El "Alfa" y el
"Omega"
Si los fósiles, el
ADN, las palabras, los mitos, las
más viejas fuentes históricas e incluso el
arte están proclamando a gritos que el ser humano y
la civilización nacieron en el Norte de España y
en el Sur de Francia, parece lógico y justo que
puesto que los países occidentales se resisten a
reconocer y a consagrar todos estos hechos, seamos los
propios interesados quienes procuremos, cuando menos, su
difusión y desarrollo. Y todo ello en aras, simplemente,
del rigor científico y del afán por descifrar la verdad
de nuestro pasado. Una verdad que permanece enterrada
hoy bajo toneladas de errores de interpretación, de
lecturas sesgadas, de fraudes descarados y de
falsificaciones y mentiras asentadas sobre el más sólido
de todos los cimientos: el de los intereses económicos.
A lo largo de la historia
de la Humanidad, todas las culturas hegemónicas se han
propuesto, con mayor o menor fortuna, como matrices del
ser humano y de la civilización. La sucesión de cunas
de la Humanidad se ha hecho, así, interminable,
habiendo pesado siempre más los sentimientos e intereses
nacionalistas o raciales, que el puro y escrupuloso
espíritu científico por esclarecer el anacrónico enigma
de los orígenes de nuestra especie.
La reconstrucción de la
primera historia del hombre se ha convertido así, al
tener que poner en entredicho tantas y tantas falsedades
como ha consagrado la Historia, en uno de los asuntos
más conflictivos y polémicos. Sobremanera una vez que la
Antropología ha acuñado el nuevo dogma de la africanidad
del ser humano, dando por sentado que todos los
antropoides han tenido su cuna en el más inhóspito de
todos los continentes del planeta, salvedad hecha de la
Antártida.
Sin embargo y si los
millares de huesos de homínidos africanos les dejasen
ver a los antropólogos el bosque de nuestro pasado, hace
ya tiempo que habrían caído en la cuenta de que la tesis
de la supuesta africanidad del homo sapiens falla
por su propia base, huérfana de todo refrendo histórico,
de lógica y, por supuesto, de la más elemental
evidencia.
Del hombre de
Neanderthal, el menos irracional de todos los homínidos,
no existe ni rastro en África. Y del de nuestro
antepasado directo el hombre de Cromagnon, una
huella levísima que ni remotamente puede compararse ni
en antigüedad ni en intensidad con la que se ha
descubierto en Europa. Lo que no va a ser óbice para que
ciertos especialistas estén tratando de acreditar unos
supuestos restos africanos del homo sapiens, con
más de cien mil años de antigüedad. Restos que
pertenecieron a unos individuos que se hallaban mucho
más próximos a los homínidos más evolucionados que a los
genuinos sapiens. Y ello reza exactamente igual
para todos los individuos descubiertos en Palestina y en
los que algunos, con intenciones muy fáciles de
adivinar, quieren ver a nuestros primeros ancestros
plenamente racionales. Como si no estuviera ya
perfectamente claro que cualquier hallazgo de nuestros
verdaderos antepasados, tiene que verse necesariamente
homologado por esas creaciones artísticas que son
las que, por encima de todo, constituyen la marca de
fábrica de nuestra especie.
Si como reza el dicho
popular, el movimiento se demuestra andando, la
verdadera racionalidad en cualquier ser vivo sólo se
demuestra creando. Racionalidad
es sinónimo de creatividad y por mucho que
traten de confundirnos quienes se empecinan en presentar
como hombres modernos a homínidos más o menos
evolucionados descubiertos en África y en Palestina, lo
cierto es que los yacimientos con manifestaciones
artísticas dignas de tal nombre, brillan
esplendorosamente por su ausencia por dichos pagos.
