Capítulo
6
EL
COMPLEJO RELIGIOSO
La
competición religiosa entre trinitarios y unitarios, a lo largo de la
Edad Media.
Origen y divorcio de estas dos concepciones religiosas. La concepción
trinitaria se impone en Occidente, el monoteísmo unitario en Oriente.
Poseía éste mayores bienes materiales y una mucho mayor cultura
intelectual. El prejuicio occidental es responsable de la minoración
de este hecho por parte de los historiadores; lo que ha empañado el
conocimiento de la verdadera evolución de las ideas en el curso de la
Edad Media.
La
rivalidad milenaria entre las civilizaciones semitas e indoeuropeas.
Monoteístas unitarias las primeras, son polígamas; las segundas,
trinitarias y monógamas. Esta divergencia fue acentuada por la
predicación de San Pablo sobre el sexo.
La
génesis de la concepción trinitaria de la divinidad. La oposición
del arrianismo. Su propagación entre los polígamos. El sincretismo
arriano es un estado anterior al sincretismo musulmán.
Las
zonas de metamorfismo: regiones intermedias entre los territorios en
donde se han desarrollado grandes civilizaciones. Pueden en ellas las
ideas-fuerza contrarias oponerse y a veces fundirse en un nuevo
concepto. En Occidente fue la Península Ibérica una zona de
metamorfismo en donde el sincretismo arriano evolucionó hacia el
Islam.
En
el siglo IX, cuando Asia Menor se había convertido en un
campo de batalla en donde se enzarzaban el basíleus
bizantino y el califa de Bagdad, concluían a veces los dos
combatientes un armisticio y procedían a un
intercambio de prisioneros. Negociaciones tantas veces
repetidas se convirtieron en un
protocolo: Se tomó la costumbre de efectuar el trueque
en la frontera de Cilicio, en un
lugar situado a una jornada de la ciudad de Tarso. Servía
el río Lemnos de línea de demarcación. Dos puentes habían sido
construidos: uno para los romanos (con este adjetivo se denominaba
entonces a los bizantinos), otro para sus adversarios. Debidamente
alistados por una comisión mixta, se apresuraban los prisioneros
en ambas orillas. Ora uno, ora otro, se llamaba a un cristiano y a
un musulmán. Cuando atravesaban su puente, en su alegría de
verse libres y de volver a sus hogares, testimoniaban los unos la
grandeza de Alá, glorificaban los otros a la Santa
Trinidad .
Refleja
la anécdota la mentalidad que ha dominado a los pueblos mediterráneos
a lo largo de la Edad Media. Era el fruto de una competición
religiosa entre el monoteísmo unitario y una concepción
trinitaria de la divinidad. Discusiones teológicas los habían
dividido en bloques irreductibles. Desgraciadamente, no era esta
rivalidad de orden estrictamente espiritual o intelectual;
derivaba hacia la violencia. Finalmente condujo la pasión a un
estado de guerra permanente entre los dos bandos, acción que
impulsaban también otras razones, menores o gravísimas, como la
llegada de la sequía que empujaba a los turcos hacia el oeste.
Con sus más y sus menos se mantuvo esta beligerancia desde el
siglo IV (Concilio de Nicea) basta la batalla de Lepanto. El
desconocimiento o una incomprensión de esta situación ha
inducido a errores de bulto. Pues, si se aminora su importancia,
se desacopla inmediatamente el sentido de la evolución histórica
de la Edad Media.
Para
situar en sus límites exactos los términos de esta rivalidad y
apreciar su relación o su influjo en los acontecimientos, se
requiere abarcar el problema en su conjunto, en amplio panorama.
Dos principios determinan su esencia y evolución:
1.
La lenta ascensión del monoteísmo en detrimento del politeísmo,
el cual, a veces complejo, ha arraigado en la mentalidad de las
masas mucho más tiempo de lo que se había creído hasta ahora.
2.
El
divorcio que se ha establecido desde el siglo IV entre los monoteístas
partidarios del dogma de la Santa Trinidad y los monoteístas
adheridos al unitarismo, cuyas creencias heterodoxas en relación
con el cristianismo romano quedarán más tarde absorbidas por el
sincretismo musulmán.
Dominado
por el determinismo geográfico, atemorizado por las cóleras de
la naturaleza, achicado ante sus manifestaciones, aun ante
aquellas que nos parecen hoy día pueriles, desorientado por la
incomprensión de los fenómenos inherentes a su propia vida,
paralizado con demasiada frecuencia por el miedo, ha creído el
hombre primitivo distinguir en las fuerzas físicas del mundo
colindante seres superiores a los que debía reverenciar y rogar,
como si fueran uno de sus semejantes investido de un gran poder.
Se fue desenvolviendo el politeísmo de acuerdo con el genio de
cada raza y así adquirió formas muy diferentes, cuando la base
para todos era la misma. Se ha impuesto esta mentalidad en gran
parte de los tiempos históricos. Estudian hoy día los sociólogos
su influjo en las masas contemporáneas, en las muchedumbres de
las naciones industrializadas de Occidente. Sin duda alguna ha
tenido largo alcance en la formación de las estructuras de las
grandes civilizaciones.
Durante
mucho tiempo, con el candor de los primeros historiadores
cristianos, se había creído que el politeísmo y sus diferentes
manifestaciones más o menos transformadas o «rechazadas», habían
sido disueltos por la predicación de la nueva doctrina monoteísta.
Sabemos hoy día que no ha sido así. Han resistido por muchos
siglos al empeño de la enseñanza cristiana y más tarde
musulmana. Volveremos sobre el tema en el capítulo próximo,
cuando describamos la evolución de las ideas religiosas en España.
Por ahora, nos basta recordar que en sus grandes líneas esta
rectificación había sido ya iniciada en el siglo pasado. «Grecia,
escribía Renan, se ha
mantenido en sus viejos cultos, que solamente abandonó en mitad
de la Edad Media y con desgana evidente»95.
Ocurría
lo mismo en Bizancio y en su imperio. «Estaba
muy extendido el paganismo, advierte Louis Bréhier, en
la alta sociedad y en las campiñas, a pesar de los edictos
imperiales, en Grecia, donde la universidad de Atenas constituía
su último refugio, en Egipto, en Siria, en Constantinopla, en
cuya universidad enseñaban todavía en cátedras oficiales
maestros paganos. Obligada a cierta tolerancia se veía la acción
del gobierno rebasada por explosiones de furor popular que
ensangrentaban las ciudades. Una tentativa como la de Pam precios
para restablecer el culto abolido demuestra que a finales del
siglo V la cuestión del paganismo se guía siempre candente»96.
Si tal era la situación en Oriente, ¿qué sería en
Occidente, culturalmente mucho más atrasado?
Lentamente,
la mentalidad primitiva que mezclaba impresiones, sentimientos e
imágenes, poco a poco se adiestró en conceptos abstractos.
Alcanzó el razonamiento un rasgo peculiar propio del hombre
blanco: Era el principio de causalidad que empezaba a difuminarse
en medio de las tinieblas de la prehistoria. Con el transcurso de
los milenios consiguió diluir ciertas prácticas infantiles y
crueles. Inteligencias superiores lograron fundir en un solo
concepto las potencias múltiples que la fantasía humana había
vislumbrado en los árboles, en los riachuelos, en las fuentes, en
la majestad de la luna o en las radiaciones solares. Cuajó la
noción de un dios único en ciertos espíritus distinguidos.
Aparecen los primeros balbuceos de esta idea-fuerza en tiempos de
las grandes dinastías de Egipto; es decir, en fecha muy anterior
a la llegada de Abraham a tierras de Canaán. Para los iniciados,
para los sacerdotes que gobiernan la nación, sólo existe una
substancia que se engendra eternamente. Para la masa que no
alcanza estas sutilezas, Ré, el sol, es la material manifestación
de esta potencia y lo adoran las muchedumbres como si fuera un
verdadero dios. Es pro. bable que en razón de la oscuridad de los
textos, siempre difíciles de interpretar correctamente, no surja
el concepto con la nítida precisión que hemos expuesto; mas la
mayoría de los historiadores de la civilización egipcia están
de acuerdo con el hecho del brote de tallo aún tiernísimo. No
existe hoy duda alguna de que estos primeros rudimentos de la
concepción monoteísta han sido heredados por otros pueblos que
mantenían con Egipto estrechas relaciones97.
Con
muchas otras riquezas materiales e intelectuales, de Egipto
recibieron los griegos la concepción de un principio superior y
transcendieron la idea sus filósofos en un axioma metafísico que
ha modelado las culturas que heredaron o siguieron sus enseñanzas.
