TARTESSOS

 

 

LOS PRIMEROS CONTACTOS ORIENTALES

CON EL SUROESTE DE LA PENÍNSULA IBÉRICA

Y LA FORMACIÓN DE TARTESSOS

 

Sebastián Celestino Pérez (Universidad Autónoma de Madrid)

 

 

Actualmente, hablar de contactos entre la Península Ibérica y el Mediterráneo previos a la colonización fenicia parece un hecho totalmente superado, habiéndose confirmado así las primeras hipótesis lanzadas a finales de los años setenta en sendos trabajos realizados por Bendala y Almagro Gorbea; si bien, estos defendían diferentes áreas geográficas para justificar el origen de esas primeras relaciones: ya el Egeo (Bendala 1.977; 1.983) o la costa sirio­fenicia (Almagro­Gorbea 1.977; 1.983; 1.989). Hoy día hasta los prehistoriadores más reacios a aceptarlo en su momento, dan por hecho ese contacto previo, aunque se han incorporado algunos matices y nuevos puntos de encuentro que sin duda ayudan a concebir mejor la llegada de elementos orientales, sumándose así con fuerza el área central del Mediterráneo, como jalón indispensable para entender la presencia oriental en la península, problemática recientemente sintetizada por Ruiz­Galvez, donde además refiere los diferentes trabajos elaborados sobre esta fundamental cuestión (Ruiz­Gálvez 1.995). Por lo tanto, los trabajos actuales deberían de estar dirigidos a encontrar las huellas arqueológicas que argumenten y consoliden estas hipótesis, tarea realmente árdua ante la parquedad de datos que nos han legado, tanto en el mundo funerario como poblacional, las gentes del Bronce Final del marco geográfico del Suroeste peninsular.

Cada día son más abundantes los objetos procedentes del Mediterráneo que aparecen diseminados principalmente por la mitad meridional de la península y que superan sin ambages el siglo VIII a.n.e.; esta circunstancia permitió a Bendala distinguir tres fases escalonadas en el tiempo: la "penetración micénica", la "fase precolonial" y la "colonización histórica" (Bendala 1.992: 377), coincidiendo así con la apreciación realizada por los italianos que consideran la "precolonización" como el momento de las navegaciones micénicas hacia Occidente en el período LH III (Bondi 1.988; Bernardini 1.991); mientras, otros trabajos tienden más al análisis puramente arqueológico para entender el proceso precolonizador (Almagro Gorbea 1.989; Aubert 1.992), por ello nuestro interés se centra en otros rastros que sirven para cimentar y avalar la aparición de esos objetos generalmente dispersos y, por lo tanto, desprovistos de contexto arqueológico en la mayor parte de los casos. Una vez más son las denominadas estelas del Suroeste o de guerrero las que nos facilitan una información esencial no sólo para corroborar esos contactos previos con el Mediterráneo, sino también para entender la evolución social y, sobre todo, demográfica del Suroeste peninsular, sin la cual sería difícil entender la eclosión poblacional y el desarrollo cultural que se produce en la zona a partir del siglo IX, cuando puede considerarse ya formado el mundo tartésico y se sientan las bases económicas y sociales imprescindibles para que pueda llevarse a cabo con éxito el intercambio cultural con los primeros colonizadores fenicios.

Otra cuestión que incide en el hecho de la precolonización, ya apuntado por otros autores, es la contradicción del comportamiento de los fenicios de oriente y los de occidente en un tema tan bien conocido como es el de la industria cerámica. Esta circunstancia nos obliga a cuestionar el que la colonización fuera llevada a cabo en exclusiva por los fenicios, en el término concreto de la definición étnica. Es posible que esa diferencia entre los materiales y las concepciones entre lo oriental y occidental pueda deberse a una llegada anterior a la históricamente documentada, perpetuándose en Occidente, más que en la propia Fenicia, usos y costumbres que habían sufrido cambios radicales en el país originario (Belén y Escacena 1.995a: 69).

