Una piedra de
Roseta
paleolítica
El hecho de que en
determinadas épocas se haya representado a Dios como un
triángulo con un ojo en su centro y rodeado o no por
rayos solares (fig. 3), no hace sino corroborar la
naturaleza femenina que, desde que el mundo es mundo y
hasta hace virtualmente cuatro días, le ha atribuido el
ser humano a la divinidad; tanto si se trata del Sol
como de la Luna, las dos deidades fundamentales,
a la sazón, del hombre de la Prehistoria.
Porque el triángulo es
sinónimo de mujer y -lo que otrora venía a ser lo
mismo- de Diosa, el Arte de la Prehistoria y aun
de la Protohistoria están repletos de triángulos,
pintados unas veces, labrados otras, e incluso de
figuras de contornos femeninos en las que lo único que
se destaca es el triángulo púbico. En las
ilustraciones que acompañan a estas líneas, podemos
reconocer algunas muestras, emblemáticas, de ello.
Se halla, pues, fuera de
toda duda que triángulo y feminidad
fueron en otro tiempo términos equivalentes. Como es
igualmente incontrovertible que ese mismo triángulo que
representaba a la parte más sagrada del cuerpo femenino,
ha sido también sinónimo de divinidad.
¿Cómo dudarlo cuando vemos que, todavía hoy,
innumerables imágenes de la madre de Dios están
formadas por un manto de forma rigurosamente
triangular, sobre el que asoma una diminuta cabeza
femenina? Bien es verdad que, en estos casos, el
triángulo en cuestión se nos muestra con el vértice
hacia arriba y no invertido como aparece en el cuerpo de
la mujer, pero es éste un matiz absolutamente
secundario, que no modifica en absoluto su carácter.
¿Cómo habría de hacerlo cuando vemos que la
representación hebrea de la divinidad solar, de
Yabé, es aquella mal denominada Estrella
de David que cualquiera de nosotros será capaz
de recrear, si se limita a dibujar dos triángulos
superpuestos en sentido inverso?
La imagen de la Virgen
del Olivar, venerada en el Santuario de Estercuel,
es un fiel exponente de cuanto vengo sosteniendo,
identificada además con un árbol, por razones de
profundísimo calado en las que no podemos detenernos en
esta ocasión (fig. 4). Aunque es más representativa
todavía la imagen de la Virgen del Milagro,
patrona de la población catalana de Balaguer.
Como podemos ver en la representación correspondiente,
la imagen en cuestión nos muestra dos triángulos:
los correspondientes a la Madre y a su Hijo
(fig. 5).
¿Es fruto de la
casualidad que la consonante V reproduzca
fielmente la forma del triángulo púbico? ¿O que
sean virgo, vulva y vagina
tres de los términos con que designamos al órgano
genital femenino? ¿Es igualmente accidental el hecho de
que denominemos Venus -siempre con V-
a las recreaciones de la supuesta primera pobladora de
la Tierra, representada invariablemente desnuda?
Que el triángulo de
piedra arenisca exhumado en la Cueva del Castillo
(fig. 2) representa el sexo de la mujer, es algo
que tienen perfectamente claro quienes han descubierto
este auténtico tesoro entre los fértiles sedimentos de
dicho yacimiento. Y así lo reconocen, de hecho, en el
reportaje de National Geographic cuya reciente
publicación me ha permitido descubrir la más antigua
manifestación de escritura que hoy no es
conocida. He aquí el pie que acompaña a la fotografía y
al dibujo del triángulo de piedra arenisca que
protagoniza nuestro relato:
Signos femeninos:
Hace 38.500 años los
cazadores de El Castillo recortaron este segmento
de círculo en un canto de piedra arenisca, dándole
forma triangular, para grabar en él una serie de
líneas profundas que parecen representar el sexo
femenino. Este tipo de representaciones se
encuentran en antiguos paneles de arte rupestre.