Sabido es el papel desempeñado por Platón y por Aristóteles en
la evolución de las ideas cristianas. La distinción entre un
ente superior y un inferior que tiene a su cargo las desgracias
humanas es un concepto cuyo origen debe de ser egipcio,
emparentado con Ré emanación de un móvil eterno, alelado de la
tierra y de los problemas terrenales. Sea lo que fuere, desarrolló
esta enseñanza Platón en el Timeo.
Posee el Ser Supremo un obrero, un demiurgo que ha construido
el mundo y la tierra. Como no es tan perfecto como el que le ha
engendrado, su obra contiene aciertos y defectos; de aquí las
bellezas y las miserias de la vida. De este modo cargaba el
demiurgo sobre sus anchas espaldas el problema del mal, secuela de
la idea de un dios perfecto, que perturbaba entonces a los monoteístas.
Para la escuela de Alejandría, este intermediario que se designa
con diversos nombres: la Luz, el Verbo, el Logos, emana
directamente del Dios Único, pero no posee su naturaleza divina.
Para
los Cristianos de los siglos II y III que son los creadores del
dogma, el Logos o el Verbo es Cristo. Con el Padre y el Espíritu
Santo forman una Trinidad, un solo dios en tres personas. Pero
este concepto base de la teología cristiana no fue unánimemente
admitido por los adheridos a la nueva fe, fueran Padres de la
Iglesia o fieles modestos. Una larga controversia tuvo lugar a lo
largo del siglo III. Se hizo necesario un concilio general. Tuvo
lugar en la ciudad de Nicea, en el año 325. Una importante masa
de disidentes se opusieron a sus enseñanzas y siguieron las
directrices de Arrio y de otros heresiarcas. Desde entonces quedó
manifiesta la división de los monoteístas. Ya no revistieron las
discusiones caracteres académicos. Los discursos en las iglesias
y los escritos se transformaron en actos agresivos, manu
militad. Ambas partes quisieron lograr el triunfo de sus ideas
en el campo de batalla.
De
los egipcios también recibieron los hebreos la enseñanza de un
principio único y superior; mas, en razón de su propio genio
rechazaron la interpretación esotérica y luego metafísica que
tuvo en tiempos de la Escuela de Alejandría. En lugar de ser un
ente abstracto que se manifiesta por una o más emanaciones de su
persona, el dios de Israel es providencial. En realidad se trata
de una concepción antropomorfa. Jahvé cuida de su pueblo como un
burgués de su Jardín. Se pone alegre cuando se abren y rompen
flores bellas. Se enfada cuando la cizaña amenaza con abogarlas.
Mas, en sociedades predispuestas a un sentimiento religioso
estrecho, lo que generalmente ocurre cuando se anquilosa el dogma,
conduce fatalmente este antropomorfismo a actos sociales y políticos,
inconcebibles en un principio. Era Israel el pueblo elegido de
Dios. Ha sido causa esta ilusión de desgracias incontables; tanto
más que fue heredada por los monoteístas posteriores, los cuales
la transcendieron a un plano intelectual. Ellos sólo estaban en
posesión de la verdad, los que no participaban de sus ideas
estaban en el error y vivían en las tinieblas. Las consecuencias
de tal desatino, pecado de orgullo, eran fáciles de deducir:
Cuando se dividieron los monoteístas en el siglo IV con motivo
del dogma de la Trinidad, se agredieron mutuamente con ferocidad.
Se hicieron guerra sin piedad; de tal suerte que a finales de
siglo pudo escribir el historiador latino Amiano Marcelino: «No
hay bestias tan crueles para con los hombres como la mayo ría de
los cristianos lo son los unos para los otros». Proclamábanse
estos fanáticos discípulos de Cristo, sus actos y sus escritos
pocas relaciones tenían con las lecciones del Maestro. La
intransigencia y la maldad habían borrado de sus corazones las
dulces palabras del Evangelio. Poca semejanza tenían sus
pensamientos y sus escritos con las enseñanzas de los filósofos
paganos que citaban para darse postín de hombres cultos. Desde el
siglo IV hasta el fin de las guerras de religión en el siglo
XVII, la persecución religiosa ha asolado el Occidente trinitario
y el Oriente unitario. Enfrentó entre sí a los monoteístas:
ortodoxos contra heterodoxos, cristianos contra musulmanes,
chiitas contra sunitas98.
Gravísima
consecuencia tuvo este estado de opinión en la evolución histórica
de la humanidad blanca. En razón de una divergencia cada vez más
acentuada, se aislaron las dos ideologías, sin contacto la una
con la otra. Ignoraron los cristianos los esplendores de la
civilización árabe, cuando alcanzó las altas cumbres; lo que no
deja de ser notable en el caso de los bizantinos que nada de ella
aprendieron a pesar de su vecindad y de sus relaciones con sus
antiguas provincias. Más tarde ocurrió lo mismo con los
musulmanes, los cuales tampoco quisieron saber de la evolución de
las ideas en las naciones cristianas, al llegar los tiempos
modernos.
Existieron
también otras razones que han alentado esta oposición; mas,
desde un sencillo punto de vista descriptivo, en amplio panorama,
hay que reconocer este hecho: la creencia de poseer la verdad, la
única verdad, era en gran parte responsable de esta mutua
animosidad, al enfrentarse dos sociedades poseedoras cada una de
su propia verdad. Tanto es así que el contacto de ideas entre las
dos pudo llevarse a cabo en lugares en donde por obra de
circunstancias especiales se encontraba atenuada la tensión
religiosa. Así en España, que en cierto momento de la Edad Media
fue un no man’s land, una
tierra de nadie entre ambos adversarios. Corto resultó este
tiempo de ósmosis, aunque fecundo. Pues fue ahogado por la reacción
confesional. De una parte, en el bando mahometano por almorávide
y almohade que destruyeron la cultura arábigo-andaluza; por otra
parte, por la Reforma de Cluny en el momento álgido de la cruzada
franca hacia el sur, la que rechazó con horror las concepciones
filosóficas y gran parte de las culturales del genio andaluz
perseguidas por sus teólogos y sus gentes de armas. De tal suerte
que lograron estos conceptos mantenerse en el curso del tiempo e
influir en las generaciones posteriores, a costa de disfrazarse y
enmascararse en los juegos y fuegos artificiales del Renacimiento.
Tan hábilmente fueron colocados máscaras y disfraces que hasta
nuestros días se desconoció su origen y ascendencia.
Se
ha mantenido hasta nuestros días el impacto de este criterio.
Prejuicios tenaces han dominado los espíritus, hasta las mentes más
liberales, no sólo a lo largo del siglo XIX, sino también la
gran mayoría de los historiadores contemporáneos. Se trata de la
deformación de una perspectiva histórica que se traduce por un
exceso de occidentalismo. Se había creído que el Renacimiento
había heredado directamente las enseñanzas de la civilización
griega, después de un largo período oscuro peyorativamente
denominado: «edad de hierro». Por estimación o por amor propio
mal entendido, se había exagerado el concepto según el cual el
cristianismo era el heredero directo del genio helénico; Santo
Tomás, el sucesor verdadero, es decir, sin intermediario alguno,
de Aristóteles. Por no haber valorado en sus estrictos términos
el hecho de la división de los monoteístas, se había
desestimado la evolución de las ideas en todo el ámbito de la
cuenca mediterránea. Se había desconocido el enorme progreso
realizado en el campo unitario en todas las disciplinas y de modo
particular en las científicas. Si nos referimos, por ejemplo, a
las matemáticas, las que por su naturaleza no suscitan pasión
alguna, sea política o confesional, se os asegura aún hoy día
en la mayoría de los textos que había proseguido Galileo los
trabajos empezados por Arquímedes en el siglo III antes de J.
C... La mayor parte de la historia de las ciencias se había
escamoteado.
Era
también responsable de este error de perspectiva la incomprensión
del papel desempeñado por Roma en su acción de crear el Imperio.
Había conseguido confederar las ciudades y las provincias
situadas a orillas del Mediterráneo. Mas, en razón de la
simplicidad con que se concebían antaño los hechos históricos,
se había creído que la potencia político-militar y la creación
de ideas componían las dos caras de una misma medalla; es decir,
la estructura de una civilización. No era así. Han existido
civilizaciones muy importantes—acaso las más fecundas—, cuyas
sociedades jamás consiguieron una hegemonía militar, ni tan
siquiera a veces el equilibrio de un orden político. Nunca dominó
Atenas el ámbito helénico por la fuerza de las armas. Roma había
solamente establecido la paz en el Mare Nostrum. Había permitido
esta unificación una mayor inteligencia entre sus partes
orientales y occidentales. Era preciso desechar demasiadas
ilusiones. Habían adquirido ciertas provincias de Occidente una
enorme potencia material que se traducía, verbi
gratia en la Bética, por una fuerte demografía, amplios
negocios y gigantescos trabajos como los de Rió Tinto.
