TARTESSOS MÍSTICO |
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¡ RECORDEMOS NUESTRA "CAÍDA" ! - LA UNICIDAD TRANSCENDENTE DE UN OCCIDENTAL -
Félix Gracia |
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Extraído de su libro: "Hijos
de la luz: El pacto de amor"
El proceso de encarnación del alma reproduce el estado alegórico del Paraíso. Cada concepción producida en el útero materno es una evocación de la Caída; una especie de renovación del vínculo infernal que lleva consigo el olvido absoluto del estado anterior del cual proviene. Esa es la Ley.
No hay demonios frustradores de propósitos ni enemigos del alma, sino estricto cumplimiento de la Ley de la Creación que establece su realidad sobre el olvido de lo transcendente, de lo perteneciente a una dimensión superior del ser. Así es tanto en lo grande como en lo pequeño, en lo que no se ve como en lo conocido. Arriba como abajo, pues una es la Ley e infinitas sus manifestaciones.
Y no pienses que en ello pueda haber contrasentidos. El contrasentido y la paradoja sólo carecen de fundamento en la visión que del mundo tiene el hombre caído, pero no son objeciones a la Ley, sino cualidades de la misma incomprensibles a nuestra razón. Atributos de la propia Ley que propician su cumplimiento más allá, incluso, de nuestra intuición.
El análisis convencional de la experiencia regresiva anterior puede inducir al juicio desfavorable acerca de la conducta materna. ¿Quien apoyaría el "descuido" afectivo del hijo en la relación? Sin embargo, desde la comprensión de la Ley, perfecta y justa, el aparente descuido se convierte en medio por el cual Ángel es inducido al desarrollo de su propia capacidad y fuerza para salir adelante sin ayuda de nadie. ¿Hubiese podido Ángel desarrollar su voluntad, su capacidad de crecer o su sentido de la autodefensa creciendo en los brazos de una madre protectora? ¿Hubiese logrado el ascenso social y material -valores estrechamente relacionados con el arquetipo materno- así como su alta autoestima por lo alcanzado con su esfuerzo, sin aquella infancia que por carecer de apoyos y estímulos externos le obligó a desarrollar los propios?
Ángel, el alma de Ángel eligió su próxima encarnación y sus experiencias esenciales antes de ser concebido en el vientre de su madre. Lo que habían de ser rasgos esenciales de su vida y los valores humanos a desarrollar, quedaron configurados en ese estado de la existencia previo a la maternidad en el que el alma, asistida por entidades superiores, prepara su nuevo escenario experiencia!. Y es en ese momento, cuando los que serán sus compañeros en el exilio aceptan igualmente participar, el instante inefable en el que, como síntesis de una perfecta obra de sincronización, se produjo el encuentro con quien habría de ser su madre y principal ayuda. El encuentro entre sus almas, el pacto de amor simbólicamente reflejado en la fusión de ambas luces es, pues, mucho más que una experiencia gozosa. Es la aceptación mutua de las respectivas funciones en la vida de relación que se inicia para que cada cual cumpla con lo que constituye el propósito de su encarnación; es la aceptación de un rol determinado que, cualquiera que sea su forma, no invalida, ni anula, ni modifica el pacto previo del alma, que es siempre un pacto de amor. En ese abrazo simbólico Ángel comunica su propósito de vida que precisa para cumplirse la conocida actuación de su madre, y ambos aceptan como si se tratara de actores involucrados en la representación de la misma obra.
Esa es la grandeza del vínculo fraterno que nos une, de la permanente interacción que nos convierte a los unos en cómplices de los otros, en partícipes de su suerte y su destino, aunque no nos demos cuenta y aunque jamás lleguemos a descubrirlo. El olvido que acompaña a nuestra existencia física creando la apariencia de la desconexión y aun de la rivalidad y el desamor, es tan solo una forma de la ilusión, un matiz más de la multiplicidad de la ilusión que es la vida.
