El
contexto histórico
Sorprendido
quedará el lector al saber que no existen testimonios
contemporáneos que describan la invasión de España por los
árabes, o que tengan alguna relación con estos
acontecimientos. Lo mismo nos ocurrió hace treinta años
cuando lo averiguamos al empezar estos estudios. ¡Con qué
rutina se han repetido en todos los textos variaciones
similares sobre un mito creado en la Edad Media! ¿No se
refieren todavía algunos a un testigo presencial de estos
hechos, el obispo Isidoro Pacense, cuando hace ya
más de un siglo que se ha demostrado su carácter
fabuloso? No sólo se ha escrito este episodio de la historia
patria de un modo descabellado, sino aun sin la más elemental
documentación. «Época
fecunda para el novelador y el poeta, pero que es una laguna
en los anales de la península», escribía Dozy en sus Recherches;
pues, «desde el
reinado de Vamba hasta el de Alfonso III de León, ni los
cristianos del Norte, ni los árabes y mozárabes del Mediodía
escribieron nada que conozcamos» (Saavedra).
Ante esta situación y el laconismo de las crónicas
latinas no dudaron los antiguos historiadores: Recogieron
sencillamente en los viejos manuscritos árabes, escritos
varios siglos después de los episodios que relatan, recuerdos
de aventuras más o menos fantásticas emprendidas por
caudillos bereberes, los cuales adaptados a fábulas egipcias
han constituido la base histórica según la cual había sido
España invadida por ejércitos llegados nada menos que desde
el desierto de Arabia.
El
mismo problema, la ausencia de una
documentación contemporánea, se plantea por aquellas
fechas en todo el ámbito mediterráneo, en África del Norte
como en el Próximo Oriente, en España como en el Imperio
Bizantino. Por una extraordinaria coincidencia no queda un
solo texto, ninguna obra literaria de esta época, una de las
decisivas en la evolución de la humanidad. Esto se explica
por una idéntica causa, imperante en todos estos lugares: la
efervescencia de las luchas religiosas, la pasión que ha
aniquilado todo documento cuya supervivencia podía perjudicar
los ideales defendidos en terribles guerras civiles.
«Durante
diez siglos,
nos
dice Louis Bréhier, historiador renombrado del Imperio
Bizantino,
de Procopio
(siglo V) a Phrantzes (siglo XV) con la ayuda de una serie de
crónicas, de historias políticas, de biografías, de
memorias conservadas en numerosos y excelentes códices, nada
ignoramos de la historia de Bizancio. Cada siglo ha producido
una crónica y un historiador. Sólo existe un vacío desde el
fin del siglo ViI hasta el principio del IX, período de la
invasiones árabes y de las luchas iconoclastas. Se han
perdido las crónicas de esta época, pero nos dan obras
posteriores la substancia de los acontecimientos».
No aportan estas obras posteriores ninguna luz, en
Bizancio, en Toledo, como en Córdoba. Y no podía ser de otro
modo, pues se trata de una constante histórica: Nada es tan
difícil como reconstruir un estado de opinión desaparecido.
Al cambiar, se ha esfumado. Incapaces son los cronistas
siguientes de resucitarlo en sus páginas, tanto mis que
ignoraban la importancia del juego de las ideas en la sociedad
para el desarrollo de los acontecimientos. Un episodio
concreto e importante: un terremoto, la muerte del príncipe,
una epidemia, el asedio de una gran ciudad, un eclipse,
produce un impacto preciso en las mentes y queda el recuerdo
en la tradición. Una opinión que esta en el aire, al
modificarse o desaparecer no deja ningún rastro; sobre todo
en aquellos tiempos remotos en que eran escasos los documentos
escritos. Para comprender su impotencia, basta con advertir
las dificultades con que han tropezado los historiadores para
esclarecer el ambiente del siglo XVI con sus discusiones teológicas
y sus guerras civiles. A pesar de ser una época tan cercana a
nosotros no ha podido ser bien conocida hasta nuestros días.
Eran
infranqueables los obstáculos, sobre todo cuando era
contrario el ambiente desaparecido al existente en los días
en que escribía el cronista. ¿Quién sería capaz en
aquellos tiempos en que no se había creado método alguno de
investigación histórica, de alcanzar la comprensión de una
opinión que no era ya la suya, pero que había sido
anteriormente compartida por los de su raza y de su nación?
Si con un esfuerzo genial le hubiera sido posible entender el
drama anterior ¿hubiera podido exponerlo con todo realismo a
sus compatriotas sin ser quemado vivo o sin que le arrancaran
los ojos como era costumbre en los dominios del basileus?
Es
fácil estudiar en nuestros días los diferentes momentos
vividos por la humanidad y averiguar lo que separa aquellos en
que impera un dogmatismo rígido, de otros en que lograba
florecer el espíritu critico. En otros tiempos, en un
ambiente paralizado por la esclerosis, sin posibilidad de
evolución, no era posible comprender y menos explicar a los
demás cómo se había formado esta parálisis en los espíritus.
Según pretenden los psicoanalistas, conocido el origen de la
psicosis, se desvanece. Si hubieran podido concebir los
bizantinos cómo y por qué un número importante de sus
antepasados —en gran parte provinciales asiáticos,
poseedores de su misma tradición cultural—, se habían
convertido a otro complejo de ideas religiosas evolucionando
hacia el Islam, hubiera quedado su dogmatismo resquebrajado,
su Estado teocrático amenazado en sus bases.
En
estas condiciones, de acuerdo con sus medios podían estos
eruditos emprender la fantástica tarea de escribir la
historia del mundo; pero en cuanto tenían que exponer los
hechos ocurridos en los siglos VII y VIII, en los que se había
realizado una gigantesca mutación religiosa, se estrellaban
contra una pared, mejor dicho se perdían en la niebla que los
envolvía. Como era menester proseguir adelante, se metieron
en el único camino propiciatorio entonces conocido: el mito
creado por un complejo desconocido por ellos, la invasión de
las provincias por los árabes.
La
comprensión de acontecimientos ocurridos dos o trescientos años
antes era difícil de alcanzar tanto para los cronistas
bizantinos y latinos, como para los musulmanes. Por esto,
convenía el mito a todo el mundo, sobre todo en los días en
que un dogmatismo rígido imperaba en los dos campos
enfrentados. Era más cómodo para el intelectual cristiano
enunciar que una potencia enemiga, lejana y anónima, había
invadido una parte del territorio, que confesar la existencia
de otra opinión, distinta de la que dominaba en sus días, y
a la que se habían adherido una gran parte de sus
antepasados. Era más conveniente para el cronista árabe
ensalzar las proezas de los abuelos, lo que enardecía el amor
propio colectivo, que también reconocer la misma verdad en
sentido opuesto: la florescencia de otras ideas, diferentes de
las que sojuzgaban ahora a las mentes.
No
podían desprenderse de esta servidumbre las crónicas
cristianas o arábigas que se han ocupado de la pretendida
invasión de España o hacen a ella referencia. Sobre todo las
primitivas en las que arraigan las raíces del mito. No se
trata de una cavilación arbitraria por nuestra parte. Tenemos
los testimonios suficientes para demostrar la existencia de
este estado de opinión en el siglo IX. Por ejemplo, recelaron
los intelectuales musulmanes de los hechos ocurridos en su
tierra, tales corno sin duda eran entonces referidos, y para
averiguar la verdad de lo sucedido se dirigieron a sabios
egipcios para ser instruidos. Insistiremos en este incidente
en el capitulo duodécimo, cuando tratemos de la formación de
la leyenda. Por ahora nos basta saber que los autores
orientales consultados transpusieron a la Historia de España
su interpretación de los acontecimientos que habían
trastornado Egipto en el siglo VII.
Lo mismo que la tierra de los Faraones, había sido
invadida la península por los árabes. Mas, como para su
entendimiento se encontraba este país en los fines del mundo,
les pareció que debía de ser fantástico y misterioso. Por
esto en sus escritos se transforma la anécdota en cuento de
hadas.