Personalidades distinguidas nacieron en dicho ámbito, así un
Trajano; destacaron genios cual Séneca. Sus poblaciones no poseían
ni la tradición, ni la condensación intelectual requerida para
que el aliento creador lograse brotar y desarrollar de tal modo
que arrastrase a las masas ciudadanas. Era la situación muy
parecida a la existente en los tiempos modernos en América,
comparándola con Europa. A pesar de sus iniciativas en las
materias más diversas, hasta ahora ha estado siempre circunscrito
el fluir de las ideas a la vieja feracidad de nuestro continente.
En mucho tiempo y de modo parecido ha gozado el Oriente mediterráneo,
es decir, en la mayor parte de la Edad Media, de una savia
vivificante que ha fecundado los siglos posteriores; mientras que
sólo mantenía Occidente un precario statu
quo. ¡Y aún! No consiguió conservar en su pureza la lengua
latina. Fue a partir del siglo X cuando gérmenes nuevos empezaron
a brotar y a florecer en Andalucía; lugar que había constituido
siempre una excepción en Occidente. Permitió este impulso en el
siglo XI dar vida a lo que Vossler ha llamado el «primer
Renacimiento».
No
fueron testigos los siglos de la hegemonía romana de la labor
creadora del genio ni en las artes, ni en las ciencias, ni en la
filosofía. Cierto, existieron movimientos de ideas cuyo impacto
alcanzaría a las futuras generaciones. Era la segunda época de
la Escuela de Alejandría, en la que un Filón y un Plotino con su
neoplatonismo tanto impulsarían el desarrollo de las ideas
religiosas. Fueron los Padres de la Iglesia quienes articularon el
dogma cristiano; los trabajos de Diofanto y Teón (siglos III y
IV) iban a permitir en tiempos posteriores la aparición del álgebra.
Mas, si se prescinde de la efervescencia poética del siglo de
Augusto, el centro del hervor de las ideas se hallaba en Oriente.
Nada similar se manifestaba en Occidente. Ni el genio de un San
Agustín, ni la poesía de un Prudencio eran capaces de desviar o
de modificar la expansión de las ideas que llegaban arrolladoras
desde Oriente.
Inexacto
era calificar la Edad Media de «edad de hierro», por lo menos en
lo que concierne a Occidente. No habiendo existido un estado
anterior de superioridad, difícil era situar este decaimiento. Si
decadencia había era estrictamente material, económica, social y
política. Tan sólo fue en épocas muy posteriores, a finales de
la Edad Media, a excepción de España, cuando la vida intelectual
consiguió arraigar. Al contrario, había conocido Oriente la
cultura helenística en todo su esplendor, la efervescencia de la
bizantina. Se condensaban allí los elementos que iban a brotar en
maravilloso florecimiento: la civilización árabe.
Volvamos
para orientarnos a la evolución de las ciencias matemáticas que
nos puede servir de hilo conductor. Los antiguos, los hebreos, los
griegos, los romanos, empleaban letras para señalar números.
Desconocían el cero y el empleo de los decimales. De este modo se
encontraban enfrentados con problemas insolubles que resuelve hoy
día con facilidad un joven escolar. Fueron los monoteístas
antitrinitarios, directos herederos de las enseñanzas de la
civilización helénica, quienes lograron sacar las ciencias del
pozo en que se hallaban metidas. Establecieron las bases de un
nuevo idioma matemático. Crearon signos especiales para
determinar cifras. Concibieron los matemáticos hispanos,
musulmanes y judíos, un nuevo procedimiento operatorio en función
del cero. Aprendieron a multiplicar y a dividir, a aplicar los
nuevos signos y el nuevo lenguaje al álgebra y a la trigonometría;
en una palabra, crearon la aritmética que sirve de base a las
matemáticas modernas. Por consiguiente, volvía Galileo a
estudiar las cuestiones de física que había barruntado Arquímedes;
mas, cuando no sabía el Antiguo multiplicar ni dividir, empleaba
el Moderno el cálculo que utilizamos en nuestros días. Se
enfrentaban los dos sabios con los mismos problemas, pero Galileo
podía resolver los que eran insolubles para Arquímedes por la
sencilla razón de que gozaba del uso de una ciencia que había
requerido a la humanidad nada menos que dos mil años de
esfuerzos.
Asimismo,
deformaba este error de perspectiva la comprensión de la evolución
del pensamiento religioso. Los heréticos orientales—por lo
menos aquellos que pertenecían a movimientos importantes como el
arrianismo—, no eran unos vencidos como se ha escrito demasiadas
veces. Si sus ideas no arraigaron en Occidente, no se debiera
ignorar la extraordinaria expansión que tuvieron en Oriente y el
papel que desempeñaron en la formación de una de las más
importantes religiones e a tierra, el Islam. Pues ellas fueron la
base que permitió la estructura de la civilización árabe.
Era
esta desacertada concepción el resultado de una enseñanza
tradicional. No podía inculparse a una escuela, ni a una opinión
envenenada por la polémica. En estos términos se expresaba hace
unos años en una obra importante un autor que admiramos y que ha
sido renombrado por su independencia de juicio:
«Sin
aminorar nuestra repulsión por las calumnias con las cuales se ha
querido empañar la memoria de los heréticos, escribe Pierre Lassère
en 1925, tenemos que reconocer entre los ilustres adversarios que
les combatieron.., mayor número de hombres de altura que entre ¡os
disidentes. Han discernido mejor la vía de la humanidad. Han
desbrozado el camino y preparado el futuro a una religión
civilizadora, heredera de la unidad romana, sola en defender
entonces el mundo de la barbarie... Y más lejos: En tiempos de
los Padres, estaba el cristianismo en competición con otros
cultos, su filosofía en oposición con otras filosofías que
trataba de eliminar. En la época escolástica ya se ha realizado
la eliminación. Ha vencido el cristianismo. Es la religión, la
sola filosofía 99.
Se
transluce claramente en estas líneas el error de perspectiva
mencionado. Para el autor la humanidad es una parte de Occidente.
Pues el criterio expuesto por Lassére es exacto, qué duda cabe,
pero tan sólo para algunas regiones de Europa en el curso de la
Edad Media. No puede extenderse al continente. Si fuera así, el
problema que representa la España herética y musulmana no podría
concebirse, ni entenderse. Los grandes maestros de la escolástica,
los Alberto Magno, los Tomás de Aquino, han precisamente afilado
sus plumas para combatir ideas que desde España habían irrumpido
por doquier. Por otra parte, para el actual pensador, para el
historiador contemporáneo la humanidad no es sólo Occidente,
sino el conjunto de las civilizaciones que han amanecido en la
tierra Durante la Edad Media
han
existido algunas como la china y las indostánicas equiparables
sino superiores a la que se condensaba modestamente en nuestras
comarcas. Ninguna de ellas era monoteísta. ¿En qué ha vencido
el cristianismo a los heréticos partidarios del unitarismo? Salvo
en Occidente, ¿no sería mis bien lo contrario...? Ha asimilado
el Islam en Asia y en África a millones de seres que eran
cristianos, aunque tuvieran en ciertos asuntos un criterio
distinto del sustentado por Roma. Y esto sin contar a los
heterodoxos griegos.
Ha
heredado el Occidente cristiano la ciencia y la filosofía árabe
que le puso en conocimiento de la filosofía griega. Por lo tanto
se debe desechar el prejuicio occidental y elevar la proyección
histórica. La querella que dividía a los monoteístas interesaba
al conjunto de los hombres blancos. Por esto, cuando los efectos
de esta rivalidad se hubieron aminorado y la imposición del
cristianismo sobre la vida intelectual hubo perdido la fuerza que
tuvo en la Edad Media, pudo propagarse la herencia de las
civilizaciones griega y árabe. Se condensó un ambiente creador:
Surgió el Renacimiento.
