Para
que la onda expansiva de los
descubrimientos efectuados en
Vitoria
resulte más destructiva en relación
con la lectura convencional y tradicional de
la Historia, el destino ha querido que
la
representación del Calvario más
antigua del mundo -insisto,
trescientos años más antigua que
la más vieja aparecida en las
Catacumbas de Roma-, haya ido
a aparecer acompañada de una colección de
fragmentos de cerámica similares al que
reproduce el Calvario, en los
que nos encontramos con algo tan
sorprendente y tan inexplicable como son
jeroglíficos
supuestamente egipcios.
Jeroglíficos que un maestro
supuestamente llegado de Egipto
habría enseñado a los niños de la ciudad de
Belleia, poniendo de
manifiesto que, si se enseñaba esa modalidad
de escritura a los menores de edad es porque
todos los adultos pertenecientes a las
clases más acomodadas la conocían también e
incluso la dominaban. Porque si la escritura
jeroglífica hubiese sido una rareza
en el Norte de España por aquellas
calendas, sería descabellado pensar que se
les fuera a enseñar a los mismos pipiolos
a los que, en esa misma clase, se les
imponía en la Historia Sagrada
adoctrinándoles sobre la vida de
Cristo.
Un
razonamiento tan elemental como el que acabo
de hacer, no se lo han planteado los
descubridores del impresionante tesoro
histórico exhumado en Belleia,
convencidos de que algunas familias
pudientes de esta ciudad contrataron
a un maestro egipcio para que
instruyera a sus hijos. ¿Instruirles
enseñándoles una escritura como la
jeroglífica que por aquellas calendas ya
ni siquiera se utilizaba en Egipto?
La especialista catalana que ha estudiado
los hallazgos dice, incluso, que en el
momento en que supuestamente se dibujaron
estos jeroglíficos alabeses, hacía la
friolera de
cinco siglos que esta modalidad
de escritura había pasado a la historia en
la propia Egipto, dándose por
supuesto que algunos de sus sacerdotes
debían conocerla. Lo que, seamos francos, es
mucho suponer. Pero aun admitiendo que fuera
así y que cuatro santones de los
templos egipcios perpetuaran en su país el
conocimiento, ya no efectivo sino meramente
arqueológico de la escritura
jeroglífica, ¿en qué cabeza cabe que uno de
esos cuatro sabios en la materia iba
a trasladarse desde la entonces todavía
opulenta Egipto a una, por aquellas
épocas, oscura, insignificante y olvidada
ciudad del Norte de España? Y eso, no
para impartir lecciones magistrales a
las personas más influyentes, sino para
enseñar a cuatro mocosos que, a tenor de lo
que podemos deducir por los hallazgos, hacía
cuatro días que no eran capaces siquiera de
hacer una O con un canuto...
Cuando veo razonar a los sabios, a
los especialistas, con tan
impresionante simpleza, no puedo
dejar de reflexionar sobre lo baldío que ha
resultado el hecho de que la Naturaleza haya
dotado a los seres humanos de una tan
prodigiosa como insólita capacidad
intelectual. ¿Para qué nos sirve si no la
utilizamos? ¿Para qué y de qué nos sirve ser
seres pensantes si cada vez que nos
enfrentamos a algo que se aparta un ápice
del guión que se nos ha inculcado
desde la infancia y que tan trabajosamente
hemos aprendido, desbarramos a modo y manera
refugiándonos en las explicaciones más
estúpidas que quepa imaginar, en lugar de
pasar por la piedra de un análisis
serio, profundo y riguroso todo cuanto
creemos saber, planteándonos seriamente la
posibilidad de que todo el conocimiento que
atesoramos sea un amasijo impresionante de
errores, falsedades, simplezas y disparates?
Que
a unos niños alabeses se les
enseñara a escribir jeroglíficos hace
1800 años, sólo tiene una
explicación, cabal, posible: que
se
tratase de una forma de escritura HABITUAL y
TRADICIONAL en el Norte de España, siendo de
esta región, MATRIZ INDISCUTIBLE DEL PUEBLO
EGIPCIO según tengo abrumadoramente
demostrado en multitud de libros, de donde
dicho pueblo recibió esa inteligente y
primitivísima manera de transmitir el
conocimiento. Y no estará de más
recordar en este punto que el nombre de
Arabia, región vecina de
Egipto, es un
calco del nombre basko de
Álaba:
ARABA. O, para quienes no me
hayan leído hasta hoy, que en el propio
Norte de España y en el entorno
inmediato de Álaba han existido
hasta SEIS ríos denominados NILO,
denominándose MONJES EGIPCIOS
a aquellos que residían -y residen- en las
riberas de uno de esos ríos: los monjes del
Monasterio de Santa María de
Balbanera, situado junto al
río NEILA. Y hago notar que NEILO
fue el nombre griego del Nilo y que
el cenobio de
Balbanera reproduce textualmente
el nombre del monte BALBÉN o
BELBÉN en el que las más remotas
tradiciones de los ancestros de los
egipcios localizaban
el
nacimiento de la vida sobre la Tierra... O
sea que casualidad, ninguna.