Qué
aventuras! Muza y sus árabes luchan contra estatuas de cobre
que lanzan flechas sin fallar el objetivo. Se equivoca nuestro
héroe, embiste una ciudad habitada por genios, los cuales le
recomiendan cortésmente el irse con su música a otra parte;
orden que el guerrero por demás escamado se apresura a
cumplir. Encuentra en el tesoro toledano abandonado por los
godos un cofre en donde había encerrado Salomón unos
diablejos de mala catadura. Ignorante del maleficio abre Muza
esta caja parecida a la de Pandora y antes de tomar las de
Villadiego le dice uno de los prisioneros saludándole como si
fuera el rey de Israel: «¡Qué bien me has castigado en este
mundo!».
Cierto, con el tiempo han eliminado los historiadores
estos relatos maravillosos, pero ninguno se ha atrevido a
mandar al cesto de los papeles la esencia de la fábula que
les sirve de base. Y a pesar de este origen egipcio tan
sospechoso, conocido desde los trabajos de Dozy, se ha
mantenido en todas las historias el mito de la invasión.
Por
otra parte, han sido escritos los textos árabes más
importantes después de las crisis almoravide y almohade que
con acierto Marçais ha llamado la contrarreforma musulmana;
movimiento de ideas que en el Magreb y en Andalucía
estabiliza y fija en el XI y en el XII la creencia islámica.
Antes de estas fechas no había logrado la nueva religión en
estas regiones periféricas el dogmatismo que hoy día le
caracteriza. Antes no estaban separados por un foso
infranqueable el cristianismo y el mahometismo. Estaban
entremezclados, como lo apreciaremos en un capítulo próximo;
componían un magma creador en extremada ebullición. Fue
lentamente, con el curso de los siglos, cuando atraídos por
polos opuestos apareció la divergencia posterior.
Ahora
se entiende la importancia de la fecha de esta contrarreforma
para el análisis de los textos árabes. Los que son
posteriores a esta reacción pertenecen a autores de los que
conocemos perfectamente la personalidad. Han sido escritos en
una época en que el ambiente religioso era del todo distinto
al que existía cuatro siglos antes, cuando ocurrieron los
hechos. Apoyarse en estas crónicas para escribir la historia
de los siglos VII y VIII conduce a un manifiesto anacronismo;
como si los historiadores europeos para exponer los
acontecimientos de la Edad Media en Occidente buscasen su
documentación en los escritos polémicos de autores del XVI,
obsesos por las guerras de religión. Es precisamente a partir
del siglo XII, en razón de esta contrarreforma, cuando ha
adquirido el mito su última contextura. No pudiendo los
historiadores musulmanes explicar racionalmente estos
acontecimientos, para salir del apuro habían echado mano de
la divinidad. Había intervenido la Providencia para dar a los
creyentes la superioridad de las armas. Milagrosa había sido
la expansión del Islam en España. Con una atenta
condescendencia había favorecido esta gesta para ayudar a los
partidarios del Profeta. Adelantábanse en varios siglos los
historiadores y teólogos musulmanes a las tesis de Bossuet.
En
estas condiciones deben rechazarse los textos árabes escritos
en los tiempos de la contrarreforma o después de ella para el
estudio de la génesis del Islam en el Magreb y en la Península
Ibérica. Pueden acaso ser útiles para el análisis de la
historia posterior a la invasión; no tienen autoridad alguna
para aclarar o resolver el problema que nos interesa. Ocurre
lo mismo con los escritos latinos aparecidos por las mismas
fechas, pues han seguido sus autores a los musulmanes.
En
sus obras históricas introdujo Jiménez de Rada (siglo XIII)
en Occidente el mito de la invasión en su versión
definitiva. Aderezó para ello con el aliño oriental la salsa
occidental. Habían sido aherrojadas las poblaciones por el
fuego y el hierro. No padecía por ello la fe de los
cristianos; pues la sarrarina había sido un justo castigo del
cielo motivado por los pecados cometidos en tiempos de los
reyes godos. Más tarde, de rondón se coló la novela: La
seducción de la hija del conde de Ceuta por Rodrigo, el rey
de Toledo, había sido la gota que hizo rebosar el vaso. Pues
para vengar el honor de su hija, había dirigido el padre el
desembarco de los musulmanes en la costa andaluza. Se
desencadenaba entonces la cólera divina. Abandonados por el
Sumo Hacedor, habían sido los cristianos sumergidos por una
oleada imponente de caballería arábiga que había asolado el
país con la fuerza del simún llegado caliente del desierto.
Para
los objetivos de esta obra sólo poseen las crónicas latinas
anteriores al siglo XI un cierto interés, desde luego muy
desigual. No aporta ninguna de ellas una relación ordenada de
los acontecimientos políticos, nacionales e internacionales.
Pero las más antiguas redactadas ciento cincuenta años después
de la pretendida invasión, más cercanas al ambiente que
existía al principio del VIII, insinúan a pesar de todo un
Cierto reflejo, tenuísimo, de lo que había sido, que no se
encuentra en las posteriores. De aquí un
gran contraste con las bereberes. Se puede en ellas señalar
palabras, expresiones, que derivan de un estado de opinión ya
lejano, las que en nada se emparientan con la interpretación
clásica. Se puede destacar en estos textos las raíces del
mito y discernir su futura evolución. Nada semejante se puede
hacer con las bereberes, que difieren grandemente de las
cristianas. Compuestas en el Xl no se sustraen a la
transformación de la sociedad en que alientan. El presente
les enmascara el pasado. Incapaces son sus
autores de apartar la niebla que les rodea, niebla tan
opaca que les difumina el hecho de las generaciones anteriores
con su modo de ser y sus problemas. Se destacan de las
posteriores. Menos dogmáticas que las de la contrarreforma,
laicas a veces, son manifestaciones de tradiciones locales
norteafricanas.
No
abrigamos por nuestra parte duda alguna. Han existido en el
VIII y en el IX textos que representaban el pensamiento de los
partidarios hispánicos del unitarismo; es decir, de los
premusulmanes. Escritos en latín, han sido perseguidos por
los cristianos ortodoxos y abandonados por los recién
convertidos al Islam, los cuales habían aprendido el árabe
olvidando la lengua de sus mayores. Han desaparecido. Tan sólo
se halla un eco de este ambiente, energético y en plena
evolución, en algunas crónicas posteriores, de las que dos
han llegado hasta nosotros: Una cristiana que se había
atribuido a un fantástico Isidoro Pacense, otra escrita en árabe
cuyo autor es Abmed al Rasis. Ambas reflejan un sabor muy
particular, sus redactores habían vivido en el sur de la península,
las llamamos por esta razón: andaluzas.
Por
ser su filogenia distinta difieren grandemente de las
bereberes, pertenecen a un género histórico que denota una
influencia bizantina.
Con
toda probabilidad sus creadores conocían bibliografía
griega, de primera mano como en el caso del texto latino, por
traducciones probablemente en cuanto al Moro Rasis. Poco
influidas por las crónicas egipcias, contrastan con las
bereberes que al fin y al cabo sólo son unos epítomes de
recitales contados de generación en generación por las
tribus de Marruecos.
Ajbar
Machmua
es
el prototipo de las mismas. Escrita hacia 1004,
reúne en un conjunto bastante incoherente el relato de
aventuras vividas por antepasados marroquíes, desembarcados
en España en el VIII. Estas hazañas han sido embellecidas y
exageradas en cada generación de narradores de tal suerte que
estos mercenarios o aventureros de la acción y acaso de la
idea que han intervenido en las luchas emprendidas por los
partidarios de la Trinidad y los discípulos del unitarismo,
han sido transfigurados en héroes legendarios. Después de la
interpretación dada por los egipcios y los autores de la
contrarreforma, era fácil a los historiadores y a los
especialistas contemporáneos empalmar estas acciones
individuales con los grandes hechos del «milagro».
