El homo sapiens
u hombre occidental
Las investigaciones
interdisciplinares no conducen ni remotamente a la
conclusión de que el hombre moderno procede de África.
Porque el estudio del lenguaje y de todas las
tradiciones culturales demuestra que la dispersión de la
Humanidad desde un solar común se produjo en una época
relativamente cercana: hace en torno a 40 / 50 mil años.
Y es la lengua euskérica -no las lenguas africanas- la
que se ha conservado más fiel al habla originaria de la
que dimanan todos los idiomas hoy hablados en el mundo.
Por otra parte, nadie ha sido capaz de explicar cómo es
posible que la especie homo sapiens haya emigrado
-supuestamente- de África en una época tan próxima y
que, sin embargo, existan tantas diferencias genéticas
entre los humanos contemporáneos y los actuales
habitantes de África. Por el contrario, los estudios de
Biología Molecular efectuados por Universidades europeas
y americanas, han probado que los habitantes de las
regiones orientales del litoral cantábrico son -en el
contexto de todo el planeta- los que mayor
parentesco genético presentan con los más antiguos
homo sapiens conocidos.
Aunque tanta o mayor
fuerza que las conclusiones de la Ciencia respecto a
nuestro pasado más remoto, la tienen aquellas otras
consideraciones a las que podemos llegar a través de un
razonamiento puramente deductivo y que tienen como
soporte el más sólido y fiable de todos los cimientos
o fundamentos: el del sentido común. Voy,
pues, a poner un ejemplo de cómo la aplicación del más
elemental y escaso de todos los sentidos, el mal llamado
sentido común, permite llegar a conclusiones
absolutamente incontrovertibles y que, en el asunto que
nos concierne, zanjan de raíz cualquier posible
divergencia o controversia respecto a cuál sea la región
del planeta que tuvo el privilegio de engendrar a la
primera Humanidad.
Es perfectamente sabido
que la Antropología suele recurrir al estudio de los
pueblos primitivos contemporáneos nuestros, cuando de
deducir el comportamiento del hombre prehistórico se
trata. Un procedimiento que a mi juicio no tiene nada de
riguroso y que puede conducir y de hecho está
conduciendo a conclusiones absolutamente erróneas.
Porque la pervivencia en nuestra época de pueblos cuyo
nivel cultural es similar o incluso inferior al de los
pueblos paleolíticos del Occidente de Europa, se explica
solamente como un fenómeno de regresión cultural
-casi inevitable en zonas selváticas escasa o nulamente
comunicadas- y no como un fenómeno de pervivencia de
pueblos prehistóricos que han conservado, merced a su
aislamiento, los modos de vida de nuestros antepasados
de hace 20 ó 40 mil años.
Los pueblos primitivos
que siguen existiendo hoy en determinadas zonas de
África e Iberoamérica, muy principalmente, no son
pueblos prehistóricos que no han evolucionado sino, muy
al contrario, derivaciones de pueblos antiguos que han
conocido un galopante proceso de degradación cultural.
No tienen, pues, validez alguna las conclusiones que,
por extrapolación, se están obteniendo de ellos en el
empeño por reconocer la idiosincrasia de las gentes que
poblaron Europa hace varias decenas de miles de años.
Porque aquellos pueblos euroccidentales
del Paleolítico Superior tenían un nivel cultural
infinitamente mayor al que hoy poseen los pueblos
primitivos contemporáneos. Y si no, búsquense entre
éstos las cuevas con pinturas y grabados rupestres que
sean remotamente similares a los gestados hace 20 ó 30
mil años en la región cantabrofranca...
Hecha esta precisión que
estimo pertinente y necesaria, voy a ofrecer una muestra
de cómo pueden llegar a esclarecerse las claves
principales de nuestros orígenes, sin necesidad de
efectuar investigación o excavación alguna y apelando
exclusivamente a la lógica más elemental. Contando,
pues, con la única herramienta que se encuentra al
alcance de todos y mediante la cual pueden llegar a
resultar ociosos y hasta inútiles los más sofisticados
-y costosos- métodos de investigación. Y es que resulta
grotesco contemplar cómo se están invirtiendo en África
centenares de millones de dólares, en el empeño por
esclarecer la filiación del ser humano, cuando con un
coste cero, sin mediar investigación ninguna y
sin otro auxilio que el de la inteligencia, resulta
perfectamente posible si no señalar con total precisión
el lugar en el que se produjo el nacimiento de nuestra
especie sí, por lo menos, delimitar la región en la que
tuvo lugar ese alumbramiento.