Nada en África y nada en Palestina ni en
todo el Oriente Cercano, hasta que la cultura neolítica
eclosiona en éste con fuerza inusitada y de forma
totalmente inopinada..., evidenciando que se trataba de
una cultura novísima, modernísima, importada de
otra región de la Tierra. Porque, ¿en qué cabeza humana
cabe que pueda surgir una cultura prodigiosa en una zona
que se encuentra dramáticamente huérfana de sustrato
cultural? La cultura no nace por generación
espontánea, sino que es el resultado de larguísimos
procesos de maduración y de aprendizaje que no se miden
ni en siglos, ni en milenios, ni siquiera en decenas de
milenios. Porque se requiere de centenares de miles
de años de sedimentación cultural para que se produzcan
milagros como Altamira o el
Monte Castillo. Sin ese período de aprendizaje,
sin ese larguísimo proceso de experimentación, resulta
sencillamente inimaginable que puedan florecer,
absolutamente de la nada, civilizaciones como la
mesopotámica, la egipcia, la griega o
la romana. De donde se deduce que careciendo
estos cuatro países de raíces culturales profundas, cae
por su propio peso que el milagro de su
explosión cultural sólo puede deberse a un fenómeno
migratorio similar al que, hace sólo cinco siglos, hizo
posible que la América precolombina pasase, de la noche
a la mañana, de la Prehistoria a la Edad Moderna.
En efecto, lo sucedido en
América tras la arribada de las caravelas
españolas hace sólo 500 años, es un calco fidelísimo de
lo que unos cuantos milenios más atrás aconteciera en
todos y cada uno de los países a los que acabo de
referirme: Mesopotamia, Babilonia, Egipto, Grecia,
Creta, Roma, Palestina... Países que pasaron, de
golpe, del Paleolítico Inferior... ¡al
Neolítico y/o a la Edad de los Metales!
¿En qué cabeza humana
cabe -vuelvo a preguntar- que pueda haber nacido la
escritura en el ámbito de la antigua Mesopotamia
cuando el Paleolítico Superior brilla clamorosamente por
su ausencia en esa región? ¿Aprendieron los seres
humanos a escribir por inspiración divina? Porque de no
haber sido por esta vía, ya me dirán ustedes cómo es
posible que los cuatro brutos que poblaban el manido
Creciente Fértil de hace diez o doce mil años hacia
atrás, pudieran haber sido capaces de violar todas las
leyes de la evolución, pasando directamente de labrar
burdas herramientas de piedra a realizar escritos
primorosos sobre papiros, madera o arcilla.
¿Cómo es posible que este tipo de
razonamientos, inspirados en el más elemental sentido
común, no se hayan hecho jamás en la modernísima
historia de la Arqueología? Porque, si se hubieran
realizado, la hipótesis de la filiación asiática de la
Civilización se habría venido estrepitosamente abajo un
segundo después de haber sido formulada. Y es que esa
hipótesis sólo podía mantenerse en las épocas,
cercanísimas, en que se atribuía a nuestra especie una
antigüedad de alrededor de 5000 años, creyéndose
a pies juntillas que fue por aquellas fechas cuando Dios
decidió crear al ser humano a
su imagen y semejanza...
La obsesión por descifrar
nuestro primer origen acompaña a la especie humana desde
los albores mismos de su racionalidad. Por eso la
obsesión por reproducir el órgano genital femenino y por
eso, también, esa fijación por la representación de
formas triangulares que, como hemos visto y a tenor de
su posición, eran identificadas con la divinidad y con
el inicio de la vida (vértice hacia arriba) y con el
sexo de la mujer y su función generatriz (vértice hacia
abajo).
En uno de los grabados
antiguos que ilustran estas páginas (fig. 3), vemos cómo
el Sol = Dios aparece representado como un
triángulo, al pie del cual puede leerse la leyenda
"A ME VITA". Aquí aparece obvia, pues, la
identificación de Dios con el triángulo y
de ambos con la generación de la vida. Dios
y Sol son, pues, conceptos idénticos y si a ambos
se les representa con forma de triángulo, cae por
su propio peso que sólo puede ser por mor de la
relación establecida entre el triángulo púbico y
el alumbramiento de la vida. Porque la forma
esférica del Sol descarta cualquier
parentesco del Astro Rey con el triángulo y sólo
la silueta triangular, cónica, de las montañas,
establece alguna posible relación entre el concepto de
divinidad y esa forma geométrica que denominamos
triángulo. Pero incluso en este caso, hemos visto
que la propia veneración rendida por los seres humanos a
las montañas venía dictada por su semejanza de forma con
los senos de la mujer...
