LOS DESCUBRIDORES DE EUROPA

 

RIVERO MENESES     PRINCIPAL

            Jorge Mª Ribero-Meneses

DESCUBRIMIENTO ESCRITURA

 

Los verdaderos padres de Europa

 

 

He escrito en numerosas ocasiones y vuelvo a hacerlo una vez más, que el único historiador pretérito que estuvo a punto de identificar la verdadera cuna de la Humanidad inteligente, fue el francés Moreau de Jonnés. Él fue el primero y el único -antes de que yo lo hiciera un siglo más tarde- en haber comprendido con nitidez que la cuna de nuestra especie se hallaba en el antiguo Extremo Occidental del mundo conocido. Sin embargo, era tal el peso que el dogma escita conservaba todavía en su época que, incapaz de aceptar que pudiera haber existido una nación escita más antigua que la eslava, el clarividentísimo Moreau se obstinó en demostrar que el final de la Tierra había sido uno de los apéndices orientales del Mar Negro. Acertó en lo más difícil y erró en lo más sencillo, por eso rindo y rendiré siempre homenaje a la memoria de este brillantísimo investigador francés que, de haberse rendido a la evidencia de que el único Extremo de la Tierra conocido como tal en la Antigüedad fue el ibérico que él tenía tan próximo, habría sido, sin la menor duda, el descubridor de los orígenes de la Humanidad racional.

 

Moreau de Jonnés puso su sustantivo grano de arena al edificio de la recuperación de la memoria perdida de la Humanidad, del mismo modo que otros sabios europeos contribuyeron a ese mismo empeño, con facultades y aportaciones muy distintas pero cuyo denominador común ha sido siempre el irrenunciable afán por conocer la verdad y el deseo de brindar esa inapreciable contribución al progreso del conocimiento humano. Por todo ello y como quiera que todos esos investigadores han compartido un ideal común que sólo admiración merece, quiero aprovechar estas páginas para rendir mi enésimo homenaje a todos ellos y para darles a conocer a quienes, por no haber tenido acceso a mi obra hasta la fecha, no tienen noticia alguna de su existencia. He aquí los nombres de los más importantes:

 

Juan Parellada de Cardellac, Juan Fernández Amador de los Ríos, José Pellicer de Ossau, Oscar Vladislav de Lubish Milosz, Waldemar Fenn, D´Iharce de Bidassouet, D´Arbois de Jubainville, Louis Charpentier, Juan de Caramuel y Lobkowitz, Padre Francisco Sota, Andrés Giménez Soler, Gregorio López Madera, Fray Gregorio de Argáiz, Fray Juan Annio de Viterbo, Jerónimo Arbolanche, Manuel de Góngora, Imanol Aguirre y Julio Cejador.

 

De la existencia y de la obra de todos estos nombres he ido sabiendo con posterioridad a la concepción de mis tesis y de la publicación de mis primeros libros, habiendo sido mis propios lectores quienes me han facilitado copias de algunos de los suyos. A todo ello me refiero en los párrafos que siguen, en los que dejo constancia de las personas a través de las cuales conocí a todos esos autores y, en los casos en que lo recuerdo, de las fechas en que me entregaron las fotocopias de sus libros:

 

Juan Parellada de Cardellac: mi octava hija, Olibia, adquirió el único título que conozco de este autor -La lumière, vint-elle d´Occident?- en una librería de Salamanca en la que, en aquel momento, se vendía mi libro Tartesos, versus Ebro. Hacia el año 1998.

 

Juan Fernández Amador de los Ríos: en el curso de un ciclo de conferencias organizado por mí en Zaragoza -El río Ebro y los orígenes de Iberia- un amante de nuestra historia que asistió a todas las conferencias, Agustín Serrate, se acercó a mí al finalizar una de ellas y me mostró un opúsculo de este autor del que más tarde me facilitó fotocopia. Fernández Amador de los Ríos fue un ilustre catedrático aragonés, miembro además de la Real Academia de la Historia. La coincidencia de sus tesis con las mías, en lo que se refiere a la primogenitura histórica de la Península Ibérica, eran flagrantes. Corría el año 1991. Mucho más tarde -año 2000- el que fuera mi colaborador, Jorge Díaz, descubriría otras obras fundamentales de este autor en la Biblioteca Nacional, facilitándome copia de una de ella.

 

Oscar Vladislav de Lubish Milosz y Waldemar Fenn: en el curso de ese mismo ciclo de conferencias, uno de los escritores a los que invité a participar en el mismo, Luis Racionero, me mostró sendos libros descubiertos por él y que me permitió fotocopiar. A Waldemar Fenn acabo de referirme hace un momento y en cuanto al lituano Milosz, escribió un opúsculo clarividente titulado: Les origines ibériques du peuple juif.