Por los datos arqueológicos disponibles en la actualidad, tampoco parece prudente hablar de contactos continuos o intensos, pues cada día se nos muestra más claro que la llegada de objetos foráneos debieron alcanzar la península de forma esporádica y algo dilatada en el tiempo, aunque evidentemente, por la cronología de los diferentes objetos mediterráneos, estos son más abundantes a medida que nos acercamos a las fechas históricas de la colonización fenicia. Por lo tanto, los claros indicios mediterráneos observados en la península durante el final de la edad del Bronce carecen de connotaciones coloniales y, mucho menos, de un carácter aculturador entre los indígenas, sólo efectivo una vez consolidada la colonización. Pero incluso hablar de contactos comerciales a gran escala con el Mediterráneo, dado el tipo y la cantidad de material recuperado, parece cuanto menos una falta de ponderación del hecho, más aún cuando está fuera de toda duda que los intercambios comerciales y aún culturales con el exterior tienen en este momento un alto componente atlántico. Creo que es más acertado hablar de una presencia de carácter residual y discontinua (Bartoloni 1.990) o bien, como lo define Glez. Wagner, de un contacto recurrente o esporádico, entendiendo por el mismo el que se produce de cuando en cuando y con una baja frecuencia de relaciones (Glez. Wagner 1.995a: 451). A medida que transcurre el tiempo y nos acercamos a la fecha de la colonización fenicia, esos contactos se intensifican y, aunque contribuyeron a introducir paulatinamente cambios sensibles en la base cultural de los indígenas, no fueron lo suficientemente activos como para importar, o al menos generalizar en el área del Suroeste, los avances técnicos que ya se habían desarrollado en Oriente bastantes años atrás, pues las circunstancias y significado de los objetos de hierro detectados en la península ibérica, hasta ahora limitados a la Ría de Huelva, Baiôes, Peña Negra y Villena (Almagro Gorbea 1.993), no hacen sino incidir en esa apreciación. Es posible que la instalación de estas gentes en la península ayudara a facilitar los contactos con el Mediterráneo Central, donde sí parece que se comienza a ejercer un papel de intercambio comercial de envergadura con el Sur peninsular, detectándose incluso la presencia física de estas gentes en el Suroeste, cuyo caso más evidente son las tumbas de Roça do Casal do Meio (Spindler y otros 1.974), interpretadas en varias ocasiones como enterramientos de extranjeros, y más concretamente, de comerciantes sardos establecidos en el centro de Portugal, lo que conlleva una serie de consideraciones ya vistas y expuestas por Ruiz Galvez en el trabajo anteriormente citado.

A partir de este momento la interacción entre las diferentes comunidades será esencial para el desarrollo interno de los diferentes grupos sociales, y es lógico pensar que los grupos mejor relacionados, a través de vínculos sociales y no sólo de objetos de lujo, serán los que están en mejores condiciones para relacionarse con el núcleo económico en desarrollo (Barceló 1.995: 562), proporcionando mano de obra y productos agropecuarios a cambio de objetos de lujo y, sin duda, otras aportaciones que nos pasan desapercibidas por no haber sido detectadas aún por la Arqueología. Sin embargo, como muy bien apunta Barceló en el trabajo antes citado, tanto el mero intercambio como la emigración, serán factores claves para la aparición de desequilibrios sociales, lo que no deja de ser una consecuencia indirecta muy importante para entender la formación de la sociedad tartésica, entendiendo como tal no sólo la que se forja en el núcleo geográfico tartésico, sino la que se conforma más lentamente y, como suele suceder en todas las culturas, la que pervive durante más tiempo en la periferia, que a la postre será el último reducto de la cultura tartésica una vez que entró en decadencia el foco original.

