tiempo, con el fin de conseguir que el
olvido acabe engulléndose al autor de los mismos y de
que, desaparecido, desprestigiado o marginado éste por
completo, su obra y sus hallazgos pasen a ser, por así
decirlo, del dominio público. Una vez conseguido esto,
una vez olvidada por todos la persona que realmente
efectuó los descubrimientos que fuesen, nada se
interpone entre los intelectuales carroñeros y la
obra de aquel colega suyo al que consiguieron enviar al
otro mundo, corroído por la rabia, la indignación, la
cólera, la tristeza... y la vergüenza. Vergüenza
ante tanta perfidia y ruindad. España sabe mucho, mejor
que ningún otro país del mundo, de esta abominable
táctica utilizada por quienes, pretendiéndose
intelectuales, son expertos en fagocitar la obra
producida por las mentes más lúcidas de nuestro, por lo
común, paupérrimo panorama intelectual y
cultural.
Siguiendo esta táctica de desprecio >
derribo > apropiación, los nombres más preclaros que
ha producido el pensamiento ibérico han caído en el más
vergonzante de los olvidos, en tanto que toda una legión
de mediocres y de inútiles pueblan las páginas de las
enciclopedias y de los manuales de Historia, a pesar de
no haber efectuado aportación original alguna a la
cultura y al conocimiento y a pesar de que su
contribución más valiosa fue aquella que pudieron
realizar gracias a que supieron
beber, ruinmente, en la obra de aquellos sabios cuya
tumba contribuyeron a cavar con sus desdenes, sus
calumnias, sus zancadillas... y sus maniobras para
conseguir sumirles en la ruina y en el desprestigio.
Veinte años de
investigaciones sobre los orígenes de Iberia, de
Europa y de la Civilización, me han
permitido ir reescribiendo una historia que permanecía
absolutamente olvidada y que algunos vivos (en el
doble sentido) que la conocen, no tienen el menor
interés en resucitar. Una historia que demuestra la
condición carroñera de algunos intelectuales de
las generaciones precedentes, capaces de destruir a
personas brillantes, valiosas y absolutamente
honorables, con el único propósito de apropiarse de sus
ideas y de eliminar rivales y competidores imposibles de
derrotar en buena lid. No andan sobradas de medios las
Letras españolas y los muchos que se disputan esa
pitanza tienen que andar a codazos y empellones para
hallar su lugar bajo el Sol y para sobrevivir e
incluso medrar en ese durísimo contexto.
Mal están los codazos
y las zancadillas entre los aspirantes a ocupar
un sitial eminente en el panorama de las Letras, pero si
deplorables son este tipo de comportamientos, lo es
muchísimo más el hecho de que el camino de la Ciencia en
España esté quedado sembrado de cadáveres
producidos por aquellos que están dispuestos a todo
antes que admitir su mediocridad y que reconocer que
existen otras personas infinitamente más lúcidas,
capaces y valiosas que ellos. Y destaco la palabra
cadáveres, porque como regla general, todos aquellos
que han sufrido este tipo de ostracismo, han
acabado pagándolo con su propia vida, consumidos por la
pena de saberse tan pésimamente pagados en su noble
esfuerzo por contribuir al progreso del conocimiento.
También yo estuve a punto de seguir este camino, cuando
un infarto de corazón me dejó postrado en el año 1987.
Sólo que aprendí la lección y me propuse sobrevivir a
quienes estaban tratando de mandarme al otro mundo.
Paso a paso, pues, y con
la ayuda de mis lectores más asiduos y allegados,
integrados hasta hoy en el Círculo Europeo de
Hiberistas y, desde hoy, en la Fundación de
Occidente, he ido reconstruyendo el verdadero drama
conocido por varios investigadores españoles o que se
ocuparon del pasado de España y a los que les cupo el
mismo infortunio que al descubridor de las Cuevas de
Altamira, Marcelino Sanz de Sautuola.