Es evidente, pues, que la
forma triangular como representación convencional
de la divinidad, tiene su raíz en la mujer. Y
que, aunque la mayoría de las deidades más modernas sean
masculinas, todos sus precedentes prehistóricos, sin
excepción, son femeninos. Dios y
Mujer son términos equivalentes y de ahí que las
representaciones medievales del Pantocrátor
aparezcan encerradas en unos cercos de contornos
inconfundiblemente ovales que nada tienen que ver
con las mandorlas o almendras con que hoy
se les relaciona y todo, por el contrario, con la forma
archicaracterística de la vulva femenina. Y uno
de los innumerables ejemplos que podríamos aducir en
este sentido es el soberbio Pantocrátor de
Sant Climent de Tahull, en el Pirineo catalán, cuya
identificación con el Sol es tan aplastante que,
para que no quepa la menor duda, una de las manos de
Dios sostiene un libro en el que puede leerse, en latín,
Yo soy la Luz del Mundo (fig. 6). De donde
se desprende que siendo obvio que el Sol
es la Luz que ilumina nuestro planeta, no
cabe la más mínima duda de que, para nuestros
antepasados, el Sol y Dios
eran exactamente el mismo ser. Relacionado, por
supuesto, con el Alumbramiento o
Alba de la vida. Y de ahí que la
figura del Creador aparezca flanqueada por el
Alfa y el Omega
en su prodigiosa representación del ábside de Tahull.
Porque el Alfa es el Alba
o Principio -de ahí el nombre de la Aurora-
y el Omega representa al Final...
y de ahí, Ocaso.
Como podemos constatar en la ilustración
de uno de los Beatos que acompaña a estas líneas
(fig. 7), la figura del Creador se nos muestra
portando la letra Omega en una de sus manos.
Pero, más fiel a la verdadera lectura de estos símbolos
y destacando el protagonismo de la letra A, vemos
cómo al Alfa se le otorga un papel
preeminente en ese dibujo, al aparecer con la imagen de
la divinidad recogida en su seno. Más claro no se puede
decir que la consonante A es sinónimo de Alba
o Inicio. Obviamente, de inicio de la vida. Y quien dice
de principio, dice también de apertura...
Porque el hecho de que el cuerpo femenino se abra
para acoger al falo masculino o para alumbrar
a un nuevo ser, produjo la virtual equiparación de ambos
conceptos: alba (comienzo) y
abrir.
No tiene, pues, nada de
casual el hecho de que nos encontremos con una soberbia
A mayúscula en un amuleto de hace cuarenta mil
años que representa al aparato genital femenino. A la
puerta de acceso al cuerpo de la mujer. De donde
resulta que, por mor de esa vinculación de la A
con aberturas y agujeros,
se han formado -en castellano y en todas las lenguas-
palabras como éstas:
acceso
- abrir - apertura - agujero
- ano - anillo - aro - areja
( > oreja) - antro
(gruta) - antrar ( > entrar) - ástrago
(umbral, acceso) - hastial - aspillera
- aspeleos ( > speleos = gruta) -
amígdalas - anginas - ambligo
( > ombligo) - axila - aduana
- ata (puerta)
La vida se forja en la
Tierra a través de una abertura del
cuerpo de la mujer y, paralelamente, la vida llega a la
Tierra a través de una angosta escotilla o aspillera
abierta en la bóveda celeste. Tal es el punto
fundamental del Mito de la Creación que he
rescatado del olvido y reconstruido en toda su magnitud
a lo largo de veinte años de investigación. Y es que fue
creencia generalizada en la Antigüedad, la de que el
Alba de la Vida había tenido como escenario a la
Península Ibérica. A un lugar muy concreto del
litoral cantábrico. Allí se había producido la
arribada de la vida, procedente del Cielo.
Allí se había iniciado la historia de nuestra especie.
Por eso las peregrinaciones al Occidente... Por
eso Compostela... Por eso Tartesos...