Por lo tanto, el tímido aumento demográfico que a partir del siglo IX se detecta en el Suroeste, podría deberse a la necesidad de adquirir o explotar excedentes agropecuarios ante el flamante contacto con el Mediterráneo Central y su prolongación hacia el foco atlántico, en ese triángulo comercial que algunos han defendido con tesón (Ruiz­Gálvez 1.986; Giardino 1.986, Barceló 1.995). Aunque sólo a partir de la colonización fenicia, aproximadamente medio siglo después, puede hablarse realmente de eclosión demográfica, con una clara repercusión también en el área periférica, donde el poblamiento parece tener su continuidad desde el Bronce Pleno, lo que no se percibe con tanta claridad en la zona del Bajo Guadalquivir y Huelva (Belén y Escacena 1.995a: 111). Este hecho hace suponer que esa primera aportación de gentes podría provenir, a grandes rasgos, de las zonas de los valles del Tajo y Guadiana, como parecen demostrar las estelas decoradas del Suroeste que, en el último momento de su existencia, pueden denominarse sin prejuicios estelas tartésicas (Celestino e.p.). Esta circunstancia supone que ya con anterioridad a la llegada de los fenicios, en el foco tartésico se empezaba a desarrollar una economía lo suficientemente productiva como para demandar el concurso de mano de obra de otras zonas para poder abarcar las nuevas actividades que, por el momento, no podemos asociar claramente con la explotación metalúrgica. También han sido varios los autores que han vinculado el aumento demográfico de finales del Bronce con la explotación de los valles fértiles de los ríos y el consecuente aumento de los recursos alimentarios (Gracia y Munilla 1.997: 190), pero desgraciadamente carecemos del material técnico que pudiera avalar esta afirmación, ciñéndose la casi totalidad de los objetos recuperados en esta época a armas y objetos de prestigio. Mayor interés ofrecen los datos facilitados por medio de los estudios faunísticos de la zona, donde parece que se detecta un fuerte aumento de los ovicápridos en detrimento de los bóvidos, hasta ese momento preponderante en el mediodía peninsular (Estevez 1.984); esta circunstancia, una vez confirmada con nuevos estudios faunísticos, adquiere gran importancia si de ello se pudiera deducir que fueron grupos de pastores los que se asientan en las tierras del Bajo Guadalquivir, aportando una nueva cultura alimenticia. Es curioso constatar por contra, cómo precisamente tras la crisis del VI, de nuevo será preponderante el ganado bovino sobre los ovicápridos (Ruiz y Molinos 1.993: 106).

Es fácil suponer que una vez entrada en crisis la zona nuclear, el exceso demográfico que se generaría debió ser absorbido por las zonas periféricas que años atrás la abastecieron. La importancia que toman áreas geográficas como la cuenca media del Guadalquivir (Martín de la Cruz 1.989; Molinos, Ruiz y Serrano 1.995), el Algarve (Ferreira y Varela 1.992 ) o la Baja Extremadura (Celestino 1.995), se consolida precisamente a partir del siglo VI, siendo a mediados del V a.n.e. cuando alcanza su mayor expresión, como queda reflejado en necrópolis, poblados y complejos arquitectónicos que se distribuyen con cierta densidad por estas zonas de la periferia tartésica. La absorción de ese excedente poblacional debió incidir positivamente en la extensión de los terrenos cultivables, en la explotación masiva de la ganadería y, consecuentemente, en una mayor complejidad organizativa que, hoy por hoy, aún se nos escapa de las manos, pero que no debió ser muy distinta de la que se ensayaba anteriormente en el núcleo tartésico. La ingente cantidad de material de procedencia mediterránea aparecido en estos puntos indica el interés económico de esta amplia área geográfica, que se mantendría hasta el comienzo del siglo IV a.n.e. Es curioso observar como este auge económico del interior se consolida en detrimento del núcleo tartésico, donde se observa la clara decadencia económica de muchos de los puntos motores de la anterior actividad económica; así, sólo algunos lugares estratégicamente situados y con ricas tierras de cultivo o pastos a su alrededor pudieron mantenerse gracias al rápido cambio de su estrategia económica, siendo el caso de Tejada la Vieja el más ilustrativo (Fdez. Jurado 1.987), donde se detecta claramente el cambio de una economía eminentemente metalúrgica por otra, a partir del siglo VI, de carácter esencialmente agropecuario.

Valga, pues, como principio argumental, decir que el incremento poblacional del Suroeste, hacia mediados del siglo IX aproximadamente, parece una consecuencia derivada de la aportación demográfica de las zonas periféricas del núcleo tartésico; es decir, del Algarve, la Baja Extremadura, el Sur de la Meseta y el valle medio del Guadalquivir, gentes que se asentaron en las tierras de lo que más tarde se convertirá en el foco o núcleo tartésico ­Huelva, Sevilla y Cádiz­ y sin cuyo aporte sería difícil entender ese auge poblacional necesario, además, para llevar a cabo la explotación económica, fundamentalmente minera, que consolidó cultural y económicamente la zona tras la colonización histórica. Pero, al mismo tiempo, esa aportación poblacional sería la que justificaría la temprana presencia de lo orientalizante en la propia periferia, tal vez en compensación por el esfuerzo y las facilidades ofrecidas por las jefaturas de estas zonas a la hora de fomentar la emigración hacia el núcleo tartésico, que debe entenderse como una interacción fraguada a lo largo de casi un siglo y de forma lenta y compleja.