Convertidos anteriormente en poesía por la leyenda, fueron
entonces asimilados a seres históricos en carne y hueso. Volvían
a recobrar una apariencia humana, pero en nada se parecían al
modelo original. Disfrazábase el héroe de conquistador, el
conquistador del lugarteniente de un poder lejano y misterioso
que por eliminación tenía que ser el de Damasco: lo que era
ya una flagrante inexactitud histórica.
Así
se plica cómo la lectura de estas crónicas produce en el
hombre de ciencia perplejidad y estupefacción. No sólo
existe un abismo según que sean cristianas o musulmanas, hispánicas
o bereberes; no concuerdan los hechos ni en las que están
escritas en el mismo idioma. Son las arábigas más prolijas
que las latinas, pero están ambas plagadas de errores,
cuentan fábulas inverosímiles, pecan de anacronismo. En cada
escrito son distintos los hechos.
Reconocen
todos los autores estas deficiencias; pero nadie, que sepamos,
ha seguido los consejos del historiador alemán Félix Dahn,
que en el siglo pasado advertía: Ha podido ser Roderico el último
rey de Toledo, pero de cierto no sabemos más que su nombre
visigodo.
Los especialistas, incluidos los contemporáneos, no podían
admitir que su erudición tan penosamente adquirida para nada
sirviera. En 1892,
con gran sinceridad se oponía Eduardo Saavedra a tan lógica
e ingrata deducción. «Las
crónicas están plagadas de hipérboles, contradicciones y
anacronismos; pero si
por motivos tales hubiésemos de cerrar la puerta al estudio
de una época, cerrojar con desprecio cuanto acerca de ella
nos dicen los antiguos, vendrían a quedar en blanco muchas de
las más importantes páginas de la historia universal».
Así, los autores, los unos sin mencionarlo, los otros con
vocerío, han saqueado los viejos pergaminos para embadurnar
con tinta estos folios nítidos. Mejor pertrechados, han
eliminado los modernos los errores más patentes, las leyendas
más fantásticas, los anacronismos evidentes por demás. Como
no se atrevían con el fondo de la cuestión, se repetían en
sus obras las contradicciones de los antiguos manuscritos,
como lo hemos apreciado en el capítulo anterior.
Nos
permiten ahora estas consideraciones reunir en grupos
independientes las crónicas, no en razón de sus autores o
del idioma en que están escritas, sino de acuerdo con su
filogenia:
Las
crónicas egipcias.
Pertenecen
al siglo IX, pero reflejan a veces conceptos anteriores a la
fecha en que las redactaron sus autores. Recogen ya los
elementos del mito que empezarán a ser difundidos en España.
A nuestro juicio, coincidente con la mayoría de las
opiniones, las que interesan a nuestro problema son:
a)
Una
crónica sobre la historia de la conquista de Egipto por los
árabes. Ha servido de modelo para la descripción de las
pretendidas invasiones posteriores. Tiene por autor al egipcio
Ibn Abd alHakam, muerto en 871.
Han sido recogidas estas tradiciones fabulosas por
autores, sean bereberes como Ibn alKotiya, sean árabes como
Ibn Adhari, Al Makari, etc.
b)
El
Tarikb de Ibn
Habib, teólogo musulmán español, muerto en 835.
Dozy ha demostrado que el verdadero redactor del texto
ha sido su discípulo: Ibn Abi al Rica, quien mezcla su propio
saber con las enseñanzas de su maestro. De acuerdo con
ciertos acontecimientos en la obra mencionados —la amenaza
que mantiene sobre Córdoba la rebelión de Ibn Hafsun—, ha
debido ser redactado en 891.
c)
La
crónica Adadith al
Imama Wa-s-Sivasa, Relatos concernientes al poder espiritual y
temporal. Por mucho tiempo ha sido atribuida al conocido
escritor Ibn Cotaiba (828-889). Dozy ha demostrado que ha sido
compuesta en 1062. Posee el mismo ambiente fabuloso que las
anteriores.
Desde
un punto de vista estrictamente documental no poseen, ni gozan
hoy día estos textos de ninguna autoridad. Interesantes son
solamente para reconstruir las raíces del mito de la expansión
del Islam por el mundo. Por orden cronológico se deben de
agrupar las restantes crónicas del modo siguiente:
Las
crónicas latinas de autores nórdicos
que
pertenecen a los siglos IX y X.
Las
crónicas andaluzas
que
son del X.
Las
crónicas bereberes
que
pertenecen al siglo XI. En las posteriores los únicos textos
que merecen una lectura atenta son las obras de Ibn Kaldún
(1332-1406), historiador tunecino de origen andaluz.
En
el apéndice primero damos una relación de estas crónicas,
con la crítica de sus fuentes y de sus códices, en la lista
de los textos, anteriores y posteriores al siglo VIII, que nos
han servido para este estudio. Por su importancia hacemos un
análisis crítico de la llamada Crónica
latina anónima, antiguamente atribuida al obispo Isidoro
Pacense, en el apéndice segundo.
Si
se eliminan las egipcias y los textos cuyas fábulas
reproducen, se advierte que las únicas crónicas merecedoras
de alguna consideración se cuentan con los dedos. De acuerdo
con su génesis presentan ciertos caracteres generales que les
son comunes. Conviene subrayados para reconstruir la orientación
que tuvieron los acontecimientos. Sin embargo, no debemos
hacernos ilusiones. «Aportan
más detalles las crónicas árabes que las cristianas sobre
el reinado de Roderico, el último rey de Toledo, escribe
Levi-Provençal en 1950.
Lar unas y
las
otras son naturalmente muy posteriores al siglo VIII y los
relatos que nos dan parecen de una autenticidad sospechosa».
Esta
atinada observación hecha por un autor que goza de gran
autoridad a pesar de no haber sabido desprenderse del mito de
la invasión, permite juzgar el alcance histórico de estos
manuscritos. Como documento es muy escaso. Temerario sería
fundarse en ellos para esforzarse en reconstruir los
acontecimientos del siglo VIII. Sabiamente nos tenemos que
contentar con averiguar los términos de su evolución. Mas,
como lo apreciaremos en las próximas páginas, la lectura de
estos textos es insuficiente para determinarlos: el peligro
del tropiezo se esconde tras cada palabra. Para poder recoger
de la misma alguna utilidad, es menester emplear dos métodos
críticos diferentes:
El
uno concierne al ambiente que se desprende de las crónicas,
con lo cual será posible destacar las raíces del mito y
acercarnos a los hechos auténticos, el otro tiene por objeto
la reconstrucción del contexto histórico; para lo cual es
menester encuadrar los hechos referidos en la evolución
general de las ideas-fuerza que dominaban en aquel tiempo y
que por esta razón han dado un sentido a los acontecimientos.
CARACTERES GENERALES
a)
Lo maravilloso
en las crónicas latinas
Se
caracterizan las crónicas latinas por un elemento maravilloso
de tipo religioso descrito con gran ingenuidad, inexistente en
las que llamamos andaluzas o bereberes. Las árabes
posteriores, como hemos dicho, se amparan tras un razonamiento
teológico. En ambos casos se trata de la intervención de la
divinidad. Mas, cuando en las cristianas viene la Virgen en
socorro de sus paladines para ayudarles a mejor asestar sus
estocadas sobre la cabeza de los infieles, en las musulmanas
redactadas por autores de mayor altura intelectual interviene
la Providencia para favorecer la expansión del Islam de modo
menos aparatoso, pero Continuo y eficaz. Por el contrario, las
bereberes se distinguen sobre todo por su carácter novelesco.