En la experiencia, el olvido de nuestra anterior naturaleza y el del propio pacto nos hará creer que somos ese ser sin memoria que ha resultado, el caído, y que la realidad emergente es fruto del pecado y causa de purificación. El análisis convencional de los hechos nos conduce -como en la valoración de la experiencia regresiva- al dictamen desfavorable de la experiencia de vida humana percibida desde el sentimiento de culpabilidad que exige y justifica el dolor. El ser humano convencional, el hombre caído contempla el mundo como Ángel contemplaba su vida antes de experimentar el encuentro entre las almas, cuando la creencia en el desamor gobernaba su existencia. La vida para él era como una experiencia cruel, dolorosa y absurda en la cual el papel de mayor enemigo era interpretado por el más cercano de los familiares.
¿Es este el sentido de la existencia? ¿Representa la Caída, aún estando desprovista de connotaciones morales, una caída real o degradación humana? ¿Es el exilio una condenación de hecho? O, por el contrario, ¿existe igualmente en la vida de todos los hombres un momento previo a la materialización, un pacto de amor que precisa del encadenamiento a los ciclos de la materia, del dolor y la muerte para su cumplimiento?
Hemos conocido al "Hombre Viejo" de las escrituras, al hombre caído. Y, tal vez, hemos reconocido en él, no a un antepasado de nuestra raza, sino la radiografía desnuda y presente de nosotros mismos. Los hechos narrados han sucedido siempre y están sucediendo ahora. No hablamos, pues, de éste o de aquél, sino de ti y de mi, de nosotros. De nuestra alma, encadenada a la tierra siendo que su hogar es el cielo. El dolor del exilio es el nuestro, el que lacera tu alma y mi cuerpo. Y el grito desgarrado que pide salir de las tinieblas, no es un eco traído por el tiempo, sino el de tu garganta y la mía. No evocamos la historia ni hablamos de teorías, sino de la lectura viva de nuestra alma. Somos lo que acabamos de descubrir en las páginas anteriores: ¡Hijos de la Luz! Espíritus puros unidos al Padre; hechos de su misma esencia, eternos. Somos uno con Dios y, por lo tanto, Dios. Sin tiempo ni límite. ¡Somos el Hijo de Dios! ¿Cómo puede perderse una criatura de tan elevado rango?
La Caída y la experiencia humana derivada de ella han sembrado en nuestra alma la sombra del pecado, de la transgresión y la culpa. Y de aquel ser de luz hemos derivado al hombre caído, temeroso y débil, efímero y mortal. ¿Por qué? ¿Cuál es la razón de un cambio que genera sufrimiento e infelicidad? La explicación nacida desde la separación y el sentimiento de culpa no nos satisface. No puede haber condena donde no ha habido transgresión, y ni siquiera ésta es posible. No, no aceptamos la versión del pecado y la remisión de la culpa porque aún nos sentimos hijos de Dios, aferrados a la intuición de ese pasado glorioso en el que éramos uno con Él. Asidos con el corazón a ese estado del ser íntimo, profundo, donde la unidad con Dios prevalece. A él nos remitimos, a ese estado del alma en comunión apelamos para comprender nuestro presente. Para conocernos y saber que no nos hemos perdido. Que el redil es amplio y alberga a todas las ovejas, aun a las no contadas por el pastor. Y desde ahí, desde esa sintonía descubrimos que no hay transgresión, ni condena. Que todo es perfecto, inocente y puro. Y que la Caída o vinculación al ínferos no es una perversión ni un error, ¡sino la manera en que Dios establece su inmanencia, su permanente presencia en todo! Algo, por lo tanto natural y necesario para el cumplimiento de la Creación.
Medítalo.
La Caída pone de manifiesto la Ley que hace posible y regula los mundos inferiores, que también son extensiones de Dios y, por lo tanto, sagrados. Así se activa un mecanismo complejo, incomprensible para nuestra razón, que conduce la Voluntad de Dios hasta las últimas consecuencias. Un mecanismo, en definitiva, que consuma al Creador haciéndolo real en los infinitos planos de la existencia. Pero la experiencia se resuelve en el seno de Dios, en ese estado original en el que el Hijo es uno con Él y, por lo tanto, siendo la experiencia del Hijo, también lo es del Padre. Nada es inútil ni superfluo, sino adecuado y perfecto. ¿Acaso hubiese existido la Ley sin la Caída? Fue ésta la que transformó su potencialidad, su pasividad, en manifestación. ¿Dónde está, pues, el error y menos aún el pecado?