Por lo tanto, el Bronce Final del Suroeste ofrece ciertas influencias mediterráneas atestiguadas por la presencia de objetos diseminados principalmente por la zona más meridional, siendo las estelas, que curiosamente no aparecen en la zona nuclear, la mejor expresión de ello. Sin embargo, se nos escapan los mecanismos que hicieron posibles esos intercambios, mientras que tras la fundación de Cádiz sí se evidencia la apertura de una ruta de comercio organizada impulsada por los fenicios hacia el interior (Aubet 1.994), tal vez aprovechando rutas anteriores por donde se establecieron los tímidos contactos precedentes.

Una cuestión fundamental previa para entender ese posible movimiento poblacional que generaría la formación de Tartessos, es el señalado hiato cronológico existente en el Suroeste entre el Bronce Medio y el Final (Aubet 1.986: 58), tema al que se han dedicado muchas páginas y discusiones en pro (Belén, Escacena y Bozzino 1.992; Belén y Escacena 1.995: 72) y en contra de su existencia (Bendala 1.992a; Varela Gomes 1.992 : 103). Sin eludir la dificultad que aún presenta este delicado tema, ya expuse con otros colegas la posibilidad de que dicho hiato no se manifieste en Extremadura, donde la propia personalidad de la zona durante el Bronce Final parece más bien una derivación del sustrato del Bronce Medio (Celestino, Enríquez y Rodríguez 1.992: 312), lo que igualmente comparten otros investigadores que han estudiado diferentes áreas periféricas (Molina 1.978; Martín de la Cruz 1.989; Blasco 1.993). Últimamente, también basándose en el territorio extremeño, concretamente en la cuenca media del Guadiana, se ha vuelto a poner de manifiesto esa continuidad cultural desde el Bronce Pleno, esta vez con argumentos arqueológicos más sólidos a partir de ocupaciones continuas en algunos puntos concretos (Pavón 1.995: 41). El hecho, por lo tanto, es fundamental, a pesar de que su base arqueológica sigue siendo escasa, para argumentar el probable carácter repoblador de estas gentes de la periferia sobre el valle del Guadalquivir, acrecentado sensiblemente ante la colonización fenicia por la fuerte demanda de mano de obra y, como en fases anteriores, de productos agropecuarios necesarios para, en principio, abastecer a una cada día mayor población que explota ahora intensamente los nuevos recursos económicos.

Pero la continuidad cultural de la periferia tartésica se puede seguir claramente a través de las estelas decoradas mediante su zonificación y estudio compositivo (Celestino 1.990;1.995), poniéndose de manifiesto la evolución geográfica de las mismas desde el valle del Tajo hacia el Guadalquivir, donde se representan los monumentos más tardíos. Estudios basados en la investigación matemática de las estelas ayudan a confirmar este hecho (Barceló 1.993), que otros autores también han querido ver amparándose en el cambio técnico que sufren las estelas (Curado 1.984). Tras el estudio detallado de estos monumentos, se puede deducir sin ambages el indigenismo inicial del fenómeno en la zona más septentrional de Extremadura, incluyendo el sur de la provincia de Salamanca y la zona limítrofe de Portugal, donde aparecen las primeras estelas femeninas de pequeño tamaño acompañando a las primeras estelas de guerrero de composición básica, es decir, con la representación exclusiva del escudo, la lanza y la espada. Se aprecia claramente la evolución de estos monumentos y la continua complejidad social que adquieren los personajes en ellas representados a medida que se acercan al área nuclear de Tartessos, donde no olvidemos que no sólo no existen estelas de guerrero, ni diademadas, ni con inscripción tartésica, sino que es casi total la ausencia de elementos de orfebrería adscritos al Bronce Final, con una dispersión, por otra parte, casi idéntica a la que presentan las estelas decoradas, hecho que no ocurrirá en el período orientalizante, donde la mayor parte de los hallazgos sí se concentrarán en el foco tartésico (Perea 1.991: 96 y 142). Estas circunstancias, unidas a la dispersión de armas y otros objetos aislados pertenecientes a la fase final del Bronce, se antojan esenciales para argumentar la existencia de ese desplazamiento poblacional hacia el extremo meridional, que justificaría a la vez la presencia de elementos meseteños y atlánticos en el Bronce Final tartésico. Es, por lo tanto, un arco geográfico sobre el núcleo poblacional de Tartessos que, a medida que trascurre el tiempo y nos acercamos a la colonización histórica, se va cerrando hasta absorberlo completamente, momento en el que se extinguirían estas expresiones culturales del Bronce Final para entrar de lleno en el orientalizante, donde aún en esas zonas periféricas se mantendrán, de forma cada vez más aisladas, esas manifestaciones.

