Oca,
primer lugar poblado de Iberia
Todo apunta, pues, hacia
el antiguo Occidente como matriz de la humanidad
inteligente. Y ¿dónde estaba ese extraviado
Occidente? Obviamente, en el país al que desde
que el mundo es mundo se ha conocido con ese nombre: la
Península Ibérica en su conjunto y, en épocas más
remotas -y, por ende, de memoria mucho más fidedigna-,
una parte muy precisa y concreta de la misma. He aquí lo
que nos dice al efecto el erudito francés Henri
Boudet, en su libro La vraie langue celtique
publicado en Francia en 1886:
Los Occitanos eran los habitantes
de las costas marítimas que rodean al golfo de Gascoña u
Océano Tarbelliano, es decir los Aquitanos
y los Cántabros.
Cuando existe un único pueblo en todo el
mundo que ha ostentado el nombre y el título de
Occidental, resulta sencillamente peregrino perderse
en elucubraciones respecto a quiénes fueron aquellos
Occidentales que por morar a orillas del
Océano que cierra el mundo conocido por el
Occidente, fueron identificados como los
habitantes del Fin del Mundo, como los pobladores
de lo Último y Postrero de la Tierra. Lo
que, a su vez, venía a ser como reconocer que habían
sido los primeros habitantes racionales de nuestro
planeta, pues jamás fue un secreto para nadie que las
aguas del Océano habían sido el escenario
en el que se había producido el alumbramiento de
nuestros primeros antepasados racionales. Aquellos que,
convertidos en dioses por la ingenuidad y por la
fantasía popular, harían que llegase a tomar forma la
convicción -tántas veces reflejada en los escritos de
los autores clásicos- de que...
el Océano había sido la cuna de los
dioses.
Es muy significativo que
las figuritas de arte mobiliar más antiguas descubiertas
en el continente euroasiático, sean precisamente ocas
o especies estrechamente emparentadas con ellas:
gansos, patos, cisnes... Y digo que es significativo
porque aunque la Arqueología lo haya desconocido hasta
hace muy poco, el culto rendido a las aves acuáticas
es infinitamente más antiguo que el dispensado a todos
los animales que tan profusamente representados
encontramos en los yacimientos del Paleolítico
Superior. ¿Es casual el parentesco de la palabra
oca con los términos Océano, Ocaso
y Occidente que desde tiempos inmemoriales
han designado al litoral cantábrico ibérico? La
respuesta a esta pregunta me obliga a retrotraerme a las
más remotas y fidedignas noticias que sobre el primer
poblamiento de España han llegado hasta nosotros:
E fue la primera puebla que hicieron los
Españoles Montes de Oca, e fueron esas gentes
llamadas Centúbales e poblaron las riberas de
Ebro e a la tierra llamaron Celtiberia e
después la llamaron Carpetania.
En estos términos tan
categóricos se expresa al antiguo cronista regio
Diego de Valera, en su Corónica de España
abreviada, por mandado de la muy noble Señora Doña
Isabel de Castilla, publicada en la ciudad de Burgos
en el año 1487. ¿Son los actuales Montes de Oca
burgaleses -en los que se encuentra el más importante de
todos los yacimientos antropológicos descubierto en el
planeta hasta el presente- ese punto de la geografía
española donde tuvieron su primer asiento los habitantes
de la Península Ibérica?
A juzgar por los
espectaculares restos fósiles que están proporcionando
los distintos yacimientos de Atapuerca,
podríamos sentirnos inclinados a pensar que,
efectivamente, las viejas tradiciones ibéricas atinaban
al establecer la cuna de todos los Españoles en
esa comarca de la provincia de Burgos regada por el río
Oca o... (mucha atención) Besga.
De hecho, Diego de Valera -como los demás antiguos
historiadores españoles que recogen esta viejísima
tradición respecto al primer lugar poblado de
Iberia-, estuvo sin duda persuadido de que esos
Montes de Oca documentados por las más
vetustas fuentes históricas, eran aquellos que hoy
responden a este nombre y en los que, por un curiosísimo
guiño del destino, han ido a aparecer los restos
fosilizados de los más antiguos pobladores, conocidos,
de Iberia... y de todo el continente europeo.
Sin embargo, tanto Valera como cuantos sostuvieron antes
que él esa supuesta primogenitura de los Montes de
Oca, incurrieron en el error de desconocer que
han existido varios enclaves denominados Oca
en el Norte de España y que sólo un estudio en
profundidad de todos ellos permite llegar a discernir
cuál fue el primero que ostentó ese nombre, legado más
tarde a todos los demás.
Aunque no voy a entrar ahora en el
estudio de esta materia, sí quiero dejar clarísima
constancia en estas líneas de que esa Oca
a la que nombran nuestros antiguos historiadores,
identificándola con los primeros escenarios de la
singladura humana sobre suelo ibérico, estuvo situada
a orillas del Océano al que, como resulta
evidente, debía su nombre. Y es que una de las
claves que conducía a la identificación del primer
escenario de la vida humana -sobre el suelo de Iberia
y también de allende...-, se escondía tras esta familia
de voces hermanas a las que, hasta hoy, ni se había
concedido importancia alguna ni se había reconocido el
parentesco que las vincula:
oca..., océano..., ocaso..., occidente..., ocultar...,
ocluir..., ocupar..., occiso..., ocre...
Océano = Okeanos
es uno de los más viejos nombres de la mar a la que hoy
conocemos como Cantábrica y a la que las gentes
de la Antigüedad relacionaron con el Occidente
extremo, con el final de la Tierra.
