- LA
DESTRUCCIÓN DEL MUNDO PRIMIGENIO -
Hace alrededor de cincuenta mil años, una
civilización con centenares de miles de años a
sus espaldas, se vino repentinamente abajo.
Responsable de ello, una catástrofe natural de
colosales proporciones. Un terremoto y un
diluvio aunados, presumiblemente auxiliados en
su labor destructora por un maremoto.
Lo que hacía diferente este último cataclismo
padecido por el mundo primigenio, de todos
aquellos que le habían precedido, era su
dimensión, su extraordinaria virulencia. Antes
de él, los valles que circundaban a los montes
"Asia", "Libia" y "Europa" -los tres macizos
montañosos o "continentes" que configuraban el
mundo primigenio-, se veían periódicamente
anegados por ingentes avenidas de agua que
devastaban cuanto hallaban a su paso, sembrando
de muerte y de desolación aquellas tierras. Sin
embargo, una vez remitía la furia de las aguas y
las corrientes de los ríos volvían a la
ortodoxia que les señalaban sus pedregosos
cauces, la vida en todos aquellos valles renacía
en todo su esplendor, espoleada, si cabe, por la
extraordinaria humedad que la inundación pasada
había dejado en las esponjosas y mullidas
praderas de ese feracísimo rincón de la
geografía de nuestro planeta.
Así se explica el que el hombre, aplicando
sabiamente la exactitud de ese aserto castellano
que pretende que "después de la tempestad viene
la calma", olvidara en seguida las calamitosas
consecuencias del revés que acababa de sufrir, y
volviese de nuevo al que ha sido y será siempre
el principal motor de su comportamiento: la
lucha por la subsistencia. La conservadora lucha
por la subsistencia.
De ahí el que la Humanidad, conservadora por
naturaleza, olvidase pronto los estragos que
regularmente le deparaba el solar ancestral de
sus antepasados, y se aprestara a reemprender la
marcha, obteniendo el máximo provecho posible de
aquellas tierras que los dioses habían
"seleccionado" cuidadosamente para ella.
Algunos individuos se marchaban, "desertaban" y
no volvían jamás. Ciertamente. Pero eran los
menos. Los más permanecían fieles a sus raíces.
Fieles a sus tradiciones. Fieles a sus dioses.
Y es que el Paraíso era mucho mas que una
montaña. Era la divinidad misma. Una divinidad
protectora que tutelaba a los hombres que
moraban en torno a ella y que velaba por su
felicidad y supervivencia. Y también, claro
está, una divinidad justiciera, una divinidad
enjuiciadora de los comportamientos humanos,
dispuesta a castigarlos con todo rigor en el
momento en que el hombre transgredía, de manera
grave, sus dictados y prescripciones. Los
dictados de rectitud y de moralidad que la
conciencia humana entendía habían sido
establecidos por Dios.
Las catástrofes que periódicamente asolaban las
tierras del mundo primigenio, no podían ser
motivo de una deserción generalizada por parte
de sus habitantes, en razón a que no tenían otro
carácter que el de meros "ajustes de cuentas" de
los dioses contra las desviaciones de los
hombres. Ajustes de cuentas que el hombre
encajaba "religiosamente", plenamente convencido
de que se había hecho merecedor de ellos. Ahora
bien, de ahí a que se rebelase contra la
divinidad y a que llegase a renegar de ella y a
buscar nuevas tierras de asentamiento, había un
enorme trecho. Trecho que sólo algunos osados o
descreídos -que siempre los ha habido "en la
viña del Señor"- se atrevían a recorrer, con
mejor o peor fortuna y convencidos, en cualquier
caso, de que con ello se estaban haciendo
merecedores de la maldición divina o, lo que es
lo mismo, de que al desertar del Paraíso,
estaban renunciando a la protección y el amparo
que el cielo les procuraba en tanto
permaneciesen en él.
Puede parecer infantil y hasta absurdo para la
mentalidad del hombre contemporáneo, pero es un
hecho que todo este "statu quo" religioso,
urdido a base de remotísimas creencias y
supersticiones, ha sido -junto con el originario
carácter insular del Paraíso- el que ha
determinado el que la Tierra haya permanecido
virtualmente despoblada hasta épocas muy
próximas a nosotros, habiéndose poblado tan
sólo, de una manera definitiva, en el momento en
que con la total destrucción del Edén, el hombre
interpreta que su montaña sagrada, su propio
Dios, había muerto.
El Paraíso había perecido, como habían perecido
buena parte de sus pobladores, en el momento en
que toda la meseta, la acrópolis que coronaba su
cumbre -y que como documenta Platón custodiaban
celosamente las milicias atenienses-, se vino
literalmente abajo, enterrando a cuantos moraban
en ella.
El cambio cualitativo es, pues, importante. No
se trataba ya de un castigo divino. Eran los
propios dioses quienes demostraban su
fragilidad, al dejarse matar al mismo tiempo que
los hombres. A partir de ese momento, ¿qué
protección podía esperar el hombre de unas
divinidades que habían dado tan elocuentes
pruebas de debilidad? ¿Qué dioses eran ésos que
resultaban tan vulnerables como los hombres?
Aquel era, incuestionablemente, ese "fin del
mundo" que la Humanidad ha presentido siempre
como algo próximo e inevitable.
Con ventaja sobre todos los diluvios y
catástrofes conocidos y sufridos por el mundo
primitivo, la destrucción de La Tierra
originaria ha sido, sin la menor duda, el
episodio más trascendental de toda la historia
de la Humanidad. De no haber sido por ella,
¿quién sabe si nuestro planeta no permanecería
todavía despoblado, como de hecho lo ha estado
prácticamente hasta ayer mismo y por espacio de
muchos millones de años?