Los
conocimientos adquiridos en nuestros días nos enseñan que
los acontecimientos del siglo VIII son producto de una
competición religiosa; superan y envuelven los actos políticos
que adquieren de este modo un aspecto secundario. Mas no
tratarán los cronistas cristianos de explicar lo ocurrido en
el VIII con argumentos teológicos, como lo harán más tarde
Jiménez de Rada y otros para contestar a los
contrarreformlistas musulmanes. Tenían que explicar a sus
lectores el descalabro sufrido. Siempre ha sido difícil
reconocer una derrota y en todos los tiempos se ha impuesto el
laconismo para confesar en el pergamino o en el papel tan
penosa verdad. Así, corroe en tal grado la susceptibilidad a
estos autores que no se atreven a decir quién es este enemigo
que les ha metido en cintura. Siempre está designado de modo
vago e impreciso. Ninguna alusión a un Estado extranjero que
manda sus ejércitos a invadirles. Poseen los relatos
incluidos un carácter local, jamás desbordan los límites de
una región determinada. No puede deducirse una visión de
conjunto que alcanzara a la península. Dado su anonimato, no
se sabe con qué clase de personajes tienen que habérselas
los cristianos. El herético infiel, caldeo o árabe, mejor
dicho sarraceno, lo mismo puede ser un vecino aparecido por el
lugar desde una provincia próxima, que un aventurero recién
llegado de Asia. Es fácil entender las consecuencias de este
mutismo: Había favorecido con un ambiente de imprecisión
nebulosa la creación y la evolución del mito.
En
cuanto dejan de estar cohibidos por su condición de vencidos,
recuperan los latinos del IX el estilo que impera en los
textos anteriores de la época visigoda. Poseen la misma
contextura y como en ellas se expande lo maravilloso con
encantadora buena fe. He aquí un ejemplo típico: Cuando en 587
abjura del arrianismo Recaredo se
sublevan en muchas partes los partidarios de esta herejía.
Arrianos que habitan en unas regiones cuyo conjunto en otros
trabajos hemos llamado «entidad pirenaica», toman las armas
en Cataluña y en Septimania. Según la crónica de Juan de
Biclara, que la redacta un año antes de morir, en 590,
estaban acaudillados por los condes Granisto y Wildigerio,
secundados por el obispo Atalogo. El rey que residía en
Toledo envía para someterlos al duque Claudio, gobernador de
Lusitania. Consigue una derrota aplastante sobre el enemigo,
pero estima nuestro cronista: eran los heréticos sesenta mil
y sólo contaba el vencedor... ¡con trescientos hombres!
En
los años de la invasión tuvo lugar una batalla en Covadooga,
en las inmediaciones de una gruta dedicada a la Virgen, nos
informa la crónica de Alfonso III. Se oponen los cristianos a
un enemigo llamado de modo sucesivo: caldeo, luego árabe. Los
ponen en huida. Ciento-veinticuatro mil quedan aniquilados.
Sesenta mil logran escapar por los montes asturianos. Acosados
en un valle que algunos suponen ser el Deva, cae sobre ellos
un trozo de la montaña y los sepulta. No es un hecho único
en la historia, pues así comenta nuestro cronista:
«No
crean ustedes que se trate de un milagro estúpido o de una fábula.
Acuérdense cómo en el Mar Rojo ha salvado el cielo a Israel
de la persecución de los egipcios; lo mismo ha aplastado con
la masa enorme de una montaña a estos árabes que persiguen a
la Iglesia del Señor»
.
El
carácter maravilloso de estos relatos, rasgo propio de la época,
se ha conservado hasta nuestros días tanto en las obras de
los historiadores y de los especialistas, como en los manuales
escolares. Para los antiguos era incómodo poner en armonía
los hechos históricos con sus principios religiosos, fueran
cristianos o mahometanos, tanto más que ni los unos, ni los
otros, estaban adiestrados en ejercicios teológicos o
sencillamente exegéticos. Muchas veces no querían los más
modernos enzarzarse en discusiones enojosas. En fin, numerosos
autores contemporáneos eludían el problema por considerarlo
anticuado y superado. Por todo lo cual, el carácter fabuloso
de estos acontecimientos, cuyo origen —no hay que
olvidarlo— pertenece al siglo IX, se mantiene aún en pie;
se trate de la invasión de España por los árabes, de las
batallas de Covadonga o de Poitiers, de la venida a España de
Santiago o de su entierro en Compostela, del descalabro
sufrido por Rolando en el valle de Roncesvalles.
Había
intervenido un complejo religioso no sólo en la redacción de
los textos, sino en la de los comentarios, fueran cristianos o
musulmanes, antiguos o modernos. Sin embargo, es interesante
observar cómo en el curso del progreso constante de las
ciencias históticas, mostraban algunos autores del siglo
XVIII un espíritu crítico que luego no se encuentra en los
del siglo pasado, ni en los actuales. Ponía en guardia, por
ejemplo, el padre Feijoo a sus lectores acerca de las
descripciones que se hacían de la batalla de Poitiers, en
donde la novela era más importante que la veracidad histórica.
Otros, expertos en disciplinas teológicas, querían deslindar
los terrenos para conciliar sus principios religiosos, a veces
rígidos en demasía, con una interpretación científica de
los hechos. El más representativo de estos eruditos es el
padre Flórez. Nos detendremos unos momentos en algunos
juicios suyos porque nos permitirán mejor comprender el espíritu
con el cual han sido concebidos y redactados los viejos códices.
Gozaba
Flórez de genio crítico suficiente para distinguir el oro
del oropel. Sin embargo, impulsado por el complejo común de
la época, daba sin reparo por auténticos hechos inverosímiles;
en su tiempo se podían discutir con desenfado; en el nuestro
prefieren la gran mayoría de los autores dar la callada por
respuesta. Comentando la crónica de Juan de Biclara no pone
en duda la veracidad de la empresa según la cual el conde
Claudio había derrotado a sesenta mil herejes con sólo
trescientos hombres. No son despreciables sus argumentos: Ningún
error en la lectura del texto; ningún cero añadido.
Contemporáneo era el cronista de los acontecimientos. Habían
ocurrido próximos al lugar en donde residía. No era un
simple el testigo. Se le considera como la personalidad más
competente en humanidades de su tiempo. Había permanecido
largo tiempo en Constantinopla para ampliar estudios, como
ahora se dice. Isidoro de Sevilla le envidiaba sus
conocimientos del griego .
Abad del monasterio de Biclara, por sus méritos fue nombrado
obispo de Gerona. No se puede dudar ni de sus conocimientos,
ni de su buena fe. Por otra parte, escribe Flórez:
«Como
tomó
(el
conde Claudio)
las
armas por la fe, verás que teniendo éste de su parte al Dios
de los ejércitos, no es mucho que con pocos venza a muchos.
Ni es tan exorbitante el suceso, que no tenga otros
ejemplares, los cuales no por ser maravillosos, son increíbles,
sino ciertos».
Había puesto nuestro hombre el dedo en la llaga. No cabía
duda alguna. Al recoger el relato de este encuentro contado
con simpleza, mala intención o sencilla estupidez, había
discurrido Juan de Biclara del mismo modo que nuestro erudito
del XVIII. Ahora bien, ya enfrentado con materias profanas,
recobraba Flórez el sentido común. Algunas páginas más
lejos del texto comentado, explica cómo Childeberto I, rey de
Francia, había invadido los territorios de Amalarico que lo
era de Toledo. Y encuentra natural que poseyendo éste menos
fuerzas hubiera sido vencido en el campo.
«La
respuesta fue venir con un ejército superior a las fuerzas de
Amalarico y por lo tanto vencerlo» .
Cuando
interviene lo maravilloso en favor del contrincante religioso,
entonces se enfada nuestro agustino. Se puede leer una
extravagante historia de Mahoma en un texto anónimo que
prosigue la Historia de
los godos, de San Isidoro. Había sido atribuida a San
Ildefonso. Se sabe hoy día que ha sido escrita dos o tres
siglos después de su muerte, en 667.