Empecemos por decir que
la condición de pueblo primogénito de la Humanidad lleva
implícita la de pueblo colonizador. La de
pueblo imbuido de un profundísimo e inquieto espíritu
viajero. Si así no fuera, si nuestros verdaderos
antepasados no hubieran sentido la honda necesidad de
salir de su territorio a la busca de nuevas tierras
de promisión, entonces nuestro planeta permanecería
hoy virtualmente despoblado, concentrándose toda la
Humanidad en la región en la que había tenido su primer
solar y asiento. Algo semejante a lo que sucede con
todas aquellas especies animales que, no habiendo sido
llevadas por el hombre en sus empresas de colonización,
han permanecido ancladas a un mismo territorio desde sus
orígenes mismos. Porque es importante establecer que la
condición viajera no es consustancial a todas las
especies animales, incluido el género homo. En
absoluto. Salvo determinadas aves y peces y casi siempre
por razones climáticas o medioambientales, es propio de
la mayor parte de las especies el colonizar un
territorio determinado y luchar a toda costa por
conservarlo, en competencia con las demás especies a las
que, naturalmente, mueve un espíritu similar.
Hemos de convenir, pues,
en que la posesión de una acrisolada vena
colonizadora es una condición sine qua non
que debe acreditar cualquier pueblo de la Tierra que se
postule como primogénito de la Humanidad. Sobremanera
cuando la colonización del planeta en su integridad,
ha entrañado dificultades tales como las de trasponer
océanos, sobrevivir en regiones de clima polar o
tórrido, superar cordilleras casi
infranqueables o penetrar en zonas selváticas
vírgenes infestadas de peligros y de inquilinos
hostiles y casi siempre mortíferos. Ocioso es decir
hasta qué punto ha tenido que ser acendrado el afán
viajero -y el grado de desarrollo cultural y técnico- de
nuestros verdaderos antepasados, para que todas estas
metas y retos hayan podido superarse de manera no sólo
sobresaliente sino meteórica. Porque una vez que la
Humanidad inteligente, por razones que analizo y estudio
en otras partes de mi obra, decide afrontar la
conquista del planeta, logra consumar su propósito
en un lapso de tiempo excepcionalmente corto que no
excedería de los diez mil años. Salvedad hecha, eso sí,
de todas esas zonas continentales de África
que a mi juicio y lejos de ser la cuna de nuestra
especie, como se pretende, han sido las
últimas en conocer de la presencia del homo sapiens.
Por razones más que obvias, que tienen que ver con lo
inhóspito de su clima y de su territorio. Aspecto este
que también nos ofrece una pista importante en relación
con la ascendencia del pueblo que colonizó la Tierra, ya
que resulta sintomático que despreciara las zonas de
climas excesivamente cálido, decantándose por las
templadas, húmedas o incluso frías. Y, por supuesto, por
las montañosas.
Pretender que fueron los
Africanos quienes poblaron la Tierra cuando han sido las
frías tierras de Euroasia las que primeramente fueron
colonizadas, resulta sencillamente demencial y risible.
Porque esos supuestos colonizadores africanos habrían
dado media vuelta en cuanto se hubieran topado con la
primera nevada. Y para establecer esta conclusión no se
requiere de talentos ni de estudios especiales; basta,
simplemente, con aplicar el sentido común: en un país
como España en el que, a mucha menor escala, se dan los
mismos contrastes climáticos que puedan existir entre
África y Europa, es perfectamente conocido que las
gentes del Sur de la Península aborrecen el clima del
Norte para vivir durante todo el año, con parecida
hostilidad a la que evidenciamos los habitantes del
Norte ante la posibilidad, siquiera sea remota, de tener
que residir en las regiones andaluza y levantina. Y si
esto es así cuando existen unos contrastes climáticos
moderados, imagínese lo que será cuando la disyuntiva se
plantea entre el norte de Europa y las inhabitables
regiones de África de las que los antropólogos
contemporáneos pretenden hacernos descendientes.