Ha
enseñado el historiador norteamericano Breasted que, para
alcanzar el sentido de la evolución del mundo antiguo, era
menester concebir ‘los pueblos de aquellos tiempos como si
hubieran constituido dos ejércitos gigantescos que se hubieran
opuesto por milenios:
Eran
los semitas en lucha contra los indoeuropeos. Por nuestra parte,
hemos transpuesto en nuestros trabajos los caracteres restrictivos
de esta concepción a un horizonte más amplio. No son los cuerpos
de ejército, sino las civilizaciones, las que desde cliii milenio
hasta el siglo XVI pueden agruparse en familias de las cuales se
conoce la filogenia. En otros términos, se podría condensar la
historia del hombre blanco en estas breves palabras: Ha sido el
resultado de una larguísima competición entre las familias de
las civilizaciones semitas y de las indoeuropeas, desde la aparición
de la escritura hasta hoy.
En
un principio se manifestó esta rivalidad en Asia; luego, desde el
primer milenio el frente se extendió poco a poco por las orillas
del Mediterráneo. Los indoeuropeos, llegados por el valle del
Danubio, dominaron las regiones situadas al norte del mar; los
semitas el litoral del sur. Por turno, conocieron ambos
adversarios momentos de apogeo y de crisis; pero con la proximidad
de la era cristiana, de acuerdo con el estiramiento del frente
hacia el oeste, parecía que los semitas se hallaban en
inferioridad. Después de haber estado separados por el mar un
cierto tiempo, volvieron a encontrarse ambos adversarios, entonces
representados por griegos y cartagineses, en tierra firme, sobre
el suelo de España.
Desde
un punto de vista militar parecen haber perdido la partida los
semitas. Anteriormente vencidos por los hititas, lo son de nuevo
por los persas, por Alejandro y sus generales, y al fin por los
romanos. Por causas que aún son oscuras, no consiguieron estos últimos
a pesar de sus empeños sucesivos reconstituir el imperio efímero
del Macedonio. Fueron sumergidos no sólo por una nube de
combatientes, sino, hecho más grave, por una riada de ideas
orientales que rompió sobre Occidente, anegándolo todo. Luego de
una larga y confusa situación que siguió a la dislocación del
Imperio Romano, se condensó una nueva civilización en estas
tierras profundamente abonadas por culturas anteriores. Tomó la
ofensiva el Islam. Se hizo el amo de Oriente y la milenaria
competición entre indoeuropeos y semitas de nuevo prosiguió
hasta el siglo XVI, en que la batalla de Lepanto puso término a
su hegemonía militar y a su expansión hacia el Oeste.
No
podemos ahora describir los diversos rasgos que han caracterizado
en el curso del tiempo a estas dos familias de civilizaciones. Nos
basta precisar para la claridad de esta exposición que la última
fase de esta competición ha tenido lugar en las regiones mediterráneas.
Se habían convertido los semitas al unitarismo y conservaban la
tradición jurídica polígama, mientras que los indoeuropeos habían
sido conquistados por las ideas trinitarias y conservaban su
tradición jurídica monógama100.
En
el estado actual de los conocimientos no se puede desconocer, como
lo ha hecho la historia clásica, la existencia de la vida sexual
y el papel que ha desempeñado en la estructura de las
civilizaciones. Están de acuerdo hoy día los antropólogos en
reconocer que en las tribus salvajes los tabúes de orden sexual sólo
han existido en número muy restringido de sociedades. Tal como se
presenta aún en nuestros días en Occidente el problema, hay que
reconocer que está circunscrito a las zonas de su influencia
cultural. Desde un punto de vista más general, en razón de la
herencia, del clima y de otros factores que ignoramos, se han
desarrollado las familias en cada región con caracteres
diferentes. Aquí dominaba la poliandria, allá florecía la
poligamia, ahí era la monogamia la que se había convertido en
una costumbre social. Entonces, para alcanzar una adecuada
comprensión de las ideas al principio de la era cristiana,
conviene apreciar en su justo valor las consecuencias del impacto
causado por el problema de la cuestión sexual en la división de
los monoteístas.
No
presentan dificultad alguna los textos cristianos primitivos,
pertenecientes a la tradición israelita, por la sencilla razón
de que acatan la ley judía, la que según los Evangelios siempre
ha reconocido y observado Cristo. Era polígama, como la de los
pueblos semitas. Al contrario, aquellos que han sido redactados
por intelectuales israelitas influidos o asimilados por la
civilización griega, o por verdaderos occidentales, plantean un
problema desconocido hasta entonces o por lo menos en términos
jamás empleados. Ha sido sobre todo obra de San Pablo que era un
judío helenizado. Era lógico que predicara las ventajas de la
monogamia, como lo ha expresado en la segunda parte de su primera
Epístola a los Corintios. Mal se concibe que un misionero para
atraer prosélitos pertenecientes a una nación más culta y
desarrollada que la suya, hubiera empezado por asombrar a su
auditorio exponiéndole doctrinas opuestas a su tradición
cultural y a sus costumbres familiares; lo que en este caso
constituye un acto mucho más grave que la exposición de nuevos
conceptos religiosos. Pues goza el espíritu en una gran proporción
de una mayor plasticidad que el cuerpo, plasticidad que éste no
posee, esclavo del hábito. Tanto más que el auditorio griego del
Apóstol sabía que pertenecía a una nación en donde existía el
principio jurídico polígamo. Es probable que en razón de sus
convicciones particulares no pudiese escapar el orador a cierto
complejo de inferioridad: «Cierto, parece afirmar. Pertenezco a
una sociedad polígama, pero personalmente soy monógamo como
ustedes». Más aún, insistía el Apóstol, como si quisiera
defenderse de las probables censuras que le harían sus
compatriotas, «soy como ustedes monógamo, pero ante todo predico
las virtudes del celibato y la superioridad de la continencia».
Esto
era lo nuevo en la predicación de San Pablo. Gozaban estas ideas
de larga ascendencia en las civilizaciones semitas. Se ha dicho,
es verdad, que la escuela de Pitágoras había predicado la
ascesis y la continencia. Pero, como su ciencia, esta enseñanza
tenía un origen oriental. Como el gnosticismo y afines que tanta
influencia tuvieron sobre los cristianos de los primeros siglos,
su origen «debía de buscarse en una tradición mágica
procedente de los tiempos más lejanos»101.
Parece que últimamente habían reverenciado estas ideas los
esenios, pero fue San Pablo quien primero las propagó en el mundo
indoeuropeo de Occidente. Mas añadía algo de su cosecha. Mudos
son los Evangelios acerca de la constitución jurídica del
matrimonio, fuera monógama o polígama. No ha condenado Cristo la
institución familiar de su pueblo, que era la norma de los
semitas y que ha seguido siéndolo hasta nuestros días. Tampoco
se encuentra en los textos evangélicos nada que se parezca a los
elogios del celibato y de la continencia predicados por el Apóstol.
En
los tiempos antiguos y por todo el ámbito de la tierra se
explayaba con entera libertad la vida sexual. Las barreras
actuales establecidas por la sociedad occidental son recientes
desde un punto de vista histórico. El problema sexual, de
existir, estaba restringido al mínimo. Pero no tenía relación
alguna su acción con el estatuto jurídico, monógamo o polígamo,
de la sociedad. Trataremos de este tema en otro capítulo por su
importancia en la historia de España. Por el momento nos basta
apuntar que esta institución legal era la consecuencia de una
concepción propia acerca de la vida y de la constitución de la
familia dentro de la tradición de una civilización.
Lo
importante y lo grave de las enseñanzas de San Pablo era la
inserción de la continencia entre cuestiones meramente religiosas
y teológicas, pues apuntaba contra la sociedad en cuanto a la
constitución de la familia y de la procreación. Desde entonces,
posición tanto más reforzada por el gnosticismo y afines, ha
tenido tendencia el cristianismo, según el fluir de la moda en
los tiempos históricos, a fomentar la concepción según la cual
la virginidad, la continencia y el celibato eran estados
considerados como superiores al matrimonio. Siendo así, como todo
cristiano debe anhelar la mayor perfección posible, ha de huir de
este sacramento. Los excesos de los dualistas, gnósticos y otros,
que predicaban el suicidio colectivo, por falta de procreación,
con lo cual se conseguía de una vez para siempre acabar con el
problema del mal en esta tierra, era la sencilla deducción del
principio predicado. Pero, como la doctrina era antinatural y
antisocial, ha sido combatida en todos los tiempos por los poderes
públicos. Fatalmente tenía que desmerecer en ciertos momentos,
para renacer más tarde como una explosión en los tiempos de
histerismo colectivo. Como el principio se encontraba en la
doctrina predicada por San Pablo, se prosiguieron las discusiones
hasta los tiempos modernos. Así Calvino, condescendiente, rebajándose
a ocuparse de los asuntos prácticos de la comunidad, concibió la
fantástica ordenanza según la cual se regulaban, sin
concupiscencia y sin voluptuosidad alguna, el modo, uso y
disciplina de los deberes conyugales que debían cumplir los
desgraciados burgueses de Ginebra.