Por eso la obsesión sarracena por Al Andalus...
Por eso tantísimas otras cosas que acudirán fácilmente a
la mente de quienes me leen... Por todo ello, en fin, y
porque nadie dudaba de que el acceso al Más
Allá que había hecho posible el nacimiento de la
vida, se hallara en el contexto geográfico señalado, a
partir de la palabra acceso y de la
convicción de que para que la vida naciera sobre la
Tierra se había tenido que producir la castración
o muerte del Sol, llegaría a tomar forma
la palabra Accidente... de la que, como
resulta absolutamente obvio, el término Occidente
no es sino una leve variante, modernísima por otra
parte. Y ocioso es decir que la llegada de la vida a
través de ese exiguo portillo que se abría sobre
un punto preciso del litoral cantábrico, llegó a
constituir la acción por antonomasia,
emulada cada vez que al tener acceso los
hombres al interior del cuerpo femenino, se recrea el
episodio del nacimiento de la vida. Por eso seguimos
recurriendo a la locución hacer el amor...
Obviamente, con A.
La figura del
crismón, no descifrada jamás hasta
nuestros días, no es sino una lectura más de todo este
asunto. Por eso es preceptiva en él la presencia del
Alfa y del Omega. Y por eso,
también, la letra X que básicamente lo configura,
resulta ser la consecuencia de la unión de dos
triángulos por sus vértices. De donde resulta que el
crismón funda todo su simbolismo en la
misma forma geométrica que diera origen a la Estrella
de David: dos triángulos contrapuestos (fig
8). Dos triángulos cuya relación con el nacimiento de
la vida es tan obvia como para que en un viejo libro
español nos encontremos con un crismón a
cuyo costado aparece escrita la palabra Genesius,
obviamente relacionada con el Génesis y
con la génesis de la vida (fig. 9). Y en
cuanto a que el crismón o chrismón
sea el símbolo de Christo, véase otra de
las ilustraciones que aporto en la que se demuestra que
los pueblos de Celtiberia ya reproducían
crismones hace mucho más de dos mil años (fig.
10).
Hago notar, por cierto,
que en el mismo grabado en que vemos al Sol
representado con forma de triángulo, aparece
reproducida también la Estrella de David
configurada por dos triángulos. En medio de
ellos, el alado dios Hermes tras el que se
esconde una de las infinitas interpretaciones de la
figura del hijo del Sol (fig. 3).
Aunque no he conseguido
saber en qué monte de Galicia se encuentra,
supongo que por mantenerlo su descubridor en el más
absoluto secreto, aporto también como ilustración de
estas líneas una pieza arqueológica de un valor
inconmensurable y que clama verdaderamente al cielo se
encuentre expuesta a la interperie y a la acción de
cualquier vándalo que decida cebarse en ella, en lugar
de hallarse celosamente custodiada en un museo. Se trata
de una enorme piedra -cuyo tamaño podemos deducir por el
helecho que tiene a sus pies-, que tiene, una vez más,
una clara y rotunda forma triangular. Reaparece,
pues, el triángulo en nuestro relato, presidido
en este caso por una barbada y primitivísima cabeza que
algo sugiere respecto a la antigüedad de este
impresionante y hoy ignorado tesoro (fig. 11). ¿A quién
corresponde esa cabeza, que aparece rematada con una
corona vegetal? Desde luego, huelga decirlo, no se
trata de una representación de Cristo. ¿Por qué,
entonces, la corona? Porque aunque lo hayamos olvidado y
no mostremos demasiado interés por recordarlo en libros
como el Poema de las Habidas de Jerónimo
Arbolanche, publicado en 1566, esa corona vegetal
que fuera confudida más tarde con una corona de
espinas, era el símbolo o distintivo del supuesto
primer poblador de la Península Ibérica. O lo que
es lo mismo y en el sentir de los antiguos pobladores de
Iberia, del primer poblador de la Tierra. De
donde se deduce que lo que ese enorme triángulo pétreo
representa es al Sol, identificado desde
que el mundo es mundo con el Autor de la Vida.