 

José Pellicer i Ossau: supe de la existencia de este antiguo cronista regio, que como muchos otros pero con mayor fundamento y mejores argumentos defendió la localización de la Atlántida en España, en la investigación historiográfica que llevé a cabo en la Biblioteca Nacional de Madrid, aproximadamente entre los años 1985 y 1989.

 

D´Iharce de Bidassouet: abate francés al que descubrí también en la Biblioteca Nacional. El título de su obra, publicada en París creo recordar que en el año 1825, me hizo dar saltos de alegría: Histoire des Cantabres ou des premiers colons de toute l´Europe. Aunque el título tiene una coletilla que viene a decir más o menos, traducido en castellano: o de los Bascos, sus descendientes directos que todavía existen. En este curioso libro puede leerse un párrafo inapreciable en el que se afirma que algunos historiadores coetáneos de D´Iharce sostenían que todos los dioses y mitos de Griegos, Egipcios, Fenicios y Romanos procedían de Cantabria.

 

D´Arbois de Jubainville y Louis Charpentier: ambos llegaron a mi conocimiento a través de José Mª de Areilza. Hacia el año 1988. La obra del primero, Les premiers habitants de l´Europa, la había heredado Areilza de la biblioteca de su padre. D´Arbois llevó a cabo una ímproba labor de recopilación de textos históricos griegos, en la que hemos bebido innumerables investigadores europeos. Sólo por el rigor y el acierto con que se consagró a esa difícil tarea de rescatar del olvido multitud de testimonios históricos que permiten reconstruir la Protohistoria europea y probar la primogenitura de Iberia, merece este historiador francés el reconocimiento y el homenaje de todos los Europeos. De nada de todo esto ha gozado, sin embargo, y éste es el momento en que ni los propios Franceses se acuerdan de su existencia. Lo que no es el caso de Louis Charpentier científico francés harto más moderno y conocido que el anterior. Tras estudiar al pueblo basko desde prismas muy distintos, Charpentier llega a la lúcida conclusión de que se trata de uno de los más antiguos de Europa.

 

Juan de Caramuel y Lobkowitz: en un libro de este autor, que descubrí también en la Biblioteca Nacional, se decía textualmente que el Paraíso Terrenal había estado situado en España, en Castilla. Aunque el maestro Caramuel se lo lleva nada menos que a una población andaluza: Ademuz. Caramuel anuncia en este libro que ha escrito o va a escribir otro dedicado exclusivamente a este asunto, intitulado Babilonia. Jamás he logrado dar con ese, sin duda, interesantísimo libro. Me temo que si llegó a escribirlo, la Inquisición se encargaría de hacerlo desaparecer. Localizar el Paraíso en España, cuando corría el siglo XVII, suponía una herejía en toda regla. Porque, de ser cierta esa tesis, todo el contenido de la Biblia estaría equivocado. Juan de Caramuel era reconocido como uno de los hombres más sabios de la Europa de su tiempo.

 

Padre Francisco Sota: historiador del siglo XVII y autor del libro Chrónica de los Príncipes de Asturias y de Cantabria. Supe de la existencia de este antiguo chronista  en 1986 y a través del alcalde de Potes. Alguien que comprendió que el contenido de esa obra suponía un refrendo monumental para mis tesis, se la prestó para que me la hiciera llegar. Fue el primer libro en el que vi palmariamente corroboradas mis tesis y el que me decidió a iniciar una investigación en profundidad en la Biblioteca Nacional, en busca de obras similares.

 

Andrés Giménez Soler: catedrático e historiador nacido en Zaragoza el año 1869. En su libro La Península Ibérica en la Antigüedad, arremete con enorme dureza contra la tesis de la filiación latina de las lenguas romances y, en particular, del castellano. Todas las razones que aduce coinciden, asombrosamente, con las que yo he venido exponiendo y defendiendo desde el año 1984. Un querido lector, el médico Carlos de Lario, me proporcionó una copia de este libro en el año 2001.

 

Gregorio López Madera: miembro del Consejo de Castilla en el siglo XVI, defendió con ardor y erudición el disparate que supone la afirmación de la latinidad de la lengua castellana. Sólo un tonsurado andaluz de su época arremetió contra él, basándose en la autoridad de todos los Doctores de la Iglesia que, por razones fáciles de entender, asentaron la aberración científica que supone pretender que la lengua latina haya sido madre de lengua alguna. Mi encuentro con este clarividentísimo castellano del siglo XVI se produjo, también, buceando en los ficheros de la Biblioteca Nacional.