«Otra
parte de la continuación insinuada incluye la historia de
Mahoma, diciendo que vino a España a predicar sus errores:
que puso púlpito en Córdoba: que San Isidoro había ido a
Roma y al volver supo el nuevo predicador que estaba en su
provincia, que envió ministros para que le prendiesen; pero
que no tuvo efecto por cuanto apareciéndole el demonio al
mentido Prof eta, le previno que huyese. ¡Oh santo Dios! ¡Que
se atribuya esto a San Ildefonso! ¡Y que se haya creído!
Tales eran los siglos»
No
se daba cuenta nuestro crítico de que también él se había
tragado bolas de igual tamaño. Como tantos en similares
circunstancias, tenía dos medidas para un solo y mismo
objeto.
Exorbitante
le parecerá acaso al lector que un sabio distinguido del
Siglo de las Luces haya podido creer en la derrota de
sesenta mil hombres, despachados por trescientos. Le
contestaremos que asimismo resulta tan extraordinario que
eruditos especializados del siglo XX hayan aceptado la
conquista y dominio en quince años de los inmensos
territorios comprendidos entre la Pequeña Sirte o golfo de
Gabes y los Pirineos. Sin embargo este despropósito está
admitido en todos los textos y se enseña en todas las
escuelas de la tierra. Nos encontramos también con dos
medidas. ¿Por qué?
En
el primer caso todo el mundo ha practicado algún deporte,
tiene alguna idea acerca de estas competiciones atléticas o
ha sufrido la experiencia de la guerra y sus
combates. Parece evidente que a menos de poseer una
superioridad técnica aplastante (bocas de fuego o bombas atómicas),
manejando ambos contendientes el mismo armamento como era el
caso en aquella época, desaparecía la minoría ante la masa.
No podía un hombre derribar a dos mil.
En
el segundo caso los especialistas, los historiadores y el público
en general no tienen un suficiente conocimiento de los
problemas geográficos concernientes al tema. Están obsesos
por el prejuicio histórico que llevan incrustado en la mente
por obra de una enseñanza milenaria. Por otra parte, no ha
existido hasta ahora otra interpretación que pudiera
sustituir a la por todos aceptada. Pudieron contestar:
Se
ha hablado árabe, ha existido una civilización árabe en
España...
Estamos
ahora en condiciones para disecar este complejo, aislando sus
dos principales premisas: un prejuicio, el que sea, que se
acrecienta con la fuerza de la rutina; la ausencia de un espíritu
crítico, debido a una cierta pereza mental favorecida por una
imposición milenaria. Si creían todos en la invasión, era
poco probable que se esforzara alguno en buscar una solución
a un problema que no había sido planteado. Asimismo, fácil
es hacer responsable del carácter maravilloso de estos
antiguos textos a sus autores. Eran hombres como nosotros. Si
padecían prejuicios que nos parecen exorbitantes, ¿quién no
los tiene hoy día?
Cuando
escribía su crónica el abad de Biclara, estaba dominado por
un complejo religioso; pero su razonamiento era en todo punto
lógico. En su tiempo todo el mundo creía en los relatos
fabulosos del Antiguo Testamento. Si hace algunos siglos han
ocurrido hechos tan extraordinarios, ¿por qué no pueden
repetirse en nuestros días? El razonamiento podía también
adquirir un carácter profano. Ha realizado Sansón hazañas
inverosímiles. ¿Por qué razón no haría lo mismo mi
compatriota Claudio? Era difícil, en verdad, tirar la primera
piedra al abad. Sin embargo había cometido una falta. Para
empezar a escribir el relato de una acción sucedida no lejos
de su residencia, tenía ante todo que asegurarse de la
veracidad de los testimonios aportados. Hubiera debido de
interrogar a los testigos presénciales de la batalla,
confrontar sus declaraciones, precisar la cuantía de las
fuerzas enfrentadas, averiguar las incidencias del combate: en
una palabra, hubiera debido de realizar una investigación. Lo
que no ha hecho.
Mas
es justo reconocer dos atenuantes: No existía en aquella época
tal método de trabajo y por otra parte, no está al alcance
de cualquiera llevar a buen término estas indagaciones. Enseña
la experiencia cotidiana la falta de sentido crítico en la
mayoría de la gente. Por donde resulta que no es tan fácil
como lo parece a primera vista encontrar un buen testigo: es
decir veraz por su juicio y por sus condiciones de observación.
Daremos de ejemplo el hecho ocurrido hace pocos años y que
hemos leído en los periódicos.
Un
domingo, en una ciudad norteña, van a almorzar a una venta
afamada, situada al borde de la carretera principal, unos
amigos amantes del arte culinario, dato interesante que
demuestra que los protagonistas tenían una cierta cultura. El
más madrugador trae unos hongos recientemente cogidos. ¿Son
comestibles? Discusiones entre el donante, la cocinera y los
demás comensales. Por fin se llega a un acuerdo. Se
condimentarán, pero antes de saborearlos se les dará a
probar a un gato; pues según opinión unánime es muy
sensible la raza felina al veneno de los champiñones. Como a
la prueba resiste relamiéndose el testigo, todos a comer, reír,
beber, cantar. El buen humor es general y contagioso, pues se
unen unos vecinos de mesa al orfeón improvisado... De repente
se desliza un rumor, se afina, engrandece, estalla cual bomba
horrorosa: ¡El gato acaba de fallecer! Es general la
desbandada. Todos suben a sus coches para alcanzar con
velocidad suma la casa de socorro más próxima. Hay que
buscar un antídoto al envenenamiento: Vomitivos, lavados de
estómago, toda la farmacopea está puesta en uso. Grandísimo
es el susto. Lloran las familias. Creen los compadres próximo
su fin... y algunos llaman al cura para confesar sus pecados a
fin de no perder el autobús que lleva al paraíso... Unos días
más tarde se supo la verdad de lo ocurrido: Había muerto el
gato,... ¡pero aplastado por un taxi!
Enseña
este ejemplo.., y podrían aducirse otros, con qué facilidad
se desliza el error en la interpretación de los
acontecimientos cotidianos, hasta los más anodinos, por gente
de inteligencia normal. ¿Qué sería en los tiempos antiguos
en donde los hombres de categoría superior eran pocos y
superabundante la masa inculta? Nos puede responder el lector
que existe puesto a punto desde el Renacimiento un método
científico elaborado precisamente para impedir que pudiera
caer el historiador en semejantes deslices. De acuerdo. Pero
según nuestro leal saber y entender, se corroe el método
científico ante los prejuicios, sean religiosos, sean
nacionalistas o de cualquier otra categoría. Si se aplicara
con honradez intelectual, la mitad de lo que cuentan los
textos acerca de los acontecimientos ocurridos en los tiempos
antiguos y modernos, tendría que suprimirse.
Creen
los historiadores que ha sido invadida España por unos nómadas
llegados desde el Hedjaz, sin habérseles ocurrido medir en un
mapa el camino que era menester andar, ni tampoco estudiar en
obras de geografía los obstáculos que era necesario vencer
en tan larguísimo viaje. Se asegura en todos los textos que
la reconquista empieza con la batalla de Covadonga, sin haber
advertido que en esta arrollada sin salida alguna sólo pueden
pelear unos cuantos guerreros y no centenares de miles, como
lo aseguran las crónicas.
Más
complejo es el caso del padre Flórez, pues prejuicio
religioso y espíritu crítico se enredan en su mente. Tiene
razón cuando rechaza la fábula mahometana. Perdido en su
lejana Arabia, en guerra con sus compatriotas de la Meca, ¿qué
objeto tenía la visita del Profeta a orillas del
Guadalquivir? Pero se ha empeñado el buen padre, páginas
antes, en demostrar la autenticidad del mito de Santiago, sin
darse cuenta de que caía en el mismo pecado 4ue acababa de
censurar. ¿Qué objeto perseguían estos discípulos del Apóstol
en Galicia? ¿Qué motivo les había arrastrado a emprender
tan largo periplo para enterrar su cuerpo en los campos
compostelanos, en este fin del mundo, en este finisterre del
que de seguro jamás había oído hablar? .