Léase, con el Creador. Dicho de otro modo
y con otras palabras, ese dios de facciones poderosas y
nórdicas que encontramos representado en un piedrón
perdido en un monte de Galicia, es exactamente el
mismo Pantocrátor que hemos encontrado
representado en el ábside de Tahull, dos, tres o cuatro
mil años más tarde. Y la posibilidad de que
alguien pudiera haber falsificado esta piedra debemos
descartarla, porque está proclamando a gritos su
autenticidad. Así lo prueban las impresionantes
facciones de esta imagen del Sol o del Creador,
y así lo corrobora la presencia de esa corona vegetal
cuyo significado no conoce persona alguna de nuestra
generación. Es imposible, pues, que nadie pueda haber
falsificado esta pieza, porque hasta el momento de
publicarse estas líneas, nadie sabía en España
cuál es el significado de ese tipo de coronas dispuestas
sobre las cabezas de las antiguas divinidades. Del mismo
modo que tampoco se conocía cuanto aquí está quedando
escrito y publicado por vez primera respecto al
profundísimo significado de la forma triangular,
elevada a su más colosal expresión en la construcción de
las pirámides egipcias. Una prueba más a sumar a todos
los millares que prueban que los antiguos
Egipcios eran originarios del Occidente de Europa
y, mucho más precisamente, de ese Norte de España
en el que se cuentan hasta ¡seis! ríos que
comparten el mismo nombre que el río Nilo...
Si todo lo indicado
descarta de raíz cualquier sospecha respecto a la
autenticidad de la impresionante piedra triangular
gallega a la que me vengo refiriendo, el hecho de que
aparezca labrada en altorrelieve en ella un extraño
anagrama formado por las letras A, O y V,
constituye la prueba concluyente de que nos encontramos
ante la figura del Pantocrátor más antigua
que se conoce en el mundo y cuya edad, lamentablemente,
no podemos medir, pero sí deducir elevadísima. A mi
juicio y sin ningún género de dudas, muy superior a
3000 años, siendo perfectamente posible que pudiera
alcanzar e incluso superar esa cifra. Máxime cuando
vemos que esas tres letras que aparecen labradas debajo
de la cara del Creador, resultan ser las mismas
que vienen protagonizando nuestro relato desde su inicio
mismo: A, O, V. Léase, dos triángulos y
un círculo. Léase, dos maneras distintas de
representar al Sol. El triángulo (la A
y la V) de una forma simbólica, y el círculo (la
O) como representación realista y fiel de la
silueta de la estrella solar.
¿Será necesario insistir
en que esas A - O que vemos esculpidas en el
pecho del dios solar, son exactamente las mismas que
las Alfa y Omega que preceptivamente
acompañan a las figuras del Pantocrátor en
todas sus representaciones medievales? ¿Será necesario
insistir en que esas A - O simbolizan el
Inicio y el Final de la Vida? ¿Será necesario
insistir en que esas A - O suponen la enésima
prueba de la extraordinaria antigüedad de toda esta
interpretación de los orígenes de la vida que estoy
rescatando del olvido en este segundo número de la
revista Los Cántabros?
La O representa al
Sol, pero también al Océano al que
convencionalmente dibujaron nuestros antepasados como un
círculo. Por eso fue Zerkúlea uno
de los viejísimos nombres, hoy perdidos, de la también
llamada Mar Ozeána u Océano Kántabro.
Y no se pierda de vista que estamos hablando de una
escultura labrada en Galicia...
No me pronuncio respecto
a la V que completa este anagrama del Dios
Solar o del Dios Océano, porque
más allá de su incuestionable relación con el origen de
la Vida, todo cuanto dijese sobre ella carecería
de base probatoria y tendría el carácter de simple
elucubración. Aunque bueno será decir que vida
es una voz romance que hunde sus raíces en la voz baska
biz que comparte el mismo significado. Y
digo esto porque en la palabra biztoria,
derivada como vemos de biz = vida, tiene
su origen un término de colosal trascendencia y cuyo
significado rubrica cuanto está quedando plasmado en
este escrito: Historia.
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