 

Fray Gregorio de Argáiz: este clérigo del siglo XVII -de cuya existencia supe merced a mis indagaciones en la Biblioteca Nacional-, tuvo el arrojo de publicar un antiguo Chronicón español, recogido por un monje alemán afincado en Sevilla. Me refiero al denostadísimo Hauberto Hispalense, bestia negra de todos los historiadores españoles de los siglos precedentes, incluido el nada lúcido Julio Caro Baroja que, en los últimos años de su vida, emprendió una desquiciada cruzada contra él. Bueno, en realidad era contra mí, que lo había rescatado del olvido. El Chronicón de Hauberto de Sevilla es un auténtico monumento bibliográfico y si ha sido tan vilipendiado es porque pueden leerse afirmaciones en él -como la de que antes de Moisés ya había Judíos en España- que echaban absolutamente por tierra todo cuanto afirmaban los libros sagrados. Precisamente porque se hacía eco de tradiciones remotísimas que ponían en solfa innumerables verdades sagradas, el Chronicón del Hispalense ha sido víctima, durante siglos, de la mayor persecución sufrida nunca por libro alguno. Por lo menos en España. Y sin embargo, ahora se confirma que todo cuanto se recoge en esa obra era rigurosamente auténtico, con independencia de que, en su mayor parte, sea mitología químicamente pura.

 

Fray Juan Annio de Viterbo: no he sido muy exacto al señalar a Hauberto de Sevilla como la bestia negra de todos los historiadores españoles de los siglos precedentes. Porque tantos o más denuestos que este monje alemán (o quien tras su identidad se escondiera...) ha recibido en Europa este otro monje italiano, autor de una Chrónica de los orígenes de la Humanidad a la que distinguiera con el nombre de un supuesto sacerdote caldeo, Beroso de Babilonia, que tengo fundadísimas razones para afirmar que no ha existido jamás. Al igual que Hauberto, fray Juan Annio se limitó a dar a la luz todo un cúmulo de noticias histórico-mitológicas que, transmitidas de generación en generación, debieron llegar a sus manos en un viejo manuscrito similar a los utilizados por el monje alemán, por el Maestro Caramuel, por el Padre Sota, muy posiblemente por Pellicer i Ossau y, sin la más leve sombra de duda, por el poeta al que voy a referirme a continuación. Descubrí a Annio en la Biblioteca Nacional en los años en que era más intensa mi relación con José María de Areilza y fue tanto lo que al Conde de Motrico le impresionaron las noticias históricas transmitidas por el monje italiano, que no paró hasta conseguir un ejemplar de su obra, del que -como acostumbraba a hacer- me facilitó la correspondiente fotocopia. Recuerdo bien los comentarios de Areilza, indignado como yo ante el hecho de que los críticos tildasen de falsario a un monje como el de Viterbo que nada menos que dedicó su obra a los Reyes Católicos. ¿En qué cabeza humana cabe que un fraile se inventase una historia de los orígenes de la Humanidad y se la dedicase a los monarcas más poderosos de la Tierra? Monarcas que poseían conocimientos mucho más profundos de lo que imaginamos, sobre todo de cuestiones relacionadas con los orígenes -más mitológicos que históricos- de España y de Europa. Ellos y sus propios consejeros y maestros. Por eso resulta pueril pensar que Isabel de Castilla y Fernando de Aragón iban a ser tan beocios como para aceptar como auténtica una obra apócrifa que versaba sobre asuntos que les eran enormemente familiares. Y mucha mayor estulticia cabría atribuir al propio monje italiano en el supuesto de que hubiese inventado su Chrónica, puesto que sabedor de los conocimientos de los destinatarios de su obra, no podía ignorar que su fraude iba a ser inevitablemente descubierto, con las funestas consecuencias que para él se habrían derivado de ello. José María de Areilza y yo compartíamos este mismo criterio y nos asombrábamos de la ausencia total de sentido común de la que hacen gala la mayoría de quienes se postulan como historiadores. Con independencia de que basta tener unos mínimos conocimientos de Mitología para constatar y corroborar la autenticidad de la totalidad de la obra del italiano Annio de Viterbo, sin la menor duda el chronista más vilipendiado de todos los tiempos.

 

Jerónimo Arbolanche: jovencísimo y brillante poeta de La Ribera nabarra que, allá por el año 1566, dio a la luz en su Tudela natal un libro de un valor incalculable: el Poema de las Habidas. Basándose en tradiciones históricas del Norte de España que, lamentablemente, o no han llegado hasta nosotros o permanecen olvidadas en cualquer biblioteca, el bisoño Arbolanche compuso un extenso poema en el que se limitó a transcribir multitud de datos respecto a la antigua Tartesia ibérica. La misma a la que los Griegos mediterráneos bautizaron como Tartessos, localizándola, disparatadamente, en la actual Andalucía. Sin embargo, del contenido de la obra de este poeta tudelano se desprende, incontrovertible, la evidencia de que Tartesia había estado situada en la región de las fuentes del río Hebro...0 Tartasia. Río a cuyas orillas escribió su obra Arbolanche. Se da la circunstancia de que mi adquisición por correo de una edición facsimilar del Poema de Las Habidas se produjo pocos meses después de haber publicado mi libro Tartesos versus Hebro en el que, justamente, defiendo con multitud de argumentos científicos que Tartasia fue uno de los nombres de la antigua Kantabria, identificada en la Antigüedad como el final del mundo conocido. Aunque el libro de Arbolanche que venía a refrendar todas mis tesis tartésicas, no es el único a través del cual se han filtrado noticias sobre la primera civilización de la Humanidad: la historia de El Caballero Cifar, considerada como la primera novela en castellano, se desarrolla también en el reino de Tartesia.

