Los verdaderos padres de
Europa
He escrito en numerosas
ocasiones y vuelvo a hacerlo una vez más, que el
único historiador pretérito que estuvo a punto de
identificar la verdadera cuna de la Humanidad
inteligente, fue el francés Moreau de Jonnés.
Él fue el primero y el único -antes de que yo lo hiciera
un siglo más tarde- en haber comprendido con nitidez que
la cuna de nuestra especie se hallaba en el antiguo
Extremo Occidental del mundo conocido. Sin embargo,
era tal el peso que el dogma escita conservaba
todavía en su época que, incapaz de aceptar que pudiera
haber existido una nación escita más antigua que
la eslava, el clarividentísimo Moreau se obstinó en
demostrar que el final de la Tierra había sido
uno de los apéndices orientales del Mar Negro.
Acertó en lo más difícil y erró en lo más sencillo, por
eso rindo y rendiré siempre homenaje a la memoria de
este brillantísimo investigador francés que, de haberse
rendido a la evidencia de que el único Extremo de la
Tierra conocido como tal en la Antigüedad fue el
ibérico que él tenía tan próximo, habría sido, sin
la menor duda, el descubridor de los orígenes de la
Humanidad racional.
Moreau de Jonnés
puso su sustantivo grano de arena al edificio de
la recuperación de la memoria perdida de la Humanidad,
del mismo modo que otros sabios europeos contribuyeron a
ese mismo empeño, con facultades y aportaciones muy
distintas pero cuyo denominador común ha sido siempre
el irrenunciable afán por conocer la verdad y el
deseo de brindar esa inapreciable contribución al
progreso del conocimiento humano. Por todo ello y
como quiera que todos esos investigadores han compartido
un ideal común que sólo admiración merece, quiero
aprovechar estas páginas para rendir mi enésimo homenaje
a todos ellos y para darles a conocer a quienes, por no
haber tenido acceso a mi obra hasta la fecha, no tienen
noticia alguna de su existencia. He aquí los nombres de
los más importantes:
Juan Parellada de Cardellac,
Juan Fernández Amador de los Ríos, José Pellicer de
Ossau, Oscar Vladislav de Lubish Milosz, Waldemar Fenn,
D´Iharce de Bidassouet, D´Arbois de Jubainville, Louis
Charpentier, Juan de Caramuel y Lobkowitz, Padre
Francisco Sota, Andrés Giménez Soler, Gregorio López
Madera, Fray Gregorio de Argáiz, Fray Juan Annio de
Viterbo, Jerónimo Arbolanche, Manuel de Góngora, Imanol
Aguirre y Julio Cejador.
De la existencia y de la
obra de todos estos nombres he ido sabiendo con
posterioridad a la concepción de mis tesis y de la
publicación de mis primeros libros, habiendo sido mis
propios lectores quienes me han facilitado copias de
algunos de los suyos. A todo ello me refiero en los
párrafos que siguen, en los que dejo constancia de las
personas a través de las cuales conocí a todos esos
autores y, en los casos en que lo recuerdo, de las
fechas en que me entregaron las fotocopias de sus
libros:
Juan Parellada de Cardellac:
mi octava hija, Olibia, adquirió el único título
que conozco de este autor -La lumière, vint-elle
d´Occident?- en una librería de Salamanca en la que,
en aquel momento, se vendía mi libro Tartesos, versus
Ebro. Hacia el año 1998.
Juan Fernández Amador de los Ríos:
en el curso de un ciclo de conferencias organizado por
mí en Zaragoza -El río Ebro y los orígenes de Iberia-
un amante de nuestra historia que asistió a todas las
conferencias, Agustín Serrate, se acercó a mí al
finalizar una de ellas y me mostró un opúsculo de este
autor del que más tarde me facilitó fotocopia.
Fernández Amador de los Ríos fue un ilustre
catedrático aragonés, miembro además de la
Real Academia de la Historia.