Si el lector observa con
atención, como yo lo hice, los trazos grabados en el
interior de ese regularísimo triángulo que representa el
pubis femenino y, por extensión, el sexo de la mujer,
podrá apreciar sin dificultad que las líneas en cuestión
no tienen nada que ver con la muy característica
hendidura que recorre en su integridad la vulva
femenina, flanqueada por dos labios enormemente
peculiares y de trazos inconfundiblemente ovales. Nada
se distingue de todo esto en esa misteriosa inscripción
que el ejecutor de esta pieza tuvo todo el interés en
destacar, resaltándola como la parte más importante de
su obra. El triángulo de piedra juega un papel
absolutamente secundario, como mero marco que
sirve para encuadrar lo que este remoto escritor =
escultor quiso resaltar: los trazos de marras.
¿Una representación del sexo femenino, como
sugieren sus descubridores? No, sin la menor duda.
Porque quien había sido capaz de modelar una tan
perfecta forma triangular, no es plausible que se
mostrara tan exageradamente torpe a la hora de pergeñar
lo que resultaba más sencillo: trazar una línea central
gruesa y otras dos, laterales, algo arqueadas, que
insinuasen el contorno de los labios de la vulva de la
mujer.
Queda, pues,
absolutamente descartado que las líneas grabadas en el
interior del triángulo pretendan reproducir la vulva
femenina. Porque nada tienen que ver con una
representación realista de ésta y hemos de deducir que
quien tan realista se había mostrado al labrar el
triángulo, habría hecho lo propio a la hora de plasmar
la parte más importante de su obra: el sexo femenino
propiamente dicho.
Las líneas plasmadas en
el triángulo no reproducen la forma de la vulva,
pero lo que sí resulta absolutamente obvio es que quien
las grabó de manera tan marcada y manifiestamente
deliberada, estaba pensando en ella. Porque, si
así no fuera, no se habría tomado la molestia de
pergeñar un triángulo perfecto como soporte para su
inscripción. Y debo volver a insistir en que
triángulo y mujer fueron dos conceptos
idénticos en la mentalidad simbólica de nuestros
antepasados racionales. A nadie se le habría ocurrido,
pues, grabar o pintar en un triángulo algo que no se
hallase estrechamente relacionado con la mujer o, como
mínimo, con lo femenino.
Si los trazos impresos en
el triángulo no reproducen la archicaracterística
figura del órgano genital femenino y, por puro sentido
común, descartamos así mismo que pueda tratarse de una
inscripción arbitraria sin relación ninguna con la
medalla o amuleto triangular que le
sirve de marco, entonces estamos obligados a plantearnos
seriamente la posibilidad de que esas misteriosas
líneas puedan tener un carácter simbólico y que, por
ende, puedan ser una remotísima manifestación de
escritura. ¿Escritura hace nada menos que
38.500 años, cuando los primeros indicios de
escritura encontrados por tierras del Creciente
Fértil asiático en el que desnortadamente se ha
buscado la cuna de la civilización, apenas si consiguen
alcanzar los ocho mil años de ancianidad?
Los propios descubridores
del que muy pronto será celebérrimo triángulo de piedra,
ya admiten sin ambages que tanto ésta como algunas de
las piezas halladas en ese mismo nivel e incluso en
otros más antiguos todavía, encierran un claro
simbolismo. Lo que viene a ser una forma de admitir que
se trata de remotísimas formas de escritura.
Puesto que, ¿qué otra cosa es la escritura que la
manifestación del pensamiento a través de símbolos
convencionales? En este sentido, ya el mero hecho de que
el autor de este incuestionable amuleto de piedra
le haya dado forma triangular, ya constituye una
expresión simbólica y, por consiguiente, una evidencia
de escritura. Porque ese remotísimo escriba
utiliza un símbolo, el triángulo, cuyo
significado era perfectamente conocido por todos.