La zonificación que se ha llevado a cabo con las estelas del SO responde a las distintas concentraciones de estos monumentos en amplias áreas geográficas bien personalizadas. Ello no quiere decir que no existan estelas en otros puntos intermedios, por el contrario, el hallazgo de estos monumentos sirve de unión entre las diferentes zonas. Son precisamente las sucesivas concentraciones de estelas las que ponen de manifiesto el paulatino avance geográfico de estas gentes hacia las zonas más meridionales. No voy a entrar en la descripción de las diferentes zonas, ya detalladamente descritas en otros trabajos anteriormente mencionados, sólo quiero insistir en sus rasgos fundamentales para ilustrar la hipótesis del desplazamiento poblacional. Existe una Zona I, quizá la más personalizada y agrupada geográficamente, que se concentra en torno a la sierra de Gata y cuya característica principal y única es la presencia en exclusiva de losas con representaciones básicas; es decir, escudo espada y lanza. El escudo siempre centra la decoración y la lanza y la espada ocupan en posición horizontal la zona superior e inferior de la losa respectivamente, de donde puede deducirse que es la propia losa la que representa al guerrero. Tanto de su composición escénica, perfectamente centrada en el soporte, como de su tamaño, en torno al metro setenta de media, se infiere el carácter de losa sepulcral que debió tener, en concordancia con el tipo de enterramiento en cista que conocemos en la zona desde el Bronce Medio hasta bien entrado en Bronce Final (Almagro Gorbea 1.977; Gil Mascarell, Rodríguez y Enríquez 1.986). La originalidad de las espadas representadas, sin tipos conocidos, así como la presencia de los escudos escotados, muy anteriores aquí en el tiempo a los documentados en Irlanda o Chipre (Celestino e.p.), nos llevan a considerar estos monumentos como genuinamente indígenas. Pero curiosamente es también la zona donde proliferan con mayor intensidad las estelas diademadas, muy ligadas por otra parte con la orfebrería atlántica, otorgando al fenómeno un carácter social de una dimensión extraordinaria, pues a mediada que las estelas se extienden por la zona meridional, estas representaciones femeninas pierden significación (Celestino 1.990; Almagro Gorbea 1.993a), tal vez en consonancia con un concepto de la sociedad cada vez más orientalizante.

Es sólo a partir de la aparición de estos monumentos en la denominada Zona II, en torno a la sierra de Montánchez, cuando hacen acto de presencia los primeros objetos foráneos, tanto de procedencia atlántica como mediterránea. Sin embargo, la mayor parte de los monumentos siguen siendo auténticas losas configuradas como en la zona anterior, sólo que introducen nuevos elementos, pero sin alterar la composición básica, incorporándose en consonancia con el objeto que representan; así, las fíbulas, espejos y peines se dibujan sobre el escudo pero bajo el extremo decorativo que suele establecer la lanza, el casco en el extremo superior como corresponde a su ubicación natural y, por último, el carro siempre en el extremo inferior. Los soportes siguen siendo rectangulares y de dimensiones semejantes. Precisamente es en esta zona, aunque de forma muy tímida, cuando aparecen las primeras estelas propiamente dichas, siendo la de Solana de Cabañas la más representativa. Su mayor característica estriba en la presencia de la representación del guerrero, además de procederse al cambio de los soportes, ahora más estilizados y con la zona inferior recortada, apuntada y exenta de decoración para poder ir anclados en tierra. La composición no cambia en absoluto, lo que abunda en su evolución formal, tan sólo se introduce la figura humana, restando valor simbólico al soporte pétreo. Este hecho es el que puede identificarse con el cambio de ritual funerario, tal vez estamos ante el paso de la inhumación a la incineración, coetáneo, por lo tanto, con la masiva introducción de elementos mediterráneos en las estelas.