Calumniado, infamado e insultado por todos sus colegas
españoles y europeos que le acusaban de ser el autor de
las pinturas que decía haber descubierto, murió de pena
y de indignación al cabo de no muchos años de efectuar
su descubrimiento en 1868. Sólo un catalán, Joan
Vilanova i Piera, creyó en la honestidad de Sautuola
y le brindó todo su apoyo. Algo parecido, aunque hasta
hoy totalmente desconocido, es lo que le sucedió a un
filólogo aragonés, Julio Cejador y Frauca, que
conocedor de las obras de los sabios alemanes y
franceses del siglo XIX que defendían el origen común
del lenguaje y del linaje humano y que postulaban al
euskera como la más antigua de las lenguas, supo
comprender genialmente que el nacimiento del lenguaje
y de la escritura se había producido en el Norte de
España, habiéndose proyectado a todo el mundo desde
su primer solar a orillas del Cantábrico. Julio Cejador
(1864-1927) que, por haber ingresado muy joven en la
Compañía de Jesús pudo disponer de todos los medios
imaginables para consagrarse en condiciones óptimas a su
labor de investigación lingüística, llegó a gozar de
extraordinario renombre en el mundo intelectual español
de finales del siglo XIX y principios del XX,
valorándose sobremanera sus trabajos sobre Gramática y
Literatura. Pero su estrella empezó a nublarse, hasta
apagarse por completo, en el momento en que, siguiendo
los pasos de Humboldt, de Bonaparte y de
otros lingüistas europeos, empezó a defender sin ambages
que la lengua baska era la más antigua del planeta
y que todas las lenguas del mundo tienen obvios vínculos
con ella.
La intelectualidad
española no podía tolerar una herejía semejante
que, por otra parte, hacía tambalear todos los dogmas
imperantes en la época en relación con el nacimiento de
las lenguas, de la civilización y de las primeras
religiones en el Mediterráneo oriental, y a partir
de ahí se inició un calvario para Cejador que habría de
llevarle a abandonar la Compañía de Jesús y a
vivir absolutamente marginado los últimos años de su
vida, presa de una profunda tristeza que describe
magistralmente en uno de sus libros, escrito unos meses
antes de producirse su muerte. Cejador, como cualquiera
que realiza un gran descubrimiento, era consciente de
que su trabajo suponía un paso de gigante para el
estudio de los orígenes del lenguaje y, sin embargo, el
pago que recibió por tan extraordinaria aportación fue
el silencio, el vacío, el desprecio... y el olvido. Y no
se pudo o supo revolver contra todos aquellos hombres
ilustres, algunos de ellos antiguos alumnos suyos, que
se aprovecharon con el mayor descaro de su obra y que,
en justa correspondencia, le ignoraron por
completo. Tomaron de él cuanto les plugo..., y se
olvidaron de mencionar su nombre. Lo típico. Lo
habitual. Lo corriente en un país como España en el que
la honestidad intelectual brilla por su ausencia,
practicada solamente por cuatro idealistas que prefieren
seguir siendo nadie, antes que conseguir ser alguien a
fuerza de pisotear y de auparse sobre los cadáveres de
los demás.
Y así resulta que la idea
más brillante que yo le conocía al afamadísimo don
José Ortega y Gasset, es un plagio vergonzoso de las
tesis de Cejador y de otros sabios europeos en
estrecha sintonía con él... Así resulta que lo único
inteligente que yo he leído en la obra del eminentísimo
don Ramón Menéndez Pidal, considerado hasta aquí
como el mayor filólogo español de todos los tiempos, es
otro plagio repugnante de las tesis del propio Julio
Cejador... Así resulta que don Américo
Castro y don Claudio Sánchez Albornoz,
bebieron también, cuanto les convino, en las fuentes de
Cejador. Exactamente lo mismo que hizo el
teósofo Mario Roso de Luna, aunque en este
caso no me consta si reconoció u ocultó esa deuda en su
obra. Me gustaría pensar que Roso de Luna -hombre de
extraordinaria talla intelectual- fue mucho más honesto
que los personajes que he citado anteriormente.