Recurre, pues, a un símbolo convencional, esquemático,
para expresar una idea, lo que constituye la esencia
misma del concepto de escritura. Del mismo modo
que, en otras épocas, el mero hecho de dibujar una A
ya se identificaba con el Alba de la Humanidad,
con el inicio de la vida. O que la plasmación de la
letra omega suponía una referencia inequívoca al
Océano y al antiguo final del mundo conocido
en el que el Sol moría cada día al anochecer. Y
de ahí que la letra omega mayúscula, como descubrí y
publiqué hace ya muchos años, reproduzca fidelísimamente
la silueta del Astro Solar en el momento de
ocultarse tras la línea del horizonte.
Las letras alba o
alfa y omega eran, pues, sinónimos de
principio y de final y bastaba reproducirlas
para que cualquiera fuera capaz no sólo de
identificarlas, sino también de comprender todo el
auténtico universo que se ocultaba detrás de ellas. Eso
es escritura químicamente pura y ése es
exactamente el mismo recurso al que apeló el autor de
nuestro amuleto, al dar forma de triángulo a la pieza
sobre la que grabó su enigmática y trascendental
inscripción. Porque su triángulo significaba mujer
o, para ser más precisos aún, vulva. Y eso es lo
que quiso expresar y transmitir al molestarse en
trabajar una piedra hasta conseguir darle esa forma
triangular tan perfecta. Porque con esa V de
piedra ya estaba dejando perfectamente claro que su
pensamiento estaba puesto en el órgano sexual femenino.
Del mismo modo que si hubiese invertido esa misma
piedra, situando su vértice hacia arriba, habría seguido
refiriéndose a la mujer pero no ya en el plano de su
sexualidad, sino en el de su papel como propiciadora de
la vida. Y es que la letra A, con la que nuestros
antepasados evocaban el comienzo de la vida -y de ahí su
presencia en el crismón de los cristianos- no
deja de ser otra cosa que un simple triángulo. Lo
que viene a confirmar la estrechísima relación que
existe entre la no por casualidad primera letra del alfabeto...,
y la mujer. Porque A equivale a principio de
la vida, y mujer es sinónimo de creadora
de vida. Lo que explica el porqué de que conozcamos
con el nombre convencional de Afrodita
a la supuesta primera mujer de la Tierra, madre común de
todos los seres humanos. Del mismo modo que los antiguos
pueblos cantábricos denominaron Alba,
siempre con A, a esa misma mujer, cuyo nombre,
corrompido por la lengua hebrea, acabaría convirtiéndose
en Eva. Y ya muy modernamente, vemos que a esa
misma figura mítica identificada con la madre de
la Humanidad, da en denominársela Venus,
recurriéndose en este caso a un nombre cuya letra
inicial, la V, vuelve a reproducir un triángulo
aunque en esta ocasión invertido y con una prístina
alusión al órgano sexual de la Diosa a la que se
atribuía la generación de la Vida.
Obsérvese, una nueva V..., un nuevo triángulo.
El autor del prodigioso
amuleto = medalla de piedra arenisca exhumado en
Puente Biesgo, no sólo demuestra poseer una mente
simbólica, sino que va muchísimo más lejos al recurrir a
la utilización de un símbolo archiconocido por todos sus
coetáneos y antepasados y cuya simple posición, alzada o
invertida, establecía ya dos importantes matizaciones en
su significado. Si el triángulo miraba hacia
abajo, el sexo femenino. Si miraba hacia
arriba, el nacimiento de la vida. En ambos casos,
como vemos, la Mujer. En ambos casos,
admirablemente, el culto a la mujer dispensado por
los hombres de todas las eras y que ha convertido a ésta
en la protagonista indiscutible -y a enorme
distancia de cualquier otro ser u objeto- de la
historia del arte universal. Precisamente porque el
Arte -hoy, ayer y siempre- ha sido mayoritariamente
ejecutado por hombres, por adoradores de la mujer como
demuestra serlo este artista que hace 38.500 años
nos legó esta primera manifestación de escritura que
hasta la fecha nos es conocida.
