Capítulo I. EL APOCALIPSIS
El estudio en profundidad de la mitología y de
los más remotos testimonios conservados,
relacionados con los primeros tiempos del mundo,
nos han permitido reconstruir -en las líneas que
sirven de introducción a este libro-, las que
cabría considerar como líneas maestras de la
secuencia vivida por la Humanidad desde su
permanencia en el Paraíso, hasta su traumático
alejamiento de éste a raíz de la total
devastación que siguiera al Diluvio "Universal"
y a la más trascendental de sus consecuencias:
la desaparición o "hundimiento" de la Atlántida.
En rigor, el anegamiento o inundación del mundo
primigenio.
Una cosa es que una tierra se hunda y otra muy
distinta que quede temporalmente anegada por las
aguas, fenómeno este que parece haber sido el
responsable del despoblamiento del Paraíso y de
la dispersión de sus gentes, por mucho que
algunas de ellas, parecen haber retornado, al
cabo de no mucho tiempo, a sus lares
originarios..., y llamo la atención del lector
en cuanto a la enorme importancia de este
término, en orden a la identificación de nuestra
primera morada.
Si el Paraíso hubiera quedado deshabitado por
espacio de varias generaciones, su toponimia
primitiva se habría perdido irremisible y
definitivamente, haciendo completamente
imposible su ulterior identificación. No se
pierda de vista, que el único camino fiable que
conduce a la localización de la primera morada
de los seres humanos, pasa precisamente por el
reconocimiento de un macizo montañoso de una
cierta envergadura, en el que confluyan todas
las denominaciones con que el Jardín del Edén ha
sido conocido por los diferentes pueblos de la
antigüedad, así como los propios nombres de las
divinidades adoradas por estos pueblos, y de los
ríos, montes y poblaciones que consta existieron
en ellos.
La búsqueda del Paraíso no es, pues, una tarea
quimérica para la que se requiera ningún tipo de
"iluminación" o inspiración especial. La
búsqueda del Paraíso es, simplemente, una
cuestión de intuición y de estudio.
Nos consta, pues, que el Paraíso, el mundo
primigenio, no llegó jamás a verse totalmente
despoblado. Lo que quiere
decir que la inundación del Diluvio, aunque
importante, no lo fue tanto como para que
perecieran en ella la mayor parte de los seres
humanos y, mucho menos aún, para que las
elevadísimas cumbres de aquella "isla" quedasen
enteramente sumergidas bajo las aguas. Nada de
todo esto sucedió y, buena prueba de ello, el
testimonio del Corán cuando afirma que el
destierro de Adán del Paraíso fue sólo temporal
y que, transcurrido cierto tiempo, Dios le
otorgó su perdón.
Adán volvió al Edén, como regresó Noé al monte
"Negro", "Baris" o "Cardán" (nombres indistintos
del Paraíso), tras retirarse las aguas del
Diluvio.
Para ser un hecho tan extraordinariamente
importante y que tan decisivo papel había de
jugar en el decurso de la historia de la
Humanidad, resulta sorprendente que los
pormenores de aquella catástrofe no hayan
quedado recogidos en ningún texto literario
importante, texto que, en buena ley, habría
debido encontrar amplio eco entre las
generaciones que siguieron a aquellos
acontecimientos.
Es cierto que en dos de los Diálogos de Platón
se recogen noticias inapreciables en relación
con la destrucción de la Atlántida, pero no es
menos cierto que los textos platónicos se
limitan a hacerse eco de unos testimonios
remotísimos, tutelados por los egipcios en sus
templos.
¿Cómo justificar que unos hechos que habían
tenido al Occidente por escenario, no dejen
recuerdo alguno en este ámbito geográfico,
perviviendo tan sólo su memoria en las lejanas
tierras del oriente africano?
¿Es admisible que los hijos de los
supervivientes de la destrucción del mundo
primigenio, que conocían por sus mayores todos
los pormenores de la misma y que en muchos
casos la habrían padecido también, no reflejaran
en ningún escrito todo cuanto sabían respecto a
aquel hito crucial de la historia del género
humano?
No podemos conformamos con el pretexto de que la
transmisión del conocimiento se efectuara en el
pasado de forma fundamentalmente oral, por
cuanto nos consta -y vamos a referimos a ello
precisamente en estas páginas que nuestros
ancestros más remotos tuvieron sumo cuidado en
dejar plasmadas en piedras, todas aquellas
noticias que consideraron verdaderamente
importantes, en relación con los primeros
estadios del mundo.