Antes de la destrucción del mundo primigenio, la
Humanidad fue una. Después de ella -tras el
hundimiento de la "torre de Babel"-, la
Humanidad se hizo varia, dispersa... e
inevitablemente antagónica. Conservar la unidad
y hasta una relativa armonía, resultaba posible
en tanto que todos los hombres permanecían
próximos unos a otros. Perpetuar esa unidad
resultaba utópico, en el momento en que cada
pueblo se desperdigaba en una dirección
determinada, sentando las bases, en un espacio
geográfico concreto, de lo que había de llegar a
constituir la esencia de su identidad nacional,
. de su singularidad ante y frente a todos los
demás pueblos. Aquí y así nacían los
nacionalismos. Aquí y así nacían la violencia y
la insolidaridad que, desde entonces, han
presidido los destinos de la Humanidad.
Recuérdese que antes del hundimiento de la
"torre" de Babel, todos los pobladores de la
"Tierra" (el mundo primigenio) hablaban una
misma lengua. A raíz de esa catástrofe, sin
embargo, los pueblos se escindieron, se
dispersaron, y en ese mismo momento, al tiempo
que se modela ron las distintas lenguas, se
consumó el fraccionamiento de la especie humana.
La lengua es el principal vehículo de unión y,
al mismo tiempo, el más enconado motivo de
discordia. Hasta que un pueblo no posee una
lengua propia, carece de verdadera identidad
diferencial. Sin embargo, en el momento en que
la posee, nace automáticamente en él la
conciencia de su singularidad y su reticente o
nula disposición a fundirse a otros pueblos.
Se comprenden bien los móviles netamente
moralizantes que indujeron a la invención del
esperanto y al intento ingenuo y utópico de
llegar a implantado en todo el mundo. Sin
embargo, una vez que la diferenciación se ha
consagrado, una vez que la historia se ha hecho,
cualquier empeño que pretenda reconstruir el
sentimiento de unidad que un día alentó entre
todos los seres humanos, resultará virtualmente
imposible.
Nada de cuanto sucede, sucede en vano. y si la
lengua se ha roto y la Humanidad se ha roto con
ella, esa herida, supuesto que pueda llegar a
cicatrizar, no lo hará sino al cabo de muchísimo
tiempo. Y ello, claro está, partiendo del
principio de que la herida no siga sangrando,
abierta una y otra vez por nuevas disensiones,
por renovados motivos de discordia y de
distanciamiento.
Así se viene escribiendo la Historia, desde que
un diluvio y un terremoto aunados, dieron al
traste con una civilización portentosa, con un
mundo coherente y relativamente unido, que
paradójicamente, estaba llamado a servir de
germen, de imprevisto caldo de cultivo para esa
civilización beligerante y "crispada" que hemos
heredado.
El Paraíso se rompió y la Humanidad se rompió
con él. Sólo en ese sentido puede hablarse, en
puridad, del hundimiento de la Atlántida.
Aquella Atlántida, aquel mundo, aquella
Humanidad, se hundió para siempre. La otra, las
tierras que la configuraban, renacerían tiempo
después, una vez que las aguas consiguieron
abrirse paso a través de las rocas que impedían
su normal discurrir y que mantenían anegados,
por ende, los valles del mundo primigenio.
Pero cuando eso sucedía, ya era demasiado tarde.
Cuando eso ocurría, el hombre, desde hacía
varias generaciones, se había establecido en
otras montañas, en otras comarcas no demasiado
distantes de su patria originaria. Había
alumbrado nuevos mundos.
Facilitaba el "trasvase", la conciencia de que
el mundo primigenio había desaparecido, de que
la "Atlántida", "Sepharad"... el Paraíso, se
había hundido para siempre. De que era imposible
retornar a un mundo que había dejado de existir.
Se perdió el mundo primigenio, pero no se perdió
la conciencia de su existencia. De ahí las
milenarias peregrinaciones al norte de España
por parte de todas las naciones europeas,
tratando, en definitiva, de reencontrar la
Historia perdida, el mundo y el tiempo perdidos.
De ahí, también, el que la mayor parte de los
pueblos de la antigüedad, en un momento u otro,
decidieran establecerse en la Península Ibérica,
bien sea por vía de invasión, bien a través de
una penetración pacífica. Y así, de esta guisa,
la Península Ibérica volvería a convertirse en
el mosaico racial que originariamente fue,
acogiendo en su geografía a pueblos europeos,
asiáticos, africanos y, a. la postre, incluso
americanos, y recuperando de alguna manera la
universalidad que perdiera un día.
El pueblo judío, dentro de ese universo racial
que iba a llegar a modelar la Península Ibérica,
se revelaría como el más apegado y fiel a sus
raíces ancestral es. Y es que, en definitiva,
"hebreos" lo fueron todos aquellos pueblos de la
diáspora que siguió a la destrucción del mundo
primigenio, que conservaron la conciencia de su
ascendencia ibérica. Todas aquellas comunidades
que, diseminadas por todo el planeta, siguieron
mostrándose fieles a la memoria y a las
tradiciones de aquel mundo primigenio que
floreciera en el ámbito del Paraíso o Paradiso,
de cierto macizo montañoso llamado Záfara
o Zepharad.
Exactamente el mismo comportamiento mostrado por
los sefardíes o "sepharadís", a raíz de la
diáspora de 1492..
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