Pero a ese escriba =
grabador de la Prehistoria no le bastó con modelar
un triángulo con el propósito de reproducir el símbolo
convencional de la sexualidad femenina. Si sólo hubiera
hecho esto, ya nos habría legado escritura, pero
en este supuesto se contarían por millares todas las
palabras que nos ha legado el Paleolítico
Superior, en forma de pinturas de triángulos,
de manos, de estrellas o de animales
que, ocioso es decirlo, constituyen el precedente de la
escritura jeroglífica egipcia. No, si lo descubierto en
la Cueva del Castillo fuera un simple triángulo,
aun siendo válido cuanto ha quedado escrito en las
páginas precedentes, no incurriría yo en la torpeza de
presentarlo como la primera manifestación de escritura.
Aunque pudiera serlo. No. Si afirmo que la piedra en
cuestión contiene la más antigua manifestación de
escritura conocida hasta la fecha es porque,
efectivamente, lo que aparece acentuadamente grabado
en el interior del triángulo de piedra..., ¡es una
palabra! Y una palabra concretísima,
perfectamente reconocible y con un significado obvio que
podemos documentar, aún, en las más antiguas lenguas del
planeta y, muy especialmente, en aquellas que más fieles
han permanecido a la antigua habla cantábrica,
trasladada por los cromagnones del Norte de
España y del Sur de Francia a todos los rincones del
globo.
En efecto y cual si de una auténtica
piedra de Roseta paleolítica se tratara, el amuleto
en el que aparece escrita la más antigua palabra
que nos es conocida hasta la fecha, no se contenta con
reproducir el aparato genital femenino, sino que va
muchísimo más lejos al ser la palabra que aparece
grabada sobre él la raíz del término con el que lenguas
de todos los continentes han denominado al sexo
de la mujer a lo largo de milenios. No se trata
sólo, pues, de que el autor de este objeto recurriera a
un símbolo convencional como es el triángulo para evocar
a la mujer. No, el asunto es mucho más hermoso y
grandioso que todo eso, porque este minucioso
artífice dejó escrita sobre esa piedra triangular
tan magistralmente modelada, la palabra con la que
nuestros ancestros, por espacio de decenas de miles
de años, designaron al órgano sexual femenino
y, por extensión, a la propia mujer... y a la
divinidad femenina a la que adoraban como autora
supuesta de la vida. ¿O es que acaso el milagro de la
vida no había tenido como principalísima protagonista a
la vagina y a la vulva de la mujer? ¿No es
un hecho incontestable que la generación de la vida se
produce en el aparato genital femenino? ¿No es y ha sido
siempre ésa la parte más sagrada, reverenciada,
anhelada... y,
consiguientemente, protegida del cuerpo
femenino? ¿No es absolutamente lógico, por primario que
hoy pueda parecernos, que la valoración de la mujer por
parte de los hombres se haya centrado inicialmente en su
órgano sexual, extendiéndose más tarde a todos sus
restantes valores y atributos? Quien desconozca estos
principios no podrá comprender jamás los mecanismos
intelectuales de nuestros más remotos antepasados
racionales y, desconociéndolos, no llegará nunca a
entender la forma como se ha producido la evolución
intelectual del ser humano. Porque el culto a la
mujer ha sido la auténtica fuerza motriz del
desarrollo intelectual masculino, del mismo modo que, en
otro orden de cosas, el afán por representar la belleza
femenina ha hecho posible el progreso constante e
imparable de las artes plásticas, obsesionadas por
reproducir de manera cada vez más precisa, los que para
los hombres de todas las épocas han sido los mayores
prodigios de la Naturaleza: la belleza de la mujer y
su capacidad para engendrar la vida. Sin la
existencia de la mujer y sin la veneración que los
hombres de todos los tiempos hemos sentido hacia ella,
la Humanidad no habría alcanzado jamás el grado de
desarrollo intelectual que hoy posee y que a tan
escalofriante distancia le ha situado de todos los demás
seres vivos que con ella comparten nuestro planeta.
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