Si hubieran sido los
africanos los padres de la Humanidad, bien puede
afirmarse que las zonas cálidas de la Tierra serían las
únicas pobladas. Y que el hombre no se habría extendido
mucho más allá de África y, en la hipótesis más
optimista, del sur de Euroasia. Porque -y con ello
vuelvo a retomar el hilo de mi argumentación- es notorio
y manifiesto que el africano es el pueblo menos
viajero del planeta. Tan poco viajero que hasta la
fecha no se le conoce ni una sola migración fuera de
su continente, salvedad hecha -claro está- de las
que ha debido acometer por la fuerza y bien a pesar
suyo. Y si los pueblos de África no han salido de su
continente ni una sola vez en toda la Historia conocida,
cabe deducir que en épocas anteriores en las que los
desplazamientos resultaban todavía más problemáticos,
las cosas habían sucedido exactamente del mismo modo.
¿No cabe tildar de
delirante la hipótesis hoy al uso de que pueblos
africanos colonizaron el mundo hace 100 ó 150 mil años,
cuando por una parte los negros brillan por su ausencia
en todo el planeta y, por otra, tenemos constancia
inequívoca de que ningún pueblo de África ha salido a
colonizar región alguna del orbe en los últimos diez mil
años de historia medianamente conocida?
El espíritu
colonizador está firmemente grabado en los genes de
los pueblos más antiguos de la Tierra. Y ello como
consecuencia inevitable de una tradición de migraciones
y de empresas de colonización y de conquista que se ha
prolongado por espacio de decenas de miles de años.
¿Alguien podría indicarme dónde se encuentra escondido
ese gen viajero entre los pueblos africanos
cuando sus únicas migraciones conocidas han sido
aquellas que han emprendido forzados por
los pueblos euroccidentales, ya fuera para nutrir el
mercado de esclavos del Nuevo Mundo, ya para
surtir de mano de obra barata a las opulentas naciones
del Occidente de Europa? Y nótese que, en ambos casos,
han sido los inquietos y endémicamente
colonizadores pueblos euroccidentales -Iberos y
Británicos principalmente- quienes han
obligado a viajar a los africanos a otros
continentes. Siempre muy a pesar suyo.
En suma, que la hipótesis
del poblamiento del mundo por gentes salidas de África
constituye el mayor atentado del que el sentido común
haya sido objeto jamás, aportándome nuevos argumentos
para repetir, una vez más, mi ya clásica
premonición respecto a que, en el decurso del próximo
siglo, la tesis de nuestro origen africano acabará
gozando del mismo crédito y respetabilidad que hoy pueda
merecernos ese cuento de hadas que describe cómo los dos
primeros seres humanos, Adán y Eva, fueron
creados por Dios en el Paraíso Terrenal...
Bueno, pues lo que
acabamos de ver respecto a las gentes de África, no
difiere demasiado de lo que podríamos postular respecto
al flaco espíritu de conquista con que se han visto
adornados los pueblos asiáticos, identificados también,
hasta ayer mismo, con los primeros pobladores de la
Tierra. Porque es perfectamente conocido que Chinos,
Indios o Japoneses gustan de seguir los pasos de los
pueblos europeos, yendo siempre a la zaga de ellos. Y
respecto al supuesto poblamiento de América por parte de
pueblos asiáticos que cruzaron el estrecho de Bering
durante el último período glaciar, está casi todo por
saber y por decidir respecto a ese poblamiento que
tántos interrogantes, de toda índole, plantea. Y ahí
está, si no, el hallazgo en 1999 de los restos de unos
indios que poblaron Brasil hace más de diez mil años
y que no eran de origen asiático. Lo que prueba
dos cosas que siempre han estado perfectamente claras:
en primer lugar, que América fue visitada en la
Antigüedad por pueblos distintos, llegados por mar a
través de los oceános Atlántico y Pacífico; y en segundo
lugar, que varios, si no la totalidad de esos pueblos,
procedían del Occidente de Europa.