Este
tipo de evidencias son los que dejan al
descubierto la inconsistencia de la
lectura tradicional de la Historia que hemos
heredado (¡malhadada herencia!) de las
generaciones que nos han precedido. Porque
cuando por primera vez en la Historia
los Españoles empezamos a estudiar
seriamente nuestro pasado -en lugar de
destruir o de enviar al Vaticano todo
lo que se encuentra-, descubrimos que hasta
hace solamente 1800 años se
les enseñaba a los niños a escribir
jeroglíficos... O caemos en la cuenta de
que los pueblos de Celtiberia
utilizaban el alfabeto
griego, en una extensa zona del
interior de la Península Hibérica
que
jamás fue hollada por los mercaderes y
colonos griegos... ¿Qué otra
explicación cabal y plausible cabe atribuir
a todo esto, que no sea la de que
esas dos formas de escritura utilizadas por
Griegos y por Egipcios formaban parte del
acervo cultural, autóctono, de los pueblos
del Norte de España, proyectado
por éstos a todas las riberas del
Mediterráneo, una vez que se produjo la
primera colonización de éste
desde las comarcas catalanas de la
Desembocadura del río Hebro?
Sobre este fascinante asunto versa el
volumen V de mi Diccionario
Histórico-Etimológico-Geográfico-Iconográfico
Universal que ha precedido a éste:
Tarragona, cuna del Mediterráneo.
En otro tomo, en este caso el IV, de
este mismo Diccionario, he estudiado
en profundidad otro interesantísimo episodio
arqueológico reciente que ha permanecido
indescifrado por mor de la simpleza de sus
protagonistas: en este caso unos
papirólogos germanos e italianos a cuyas
manos fuera a caer el torpemente denominado
Papiro Artemidoro, descubierto
entre las entretelas de una momia
egipcia. ¿Saben ustedes lo que
aparece reproducido en ese papiro? Pues nada
más y nada menos que
el
más antiguo mapa conocido. Y ¿qué
es lo que aparece reproducido en esa remota
carta geográfica que a modo de
guía para su viaje al Más Allá
llevaba consigo una momia egipcia?
Efectivamente, lo han adivinado ustedes: ¡un
mapa de la
PENÍNSULA HIBÉRICA! Como lo oyen,
un difunto egipcio que, como todos sus
coterráneos, sabía que en cuanto se
produjera su óbito su alma iba a
transformarse en ánade e iba a
volar y a navegar hasta alcanzar
la
Tierra de sus Antepasados en el
por ellos denominado PAÍS DEL OCASO...,
se hace acompañar de
un
mapa de España. Que, ocioso es
decirlo y hasta el año 1492, fue
universalmente identificada como el
País de Occidente o Región del
Ocaso...
Las
almas de los Egipcios
regresaban a su tierra originaria
de lo que ellos denominaban el
Occidente o el Amenti...
Nombre, este último, que lleva también su
sorpresita incorporada. Porque Amenti
es una leve corrupción de ARMENTI y
este nombre al que los filólogos baskos
atribuyen una etimología que produce
vergüenza ajena oírla (granja de vacas),
no es otra cosa que una variante de
uno
de los más antiguos nombres de Hiberia,
documentado en un mapa italiano del siglo
XIV:
ARMENIA. Por eso todas las más
viejas fuentes históricas se muestran
coincidentes a la hora de situar en
Armenia la cuna de la Humanidad,
habiéndose supuesto que ese país es el
asiático que hasta hace cuatro días ha
ostentado este nombre. Del mismo modo que
tres de sus vecinos calcaron otros tantos
antiguos nombres de Hiberia: IBERIA...,
GALACIA y ALBANIA... Sin
comentarios.
A la
Península Hibérica se la conoció en
una Antigüedad nada remota como ARMENIA
Mayor [denominación que reproduce
Opicinius de Canistris en un mapa del
siglo XIV; ver fig.], por la sencilla
razón de que Armenia fue uno
de los antiguos nombres del río Hebro,
plasmado en numerosos lugares de su curso
entre los que destacan los Montes de
Armenia que acompañan a dicho
río a su paso por el burgalés Valle de
Val-d´Ibielzo. Por eso nos
encontramos allí con la delicia románica del
antiguo conventuelo de El
Almiñé. O, algo más al norte
y en los montes en los que se gesta el
Hebro, con el bucólico Valle de
Mena, conocido antiguamente como
Amania y, más atrás en el
tiempo, como
Armania. Todo ello por mor del
mismo fenómeno de síncopa que convirtió en
Amenti al
ARMENTIA hacia el que en realidad
volaban las almas de los antiguos
Egipcios, metamorfoseadas en ocas.