Ha tenido que existir, pues, un relato de la
destrucción del Paraíso que, consecuentemente
con la universalidad de su temática, ha debido
gozar de enorme popularidad -desde tiempos
remotísimos- entre los pueblos de la Península
Ibérica y, en un plano más amplio, del occidente
de Europa. ¿Qué ha sido de ese relato? ¿En qué
monumento literario conocido, puede rastrearse
el contenido de aquella valiosísima descripción
-¿perdida?- del fin del mundo primigenio?
La respuesta a todas estas preguntas, se
encuentra en el libro del Apocalipsis,
identificado hasta la fecha con unos
acontecimientos vinculados al mundo futuro y
cuyo enunciado no es, en realidad, sino uno de
los más impresionantes registros históricos
conservados por la Humanidad.
De la comparación del texto del libro del
Apocalipsis, con la descripción de la
destrucción de la Atlántida que hace Platón en
sus Diálogos, se desprende de manera inequívoca
e incontestable la evidencia de que se trata de
dos Textos análogos, que hacen referencia a unos
mismos sucesos históricos.
El Apocalipsis describe en efecto, y como se
viene pretendiendo, el fin del mundo. Pero no el
fin de nuestro planeta, del mundo en el sentido
que hoy le otorgamos a este término, sino en un
sentido mucho más arcaico y concreto: lo que el
Apocalipsis refiere es la crónica minuciosa y
fehaciente de la destrucción del Paraíso, del
fin del mundo primigenio.
El hecho de que los seres humanos hayamos vivido
siempre bajo la amenaza de esa suerte de "espada
de Damocles" que constituye el temor a la
destrucción de nuestro mundo, tiene muchísimo
que ver con la circunstancia de que nuestros
ancestros conocieran, en un tiempo remoto, el
aniquilamiento de su mundo respectivo, viéndose
exterminados muchos de ellos y forzados los
supervivientes a establecerse en otros "mundos'"
vecinos que les eran totalmente extraños. En
otros "mundos"... o en otros "montes", desde el
momento en que uno y otro término fueron, en su
origen, absolutamente afines.
El mundo primigenio, el Paraíso, feneció, y la
memoria de aquella catástrofe, debió quedar
plasmada en un "libro" cuya confección parece
haberse realizado en el ámbito de ese mismo
mundo supuestamente perdido. Los primeros
"ejemplares" de aquel texto, debieron imprimirse
sobre piedras, supuesto que para entonces, no se
hubiera generalizado ya entre nuestros
antepasados, la costumbre de utilizar las
Cortezas de los árboles -precedentes de los
papiros para estos menesteres "literarios".
Sin embargo, y como ha sucedido con la Biblia y
con casi todos los textos históricos de
verdadera importancia, aquel libro eximio sobre
la destrucción del Paraíso o de la Atlántida, ha
debido ser objeto de multitud de copias escritas
por "cronistas" posteriores, que fueron
adaptando su contenido a la idiosincrasia y a la
mentalidad de las épocas en las que tales
transcripciones fueron gestándose.
En este sentido, no resulta difícil suponer que
las sucesivas recreaciones que iban haciéndose
del libro del Apocalipsis, eran cada vez más
elaboradas y "barrocas", ganando en hermetismo
en la medida en que se distanciaban, cronológica
y geográficamente, del texto original.
La prueba de que las cosas no han debido suceder
de forma muy distinta a como venimos suponiendo,
la tenemos en el hecho de que el libro del
Apocalipsis haya tenido escasísimo arraigo entre
los pueblos de Oriente, varios de los cuales han
cuestionado, reiteradamente, su autenticidad
misma. No ha sucedido así, por el contrario, en
Occidente, en donde este venerable y remotísimo
texto ha gozado de un predicamento que supera
con creces al que hayan podido merecer la propia
Biblia y los Evangelios.
A raíz de la penetración islámica y de la
reinterpretación cultural y religiosa que los
españoles del siglo VIII y sucesivos debieron,
sin duda, padecer, el libro del Apocalipsis
cobra tal importancia que se convierte en el
libro sagrado, por antonomasia, de los pueblos
cristianos, efectuándose tal cantidad de copias
del mismo, que a pesar de lo severamente
castigados que se han visto los fondos
bibliográficos en nuestro país, nada menos que
treinta y dos manuscritos distintos del Libro,
han llegado más o menos completos hasta
nosotros. La mayor parte de esas obras fueron
profusamente ilustradas, atribuyéndose a un
monje de Liébana llamado "Beato", la autoría
sobre la más antigua de todas ellas.