Sabemos poco de los
primeros pobladores de América, aunque sí lo bastante
como para poder deducir que tampoco alumbró en ellos la
llama de la inquietud viajera. Porque está claro que no
hicieron incursión alguna fuera de su continente. Y
porque tampoco parecen haberse movido demasiado dentro
del mismo, a juzgar por las abismales diferencias que se
aprecian entre los cultísimos y archiurbanizados pueblos
de Sudamérica y los harto más rústicos y asilvestrados
habitantes de Norteamérica.
La mejor prueba del
carácter estático de los pueblos asiáticos nos la
proporciona el pueblo chino, habitante de un extenso
país que no parece haber abandonado jamás, a pesar del
acuciante problema de superpoblación que ha padecido y
padece. Y algo parecido podríamos decir de la nación
India, aquejada también de ese mismo problema de
desmedido crecimiento geográfico y a pesar de ello
reacia a desmembrarse con movimientos migratorios como
los que, de manera general, han protagonizado la mayoría
de los pueblos de Europa.
Hablemos pues, por
último, de los pueblos europeos y, muy en particular, de
aquellos que habitan en el Occidente de Europa.
Hablemos, sí, de la inusitada tradición viajera de estos
pueblos a los que vengo postulando en solitario como los
más viejos de la Tierra. Con más que sobrados
fundamentos. Porque nadie osaría poner en duda que
fueron ellos quienes acuñaron el concepto mismo de
emigración, cuando -por una parte- los cuatro únicos
Imperios colonizadores que han existido en la Historia
han sido, por este orden, el español, el
portugués, el británico y el
francés y, por otra, hasta el término
mismo, migración significa Occidente.
Que tal es el significado del nombre del Magreb,
trasplantado al litoral africano por las mismas gentes
del litoral cantábrico que dieran nombre a Mogro
o a Mogrobejo...
Alguien podría decir que
la tradición viajera de los países del Occidente de
Europa no se remonta a épocas demasiado remotas. Sí,
alguien podría esgrimir este argumento en contra de mi
tesis y, naturalmente, se equivocaría. Porque hace nada
menos que 6000 años ya está documentada la
presencia de pueblos euroccidentales... ¡en
China! Y mucho más atrás en el tiempo, en
torno a hace 40.000 años, gentes originarias del
Occidente de Europa que reverenciaban a la
Oca Solar como su divinidad
suprema, andaban ya zascandileando por Siberia
y tallando figuritas de su diosa con la preciosa materia
prima que les proporcionaban los cuernos de mamut....
Algo parecido podríamos
decir del poblamiento de Australia
-obviamente por mar- por parte de unos individuos que
realizaban pinturas rupestres, que tenían creencias
afines a las de los pueblos de Occidente y que,
además, poseían unas rasgos faciales en los que no
resultaba difícil reconocer el marchamo de los
neanderthales europeos.
Por lo que a
América se refiere, existen ya pruebas
científicas que demuestran que fueron los pueblos del
Norte de España los primeros en viajar a ella, no
siendo la navegación de los Españoles encabezados por
Cristóbal Colón sino una nueva edición de algo
que había sucedido, que llevaba sucediendo desde hacía
muchos miles de años, teniendo siempre a los pueblos del
Occidente de Europa como protagonistas (ver
gráfico, fig. 1). Leamos lo que R. Martínez de Rituerto
escribiera en el año 2000 en las páginas de El País:
Colón partió de España
para descubrir América en 1492, pero no fue el primer
vecino de la Península Ibérica en pisar aquel
continente. Los primeros habitantes de América,
culturalmente emparentados con los que pintaron las
cuevas de Altamira, llegaron al otro lado del Atlántico
hace unos 20.000 años, según el paleoantropólogo
Dennis Stanford, director del Departamento de
Antropología del Museo de Historia Natural de
Washington. Stanford presentó ayer (7-IV-2000) su tesis
de que los americanos tienen tatarabuelos ibéricos, en
un congreso celebrado en Filadelfia por la Sociedad
Americana de Arqueología. "Venían de la Península
Ibérica, no de Siberia", dice.
Stanford ha dedicado su
vida de investigador a buscar a los primeros americanos.