Es
posible que fuera Zoroastro responsable de esta mentalidad. Sus
enseñanzas o por lo menos una parte habían sido asimiladas por
ciertas minorías judías y probablemente no eran desconocidas de
Pablo de Tarso. Florecían en consonancia con las oleadas de la
moda que ponía en el candelero las extravagancias gnósticas.
Ascetas,
anacoretas, comunidades que vivían en lugares rupestres para
dedicarse a la oración y adiestrarse en ejercicios ascéticos,
han existido desde tiempos muy antiguos. Si sabemos que han
arraigado estas manifestaciones y se han propagado en los pueblos
semitas, también nos consta en contrapartida un hecho cierto: la
existencia de una estricta minoría que para cumplir estos fines
vivía apartada de la sociedad. Por el contrario, la predicación
de San Pablo a los pueblos indoeuropeos se esfuerza en convencer
al cristiano de una nueva concepción antropológica: la
superioridad de la virginidad y del celibato sobre el matrimonio.
Pero este cristiano no debe encerrarse en un templo o aislarse en
una cueva. Es menester que recorra las calles, que frecuente las más
diversas clases sociales; en una palabra debe emprender un intenso
apostolado102.
Como lo hemos estudiado en otro lugar, se desprende de esta enseñanza
un nuevo misticismo, un misticismo de la acción propio de los
pueblos indoeuropeo en contraste con el del éxtasis genuino de
las civilizaciones semitas103.
Es posible que no haya sido San Pablo el primero en predicar estas
ideas a los pueblos indoeuropeos. Lo que importa para el
historiador es que estas ideas han sido aceptadas posteriormente
por el cristianismo occidental. Mas entonces, alcanzaba la
competición entre los monoteístas un carácter que no había
revestido hasta el momento la rivalidad milenaria entre semitas e
indoeuropeos.
Desde
un estricto punto de vista occidental el hecho de la doctrina no
adquiría en la práctica ninguna mayor dificultad. Habiéndose
convertido la enseñanza de San Pablo en la base del dogma
cristiano, el problema histórico hubiera alcanzado importancia
grandísima si se hubiera extendido a la totalidad de la raza
blanca. Pasaba desapercibido al circunscribirse a los discípulos
trinitarios del Apóstol, los cuales indoeuropeos vivían en
Occidente. En la milenaria competición que había enfrentado los
semitas polígamos a los indoeuropeos monógamos, se habían
opuesto de modo natural estas dos concepciones de la familia, como
un carácter diferencial cualquiera. Se era monógamo o polígamo,
lo mismo que se nace en una familia pobre, rica o principesca.
Hasta la era cristiana, semitas e indoeuropeos habían vivido en
territorios ampliamente delimitados por la geografía. Con la
dislocación del Imperio Romano esta situación se transformó. En
ciertas regiones, en Asia o en Europa, en España o en el Irán,
que en la época eran zonas de metamorfismo, semitas e
indoeuropeos, polígamos y monógamos, unitarios y trinitarios, se
hallaban entremezclados en una misma sociedad. Entonces alcanzó
la competición enorme complejidad y a veces la pasión inflamó
las poblaciones divididas en un mismo lugar. Ya no eran un estado
jurídico, ritos, cultos que se oponían, sino una diferente
concepción de la vida.
Para
comprender las dimensiones de esta divergencia basta confrontar la
enseñanza de San Pablo en sus Epístolas con la de Mahoma en el
Corán. Para el primero, la ascesis y la continencia, es decir, el
esfuerzo de la voluntad para alcanzar un estado fisiológico
antinatural—pues el hombre ha sido construido para el amor y
para asegurar su descendencia—, está considerado como un ideal
que debe perseguir el cristiano para tener derecho a los goces
eternos. ¿No es la obra de la carne el pecado de la humanidad?
Afirma el Corán lo contrario:
Cuando
es realizado conforme a la ley natural, no presenta el acto sexual
carácter alguno reprobatorio; es agradable al Señor, el cual,
decimos nosotros, es responsable al fin y al cabo de la constitución
fisiológica del hombre. Más aún: «Cada vez que hacéis la obra
de la carne, dais una limosna:». La limosna es la creación de la
vida104.
Según esta enseñanza se convierte el individuo en un justo, no
porque ha refrenado, «rechazado» o desvirtuado sus legítimos
impulsos sexuales, sino por la honestidad de su existencia. Tal es
el ideal que es menester lograr, objetivo por otra parte mucho más
accesible que la continencia al común de los mortales. Pues Dios
ha hecho partícipe al hombre de los placeres de la lujuria para
que tuviera un precedente anticipado de los gozos que le esperan
después de la muerte si por sus actos merece franquear las
puertas del Paraíso.
La
oposición entre estas dos concepciones no podía perturbar la
sesera del burgués que en la Edad Media moraba en Paris a orillas
del Sena, ni la del creyente que en la misma época se albergaba
en Bagdad, a orillas del Tigris. No era lo mismo para las
poblaciones que vivían en zonas de metamorfismo, como en España,
en donde competían ambas religiones. Entonces ya no se trataba de
una lucha estrictamente espiritual. Un complejo de orden sexual
dominaba las masas y sus reacciones. De aquí la complicación del
problema religioso. Tal fue sin duda la situación en las
provincias asiáticas de Bizancio antes de la explosión del
sincretismo musulmán. Tal fue sin duda el caso de España en la
Edad Media, en el curso de la cual una oleada lujuriosa polígama
dominó por de pronto el país por varios siglos, para ser luego
«rechazada» insensiblemente a partir del siglo XIII por otra
oleada ascética monógama. Si no se aprecian las consecuencias
particulares y sociales de este régimen de ducha fría y caliente
que han aguantado las poblaciones hispanas, nada se puede entender
de su historia.
Resulta
ahora posible comprender el alcance de la predicación de San
Pablo para el futuro de la raza blanca, cuyas minorías
esclarecidas arrastraban a las masas hacia una concepción monoteísta
de la divinidad. Cuajaban los antecedentes de un divorcio que iba
a ser trágico. El Apóstol, que era un hombre sensato y con
experiencia, tuvo buen cuidado de no resbalar hacia las locuras de
las sectas dualistas o en las lucubraciones de los gnósticos. Si
no podía vivir castamente, para no quemarse, podía el cristiano
casarse. Era mis liberal que la Iglesia Romana: En su primera Epístola
a Timoteo escribe «que el obispo tiene que ser irreprochable, el
marido de una sola mujer», es decir, que para ser elegido el
postulante para su cargo episcopal debe haber seguido el ideal
monogámico indoeuropeo y no la poligamia de la tradición judía.
Tan obseso estaba el autor por la idea que la repite mis lejos a
propósito de los diáconos. «Que sean los diáconos esposos de
una sola mujer»105.
Mas no podían estas tolerancias eliminar los fundamentos de la
doctrina.
Por
su predicación acerca del sexo quemaba San Pablo las naves no sólo
respecto a la tradición judía, sino al conjunto de la familia
semita. No pudo por esta razón desarrollarse el cristianismo en
las tierras que habían visto nacer a su Fundador, en donde había
efectuado su predicación y cuyas poblaciones le habían dado sus
primeros discípulos. Podía el neófito transigir con
prohibiciones concernientes a los ritos y a las costumbres de
orden secundario como la circuncisión o ciertas normas
alimenticias. Le era imposible trastornar su estatuto familiar y
renegar del genio de su raza. A veces ha ocurrido esto en la
historia, pero en circunstancias muy particulares, cuando una
nueva concepción de la vida iba envuelta en una cultura superior
invasora. El desfase entre las civilizaciones precolombinas y la
del Renacimiento que traían los españoles a América, explica la
desaparición de sus religiones autóctonas. No era éste el caso
de las poblaciones mediterráneas al principio de la era
cristiana. Por la rigidez de su doctrina en cuanto al matrimonio,
era difícil que la propagación del cristianismo pudiera
prosperar en los pueblos semitas polígamos. En realidad, después
de la predicación de San Pablo, habíase convertido el
cristianismo en una religión adecuada sólo para los
indoeuropeos.
En
resumen, en la competición milenaria que ha dividido a los
blancos en indoeuropeos y semitas, aparecían al principio de la
era cristiana dos opiniones contrarias enraizadas en cada uno de
estos grupos humanos: una concepción religiosa en relación con
el sexo y el matrimonio, una oscura y particular interpretación
de la divinidad.