Para
nuestras tesis revisten estas discusiones gran interés, pues
nos permiten apuntar un juicio más exacto acerca del valor,
como documento histórico, de las crónicas antiguas. El
gazapo de Juan de Bidara se convierte entonces en un
testimonio informativo. Nos consta la personalidad de este
cronista. Vive en lugares próximos a la acción referida. No
es un hombre de escasas luces. Sin embargo, nadie da fe a los
términos de su relación. ¿Por qué? Porque en nuestros días
no existe prejuicio alguno acerca de la competición que oponía
a arrianos y trinitarios. Rinden en este caso el máximo,
juicio crítico y método. Pero lo que se le ha negado al
abad, se ha admitido en lo que nos concierne. Por veraces han
sido tenidas las crónicas antiguas por la gran mayoría de
los historiadores. Nadie ha puesto en duda el hecho de una
invasión árabe, pese a ignorar la personalidad de los
autores de estos textos, fabulosos en sus detalles. Se han
tomado en serio unos cuentos que eran el fruto de ciento
cincuenta años de habladurías. Fallaban ante el complejo,
juicio crítico y método científico.
También
se puede deducir de estas consideraciones otra enseñanza:
En
el tiempo se han mantenido ciertas fábulas, otras han sido
rechazadas. ¿Por qué esta selección? Antiguamente, como en
nuestros días, existían corrientes de opinión; lo que
llamamos ideas-fuerza, cuyo dinamismo hemos estudiado en otra
obra.
Las que favorecían o no contradecían la generalidad de los
conceptos admitidos, se mantenían en pie: así el mito de la
invasión. Desaparecían las otras. ¿Por qué no había
prendido la fábula de la predicación de Mahoma en Andalucía?
Porque era contraria a la convicción de los cristianos
entonces imperante. Rechazaban en bloque todo lo que se
refiriese a una predicación del Islam. Una sola interpretación
del hecho hispano admitían: el hierro y el fuego. Estos eran
la clave de su derrota. Por el contrario, era el mito de
Santiago un bálsamo para curar sus llagas. Daba un vigor
renovado a su nacionalismo naciente, tierno arbusto necesitado
de cuidados miles. Por mimetismo removió la leyenda Occidente
entero.
Con
la evolución creadora del mito, lo accesorio, los cuentos
maravillosos de las crónicas se olvidaban. De pie, sólo
quedaba la estructura general, razón de todo lo demás: la
invasión. Mas, el rememorar las fantasías y lo maravilloso
de estos textos, fundamentos de la historia de España, producía
disgusto, si no escándalo. Nuestra no es la culpa. Ahí están
los códices con sus leyendas y sus fábulas. Si se admite el
mito, es decir lo allí escrito, hay que tragarlas también.
b)
Lo novelesco en
las crónicas bereberes
Si
los cuentos que nos relatan las crónicas latinas tienen el mérito
de poner de punta los escasos cabellos de los eruditos, ¿qué
será con la lectura de los textos árabes, en nuestro caso de
los pertenecientes a la tradición bereber? Queda superado el
complejo religioso musulmán. Leyéndolos se adentra el lector
en un mundo fantástico e irreal. No se trata de analizarlos
para extraer unos hechos históricos, «historietas» más o
menos acarameladas. Se encuentra uno ante una literatura de
mera imaginación, íntimamente emparentada con los cuentos de
las mil y una noches.
Juzgue
el lector por sí mismo: A los pocos meses de haber
conquistado España, se enemistaron Muza y Taric, enfrentados
en una violenta querella. Tales extremos alcanzó que se
vieron obligados a ir a Damasco para justificarse ante el
Califa, dejando el país abandonado sin el mando de una
autoridad reconocida, lo que es ya inverosímil e increíble.
No se imagine el lector que tuviera por causa el desacuerdo
una divergencia de opinión con respecto a los graves
problemas políticos que el dominio de tan gran territorio
planteaba. Nada de eso. Se trataba de la posesión de una mesa
de gran precio que se hallaba en el tesoro de los reyes godos,
encontrado en Toledo. Cada uno de estos adalides pretendía
tener derecho al objeto extraordinario. ¡Qué presa! Había
pertenecido a Salomón.
Ualid
ibn Abd el Malek (705-715) acababa de morir. Su hermano Solimán
le sucedió en el trono y tuvo que resolver el litigio. Taric
acusaba a su jefe. El había encontrado el mueble maravilloso.
Muza, celoso de sus proezas, no solamente se lo había
quitado, sino que ante sus
guerreros le había cruzado la cara con su fusta.
Contestaba el árabe que era merecido el castigo porque
infringía constantemente Taric la disciplina. Replicaba
entonces el bereber que le había pegado Muza enfurecido al
ver la mesa coja, pues le faltaba un pie. Delicado era el
problema. ¿Quién se había hecho el primero con este objeto
inestimable? ¿No era menester para fallar el pleito invocar
el genio de su primer propietario, el gran Salomón, ducho en
similares enredos? De repente sacó Taric de bajo su manteo la
prueba irrefutable que le acreditaba como el primer raptor...
el pie que había roto, como demostración de su hallazgo.
Muza
fue condenado. Según algunos, en recompensa sin duda por
haber conquistado España, a pesar de su vejez recibió una
tanda de palos que le mandaron por la posta al otro mundo. Nos
confiesa Ajbar Machmua que
pagó simplemente una multa importante... y también le ayudó
el disgusto a emprender el último viaje. Se fue Taric con su
mesa no se sabe adónde. Y lo mis extraordinario del caso: Jamás
volvieron los dos conquistadores a España, cuando su
presencia parecía indispensable para poner un término a las
rivalidades que enardecían a sus subordinados. De acuerdo con
lo que se nos cuenta, se convirtieron estos líos en guerras
civiles entre árabes que duraron nada menos que sesenta años
.
En
estos cuentos de hadas surge un hecho sorprendente. Su
hallazgo fue obra de Dozy, hace ya más de cien años. Lo hizo
constar en la segunda edición de sus Recherches,
en 1860. Sin embargo, nadie ha tenido la valentía de
inferir las legítimas consecuencias que del mismo se deducen.
Nos dice Habib en su obra Tarikh
cómo estuvo en El Cairo estudiando con maestros egipcios.
Esto ocurrió en la primera parte del siglo IX.
Y una de
las cosas interesantes para un
español de las que tuvo conocimiento, fue el papel
desempeñado por Muza en la conquista de España, enseñanza
que adquirió de un sabio cuyo nombre no menciona. Supo también
del desembarco de Taric por obra de un
doctor de la misma nacionalidad: Abd Allah ibn Wahb. Dada
la bibliografía que ha llegado hasta nosotros, Habib es el
primer hispano que habla de estos acontecimientos; con lo cual
resulta que la noticia de la llegada de los árabes a España,
desde un punto de vista estrictamente documental, pertenece a
la tradición egipcia y no a la hispánica. Más aún.
Demostraba Dozy que el relato de estas hazañas invasoras era
simplemente una reedición, adaptada a un país fabuloso, la
Península Ibérica, de las fábulas maravillosas que se
contaban en Oriente acerca de las guerras civiles del siglo
VII. Transmitidas de boca en boca, habían sido transcritas al
papel según los caprichos o las necesidades de cada autor.
Ocurría
entonces algo grande. Demostraba la investigación que algunos
de estos relatos eran más antiguos que el Islam. Tenían
otros un origen bíblico. Hechos similares se contaban de
siglo en siglo. He aquí algunos ejemplos recogidos por el
eminente orientalista:
Se
puede leer en la crónica de Ibn Abd alHakán lo siguiente:
«Cuando
los musulmanes se apoderaron de la isla, los dos únicos
habitantes que encontraron fueron unos hombres que trabajaban
en las viñas. Hiciéronles prisioneros. Después mataron a
uno de ellos, lo despedazaron y lo cocieron en presencia de
los demás
(cristianos).