La coincidencia de sus tesis con las mías, en lo que se
refiere a la primogenitura histórica de la Península
Ibérica, eran flagrantes. Corría el año 1991.
Mucho más tarde -año 2000- el que fuera mi
colaborador, Jorge Díaz, descubriría otras obras
fundamentales de este autor en la Biblioteca Nacional,
facilitándome copia de una de ella.
Oscar Vladislav de Lubish Milosz
y Waldemar Fenn: en el curso de
ese mismo ciclo de conferencias, uno de los escritores a
los que invité a participar en el mismo, Luis
Racionero, me mostró sendos libros descubiertos por
él y que me permitió fotocopiar. A Waldemar Fenn
acabo de referirme hace un momento y en cuanto al
lituano Milosz, escribió un opúsculo clarividente
titulado: Les origines ibériques du peuple juif.
José Pellicer i Ossau:
supe de la existencia de este antiguo cronista regio,
que como muchos otros pero con mayor fundamento y
mejores argumentos defendió la localización de la
Atlántida en España, en la investigación
historiográfica que llevé a cabo en la Biblioteca
Nacional de Madrid, aproximadamente entre los
años 1985 y 1989.
D´Iharce de Bidassouet:
abate francés al que descubrí también en la
Biblioteca Nacional. El título de su obra, publicada
en París creo recordar que en el año 1825, me hizo dar
saltos de alegría: Histoire des Cantabres ou des
premiers colons de toute l´Europe. Aunque el
título tiene una coletilla que viene a decir más o
menos, traducido en castellano: o de los Bascos,
sus descendientes directos que todavía existen.
En este curioso libro puede leerse un párrafo
inapreciable en el que se afirma que algunos
historiadores coetáneos de D´Iharce sostenían que
todos los dioses y mitos de Griegos, Egipcios,
Fenicios y Romanos procedían de Cantabria.
D´Arbois de Jubainville
y Louis Charpentier: ambos
llegaron a mi conocimiento a través de José Mª de
Areilza. Hacia el año 1988. La obra del
primero, Les premiers habitants de l´Europa,
la había heredado Areilza de la biblioteca de su
padre. D´Arbois llevó a cabo una ímproba
labor de recopilación de textos históricos griegos, en
la que hemos bebido innumerables investigadores
europeos. Sólo por el rigor y el acierto con que se
consagró a esa difícil tarea de rescatar del olvido
multitud de testimonios históricos que permiten
reconstruir la Protohistoria europea y probar la
primogenitura de Iberia, merece este
historiador francés el reconocimiento y el homenaje de
todos los Europeos. De nada de todo esto ha gozado, sin
embargo, y éste es el momento en que ni los propios
Franceses se acuerdan de su existencia. Lo que no es el
caso de Louis Charpentier científico francés
harto más moderno y conocido que el anterior. Tras
estudiar al pueblo basko desde prismas muy
distintos, Charpentier llega a la lúcida
conclusión de que se trata de uno de los más antiguos de
Europa.
Juan de Caramuel y Lobkowitz:
en un libro de este autor, que descubrí también en la
Biblioteca Nacional, se decía textualmente que
el Paraíso Terrenal había estado situado en España,
en Castilla. Aunque el maestro Caramuel
se lo lleva nada menos que a una población andaluza:
Ademuz. Caramuel anuncia en este libro que ha
escrito o va a escribir otro dedicado exclusivamente a
este asunto, intitulado Babilonia. Jamás
he logrado dar con ese, sin duda, interesantísimo libro.
Me temo que si llegó a escribirlo, la Inquisición
se encargaría de hacerlo desaparecer. Localizar el
Paraíso en España, cuando corría el siglo XVII,
suponía una herejía en toda regla. Porque, de ser cierta
esa tesis, todo el contenido de la Biblia estaría
equivocado. Juan de Caramuel era reconocido como
uno de los hombres más sabios de la Europa de su tiempo.