La tesis convencional señala que cazadores de mamuts
llegaron hace unos 14.000 años a América desde Asia,
cruzando sobre los hielos del estrecho de Bering para
extenderse, con el paso de los milenios, por todo el
continente. El que se tiene como el yacimiento
arqueológico más antiguo de Estados Unidos se halla en
Clovis (Nuevo México), en el suroeste del país, y
siempre se ha trabajado en él pensando que fue un
asentamiento de aquellos viajeros asiáticos. Pero si sus
ocupantes procedían de Siberia, en Asia debería quedar
algún tipo de vínculo.
Los restos de Clovis,
imposibles de relacionar con Asia, son a ojos de
Stanford indistinguibles de los del período Solutrense
que, en su momento más brillante, produjo los grabados
incisos y el centenar de pinturas de bisontes, caballos,
jabalíes y ciervos de Altamira. Lo que ayer
defendió Stanford es que los cazadores de Clovis derivan
de Cactus Hill, donde se han hallado útiles y puntas que
son otro calco del Solutrense ibérico, y que esos
colonos de Cactus Hill, los primeros americanos,
procedían de la Península Ibérica, convertida entonces
en un refugio de los europeos que sufrieron la última
glaciación.
"Sólo existe una cultura
que era capaz de fabricar esas piezas bien pulidas con
una tecnología similar: la Solutrense", señala Stanford.
Esta cultura fue intensamente explotada por los
Cromagnones que habitaron la Península Ibérica hace
18.000 años. En las últimas décadas, los científicos han
descubierto en numerosos yacimientos de la Península
Ibérica, muestras de esta cultura. Puntas de
lanza similares a las norteamericanas de la cultura
Clovis, han sido encontradas en cuevas de Cantabria,
Andalucía y una amplia zona del litoral mediterráneo.
Al margen de las
similitudes tecnológicas, Dennis Stanford sostiene que
los recientes hallazgos de fósiles humanos en Alaska
y en el estado de Washington sugieren que los
colonizadores del continente americano proceden de
las poblaciones del suroeste de Europa que,
paralelamente, también emigraron hacia las áreas más
septentrionales de Asia.
El paleoantropólogo de la
Smithsonian Institution está convencido de que los
cazadores y pescadores ibéricos emigraron hacia el norte
y el oeste siguiendo el borde de los hielos y que cuando
no avanzaban a pie, lo hacían en barca.
El científico del Instituto Smithsonian
apunta que las poblaciones ibéricas con tecnología
solutrense podrían haber tenido los mismos conocimientos
de navegación que los actuales nativos del Círculo
Polar. De esta forma, apunta que fueron capaces de
navegar hasta América, en embarcaciones fabricadas con
pieles de animales, aprovechando una meteorología
favorable y las fuertes corrientes.
"Estos antecesores de los españoles
podrían haber cruzado el Atlántico en sólo tres
semanas".
La Genética rige y
determina los comportamientos humanos hasta el punto de
que, como acabamos de ver, hayan sido los mismos pueblos
del planeta los que, tanto a lo largo de la Historia
como de la Prehistoria- han acometido todas las empresas
de colonización y de conquista. Un fenómeno que ya en
época moderna había de dar lugar al nacimiento de los
llamados Imperios coloniales, extendidos
por todo el mundo y fraguados en todos los casos por los
países de la fachada atlántica, occidental,
europea. Lo que prueba que no era sólo la búsqueda de la
hegemonía y el poder lo que se ocultaba tras todos esos
empeños por llevar la presencia de la Europa Occidental
a todo lo largo y ancho del planeta, desde América hasta
Asia, pasando por África o Australia. No. Era mucho más
que eso. Ha sido el seguimiento de una profundísima
llamada atávica el que ha condicionado -y sigue
condicionando- el comportamiento de los pueblos
euroccidentales, hasta el extremo incluso de que
hogaño y una vez consumada la colonización de la Tierra,
se está larvando ya la nada remota empresa de
exploración del espacio. Y ello, siempre, por parte ora
de los Europeos, ora de sus descendientes y afines los
Norteamericanos.