¿Y qué decir de don Miguel de Unamuno,
excelente poeta, buen escritor, pensador mediocre y
nefasto filólogo que siendo basko y
catedrático de lengua griega, ni se enteró
siquiera de que la lengua baska es el precedente
indiscutible de la lengua helénica...? Y eso que,
como todos los miembros de la Generación del 98 y
todos los Españoles cultos de su época, sabía
perfectamente de la obra de Cejador y, sin la menor
duda, había leído sus tesis respecto a la filiación
baska de la lengua de la que Unamuno era orondo profesor
en la Universidad de Salamanca. Orondo e ignorante,
porque ¿cómo se puede enseñar la lengua griega
desconociendo que es un calco moderno de la baska?
También Antonio
Cánovas del Castillo parece haberse visto influido
por la obra de Cejador, aunque tampoco me consta
si lo llegó a reconocer o no. La misma duda que me cabe
respecto a Joaquín Costa, paisano de Cejador y
hacia el que quiero pensar que mostró admiración y
respeto. E ignoro si discípulo pero seguro que lector
ferviente de ese gran jesuita que a pesar de
haber honrado a la Compañía más que todos sus
coetáneos, se vio obligado a abandonarla, lo fue sin la
menor duda el Doctor Areilza, bizkaíno
extraordinariamente lúcido e inquieto de quien heredaría
su gran talla intelectual y su pasión por el pasado
remoto de España, mi ilustre y brillante amigo y mecenas
José María de Areilza,
Pero toda aquella fecunda
siembra no sirvió para nada. Las tesis de
Cejador y las de todos los sabios europeos que
compartían ideas semejantes en relación con el
sobresaliente papel desempeñado por la Península
Ibérica en la génesis de la Civilización, iban a
caer en el más hermético de los olvidos durante más de
medio siglo, como consecuencia de la Guerra Civil
y de la culturalmente nefanda etapa de gobierno
del general Franco. La Iglesia Católica jamás vio con
buenos ojos todas esas tesis históricas que ponían en
entredicho la verdad de lo contenido en los libros
sagrados y el Caudillo, dócil siempre a la
doctrina del Vaticano, convirtió España en un erial por
lo que a la evolución del pensamiento y del conocimiento
se refiere. Las grandes cuestiones de nuestro pasado
cayeron en un profundo letargo, levemente desperezadas
tan sólo con los escarceos de los Areilza
y, ya en la década de los setenta, por los tientos
puramente especulativos y, si se me permite,
notablemente torpes, de escritores como Fernando Sánchez
Dragó, Luis Racionero, Juan García Atienza y, más tarde,
Juan Eslava Galán. Los dos primeros muy allegados a José
María de Areilza, hasta que éste descubrió que eran unos
simples diletantes. De ahí el que ninguno de los
cuatro, a pesar de su interés por estos asuntos y del
dinero que les ha procurado, haya llevado a cabo una
labor de investigación histórica digna de tal nombre,
habiéndose limitado a husmear en el arcón en
donde se encerraban todos esos raros y olvidados libros
del siglo XIX y de las primeras décadas del XX, en los
que se encerraban los últimos vestigios de memoria
respecto al ilustrísimo pasado prehistórico de la
Península Ibérica. Vestigios con los que
construyeron su pensamiento y sus obras, olvidándose
sistemáticamente de citar las fuentes en las que bebían.
Muy propio.