Para
los apóstoles que han conocido a Jesucristo y para sus discípulos
que no han podido tratarlo, el Maestro es el Mesías: el Redentor
según la tradición judía y además el Hijo de Dios según su
propia convicción. Ha sido enviado por su Padre a esta tierra
para salvar al pueblo de Israel. Para los judíos helenizados y
para los griegos que han sido educados en la escuela de Alejandría,
Cristo es el Logos. Su Padre le ha encargado no sólo de salvar al
pueblo de Israel, sino al género humano. Permitía esta extensión
de la tradición judía una concepción que podían admitir los no
judíos. Desde el siglo II, para todos aquellos que no han podido
tener contactos personales con los primeros cristianos, se
idealizaba la persona de Cristo. Alcanza un carácter abstracto,
favorecida la transposición por una corriente filosófica
entonces de moda: la teoría de los eones.
Se
presentaba entonces una dificultad por demás compleja: No podía
ser Cristo el Dios único, lo que estaría en desacuerdo con el
Evangelio. Por otra parte, su esencia divina había sido
reconocida por los cristianos; les era imposible admitir en el
hecho de su aparición en Judea la acción de un mediador, como lo
proclamaban Marción, ciertos gnósticos y demás dualistas. Para
conciliar estos extremos concibieron algunos intelectuales del
siglo III una doctrina muy complicada acerca de la Trinidad. Como
se emparentaba con las concepciones filosóficas entonces
dominantes, pensaron sin duda que pondría de acuerdo a todo el
mundo. Ocurrió lo contrario. Provocó la discordia que iba a
dividir hasta nuestros días a los monoteístas.
Numerosos
han sido los autores que han visto alusiones al misterio de la
Santa Trinidad en el Nuevo Testamento. Creemos sin embargo
indiscutible el hecho siguiente: Las palabras y las frases que se
pueden espigar en los Evangelios o en las Epístolas de San Pablo,
sin discutir su alcance, no poseen la estructura de la doctrina
tal como ha sido expuesta en el Concilio de Nicea. Había sido el
fruto, sin mayores averiguaciones que no interesan a nuestro
problema, de larguísimas y violentas discusiones que habían
durado dos siglos.
Existe
en la primera Epístola de San Juan un versículo acerca de los
tres testigos en el cielo que se ha hecho célebre106.
Cuando la impresión de las primeras biblias políglotas, el
humanista español, Lebrija, editor de la más antigua, y más
tarde Erasmo, se dieron cuenta al confrontar los textos latinos
con los griegos que se trataba de una interpolación tardía; lo
que fue motivo de terribles discusiones. En nuestros días colocan
los exegetas el versículo entre comillas. El canónigo Crampon,
autor de una moderna traducción de la Biblia que ha sido una de
las más leídas en este siglo y de mayor autoridad en los medios
católicos, pone en nota: «No se encuentran las palabras puestas
entre comillas en ningún manuscrito griego anterior al siglo XV,
ni en ningún manuscrito de la Vulgata anterior al VIII107.
Podemos asegurar al lector que no se trata al referir este
incidente de una digresión. Mencionamos ahora la existencia de
esta interpolación para el esclarecimiento de las ideas; pues,
como lo veremos cuando tratemos de la revolución del siglo VIII,
tuvo este versículo su importancia.
Ya
en el siglo II ha sido objeto la concepción de la Trinidad de
referencia poética por parte del autor de la Oda a Salomón, si
en verdad pertenece el texto a dicha fecha.
Un
vaso de leche me ha sido ofrecido,
Lo
he bebido en la dulce suavidad del Señor.
El
Hijo es esta copa,
El
que ha sido ordeñado, es el Padre,
El
que lo ha ordeñado es el Espíritu Santo108.
No
todos los autores cristianos sin embargo reconocían la doctrina
que se estructuraba. Una personalidad tan destacada en el siglo
II, como San Ignacio de Antioquia, en su Epístola a los
cristianos de Esmirnia, que constituye según palabras del padre
Hamman «un resumen de la fe cristiana en aquel tiempo», es
decir, que hace estado del cristianismo en una fecha determinada
de su evolución histórica, no menciona a la Trinidad. Justino,
el primer filósofo cristiano, sigue en este asunto la tradición
platónica y las lecciones de la Escuela de Alejandría. El Verbo
es el mediador entre Dios y el mundo. «.No sólo por los griegos
y por boca de Sócrates el Verbo ha hecho conocer la verdad; también
los bárbaros han sido esclarecidos por el mismo Verbo, hecho
hombre y llamado Jesucristo. Y más lejos.. La desgracia os llegará.
El Verbo os lo declara, el Príncipe más poderoso y más justo
después de Dios que lo ha engendrado»109.
Para
Orígenes, al principio del siglo III, como Hijo está subordinado
Jesús a la autoridad de su Padre. Ha sido creado por Dios de la
nada y lo ha elevado hasta El. Por esto goza de la mayor autoridad
entre las criaturas. Citas parecidas podrían multiplicarse. lo
que importa es la existencia de una variedad enorme de opiniones
con lo cual las discusiones se hicieron interminables. Se imponía
la convocatoria de un concilio para poner orden y encauzar la
doctrina. Tuvo lugar en Nicea, en 325. Pero intervino la política,
y la profesión de fe sobre la Santa Trinidad fue impuesta por la
fuerza del Estado a todos los disidentes, dentro de los cuales la
cabeza mis importante era Arrio cuyos seguidores eran numerosísimos.
Entonces empezó la división entre los monoteístas que se ha
mantenido hasta ahora.
Desde
el principio de la expansión de las ideas cristianas, las más
diversas concepciones acerca de la persona de Cristo aparecen y
tuvieron una vida corta o larga. Se pueden juntar estas opiniones
en tres grupos principales:
A.
las teorías según las cuales ha recibido Cristo de la divinidad
una más o menos directa inspiración. Es el más grande de los
profetas, pero es un hombre. No posee sustancia divina.
B.
Aquellos que ven en Cristo el Logos, el demiurgo creador del
mundo. Se agriaron las discusiones para precisar el grado de
divinidad que posee. No es igual a Dios, pero no es un hombre, es
un dios de segunda clase.
C.
Los partidarios de la Trinidad. Existe un solo Dios que posee tres
personas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Con
el curso de los tiempos, de acuerdo con una dinámica de las
ideas-fuerza que se repite constantemente, los conceptos se
condensan en los extremos, abandonando las situaciones
intermedias. Para el Islam, Cristo será un profeta, es decir, un
hombre extraordinario, pero un hombre. Para el cristianismo,
Cristo es una persona de la Trinidad. Al fin de la Edad Media las
doctrinas intermedias entre estos dos polos han desaparecido o han
quedado reducidas a sectas insignificantes.
Con
la lejanía puede el historiador apuntar este esquema u otro
parecido; en los tiempos vividos era un embrollo fenomenal. A lo
largo del siglo III, se prosiguieron las discusiones en tono cada
vez más agresivo, vulgar, hasta grosero. La situación al
principio del IV se complicó con la predicación de Arrio.
Consiguió agrupar en torno suyo a gran parte de los contrarios al
dogma de la Trinidad, sobre todo a los obispos de las provincias
asiáticas que bebían en fuentes directamente relacionadas con la
tradición de los primeros cristianos. la situación se volvía
peligrosa para los líderes occidentales. Se salvó la doctrina
que defendían a consecuencia de un acontecimiento político
extraordinario: la conversión de Constantino. Fue entonces
reconocido como religión oficial el cristianismo. Pero, como las
autoridades cristianas residentes en Roma tenían con el Emperador
mayores relaciones que los obispos orientales, concluyeron con él
un acuerdo político, que en nuestros días se ha llamado: pacto
constantiniano.
Se
apoyaban mutuamente el poder político y el espiritual. A cambio
de la adhesión de los cristianos a la persona investida con el
poder del Estado, recibía la autoridad religiosa el concurso de
la fuerza armada para acabar con sus enemigos teológicos. Nada
beneficiosa resultó esta alianza, ni para la cristiandad en su
conjunto, ni para la espiritualidad de los seguidores de Cristo.
Por de pronto tuvo por consecuencia una terrible mutilación: la pérdida
de los cristianos de Asia, los cuales, perseguidos, se desviaron
hacia otros derroteros. Como nada entendía el nuevo Emperador de
discusiones teológicas, dio su apoyo a los obispos occidentales
con los cuales había tenido trato. Dicen que Osio, el andaluz
redactor del Credo, era amigo personal suyo. Sea lo que fuere,
acudió nuestro hispano a Nicea como legado pontifical y con el
respaldo oficial. Fue condenado el arrianismo y desde entonces
comenzó la guerra civil religiosa entre los cristianos. Sangre se
derramó. Torturadas fueron las gentes. La doctrina trinitaria fue
impuesta a hierro y fuego.