Sí, en esas mismas ocas que dieron
nombre a la antigua Cabeza de Castilla
de Burgos u OCA, así como a
los Montes de OCA que recorren
buena parte de la provincia de Burgos,
vinculados al río Hebro... La
monumental trascendencia de la oca no
es, pues, extraña en absoluto a estas
tierras a las que me vengo refiriendo, en el
entorno de los antiguos Montes de
Armenia. De Armenia,
insisto, o de
Armentia, que tanto monta.
Por eso, cuando las aguas del Hebro
abandonan la provincia de Burgos y se
adentran en tierras alabesas, dan
nombre a sendas poblaciones denominadas
Armiñón y... ¡ARMENTIA!
¡Sí!, a esa granja de vacas de los
paleolíticos filólogos baskos...
¡Vive Dios!, ¿en qué cabeza
mínimamente bien acondicionada puede caber
el dislate de que el nombre de
Armentia signifique granja
de vacas, cuando por una parte y como
hemos visto reproduce un antiquísimo
nombre de España y, por otra y con
absoluta coherencia, designa a la que fuera
antigua Sede Episcopal de la
región alabesa? ¿No es del más
elemental sentido común que Armentia
era
un
nombre sagrado y que, debido a
ello, se impuso esa denominación al que en
su época fuera el enclave más sagrado
de Álaba?
Si sería sacrosanta y reverenciada
la sede de
Armentia, que su nombre
reproducía literalmente el del
Paraíso o Tierra Originaria
de los Egipcios mediterráneos:
ARMENTI. El mismo término, por
cierto, que mínimamente deformado denominara
-¡mucha atención!-
a
las pirámides egipcias. Una vez
más con la más rotunda y admirable
coherencia, por cuanto ¿no
eran las pirámides los vehículos a
través de los cuales los faraones y altos
dignatarios egipcios soñaban viajar hasta su
fertilísima patria originaria de la...
Aramantia =
Armentia =
Armenti =
Amenti
del País del Ocaso?
Por cierto, he omitido decir que la antigua
Sede Episcopal alabesa de ARMENTIA
se encuentra en la propia Llanada Alabesa
y a tiro de piedra de la antigua ciudad de
Belleia en la que han ido a
aparecer esos sorprendentes e
inesperadísimos jeroglíficos
similares a los egipcios...
Una vez conocidos todos estos datos, que son
una milésima parte de los que podría
proporcionarles, ¿puede extrañarnos un ápice
el hecho de que unos niños alabeses
estudiasen y practicasen la escritura
jeroglífica? ¿No es más bien la
posibilidad contraria, la de que no
aparecieran, la que debería sorprendernos? Y
en este sentido debo añadir que
personalmente no he abrigado jamás la menor
duda de que la escritura jeroglífica se
había practicado en el Norte de España
y de que el descubrimiento de vestigios de
ella en esta región era solamente una
cuestión de tiempo. Pues bien, parece que no
ha habido que esperar demasiado...
Recurriendo, como siempre, al sentido común,
uno de los argumentos a los que he recurrido
en el pasado para fundamentar mi tesis sobre
el origen hibérico de la escritura
jeroglífica, es el hecho de que sea la
lengua castellana la única del
planeta que ha conservado no ya una sino dos
palabras emparentadas con ese término y cuya
antigüedad es tal que permiten explicarlo.
Esas palabras son jerga y
jerigonza, referidas a un
lenguaje primitivo y hermético de muy ardua
comprensión. Exactamente lo que son los
jeroglíficos. Y la conclusión es
inevitable: no habiendo existido relación
alguna entre España y Egipto,
por lo menos hasta donde alcanzan nuestros
conocimientos históricos, y no pudiendo
achacarse a esa intensa relación el hecho de
que llegaran a nacer esas dos palabras
castellanas, referidas a esa escritura
egipcia que aquí nos era completamente
desconocida, la única explicación cabal que
podemos dar a ese hecho es el de que existía
efectivamente en la Península Hibérica
ese tipo de lenguaje escrito, siendo su
nombre entre nosotros el de jerigonza.
Y existía desde épocas muy remotas por
cuanto este término no sólo describe la
dificultad de ese lenguaje sino también su
gran antigüedad.
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