Padre Francisco Sota:
historiador del siglo XVII y autor del libro
Chrónica de los Príncipes de Asturias y de Cantabria.
Supe de la existencia de este antiguo chronista
en 1986 y a través del alcalde de Potes.
Alguien que comprendió que el contenido de esa obra
suponía un refrendo monumental para mis tesis, se la
prestó para que me la hiciera llegar. Fue el primer
libro en el que vi palmariamente corroboradas mis tesis
y el que me decidió a iniciar una investigación en
profundidad en la Biblioteca Nacional, en busca
de obras similares.
Andrés Giménez Soler:
catedrático e historiador nacido en Zaragoza el año
1869. En su libro La Península Ibérica en la
Antigüedad, arremete con enorme dureza contra la
tesis de la filiación latina de las lenguas romances
y, en particular, del castellano. Todas
las razones que aduce coinciden, asombrosamente, con las
que yo he venido exponiendo y defendiendo desde el año
1984. Un querido lector, el médico Carlos de
Lario, me proporcionó una copia de este libro en el
año 2001.
Gregorio López Madera:
miembro del Consejo de Castilla en el
siglo XVI, defendió con ardor y erudición el disparate
que supone la afirmación de la latinidad de la
lengua castellana. Sólo un tonsurado
andaluz de su época arremetió contra él, basándose en la
autoridad de todos los Doctores de la Iglesia
que, por razones fáciles de entender, asentaron la
aberración científica que supone pretender que la lengua
latina haya sido madre de lengua alguna. Mi encuentro
con este clarividentísimo castellano del siglo XVI se
produjo, también, buceando en los ficheros de la
Biblioteca Nacional.
Fray Gregorio de Argáiz:
este clérigo del siglo XVII -de cuya existencia supe
merced a mis indagaciones en la Biblioteca Nacional-,
tuvo el arrojo de publicar un antiguo Chronicón
español, recogido por un monje alemán afincado en
Sevilla. Me refiero al denostadísimo Hauberto
Hispalense, bestia negra de todos los
historiadores españoles de los siglos precedentes,
incluido el nada lúcido Julio Caro Baroja que, en los
últimos años de su vida, emprendió una desquiciada
cruzada contra él. Bueno, en realidad era contra mí, que
lo había rescatado del olvido. El Chronicón de
Hauberto de Sevilla es un auténtico monumento
bibliográfico y si ha sido tan vilipendiado es
porque pueden leerse afirmaciones en él -como la de que
antes de Moisés ya había Judíos en España- que
echaban absolutamente por tierra todo cuanto afirmaban
los libros sagrados. Precisamente porque se hacía
eco de tradiciones remotísimas que ponían en solfa
innumerables verdades sagradas, el Chronicón
del Hispalense ha sido víctima, durante
siglos, de la mayor persecución sufrida nunca por libro
alguno. Por lo menos en España. Y sin embargo, ahora se
confirma que todo cuanto se recoge en esa obra era
rigurosamente auténtico, con independencia de que, en su
mayor parte, sea mitología químicamente pura.
Fray Juan Annio de Viterbo:
no he sido muy exacto al señalar a Hauberto de
Sevilla como la bestia negra de todos los
historiadores españoles de los siglos precedentes.
Porque tantos o más denuestos que este monje alemán (o
quien tras su identidad se escondiera...) ha recibido en
Europa este otro monje italiano, autor de una
Chrónica de los orígenes de la Humanidad a la que
distinguiera con el nombre de un supuesto sacerdote
caldeo, Beroso de Babilonia, que tengo
fundadísimas razones para afirmar que no ha existido
jamás. Al igual que Hauberto, fray Juan
Annio se limitó a dar a la luz todo un cúmulo de
noticias histórico-mitológicas que, transmitidas de
generación en generación, debieron llegar a sus manos en
un viejo manuscrito similar a los utilizados por el
monje alemán, por el Maestro Caramuel, por el
Padre Sota, muy posiblemente por Pellicer i Ossau
y, sin la más leve sombra de duda, por el poeta al que
voy a referirme a continuación. Descubrí a Annio
en la Biblioteca Nacional en los años en que era
más intensa mi relación con José María de Areilza
y fue tanto lo que al Conde de Motrico le
impresionaron las noticias históricas transmitidas por
el monje italiano, que no paró hasta conseguir un
ejemplar de su obra, del que -como acostumbraba a hacer-
me facilitó la correspondiente fotocopia. Recuerdo bien
los comentarios de Areilza, indignado como yo
ante el hecho de que los críticos tildasen de
falsario a un monje como el de Viterbo que nada menos
que dedicó su obra a los Reyes Católicos.