Las estelas halladas en las Zonas III y IV, correspondientes a los valles medios del Guadiana y Guadalquivir respectivamente, representan la mayor cantidad de estos monumentos y puede apreciarse cómo a medida que se acercan geográficamente al núcleo tartésico, ofrecen una mayor riqueza de elementos de prestigio en detrimento de las armas, llegando incluso a desaparecer los escudos y las espadas, armas de un protagonismo muy destacado en las zonas septentrionales y, por lo tanto, en los primeros momentos del fenómeno. La presencia de tres estelas de concepción básica en estas zonas debe considerarse como intrusiones, sin duda limitadas, desde los primeros momentos, pero sin el carácter sistemático que el movimiento poblacional debió adquirir de una forma más paulatina y homogénea en el último tramo del Bronce Final. Sin entrar aquí a juzgar el origen de los diferentes elementos representados, si parece estar fuera de toda duda el que la mayor parte de los mismos se fechan perfectamente en el Bronce Final, y dado que no se pone en tela de juicio la introducción de armas y orfebrería de origen atlántico en esta época, parece obvio que los elementos de clara adscripción mediterránea deben ser consecuencia de un contacto mediterráneo anterior en, al menos, un siglo a la colonización fenicia. Sin embargo, también parece claro que las estelas que ofrecen una mayor complejidad compositiva, sobre todo las que se han hallado en la Zona IV, se hayan elaborado en plena época orientalizante, representando por lo tanto los últimos testimonios de este original fenómeno. Por ello, los colonizadores fenicios sí debieron encontrar una sociedad de una cierta complejidad en el núcleo tartésico que tal vez derivaba de la organización que dejan entrever las estelas, de no ser así no puede entenderse la eclosión demográfica de Tartessos y el papel que debieron jugar estas gentes de la periferia para aportar la mano de obra necesaria para la explotación económica del núcleo tartésico. Esta circunstancia debió propiciar los desequilibrios basados en la interacción externa al grupo social, fundamentalmente derivados de las relaciones con otros grupos, el intercambio y la migración (Barceló 1.995: 562). Todo ello derivó en la potencialización de ciertos grupos que adquirieron mayores privilegios, lo que pudo desembocar en la consolidación de personajes que centralizaran ese nuevo poder adquirido, aunque es difícil establecer si ello generaría jefes guerreros de amplio prestigio social que, tras afianzar su poder, lo convertirían en hereditario, lo que generaría las estructuras dinásticas de carácter sacro del mundo tartésico (Almagro Gorbea 1.996: 33).

Aún son muy escasos los estudios que sobre el poblamiento del Bronce Final tenemos en la periferia, pero cada día se va complementando un mapa de asentamientos que responden a una estrategia del territorio y a una mayor densidad poblacional a medida que nos acercamos al valle medio del Guadalquivir. Parece lógico que tengamos que relacionar las estelas con estos nuevos asentamientos, de hecho coinciden las concentraciones de estelas con los lugares de mayor densidad de hábitats, la gran mayoría de ellos construidos en terrenos vírgenes, lo que no debe llevarnos a considerar una ruptura o hiato con la fase anterior, sin no que más bien debe responder a una nueva estrategia de poblamiento basada en las circunstancias que vengo considerando. Pero hay otros elementos que inciden en esa relativa complejidad social de la periferia ante la llegada de los fenicios, lo que, por otra parte, contribuiría a incentivar el interés de los colonizadores por el suroeste de la península (Aubet 1.990: 33), así, llama poderosamente la atención la presencia de las estelas con escritura tartésica fechada en muchos casos a principios del siglo VIII (de Hoz 1.989; Correa 1.992; Correia 1.996) y con una dispersión muy similar a la de las estelas de guerrero de las zonas meridionales, de donde podríamos deducir que son precisamente estos personajes representados en las estelas quienes la utilizan en unos momentos muy arcaicos de la colonización fenicia y, como apunta Almagro Gorbea, un fenómeno de aculturación tan complejo como es la escritura, no pudo producirse en un espacio cronológico tan corto a no ser que previamente exista una sociedad lo suficientemente desarrollada para poder utilizarla (Almagro Gorbea 1.996: 39). Lo mismo podría decirse de algunos elementos representados en las estelas, como las liras y otros instrumentos musicales, que denotan una organización capaz de generar música y toda la complejidad ritual que ello conlleva.