Pues no en balde lo era, por lo menos hasta que en el
año 1492 llegamos los Europeos al continente americano y
descubrimos un mundo que nada
tenía de Nuevo y que a tenor de lo que prueban
recientes hallazgos arqueológicos, las pinturas
rupestres y el estudio comparado de las lenguas habladas
a una y otra orilla del Océano, ya había sido
hollado y colonizado por los propios habitantes de la
Península Ibérica y del Sur de Francia, hace
la friolera de 20.000 años.
Todo el litoral
cantábrico, desde Galicia hasta el País Basko,
era y sigue siendo bañado por aquel Océano
Kántabro o Mar Océana hacia la que
peregrinaban las gentes de todo el mundo antiguo en el
ocaso de sus vidas, siguiendo devotamente la
trayectoria del astro solar, con el fin de ir a morir en
las mismas aguas del País del Ocaso o del
Océano en el que estaban persuadidas que
el Sol moría todos los días a la hora del
crepúsculo. ¿Cómo explicar si no -pensaban en su
infinita ingenuidad- el hecho de que el Astro Rey se
tiña intensamente de rojo cada atardecer, proyectando su
color a las aguas de esa Mar Océana o de
Occidente y consiguiendo que toda ella, cual si
de sangre se tratase, adquiera esa misma
tonalidad ocre o rojiza? Por eso fue
Roja otra de las denominaciones de aquella
Mar Occidental en la que el Sol moría todos
los días al anochecer, contemplado con extasiada
devoción por todos los pobladores de la costa
cantábrica.
Debo abrir un paréntesis
en este punto para ponderar un hecho que merece ser
conocido y que supone la enésima confirmación de cómo la
Arkeoantropología se encuentra literalmente en
puertas de reconocer la filiación cantábrica de la
Humanidad racional o sapiens. Retrotraigámonos al
día 3 de Junio del presente año 2004. La primera cadena
de TVE, en horario de máxima audiencia, emite una
película-documental sobre la evolución humana, en la que
se pasa revista a todas y cada una de las especies
homínidas que han poblado la Tierra, atribuyéndoles
-¡cómo no!- un origen africano. Hasta aquí, pues,
nada nuevo bajo el sol. Pero la sorpresa de esa
costosa producción cinematográfica, surge en los últimos
tramos de la misma. Porque después de presentarnos al
hombre de Neanderthal y de defender despropósitos
tales como que tocaba la flauta o que hizo
importantes aportaciones culturales al homo sapiens,
los realizadores de esta primera película sobre la
genealogía humana tienen que habérselas con la parte más
comprometida y espinosa de la misma: aquella que se
ocupa de nuestros antepasados directos, los homo
sapiens. Y es que a diferencia de las elucubraciones
sobre la idiosincrasia y modo de vida de los
homínidos, que no interesan absolutamente a nadie y
en las que los dislates -si se producen- se toman a mero
beneficio de inventario, todas las noticias sobre
nuestros verdaderos padres racionales son objeto de un
profundo análisis por parte de un considerable y
creciente número de personas. Y no me refiero
exclusivamente a gente especializada, sino a personas de
la más dispar y variopinta condición y a las que
aglutina su afán por conocer la verdad respecto a
nuestra ascendencia. O mejor, especifico, respecto a
nuestra verdadera ascendencia.
Pues bien, a la hora de
ubicar geográficamente a los primeros homo sapiens
conocidos, los antropólogos más renombrados del mundo
que han intervenido en la producción de la película
antedicha -oportunamente titulada La odisea de la
especie- no vacilan en situar a orillas del
Cantábrico a nuestros antepasados directos los
primeros hombres modernos, reconociendo con ello,
de facto, la primogenitura histórica de la
región más septentrional de la Península Ibérica.
Aunque los antropólogos que han dirigido la película en
cuestión llegan todavía más lejos, al reconocer por vez
primera que no está claro en absoluto cuál pudiera ser
la remota procedencia de aquellos primeros sapiens
a los que, coherentes con los resultados de todos los
estudios filológicos y genéticos, postulan como
pobladores del Norte de España. Exactamente la
misma tesis que vengo defendiendo en solitario desde el
año 1984 y por la que he debido pagar el altísimo
precio de veinte años de persecución científica y de
ostracismo. Con la particularidad de que para realizar
aquel descubrimiento, a falta de Atapuerca y de
los análisis del ADN entonces inéditos, me bastó
con el estudio del lenguaje, de la toponimia y de los
inapreciables testimonios que nos han legado las más
viejas fuentes históricas.
Pero la Antropología no sólo sigue mis
pasos a la hora de localizar a los primeros hombres
modernos y de cuestionar su insostenible filiación
africana. Porque demostrándose una vez más que mis
veinte años de investigaciones no han caído en saco roto
y que la difusión de mis tesis vía Internet está
abriendo los ojos de muchos, los arqueólogos que han
confeccionado el guión de La odisea de la especie
nos muestran a nuestros primeros ancestros racionales
rindiendo culto al Sol a la hora en que, con la llegada
del crepúsculo, el Astro Rey se sumerge en las
aguas del Océano, tiñendo intensamente de rojo el
cielo y las aguas del antiguo final de la Tierra.
Porque fue ésta en definitiva, la de la supuesta
muerte del Sol en el Occidente
de Iberia a la hora del ocaso, una de las
principales razones que contribuyeron a conferir
sacralidad y nombradía a las tierras del Norte de la
Península Ibérica, hasta el punto de convertirlas en
el primer núcleo de civilización del planeta, escenario
de los primeros episodios de la aventura racional de
nuestra especie. Y debo dejar clara y rotunda constancia
de que jamás historiador, pensador o escritor alguno
había siquiera vislumbrado la colosal trascendencia que
en los orígenes de la civilización humana, tuvo el culto
rendido al Sol Poniente por los primeros
seres racionales que habitaron en las costas
septentrionales de la Península
Ibérica.
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