¿En qué cabeza humana cabe que un fraile se inventase
una historia de los orígenes de la Humanidad y se la
dedicase a los monarcas más poderosos de la Tierra?
Monarcas que poseían conocimientos mucho más profundos
de lo que imaginamos, sobre todo de cuestiones
relacionadas con los orígenes -más mitológicos que
históricos- de España y de Europa. Ellos y sus propios
consejeros y maestros. Por eso resulta pueril pensar que
Isabel de Castilla y Fernando de Aragón
iban a ser tan beocios como para aceptar como auténtica
una obra apócrifa que versaba sobre asuntos que les eran
enormemente familiares. Y mucha mayor estulticia cabría
atribuir al propio monje italiano en el supuesto de que
hubiese inventado su Chrónica, puesto que sabedor
de los conocimientos de los destinatarios de su obra, no
podía ignorar que su fraude iba a ser inevitablemente
descubierto, con las funestas consecuencias que para él
se habrían derivado de ello. José María de Areilza
y yo compartíamos este mismo criterio y nos asombrábamos
de la ausencia total de sentido común de la que hacen
gala la mayoría de quienes se postulan como
historiadores. Con independencia de que basta tener
unos mínimos conocimientos de Mitología para
constatar y corroborar la autenticidad de la totalidad
de la obra del italiano Annio de Viterbo, sin la
menor duda el chronista más vilipendiado de todos
los tiempos.
Jerónimo Arbolanche:
jovencísimo y brillante poeta de La Ribera
nabarra que, allá por el año 1566, dio a la luz
en su Tudela natal un libro de un valor
incalculable: el Poema de las Habidas. Basándose
en tradiciones históricas del Norte de España
que, lamentablemente, o no han llegado hasta nosotros o
permanecen olvidadas en cualquer biblioteca, el bisoño
Arbolanche compuso un extenso poema en el que se
limitó a transcribir multitud de datos respecto a la
antigua Tartesia ibérica. La misma a la
que los Griegos mediterráneos bautizaron como
Tartessos, localizándola, disparatadamente, en
la actual Andalucía. Sin embargo, del contenido
de la obra de este poeta tudelano se desprende,
incontrovertible, la evidencia de que Tartesia
había estado situada en la región de las fuentes del
río Hebro...0 Tartasia. Río a cuyas
orillas escribió su obra Arbolanche. Se da la
circunstancia de que mi adquisición por correo de
una edición facsimilar del Poema de Las Habidas
se produjo pocos meses después de haber publicado mi
libro Tartesos versus Hebro en el que,
justamente, defiendo con multitud de argumentos
científicos que Tartasia fue uno de los
nombres de la antigua Kantabria,
identificada en la Antigüedad como el final del mundo
conocido. Aunque el libro de Arbolanche que
venía a refrendar todas mis tesis tartésicas, no
es el único a través del cual se han filtrado
noticias sobre la primera civilización de la Humanidad:
la historia de El Caballero Cifar,
considerada como la primera novela en castellano, se
desarrolla también en el reino de Tartesia.
Manuel de Góngora:
supe de la existencia de este polígrafo andaluz que se
postula como el primero en haber estudiado la más remota
escritura de la Península Ibérica, a través de mi
lectora belga Dominique Rousseau, viajera y gran
conocedora y amante de las cosas de España. Descubrió
este libro en un viaje por Andalucía, por los años del
cambio de milenio.