El sistema de relaciones que establece la periferia con el núcleo debió ampararse fundamentalmente en un sistema de intercambio comercial que debió ser válido hasta bien entrado el período orientalizante, relaciones que es posible que estuvieran además cimentadas en alianzas matrimoniales (Ruiz­Galvez 1.992). Aunque siempre se le ha atribuido al sur de la Meseta, el valle medio del Guadalquivir y a Extremadura una importancia minera que podría justificar el interés por estas zonas, y a pesar de que existen algunos puntos donde efectivamente parece que ése debió ser el cometido fundamental del asentamiento (Pavón 1.995: 50), en consonancia con otros investigadores creo que es la ganadería el primordial medio a través del cual pudieron desarrollarse estas gentes, abasteciendo al pujante núcleo tartésico de carne suficiente para su mantenimiento. Más problemático, sin embargo, es pensar en la existencia de una verdadera transhumancia, pues tanto los terrenos agrestes que tendrían que atravesar como las altas cantidades de cabezas que se necesitan para que ese movimiento sea rentable, sólo puede ser considerada para épocas mucho más modernas.

Pero no podemos engañarnos, el significado último de las estelas está aún por verificarse, más en cuanto al estatus que ofrecen los personajes representados, que en lo referente al conjunto de los monumentos en sí, a los que creo que se les deben conferir un carácter funerario claro. Otra cuestión es que las estelas señalicen tumbas; tal vez el hecho de dibujar al personaje con sus armas y objetos de prestigio sustituya precisamente el enterramiento, sin que por ahora sepamos con seguridad qué se hacía con sus restos, si eran realmente enterrados y aún no detectados por la Arqueología, si expuestos o si esparcidos por la tierra o por el agua, como apunta la tradición atlántica a la que sin duda deben mucho estas gentes (Bradley 1.990), sobre todo si tenemos en cuenta que la gran mayoría de los monumentos se han hallado cerca de pequeños arroyos que, por otra parte, no son precisamente vados ni lugares de paso importantes. Otra cuestión que ha activado la significación de estos monumentos es la sugestiva hipótesis según la cual las estelas actuarían de marcadores del territorio o hitos de vías ganaderas y rutas comerciales de las sociedades aún no totalmente sedentarizadas (Ruiz­Gálvez; Galán 1.991; Galán 1.993); pero creo que una revisión sosegada de las circunstancias en que fueron halladas y, sobre todo su dispersión, hacen muy difícil esa interpretación. En primer lugar debemos tener en cuenta que los monumentos de las zonas septentrionales no serían estelas en el sentido concreto de la acepción, sino auténticas losas donde no se ha practicado el rebaje de la parte inferior del soporte para hincarlo en tierra. En segundo lugar, llama la atención el menor tamaño que adquieren las auténticas estelas, coincidentes con la aparición del antropomorfo, donde sí se reserva casi un tercio del soporte para ir hincado, lo que reduce sensiblemente el tamaño de la estela, en torno a los 0,90 mts. de media, lo que limitaría la visualización de la misma, más aún si tenemos en cuenta que los soportes están siempre realizados con la misma piedra que predomina en el terreno, sin entrar en la masa de vegetación que los haría aún más imperceptibles a la vista de cualquiera. Por último, recordar que en algunos casos las estelas han aparecido muy concentradas en el espacio, formando auténticos conjuntos funerarios, caso de las estelas de Hernán Pérez, Capilla, Zarza Capilla, Cabeza del Buey o Ecija, donde se han documentado entre cuatro y cinco monumentos juntos. Tampoco debe ser asumible como particularidad de estos monumentos el que aparezcan siempre junto a vados u otros lugares estratégicos, pues también los poblados, junto a los que se organizarán las necrópolis, los elementos de prestigio hallados aislados, sin que tengan por qué ser productos de orfebrería o depósitos de bronce, se encuentran cercanos a esos vados o vías de paso en general, ya que, como es lógico, toda expresión civilizadora se encuentra junto a estos lugares de paso como mínima garantía de subsistencia.