No está lejano el día en
que los países de Occidente establecerán las primeras
colonias humanas en los planetas más próximos a la
Tierra. Y si ello llega a ser posible, que nadie dude de
que ése habrá sido sólo el primer paso de una empresa de
conquista del universo que, en el decurso de
cientos de miles de años, habrá de llevar la presencia
humana hasta los más remotos confines de éste. Porque
desde el momento mismo en que los primeros seres humanos
abandonaron su viejo solar de las montañas cantábricas,
se abrió un proceso que no ha alcanzado ni alcanzará
jamás su consunción y que ha sido y seguirá siendo
protagonizado por los descendientes más próximos de
aquellos hombres que en época paleolítica decidieron
salir de su tierra para conocer y conquistar nuevos
territorios.
¿En qué cabeza humana
cabe que puedan haber sido pueblos africanos los que
colonizaron la Tierra, cuando -como hemos visto- una de
sus características más acusadas es precisamente la de
su sedentarismo y su nula vocación y tradición viajera?
Cosa por otra parte lógica, habida cuenta del enorme
retraso cultural de todos esos pueblos y de que es
conditio sine qua non para que cualquier empresa de
colonización o conquista prospere, la de que el pueblo
que protagonice ese intento posea un alto y acrisolado
nivel de desarrollo intelectual y cultural. Sólo así
resulta posible superar todo el cúmulo de riesgos y de
imponderables que estos empeños entrañan y que no se
reducen, sólo, a la obvia hostilidad de los pueblos que
tienen que sufrir y soportar la inopinada llegada de un
pueblo extraño, llegado con la intención de someterlos.
Si Salustio documenta que
todos los pobladores del norte de África eran
originarios de la Península Ibérica, si todas las
pinturas rupestres africanas son un calco moderno de las
españolas, si toda la toponimia africana es de cuño
ibérico, si el propio nombre de este continente tiene su
origen en el Norte de España, si, en fin, las lenguas
africanas no son sino formas harto degradadas de la
lengua primigenia hablada en Iberia..., ¿quién me
convencerá de que el hombre racional o sapiens ha
tenido su cuna en África?
Mark Sonkerin,
antropólogo de la Universidad de Pensylvania que
participó en la elaboración de la teoría de la Eva
Negra, tuvo que acabar reconociendo que no
existen pruebas que demuestren de forma concluyente que
el origen de nuestro primer antepasado común estuviera
en África. Y en la misma línea revisionista,
Allen Templeton, antropólogo de la Universidad de St.
Louis, en Missouri, admitiría que no hay datos que
avalen una invasión del homo sapiens desde África, con
posterior expansión por el resto de los continentes.
En suma que, como reconocen quienes han elaborado el
guión científico de la película La odisea de la
especie anteriormente citada y como prueba el
hallazgo de tres individuos etíopes que hace 150.000
años ya eran idénticos a los actuales habitantes de
África, probándose con ello que el resto de la
Humanidad no ha podido derivarse de ellos, resulta cada
vez más patente que, como clarividentemente escribieran
Eugene Harris y Jode Hey, investigadores de la
Universidad de New Jersey: La teoría de que África
fue la cuna de todos los seres humanos, tiene sus días
contados.
Todos los antropólogos se
empiezan a temer que lo que yo bauticé como el
castillo de naipes africano tiene, efectivamente,
sus días contados. Lo que quiere decir que, descartadas
África y Asia como matriz de nuestra especie, huérfanas
como se hallan ambas de evidencias incontestables de la
presencia del homo sapiens que posean una mínima
antigüedad, todos los indicios apuntan hacia la vieja
Europa, por algo conocida desde antiguo como el
Viejo continente... Y es en este contexto en el
que deben situarse pronunciamientos como éste que
reproduzco a continuación, surgido de la pluma de George
Constable:
Durante la época de apogeo de los
Neanderthales, los más antiguos hombres verdaderos
vivían ya en algún lugar desconocido de la Tierra. Y
ello, piensan algunos antropólogos, tal vez desde hace
millones de años. Hasta que hace unos cien mil años los
genuinos seres humanos saltaron a la escena evolutiva,
bien sea matando a los hombres bestias, bien dejando que
perecieran por su propia ineptitud.
Pero si el hombre moderno existía desde hacía tanto
tiempo, ¿dónde estaba oculto?
La respuesta a esta
pregunta la tiene Constable en las páginas precedentes.
Y la corroboración, en las páginas que siguen.
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