Al mismo tiempo
cocieron otra carne en diferente vasija, y cuando estuvo en
sazón, arrojaron ocultamente ¡a carne del hombre y re
pusieron a comer de la otra. Los demás trabajadores de las viñas
que vieron esto, no dudaron que estaban comiendo la carne de
su compañero. Puestos después en libertad fueron refiriendo
por toda España que comían carne humana y contaban lo que
había sucedido con el hombre de las viñas» .
Por
lo visto era el truco eficaz. Atemorizados por las costumbres
de estos árabes de Taric, se habían rendido los andaluces al
conquistador para no ser objeto de guisos suculentos.
Cuando
emprendió Dozy estos estudios se hallaba impresionado por una
sensacional lectura. Acababa de leer la crónica bereber Ajbar
Machmua, cuyo texto era entonces desconocido de los
especialistas. Entusiasmado, exageró un poco su importancia,
al creer que gozaba de autoridad propia: su autor no había
recibido influencia egipcia alguna. No era exacto. En la cita
que hemos hecho en el capitulo anterior acerca del asedio de Mérida
por Muza, se menciona el terror que inspiraban estos «devoradores
de hombres». Había pues leído la Historia,
de alHakam. Por otra parte, nuestro orientalista describía
su larguísima ascendencia: Jbn Adhari cuenta que el príncipe
Ibrahim, fundador de la dinastía aglabita, había sacado gran
partido de este truco, para conquistar parte del Magreb del
que fue soberano en 809. Era ya un lugar común en el norte de
África a principios del siglo IX. Desde aquella fecha se ha
convertido en un tema del folklore universal. Adhemar lo cita
con motivo de las hazañas realizadas por Roger el Normando, y
Guillermo de Tiro atribuye el mismo hecho a Bohemundo de
Antioquía.
Cuando
invade Abd al Asis Levante, estaba gobernado por Teodomiro,
nombrado probablemente por Roderico a cuyo bando pertenecería.
Comprendiendo su inferioridad no quiso luchar en campo abierto
y se encerró en la ciudad amurallada de Orihuela. Ante el número
escaso de sus guerreros tuvo la idea de colocar en los muros,
detrás de los hombres, a las mujeres del lugar, una lanza en
la mano, la cabellera flotando sobre sus hombros de acuerdo
con la moda masculina visigoda. Asustado al ver tanta gente,
no se atrevió Abd el Asis a dar el asalto y concertó un
pacto con su enemigo. Conocemos el texto por una interpolación
del siglo XII y hacemos su crítica en el apéndice primero.
Mas ocurre que ha demostrado Dozy que esta treta había sido
ya empleada en Oriente, noventa años antes, por los
defensores de la villa de Hadjr (¿Hadr en Mesopotamia?),
asediada por Jalid .
El
episodio más notable repetido es aquel por el cual se
convierte Muza en un profeta de estampa similar a los del
Antiguo Testamento. Se lee en el Tarikb
de Ibn Habib y en el Adadith
atribuido a su discípulo «cómo
al ruego de Muza se cayeron las murallas de una fortaleza
enemiga por sí mismas, como las de Jericó al trompeteo de
Josué» (Dozy).
Se
comprenderá entonces el poco crédito de que gozan las crónicas
árabes y bereberes. Ni las unas, ni las otras nos describen o
nos explican cómo se ha realizado la invasión de España y a
cuenta de quién. No interesan los hechos históricos. De lo
que se trata es de divertir al lector. De aquí el juicio
inapelable de Gauthier:
«Exceptuando
a un occidental a medias, como el gran Ibn Kaldún, los
pretendidos historiadores árabes son pobres analistas,
desprovistos de juicio crítico, absurdos, secos, ilegibles.
Es muy sencillo: Jamás ha habido historia en Oriente».
Existen
todavía mayores dificultades. Si, por una parte, no estaba
muy adiestrado en los métodos propios de las ciencias históricas
el espíritu que ha inspirado la redacción de los textos árabes,
también es menester reconocer que jamás se habían atrevido
los orientalistas occidentales a zarandear los prejuicios
musulmanes. No se trata sólo de las crónicas, los mismos
textos fundamentales del Islam —aunque su idioma haya sido
estudiado desde un punto de vista filológico— no han sido
nunca objeto de análisis en razón de la crítica. Así, ha
habido que esperar el año 1953
para que un arabista, Blachére, se enfrentara con el
problema de fechar las suras del Corán. En estas condiciones
se impone un hecho evidente: Tiene que escribirse de nuevo la
historia del Islam y la de la civilización árabe.
En
resumidas cuentas, para alcanzar una comprensión aproximativa
de los acontecimientos ocurridos en España a principios del
siglo VIII, hay que dar prioridad, a pesar de sus defectos, a
las crónicas latinas y andaluzas. Servirán las bereberes
para confirmar las noticias, muy concisas, que nos dan las
primeras. Un nombre, un acontecimiento que se halle simultáneamente
en varios textos, demostrarán la existencia de una tradición
en una área
suficientemente extensa para que se pueda deducir la veracidad
relativa de un hecho histórico. Pues no hay que olvidar el
contexto que envuelve las crónicas primitivas: Han sido
escritas desde fines del IX hasta principios del XI. En lapso
de tiempo tan largo las leyendas egipcias, que son anteriores
a los códices norteños, han podido cruzar el Estrecho y
extenderse por el ámbito de la península. Contrariamente a
las autóctonas o las de cualquier otra procedencia, se han
mantenido en la historia porque pertenecían al cuerpo mismo
de la civilización árabe y las otras no gozaban de apoyo
alguno. Dicho esto, la operación matemática y crítica
resultante de la confrontación de los textos es elemental,
dado el poquísimo número de manuscritos existentes. Se
reduce a estas palabras:
A
la muerte de Vitiza una competición opuso diversos
pretendientes al trono vacante: de una parte, los hijos del
difunto; de otra, Roderico nombrado rey en Toledo de acuerdo
con el derecho germánico consuetudinario. Los primeros eran
menores de edad y sus partidarios para vencer a Roderico
pidieron socorro al gobernador de la provincia Tingitana, al
norte de Marruecos, que estaba bajo el dominio de los monarcas
visigodos. Adicto al bando de Vitiza —probablemente le debería
el cargo— mandó en auxilio de los hijos de su patrono unos
centenares de guerreros rifeños que cruzaron el Estrecho. Con
estos refuerzos sus partidarios vencieron a Roderico en un
combate que tuvo lugar en 711
en el sur de Andalucía, entre Cádiz y Algeciras. Esto
fue el principio de una serie de guerras civiles entre
diversos caudillos para alcanzar el poder, que duraron sesenta
años.
EL
CONTEXTO HISTORICO
Quedaba
reducida la invasión de España por los árabes a un episodio
vulgar, sin alcance alguno, que había sido posteriormente
transfigurado en un hecho legendario. Entonces se encuentra el
historiador ante un problema hasta ahora insoluble: ¿Cuál
era el lazo, en que consistía la relación de causa a efecto
que vinculaba el acto militar con la conversión de las
poblaciones hispánicas al Islam? ¿Cómo deducir de este
hecho la expansión de la civilización árabe en España?
Conscientes de esta dificultad, para no afrontarla, han
aceptado ciegamente los especialistas contemporáneos el mito
y sus consecuencias. Por tal motivo se cuentan con los dedos
las obras dedicadas al estudio de estos acontecimientos. Rarísimos
han sido los autores, dotados de un espíritu verdaderamente
científico, que en presencia de tales complejidades han
confesado con suma franqueza su impotencia, como Georges Marçais,
el historiador de Berbería. Insistiremos en el capítulo próximo
en este asunto. Por ahora deduciremos de nuestros
conocimientos últimamente adquiridos dos proposiciones:
1.
El
mito llegado de Egipto se ha apoyado para desarrollarse en el
paso del Estrecho por algunos centenares de bereberes. Si no
ha sido este episodio el fruto de la imaginación oriental, ha
sido posteriormente transformado en una invasión responsable
de la propagación de la civilización árabe en la península.