Pero ¿son realmente las estelas decoradas del SO la expresión de las elites sociales, aupadas por sus ventajosos contactos con, en primer lugar, los primeros agentes mediterráneos y, más tarde, con los colonizadores fenicios? Parece fuera de toda duda que los personajes significados en las estelas pertenecen a la clase más beneficiada por esos contactos con los nuevos agentes mediterráneos, obteniendo tal vez mayor representatividad a medida que adquieren mayor capacidad de intercambio con ellos; los elementos de prestigio que los rodean así parecen ratificarlo. Pero teniendo en cuenta el gran número de monumentos hasta ahora documentados, casi un centenar, más los que se hallarán en el futuro, parece exagerado hablar continuamente de las élites sociales del Bronce Final, tomando como paradigma las estelas de guerrero y diademadas, refugio de toda explicación para entender el componente social de estas gentes, a no ser que queramos atribuirles un carácter casi feudal en cuanto a la organización del territorio por donde se distribuyen. Es un hecho, no obstante, que estos personajes, a medida que se acercan al núcleo tartésico, son retratados rodeados de una mayor cantidad de objetos de adorno y de prestigio, en detrimento de las armas, además de expresar escenas de cierta complejidad social. Es tal vez el momento en que se consolidan como verdaderas élites dirigentes, con un poder de control tan asentado que prescinden de aparecer representados como simples guerreros, en su día tal vez más valorados socialmente y quienes debieron introducir y mantener en sus rituales funerarios la tradición de mostrarse rodeados de las armas que los caracterizaron en vida. Por lo tanto, los mecanismos de poder se hicieron mucho más complejos y diversificados, hasta derivar, ya en época plenamente tartésica, en personajes con un fuerte componente político y sacro que fueron capaces de construir complejos arquitectónicos capaces de sintetizar todo su control social.

Por lo tanto, y una vez asumida por parte de la gran mayoría de prehistoriadores la presencia de gentes mediterráneas en la península ibérica en un momento anterior a la colonización fenicia, muy probablemente propiciada por el hundimiento del mundo micénico y su expansión por el Mediterráneo Central, cuya huella comienza a detectarse arqueológicamente en el SO, la investigación se encamina a localizar las vías de contacto y el origen inmediato de los portadores de los nuevos elementos arqueológicos que aparecen en la península a partir de finales del II Milenio. La presencia de esos elementos mediterráneos en las estelas del SO o el descubrimiento de la construcción funeraria de la Roça do Casal do Meio, atribuida a extranjeros procedentes del Mediterráneo (Almagro Gorbea 1.986: 363) y, más concretamente, a comerciantes sardos establecidos en un punto de gran importancia estratégica como es el estuario del Sado (Belén, Escacena y Bozzino 1.991: 251), contribuye a cimentar esta hipótesis. Pero la presencia de estos extranjeros en la península debió ser además lo suficientemente importante y arraigada como para disponer de la mano de obra necesaria para realizar la tumba y respetarla, lo que conlleva un grado de aceptación e integración con los indígenas que refleja por sí mismo la solidez de su presencia en el SO.

Otro problema a despejar es, por consiguiente, la contradicción que existe entre las fuentes históricas, que establecen la fundación de Cádiz por los fenicios en el 1.100 cuando arqueológicamente no se puede estirar más allá de fines del siglo IX, y la presencia de gentes procedentes del Mediterráneo anteriores a esta fecha y que, sin embargo, coinciden en el tiempo con la fecha anterior. Sin entrar en la discusión de las hipótesis cronológicas más recientes, sin duda de gran interés (James 1.993), ya propuse la posibilidad de que las fuentes griegas denominaran fenicios a todos aquellos que procedieran del Mediterráneo oriental, independientemente de su lugar concreto de origen, aunque la verdadera llegada de los fenicios no se produjera hasta bastantes años después. La colonización de una parte de la península por éstos se debió producirse, por lo tanto, una vez alentados por las perspectivas que se abrían en el sur peninsular a partir de las noticias que irían recogiendo en su paulatina colonización del Egeo y del Mediterráneo Central (Celestino e.p.) donde, como hemos visto, cada vez es más clara su conexión comercial con el SO peninsular desde al menos el siglo X. La instalación de los fenicios se vería así favorecida por el conocimiento y el puente que les tenderían esos agentes procedentes del Mediterráneo ya en contacto desde antiguo con la península; además, encontrarían grandes facilidades para la explotación comercial de los recursos mineros, entrando en contacto con una sociedad ahora mucho más compleja y capaz de proporcionar los mecanismos necesarios para llevar con éxito estos propósitos. La zona periférica jugaría un papel determinante mediante el aporte demográfico al núcleo tartésico, lo que repercutiría en la mayor capacidad de los personajes destacados de estas zonas para controlar los puntos estratégicos de paso por donde circularían las primeras vías de intercambio comercial con el interior. A la postre, serán estas zonas de la periferia las que sobrevivan y se desarrollen tras la crisis tartésica, aprovechando los mecanismos heredados de su relación anterior.

 


 

BIBLIOGRAFÍA

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