 

Manuel de Góngora: supe de la existencia de este polígrafo andaluz que se postula como el primero en haber estudiado la más remota escritura de la Península Ibérica, a través de mi lectora belga Dominique Rousseau, viajera y gran conocedora y amante de las cosas de España. Descubrió este libro en un viaje por Andalucía, por los años del cambio de milenio.

 

Moreau de Jonnés: por último, supe de la existencia de este erudito francés en una librería de Madrid más o menos especializada en libros esotéricos y extraños. Cosa curiosa, porque su libro Los tiempos mitológicos no tiene absolutamente nada ni de lo uno ni de lo otro. Compré este libro en los años en que viajaba con frecuencia a Madrid, desde Valladolid, con el fin de entrevistarme con José María de Areilza y de frecuentar la Biblioteca Nacional en busca de obras antiguas que versasen sobre los orígenes de la civilización.

 

Uno de mis mayores orgullos como investigador de la génesis de nuestra especie, habrá sido el de lograr reunir y rescatar del olvido a toda esa relativamente extensa relación de sabios europeos que -en el decurso de los últimos cinco siglos y a pesar de sufrir todos los condicionantes que sobre el ejercicio intelectual libre e independiente imponía su difícil época- tuvieron la lucidez y el valor de defender tesis históricas que contradecían profundamente los conocimientos y, lo que es peor, los dogmas por entonces consagrados. Nunca hasta ahora se había sabido de la existencia de esta auténtica Escuela de Historiadores europeos. Sólo se sabía de la existencia de algunos de esos nombres y, en cualquier caso, jamás se había ni siquiera intuido que pudieran haber sido tantos ni, muchísimo menos, que fueran tan estrechos los lazos que existían entre todos ellos.

 

Todos esos investigadores que he enumerado -y algunos otros que sin duda ha habido y de los que aún no tengo conocimiento- configuran la más importante corriente intelectual que jamás haya existido. Y su valor y mérito es tanto mayor cuanto que los descubrimientos genéticos que ahora empiezan a prodigarse, han confirmado el extraordinario acierto de todos esos Europeos a los que algún día la Humanidad -o, por lo menos, Europa- rehabilitará y rendirá el homenaje que merecen... y que hoy reciben en su lugar multitud de individuos mediocres que no le han aportado absolutamente nada ni a la civilización europea ni al mundo.

 

La conclusión que se desprende de este extenso comentario que, plenamente consciente de su importancia, he querido dedicar a los precursores de algunas de mis tesis históricas y filológicas, es la de que, aunque enterrada por el tiempo, por la amnesia humana y por los intereses de las naciones triunfadoras que han escrito la Historia a su capricho y conveniencia, la verdad histórica sobrevive a despecho del tiempo en una suerte de estado vegetativo que se parece mucho al que conocen aquellas semillas que eclosionan después de permanecer enterradas durante años, en espera de recibir la humedad que las fecunde. Algo semejante ocurre con la verdad histórica que, aunque enterrada, olvidada y, por ende, inadvertida para el conjunto de los seres humanos, es intuida en mayor o menor grado por un insignificante número de individuos de cada generación, dotados de la percepción y de la intuición necesarias y a los que el conjunto de la sociedad acostumbra a etiquetar como visionarios. Lejos de ser tales, lo que caracteriza a estas personas es el hecho de poseer la capacidad intelectual necesaria para ver más allá de lo que los intereses mezquinos de algunos, la fuerza de gravedad de la ignorancia y la erosión del tiempo se empeñan en que veamos. Y que hay algo de genético en todo este asunto, lo confirmaría el hecho de que nadie que no sea europeo ha sido capaz de vislumbrar absolutamente nada de cuanto atañe a los orígenes del ser humano y de la civilización, orígenes que -como al fin se está probando- se desarrollaron en el extremo sudoccidental del continente europeo. Es decir, justamente en ese ámbito de Europa del que somos hijos la mayor parte de los investigadores que hemos rescatado del olvido la historia perdida de nuestra especie.

 

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