2.
No
existe ninguna relación de causa a efecto entre el acto
militar —si ha existido- y la presencia en España de una
cultura arábigo-andaluza.
Nos
consta hoy día que la expansión del Islam y de la civilización
árabe por el mundo se ha realizado, no por la acción de
ofensivas militares, sino por la propagación de ideas-fuerza.
Sucedió así con el Islam como con otros movimientos
similares que tuvieron lugar en el pasado o que pueden
observarse en el presente. Dedicaremos el capítulo próximo a
este estudio.
En
la segunda parte de esta obra, demostraremos cómo la evolución
de las ideas, sobre todo de las religiosas, se ha realizado en
la Península Ibérica de modo paralelo al mismo movimiento
que se producía simultáneamente en Oriente y que desembocaba
en un estado de opinión premusulmán; lo que ha permitido a
la doctrina de Mahoma propagarse con rapidez en un ambiente
favorable. Para la demostración de esta evolución de ideas
estamos mejor pertrechados que para el análisis de la
pretendida invasión.
Poseemos
una importante documentación epigráfica que describiremos en
su lugar de acuerdo con las necesidades de la discusión. Por
otra parte, existen diseminados por el país monumentos
arquitectónicos, entre ellos la Mezquita de Córdoba, que serán
objeto de descripción y estudio en la tercera parte de esta
obra. La evolución del arte confirmará la evolución de las
ideas.
Existe
una literatura latina cuya lectura hace comprensible la
oposición que ha dividido a los hispanos en partidarios de la
Trinidad y partidarios de la unicidad, rivalidad que se puede
observar desde el siglo IV’ hasta la mitad del siglo IX. La
autenticidad de estos textos es indiscutible. Copias hechas en
vida de sus autores, escritas en excelentes manuscritos, se
guardan en las bibliotecas catedralicias, nacionales y en la
del Escorial. Componen un conjunto único. Por su
originalidad, su calidad y su número se distinguen de los demás
escritos de la Alta Edad Media. Compuestos en latín con una
letra y una pintura de miniatura propias, pertenecen en su
gran mayoría a la ortodoxia cristiana; se conservan algunos
heterodoxos. Se encuentra en esta literatura la documentación
requerida para seguir la evolución de las ideas que conducirán
a lo que llamamos el «sincretismo arriano»; estado de opinión
que determinará los hechos de los siglos VIII y IX; es decir,
la cristalización del Islam en la Península Ibérica.
Se
han salvado las obras de Prisciliano por una verdadera
casualidad. Las obras de carácter heterodoxo que nos permitirían
seguir el paso de un estado premusulmán al Islam, han sido
sistemáticamente destruidas. Sabemos que los libros arrianos
fueron quemados después de la conversión de Recaredo. Como
los españoles tardaron aproximadamente dos siglos en dominar
el idioma árabe y escribirlo, los textos que más pudieran
interesarnos del VIII y del IX fueron escritos en latín. Pero
los cristianos que vivían con los musulmanes, los mozárabes,
los destruyeron cada vez que caían en sus manos para impedir
el contagio de sus maleficios. Cuando aparecieron textos árabes
escritos por premusulmanes o musulmanes españoles, había
desaparecido el «sincretismo arriano» como estado de opinión.
Se nos esfumaba el eslabón decisivo. Para reconstruirlo, como
ocurre tantas veces en la historia de las ideas religiosas,
tenemos que apoyarnos en los argumentos empleados por sus
contrarios para combatirlo; argumentos naturalmente
tendenciosos. Se ha conservado una parte de la literatura
cristiana mozárabe. Han sido escritas estas obras por autores
que en su mayoría vivían en Córdoba a mitad del siglo IX.
Copias de las mismas nos han llegado en excelentes códices de
la misma época. Componen una base determinante para alcanzar
nuestros objetivos. Reunimos estos escritores y sus códices
en un todo, con una denominación propia: Escuela de Córdoba.
Hacemos de los mismos un breve análisis crítico en el apéndice
primero.
Eduardo
Saavedra: Estudio sobre la invasión de los árabes en
España, Madrid, 1892, p. 2. Dozy:
Recherches. T. 1, p.
Louis
Bréhier: Le monde
bizantin, t. m, p. 344.
Félix
Dahn: Dic Konigue
der Germtmen, Munich y Wurtzburg, 1861.71, t.
V, p. 226. (Apud
Saavedra. Ibid.)
Levi.Provençal: Hástoire des musulmana d’Espagne, t.
1, p. 3.
Citamos
por la crónica rótense. Edición Gómez Moreno: Las
primeras crónicas de la Reconquiste: El ciclo de Alfonso
III, Boletín de la Historia, 1932, p. 615.
27 Feijoo: Teatro
crítico, t. VI: Apología
de algunos personajes famosos en la historia. La
observación de Feijoo es atinadísima. Sólo dan de la
batalla los cronicones unos datos escasísimos, pero los
historiadores describen el encuentro como si lo hubieran
presenciado: movimientos de tropas, arengas, consejos de
guerra, muertos, heridos, prisioneros... No se trata de
historia, sino de novela.
Thompson: ibid., p.
38. Sobre
el tema ver: Jacques Fontaine: Isidore
de Seville et La culture classique ¿aras L’Espagne
wisigotldque, Paris, 1959. t.
II, p. 849 y as.
Flórez, Ibid., t.
V, p. 250.
Flórez, Ibid., t.
V, pp. 235-286.
Nunca
ha reconocido Roma las leyendas medievales en torno de la
figura de Santiago y de sus relaciones con España. Las ha
tolerado como piadosas tradiciones locales o nacionales.
García Villada ha resumido en el primer tomo de su Historia
eclesiástica de España
las controversias que el tema ha suscitado sin tomar
una postura determinada en la discusión. En la nota 204
damos el resultado conseguido en sus trabajos sobre el
tema por Monseñor Duchesne.
Ignacio Olagüe: La
decadencia española, t. II, primera parte, Madrid,
1950.
En
esta historia desempeña el bereber el papel simpático.
Las crónicas árabes son unánimes: Muza era árabe, pero
las marroquíes insisten siempre en el carácter nacional
de Taric, el bereber. Así pues, el malo es el extranjero;
el bueno es el marroquí, perseguido por la envidia que
suscitan sus proezas.
Gracias
a su ingenio sabe vencer los maleficios de su enemigo que
es un extraño a la tierra. En otro capítulo comentaremos
la tradición según la cual Taric era el gobernador de la
provincia situada al norte de Marruecos; es decir la
Tingitana. Era, si fuera cierta, godo y amigo de Vitiza
que le diera el cargo. De ser así, la transfiguración de
los hechos históricos en leyenda alcanzaba también a
este personaje, de acuerdo con el movimiento general de
las ideas. El godo se había convertido en bereber.
La crónica de lbn al Hakam ha sido traducida por Slane y
publicada en francés como apéndice de su traducción de
la Historia de los
beréberes de Iba Kaldún. Citamos por los extractos
de la misma publicados por Lafuente Alcántara que siguen
a su traducción de la crónica bereber Ajbar
Maymua.
36 Dados estos antecedentes resulta muy
sospechoso todo el episodio y por consiguiente el célebre
tratado de Teodomiro, el cual, a pesar de la copia tardía
del texto en donde aparece, había sido considerado como
uno de los rarísimos documentos que tuvieran una relación
con la invasión de España. Hacemos en el apéndice
primero una crítica del mismo, para que no se nos acuse
de haber echado a
priori al cesto de los papeles un testimonio que
pudiera interpretarse como contrario a nuestras tesis.
E.
F. Gauthier: Moeurs
et coutumes des musulmana, Payot, p. 10, Paris. A
pesar de haber nacido en Túnez, es un occidental a medias
Ibn Kaldún, por su origen andaluz y su educación hispánica.