No, no nos hemos perdido. Caminamos por el mundo y arrastramos nuestro dolor para que el mundo resucite. Nadie nos ha obligado, pues esa era nuestra voluntad y nuestro destino. Nos hicimos uno con la Ley para que la Ley se cumpliera. Y lo hicimos, no desde la ruptura, sino desde la unión con Dios. Por eso, aquella voluntad no fue la nuestra, sino la de Él, la Voluntad, la única. Dios y su criatura, el Padre y el Hijo hechos Uno, en el inicio de la manifestación. ¡Este es nuestro pacto de amor!
No, no nos hemos perdido ni caminamos solos aunque milenios de ignorancia nos hayan hecho creer lo contrario. Si el Hijo que emprendió ese camino era uno con Dios, también Él ha descendido al ínferos para recoger el dolor. Para resucitar a la materia.
Silencio.
Que callen todas las voces y
cesen las músicas todas. Que todo pare un instante y que se detenga el mundo.
Silencio, para que puedas oír dentro de ti. Para que escuches en ti las palabras
anteriores. Para que sientas que, más allá de dogmas y creencias, ésta es la
verdad que sale del corazón. Dios y el hombre jamás han dejado de ser el Uno,
por eso, el dolor de este mundo, tu dolor y mi dolor, es el dolor de Dios
presente en la materia, para que la materia resucite.
Dios mira por nuestros ojos y camina con nuestros pies. Pero lo hemos olvidado. y nuestra existencia se convierte en dramática, no por causa de una pérdida, sino por un olvido. Esa es la Ley.
La historia de la Caída y el exilio a los que me he referido en anteriores capítulos, es la historia de Dios contada por el hombre caído, incoherente y falsa. Es la versión del Diablo sobre la Creación.
Pero no es la verdad. La verdad -y no su interpretación- sólo puede contarla Dios. Por eso, si Dios escribiera la historia de los hombres, describiría cómo se extendió a sí mismo haciéndose múltiple sin dejar de ser Uno, y cómo para lograrlo estableció la ilusión de la separación que da consistencia a su multiplicidad. Y diría que el hombre es fruto de su misma esencia porque es Él mismo hecho visible. Si Dios contara la historia del hombre jamás diría que el hombre fue creado o hecho por Él, sino que es un estado de Dios y, por lo tanto, testimonio de su eterna presencia.
¡Esta es nuestra grandeza: el título de Hijo de Dios señala la más alta dignidad imaginable, no porque nos haya creado Él, sino porque somos Él!
El hombre no es la consecuencia de un acto creador realizado en el pasado. De aquella manera es como lo entiende el hombre caído que se siente separado de Dios y, por lo tanto, limitado por el tiempo que marca su origen y su final. Pero no es la visión del Hijo de Dios, uno en el Padre y eterno. Desde este estado del ser, el hombre no es el resultado de un acto creador -que contiene implícitamente la idea de una acción realizada fuera de Él-, no es lo que Dios "hizo" en el sexto día, sino la expresión de un estado de Dios. O Dios mismo.
Esta es la verdad, el estado natural en el que se establece el pacto de amor que precede a la materialización. Su reconocimiento sobrecoge el alma y cambia radicalmente nuestra visión del mundo y de nosotros mismos. Nada puede seguir siendo igual para aquél que ha accedido a tan suprema verdad. No somos fruto del error ni pesa vejación ninguna sobre nuestra alma. No hay transgresión ni condena, sino manifestación de Dios. Todo es santo. Todo es inocente de culpa. Todo es bienaventurado. ¡Somos Dios caído en el olvido, temporal y deseado, para que su manifestación sea posible! Ese es el sublime pacto de amor que nos trajo al mundo. Para eso estamos aquí.
Y cuando en nuestro corazón sentimos el ansia de liberación es, en el fondo, la advertencia de que la misión está cumplida. La liberación es la meta del encarnado, el destino final de la existencia. Pero su realización no significa una victoria sobre el estado de encadenamiento, pues nada hay que vencer donde todo es la Voluntad, sino el haber cumplido con la misión creadora. La ansiada liberación no es una experiencia puntual, sino el estado del alma que realiza conscientemente a Dios en la materia. Por eso, la liberación de un ser provoca una expansión de la conciencia en toda la Creación, un crecimiento cualitativo de todo hacia el reconocimiento de Dios.
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