Mucho
costó desarraigar el arrianismo de Occidente. Pues podía
volverse contraproducente el pacto constantiniano, si con el curso
de los años pasaba el amo del ejército al bando contrario; como
así ocurrió. Misioneros arrianos habían convertido en sus
tierras de origen a varios pueblos germanos, a ostrogodos, a vándalos,
a visigodos. Cuando cambió la tortilla y se hicieron con el
poder, impusieron la herejía a las naciones que dominaron.
Tuvieron en Ravena un centro de gran expansión. Fue alentada la
idea en el sur de Francia, en la Península Ibérica, en el norte
de África, en particular en Berbería. Por otra parte, se mantenía
lozano el arrianismo en las provincias asiáticas bizantinas. La
reacción posterior de Constantinopla no pudo acabar con ella y
este foco de ideas fue la base de la revolución islámica en Asia
Menor.
La
clave del problema que estudiamos se halla en la evolución del
grupo de ideas según las cuales era Cristo un intermediario más
o menos divino entre el Sumo Poder y la humanidad. Cierto, se
afeblecieron y se desgastaron estas doctrinas; pero no fue esto
labor de un día. Sectas recónditas pero con vida tenaz se
mantuvieron a lo largo de los siglos. Así los cátaros que fueron
aniquilados en el sur de Francia por la gente del Norte aguantaron
hasta el siglo XIII en que sucumbieron. Mas esta descripción
permite la inteligencia de los acontecimientos ocurridos en España
en el oscurísimo siglo VIII, en que tuvieron gran papel estas
doctrinas intermedias, en las cuales destacaba una nueva concepción
arriana.
Supieron
los partidarios del heresiarca adaptarse a las circunstancias. Se
olvidaron las discusiones sobre términos anfibológicos de la
lengua griega, y el fondo de la doctrina, su racionalismo, se
destacó con mucha mayor claridad sobre las sutilidades teológicas.
A la postre perdió la persona de Cristo el carácter sacro que le
confería su papel de demiurgo. Se convirtió en un hombre
excepcional, pero en un hombre.
De
este modo se deslizaba insensiblemente el arrianismo hacia el
campo de los monoteístas unitarios. Más aún, con las luchas
religiosas la división de los blancos era forzoso que desembocase
en la política. Pronto se estableció en el Mediterráneo una
división militar.
Ha
destruido la persecución religiosa la obra literaria de Arrio y
fueron quemados a millares los libros de sus discípulos. Si algo
sabemos de sus concepciones teológicas y muy poco acerca del
culto de esta religión, nada nos consta acerca de su contenido
social; en particular sobre el matrimonio. Por indicaciones que se
pueden rastrear en las crónicas latinas de la Alta Edad Media,
parecía que hubiesen introducido los godos arrianos la poligamia
en España. Oscuro es el tema y volveremos a tratarlo en otro capítulo.
Dada la falta de documentos fuera temerario extender a la doctrina
en su posterior evolución o en su origen unos hechos que acaso sólo
tuvieron un alcance local. Pero se puede afirmar sin duda alguna
que la mayor expansión del arrianismo y su mayor raigambre tuvo
lugar en regiones, Asia Menor, Egipto, África del Norte, la Península
Ibérica, que se convirtieron, si no lo eran ya, en tierras donde
floreció la poligamia.
Hace
ya un siglo, ha escrito Renan con su perspicacia genial:
«Es
el cristianismo una edición del judaísmo aderezada 4 gusto de
los indoeuropeos; el Islam, una edición del judaísmo
condimentada para el gusto de los árabes»110.
En razón de la proximidad en el tiempo de los acontecimientos, el
paso del judaísmo al cristianismo se ha realizado
insensiblemente. No era lo mismo con el Islam. Se emparentaba con
el judaísmo111
por mediación de una larga evolución de ideas cristianas,
ortodoxas y heterodoxas. Es indiscutible que el arrianismo fue un
enlace principal. Que en los actos finales de su existencia como
religión independiente predicara la poligamia, le fuera favorable
o indiferente, el hecho es indudable: Ha sido una doctrina
accesible a los semitas, un cristianismo para polígamos.
En
razón de su racionalismo —pues al fin y al cabo negaba el carácter
sobrenatural de Cristo— se convertía en una religión pre-islámica.
Por esto, en amplio panorama se puede concebir un sincretismo
arriano, el cual abarcaría las doctrinas monoteístas unitarias y
cuyos adherentes poseían un estatuto familiar polígamo. Con
otras palabras, como el Islam es el producto de una larga evolución
anterior, lo que le distinguía del arrianismo era un hecho histórico
posterior, la llegada de un nuevo profeta: Mahoma.
En
el curso de los primeros milenios, cuando empezó y alcanzó
consistencia la competición que oponía los semitas a los
indoeuropeos, se encontraba suficientemente aislada cada
civilización en su marco natural para poder evolucionar de una
manera autónoma. Pero amenguaron las barreras geográficas que
las limitaban a medida que se hicieron más frecuentes e intensas
las acciones militares, las conquistas y los desplazamientos de
las poblaciones. Por razón de la orografía o de otras
circunstancias se mantuvieron la mayoría en espléndido
aislamiento por mucho tiempo; con la llegada de la era cristiana y
la invasión de Asia por Alejandro, zonas medianeras entre
culturas semitas e indoeuropeas se formaron y se convirtieron en
un crisol, en donde se mezclaban con gran hervor ideas diferentes,
si no contrarias.
Siguiendo
las enseñanzas de Spengler, por analogía con un fenómeno geológico
parecido, hemos llamado a estas regiones en donde se
entremezclaban las poblaciones y se oponían sus ideas: zonas de
metamorfismo. Conceptos enriquecidos por vieja tradición, al
contacto con otras ideas se transformaban hasta tal punto que no
podía reconocerlos el no advertido. Aparecían gérmenes preñados
con las fuerzas que condicionarían el porvenir. Nociones
evolucionaban con gran rapidez. En este magma creador se condensan
los fenómenos de pseudomorfosis que Spengler ha descubierto y
estudiado. Uno de estos lugares ha desempeñado un papel muy
importante en la historia. Se trata de una verdadera placa
giratoria que ha recibido culturas llegadas de todos los arimutes
para finalmente propagarlas con poda o enriquecimiento hacia
Oriente u Occidente. Eran parte de Asia Menor y Egipto, comarcas
lindantes con el Mediterráneo y con desiertos que en aquella época
eran aún transitables.
Con
la expansión de la cultura helenística y su contacto con las autóctonas
y las ideas que llegaban de los confines del continente asiático,
de la India y de la misma China, se enardecieron estos lugares con
la efervescencia característica de las zonas de metamorfismo. Se
acentúa este carácter con la dislocación del Imperio Romano.
Alcanzó entonces una plasticidad extraordinaria una masa enorme
de conceptos. Los de mayor maleabilidad formaron un nuevo ideario.
Mas entonces, con este hilo conductor puede el historiador aislar
y seguir en el curso de los siglos posteriores las creaciones
sucesivas de varios sincretismos, cuya energía determinaría las
civilizaciones futuras y sus religiones.
Con
el impulso general que dirigía la evolución de las ideas hacia
el monoteísmo, se fundieron las concepciones superiores del
pueblo judío y de los griegos: El resultado fue la filosofía
alejandrina.
La
idea providencial del Dios de Israel se asociaba con el concepto
de perfección requerido por los filósofos.
El
dogma cristiano que es una fusión de las predicaciones de San
Pablo con la filosofía alejandrina ha sido el producto de este
sincretismo. Como fue incapaz de resolver la antinomia entre un
creador perfecto y su criatura imperfecta, se dividieron los
intelectuales cristianos. Fue entonces cuando el misterio de la
Santa Trinidad fue articulado en un cuerpo de doctrina. Pero con
las luchas religiosas del siglo IV este concepto no pudo arraigar
en tierras asiáticas. Las ideas unitarias siguieron su curso y se
formó un nuevo sincretismo que hemos denominado: el sincretismo
arriano. Aceptaba la herencia judía y las lecciones del
cristianismo primitivo pero negaba la identidad del Padre con el
Hijo, es decir la Trinidad. En consonancia con los problemas filosóficos
en discusión, entre los cuales destacaba el problema del mal, se
concibió a Cristo como un intermediario entre la Suma Perfección
y el mundo imperfecto.
Con
el curso de los tiempos se acelera la evolución de los conceptos.