Y ya por último, merece
mención aparte en este comentario un filólogo español
fallecido en 1983, el basko Imanol Aguirre, por
el que llevo rompiendo lanzas desde que supe de su
existencia en 1987, convencido de que él había sido el
primero en descubrir la primogenitura de la lengua
baska. Toda mi obra está preñada de homenajes a este
olvidado filólogo, a pesar de que no he bebido
jamás en su obra y de que sus tesis filológicas llegaron
a mi conocimiento a través de uno de sus hijos, cuatro
años más tarde de que yo hubiese elaborado y
publicado las mías propias, muy afines a las suyas en lo
que se refiere a la primogenitura del euskera. Porque me
cabe el enorme orgullo de haber construido todas mis
tesis filológicas, antropológicas, arqueológicas y
etnológicas antes de haber leído a todos los autores
citados o a los que me dispongo a mencionar a
continuación, en este caso a título de homenaje. Mi
camino fue muy otro al de todos ellos y tuvo como
única guía al sentido común. Éste ha sido mi único
maestro y por éste me he guiado y sigo guiando
desde que inicié mis investigaciones en el año 1984,
tras dos años de estudios sobre otro de los grandes
temas tabú de la etapa franquista: la España de
Sefarad. Haber sabido comprender que el
gentilicio Hebreo procedía del nombre del
país del Hebro, fue la clave que me
llevaría a descubrir que España = Iberia = Sefarad
había sido la matriz de la Civilización y de la propia
especie humana. Después, cuando ya había construido toda
mi tesis y escrito multitud de libros respecto a ella,
vino el paulatino descubrimiento de todos esos
investigadores eméritos que he ido mencionando y a los
que, de manera inmediata, me propuse rehabilitar. Y lo
he conseguido. De varios de ellos nadie se acordaba ya y
hoy empiezan a ser conocidos y reconocidos, y el último
nombre de esa cada vez más extensa relación es,
precisamente, el de Julio Cejador. Hace sólo dos
meses, el 23 de Abril del año 2004, estando en Barcelona
con ocasión de celebrarse mi santo y el Día del Libro,
uno de mis lectores más queridos, Javier Zarzuelo,
me regaló uno de sus libros fotocopiados. En ese día,
pues, y veinte años después de que yo iniciase
mis investigaciones, vine a descubrir que no habíamos
sido ni Imanol Aguirre ni yo quienes habíamos sido los
primeros en identificar a la lengua baska como la más
vieja del planeta. Julio Cejador, bebiendo en toda una
pléyade de pensadores europeos, se nos había adelantado
en un montón de décadas. Imanol Aguirre, que construyó
sus tesis a partir de las de Cejador, ocultó siempre
este dato fundamental. Yo, a pesar de que no le debo
absolutamente nada a este sabio aragonés, preferiría
morirme antes que silenciar su nombre. Porque, aunque
muchos parezcan no querer enterarse de ello, no existe
sabiduría digna de tal nombre allí donde no
existe, paralelamente, la honradez. Lo que hace
que la historia de la evolución del conocimiento humano
no se haya construido jamás sobre el endeble andamiaje
de los engaños, de las ocultaciones o de las
apropiaciones indebidas, sino sobre el sólido,
inamovible y admirable cimiento de la bondad, de
la honestidad y del amor a la Humanidad por
encima de todas las cosas. Y mal puede amar a la
Humanidad en su conjunto, quien buscando el medro de su
vanidad ofende al propio concepto de humanidad al
tratar de erigir el monumento de su mérito sobre el
pedestal del mérito ajeno.
La historia de la Ciencia
es la historia de la bondad mejor entendida; de la
bondad de la renuncia, de la bondad del
desprendimiento, de la bondad del sacrificio,
de la bondad del sufrimiento... Y, también, de la
bondad del empeño por contribuir a erigir el edificio
del conocimiento, sobre la mayor de las renuncias que un
ser humano pueda realizar: la de su propia vida.
Cejen, pues, todos los
plagiadores en su sucio y estéril empeño. Porque de la
lectura de las páginas precedentes se desprende que
ningún plagio acaba quedando impune y que, aunque a
veces tengan que transcurrir siglos para ello, la verdad
termina imponiéndose siempre sobre el engaño. Quede aquí
claramente expresado mi desprecio hacia quienes
construyen su medro valiéndose del mérito ajeno. Quede
aquí claramente reflejado mi propósito de desenmascarar
a quienes, huérfanos de talento, usurpan el ajeno para
enjalbegar la fachada de su grisácea y patética
mediocridad.
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