Moreau de Jonnés:
por último, supe de la existencia de este
erudito francés en una librería de Madrid más o menos
especializada en libros esotéricos y extraños.
Cosa curiosa, porque su libro Los tiempos
mitológicos no tiene absolutamente nada ni de lo
uno ni de lo otro. Compré este libro en los años en que
viajaba con frecuencia a Madrid, desde Valladolid, con
el fin de entrevistarme con José María de Areilza
y de frecuentar la Biblioteca Nacional en
busca de obras antiguas que versasen sobre los orígenes
de la civilización.
Uno de mis mayores
orgullos como investigador de la génesis de nuestra
especie, habrá sido el de lograr reunir y rescatar del
olvido a toda esa relativamente extensa relación de
sabios europeos que -en el decurso de los últimos
cinco siglos y a pesar de sufrir todos los
condicionantes que sobre el ejercicio intelectual libre
e independiente imponía su difícil época- tuvieron la
lucidez y el valor de defender tesis históricas que
contradecían profundamente los conocimientos y, lo que
es peor, los dogmas por entonces consagrados. Nunca
hasta ahora se había sabido de la existencia de esta
auténtica Escuela de Historiadores europeos. Sólo
se sabía de la existencia de algunos de esos nombres y,
en cualquier caso, jamás se había ni siquiera intuido
que pudieran haber sido tantos ni, muchísimo menos, que
fueran tan estrechos los lazos que existían entre todos
ellos.
Todos esos investigadores
que he enumerado -y algunos otros que sin duda ha habido
y de los que aún no tengo conocimiento- configuran la
más importante corriente intelectual que jamás haya
existido. Y su valor y mérito es tanto mayor cuanto
que los descubrimientos genéticos que ahora empiezan a
prodigarse, han confirmado el extraordinario acierto de
todos esos Europeos a los que algún día la
Humanidad -o, por lo menos, Europa- rehabilitará
y rendirá el homenaje que merecen... y que hoy reciben
en su lugar multitud de individuos mediocres que no le
han aportado absolutamente nada ni a la civilización
europea ni al mundo.
La conclusión que se desprende de este
extenso comentario que, plenamente consciente de su
importancia, he querido dedicar a los precursores de
algunas de mis tesis históricas y filológicas, es la de
que, aunque enterrada por el tiempo, por la amnesia
humana y por los intereses de las naciones triunfadoras
que han escrito la Historia a su capricho y
conveniencia, la verdad histórica sobrevive a
despecho del tiempo en una suerte de estado
vegetativo que se parece mucho al que conocen
aquellas semillas que eclosionan después de permanecer
enterradas durante años, en espera de recibir la humedad
que las fecunde. Algo semejante ocurre con la verdad
histórica que, aunque enterrada, olvidada y, por ende,
inadvertida para el conjunto de los seres humanos, es
intuida en mayor o menor grado por un insignificante
número de individuos de cada generación, dotados de la
percepción y de la intuición necesarias y a los que
el conjunto de la sociedad acostumbra a etiquetar como
visionarios. Lejos de ser tales, lo que
caracteriza a estas personas es el hecho de poseer la
capacidad intelectual necesaria para ver más allá de lo
que los intereses mezquinos de algunos, la fuerza de
gravedad de la ignorancia y la erosión del tiempo se
empeñan en que veamos. Y que hay algo de genético en
todo este asunto, lo confirmaría el hecho de que nadie
que no sea europeo ha sido capaz de vislumbrar
absolutamente nada de cuanto atañe a los orígenes del
ser humano y de la civilización, orígenes que -como al
fin se está probando- se desarrollaron en el extremo
sudoccidental del continente europeo.
Es decir, justamente en ese ámbito de Europa del que
somos hijos la mayor parte de los investigadores que
hemos rescatado del olvido la historia perdida de
nuestra especie.
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