Se esfuman las sutilezas metafísicas y teológicas de la filosofía
alejandrina; lo que permite al sincretismo musulmán ser accesible
a las masas. No sería éste el caso del sincretismo arriano,
sumamente teológico. De las doctrinas anteriores sólo conservará
el Islam principios sencillos que todo el mundo puede entender;
los accesorios habían sido eliminados. «Lo que distingue esta
metafísica, escribe André Siegfried, lo que en ella llama la
atención, es su extraordinaria simplicidad; pues en suma se
limita a Dios solo. Ahí está su verdadera grandeza, en la que se
refleja la pureza doctrina! del Islam. Supera en sublime sencillez
a la metafísica cristiana112:
Así
se explica que el sincretismo musulmán haya sido capaz de
arrastrar a las masas sin pacto constantiniano y de convertirse en
una religión estable. Como el cristianismo, es el resultado de un
hecho histórico: el nacimiento y la predicación de Mahoma.
Contrariamente al dogma romano, es una doctrina eminentemente
humana. Nada de Logos, nada de Verbo, nada de sobrenatural. Mahoma
es sencillamente el último y el más grande de los profetas. Lo
mismo que Moisés ha recibido de Dios las tablas de la ley, le ha
sido entregado el espíritu del libro.
Es
el sincretismo musulmán el fruto de enseñanzas anteriores, más
podadas de sutilezas. Une la perfección que los filósofos
griegos atribuían a la divinidad con la providencia judía; mas
todo ello reducido a la más sencilla expresión. Ha hecho bajar
hacia tierra varios escalones a los sincretismos alejandrino y
arriano. De aquí su racionalismo que constituye su gran fuerza.
No goza Mahoma como Cristo de aureola divina. No hace milagros. No
impone al espíritu lo maravilloso. Podrán creer las masas en su
simplicidad que los djines animan la atmósfera y que según la
dogmática musulmana ha dictado el Corán a Mahoma el arcángel
Gabriel. Para el intelectual, para el sabio o el filósofo, basta
creer que la inspiración divina ha permitido a Mahoma su redacción.
No serán torturados o excomulgados por esta convicción.
De
las tres religiones reveladas es la más accesible el Islam a las
masas; lo que explica su rápida difusión. Cristalizaba la atmósfera
monoteísta que se había formado en el mundo mediterráneo. Sin
dogma no necesita el creyente estudiar filosofía alguna. le sobra
un catecismo, que un cristiano necesita aprender para no caer en
herejía. Para un buen musulmán un conocimiento del libro y la
observancia de ciertos ritos son suficientes.
Nos
permite ahora este panorama de la evolución de las ideas
religiosas en la Alta Edad Media comprender la metamorfosis de las
masas hispánicas en musulmanas. Pues ha sido por mediación del
arrianismo como la Berbería de San Agustín y la Bética de San
Isidoro han sido convertidas en tierra del Islam. Sólo poseemos
de estos hechos rastros de documentación. Mas ahora nos será
posible distinguir en los mismos algunos jalones, los cuales
debidamente interpretados nos permitirán situar puntos en una
curva de la que conocemos los focos y el desarrollo. Podrá así
resolverse un problema insoluble para la historia clásica.
Bastaba con establecer de modo preciso y seguro la evolución de
las ideas en España y rebuscar los elementos que componían en
este país el sincretismo arriano. Los acontecimientos del siglo
IX, que conocemos mejor, facilitarán entonces la comprensión del
deslizamiento de estos conceptos hacia el sincretismo musulmán.
Lass&e,
Pierre: La jeunesse d’Ernest Renan, t. 1. Le ram: de la métaphysique
chrétienne, pp. 229 y 237.
En estos grandes esquemas históricos se translucen excepciones;
lo mismo que en las leyes biológicas que son el resultado del cálculo
de una enorme cantidad de fenómenos similares. Estos casos
particulares no perjudican al panorama y generalmente tienen sus
causas particulares. Así, afganos e ira-manos son indoeuropeos y
han sido convertidos al Islam. Ocurrió lo mismo con numerosos
españoles en la Edad Media. Habían sido estas regiones en un
momento de la historia zonas de metamorfismo.
Bréhier,
Louis: Le monde byzantin, t. II. Les institutions de L’Empire
Bizantin, p. 320, AlLin Michel, París.
Renan,
Ernest: Les origines ¿u
christianisme, Marc Auréle, p. 450, Cal. mann-Levy, París.
Bréhier,
Louis: Ibid., t. 1.
Vi: e: mort de Bizance,
p. 17.
En el
siglo iv empiezan las guerras de religión, por lo menos en el
mundo mediterráneo y en Occidente. Fueron más calamitosas
que las anteriores. Poseía el politeísmo una tolerancia que
no ha tenido el monoteísmo. No tenía inconveniente en
admitir en su panteón dioses extranjeros. Se trataba, es
verdad, de una tolerancia dictada por el miedo. Convenía no
irritar a los dioses extraños; podían convertirse en
poderosos adversarios. Mas, en la vida práctica era más cómoda
esta concepción, a la postre más humana que el dogmatismo
cristiano y sus persecuciones. Muchos siglos tuvieron que
transcurrir, por lo menos en Occidente, para que el
espiritualismo eliminara de sus adheridos innumerables
prejuicios.
Lass&e,
Pierre: La jeunesse d’Ernest Renan, t. 1. Le ram: de la métaphysique
chrétienne, pp. 229 y 237.
En estos
grandes esquemas históricos se translucen excepciones; lo
mismo que en las leyes biológicas que son el resultado del cálculo
de una enorme cantidad de fenómenos similares. Estos casos
particulares no perjudican al panorama y generalmente tienen
sus causas particulares. Así, afganos e ira-manos son
indoeuropeos y han sido convertidos al Islam. Ocurrió lo
mismo con numerosos españoles en la Edad Media. Habían sido
estas regiones en un momento de la historia zonas de
metamorfismo.
Conocemos
en la antigüedad una institución algo similar, la de las
Vestales en Roma. Hacían voto de castidad, pero no estaban
enclaustradas. su actividad religiosa se acababa a los treinta
años; luego podían casarse.
Se han
esforzado algunos autores en resolver la dificultad poniendo
la frase en pasiva: que
no hubiera tenido más que una sola mujer..., mas a propósito
de los diáconos, menos comprometedores, suelen poner la frase
en presente. Muchos son los autores que han traducido las dos
frases en presente: así uno de los más antiguos traductores
del Nuevo Testamento, Juan
Pérez de Pineda cuya edición data de 1556. Para hacer decir
a San Pablo que no podían los obispos estar casados, como se
ha intentado, bahía que caer en el absurdo de que un viudo
que se había vuelto a casar no era idóneo para el cargo. O
bien reconocer que el que había sido polígamo no debía
recibir la investidura. La gran mayoría no se había
percatado del verdadero pensamiento del Apóstol: su oposición
a ¡a poligamia que era la ley. No se atreve a tomar una
postura determinada contra la tradición del derecho familiar
judío para sin duda no envenenar más sus relaciones con los
ortodoxos de Jerusalén.
A. Crampon:
La Saínte Bible, 1904,
p. 289. Sobre el descubrimiento de esta interpolación y las
discusiones consiguientes, ver: Batailon: Erasme
e: ¿‘Espagne.
Ictus. Nai.ssance
des lettres chrétiennes, t. 1. Textos
presentados por Adalbert Haniman, O.F.M., p. 44. Han empleado
los autores cristianos varios ejemplos poéticos para explicar
el misterio de la Santa Trinidad. Esta es la metáfora
empleada por Honoratus Antoninus, africano, obispo de Constan.
tina, en una carta dirigida al español Arcadio, cuando la
persecución de Censeric en Berbería: «Cuando
uno tarie la dtara, tres cosas concurren a formar el sonido:
el arte, la mano y la cuerda. El arte dieta, la mano tañe y
¿a cuerda suena, y con
ser tres cosas que concurren en un mismo efecto, la cuerda
sola es la que ¿a el sonido. Así el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo cooperaron en la Encarnación; pero sólo
encarnó el Hijor.. Apud Menéndez Pelayo: Historia
de los heterodoxos españoles, t. II, p. 156.
Para las
relaciones entre el Corán y la literatura hebraica ver la
obra de Hanna Zacharías: De
MoLse ¿i Mahomet. Pretende
demostrar el autor el origen judío de Mahoma, lo que resulta
imposible por la falta de una aprobante documentación. La
erudición demostrada es importante.
Siegfried,
André: Les voies d’Israél,
Hachette, París, 1958, p. 93.
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