Nos estamos refiriendo, por consiguiente, a los
popularmente conocidos como "Beatos de Liébana",
cuya vinculación con esta antigua provincia
cántabra no va más allá del hecho de que sus
diferentes versiones, tengan como precedente
próximo a los perdidos "Comentarios al libro del
Apocalipsis" escritos por ese enigmático monje
del monasterio de Santo Toribio de Liébana.
"¿A qué se debe -se pregunta Henri Stierlin- que
la reproducción e ilustración del Apocalipsis,
cautivase de ese modo a las gentes del tiempo de
Beato y durante los siglos que siguieron? ¿Cómo
es posible que entre finales del siglo VIII y el
siglo XII, por no hablar de otras versiones
tardías, esta obra haya constituido el núcleo
principal de las bibliotecas conventuales y el
tesoro de las iglesias españolas?"
En otro punto de su estudio consagrado a los
Beatos, Stierlin afirma:
"El libro del Apocalipsis estuvo considerado en
la época de la Reconquista, como el más sagrado
y venerable de los textos cristianos. Si en el
resto de Europa la obra más preciosa que podía
tener un monasterio era el Evangelio, en España,
en cambio, la preeminencia correspondió siempre
al Apocalipsis, hasta el punto de que los
estatutos de la comunidad, se guardaban entre
las páginas de los manuscritos del Apocalipsis.
y Beato escribía expresamente que el Apocalipsis
es la clave de todos los libros".
Parece, pues, fuera de toda duda, que el
Apocalipsis ha sido un libro español por
antonomasia. O quizá deberíamos decir mejor, que
ha sido el libro español por antonomasia.
¿Habría tenido tal arraigo entre nosotros, de no
ser porque, efectivamente, recogía noticias y
testimonios estrechamente vinculados a nuestro
pasado?
No es casualidad que sea precisamente en España
en donde se conservan los más importantes y
valiosos manuscritos del Apocalipsis que existen
en el mundo, como no es casualidad que sea
igualmente el norte de España, la única zona del
planeta en la que el recuerdo del fin del mundo
primigenio, de la destrucción de la Atlántida,
ha dejado una huella iconográfica imborrable.
Siendo como fue el denominado "Diluvio
Universal", el responsable de la destrucción del
Paraíso y de la Atlántida, ¿no resulta
significativo que un arca de Noé aparezca,
bellísimamente reproducida, entre las
ilustraciones de los Beatos españoles? Si nos
atenemos a la interpretación tradicional del
libro del Apocalipsis, ¿qué tiene que ver el fin
de nuestro planeta, de nuestro mundo, con unos
sucesos como los del Diluvio que pertenecen a
los más remotos estadios de la Humanidad?
Si Noé aparece en las ilustraciones de los
Apocalipsis españoles, no es por licencia
arbitraria y gratuita de los autores de esas
joyas bibliográficas que llamamos "Beatos", sino
porque la leyenda del patriarca forma parte
indisociable del conjunto de acontecimientos que
precedieron y siguieron a la destrucción del
Edén.
En algunas de las ilustraciones de los Beatos,
vemos cómo los ángeles, actuando como meros
instrumentos de la voluntad divina, lanzan la
tempestad sobre la Tierra, ocasionando una
terrible mortandad que aquellos excepcionales
artistas medievales representan, mediante el
dibujo de un buen número de hombres y de
animales flotando o sumergidos bajo las aguas.
Más aún. En los propios Beatos, vemos
reiteradamente reproducidos, esos tres montes
principales o "continentes" que configuraban el
mundo originario y cuyos tres nombres, que
conocemos merced al testimonio de Teopompo de
Chios, eran precisamente "Europa", "Libia" y
"Asia". La coincidencia es impresionante y no
tiene nada de casual, como vamos a conocer en
seguida. Antes, sin embargo, merece la pena que
destaquemos el hecho de que los tres montes o
continentes en cuestión, sean representados - en
los Beatos, antes y después del Diluvio. Antes
de él, se nos muestran atestados de gente,
extremo este que mal podría sorprendemos, cuando
conocemos el problema de superpoblación que
padeció el mundo primigenio. Fenómeno inevitable
cuando se mantiene confinada a una especie
determinada, en un espacio geográfico limitado.
Pues bien, después del Diluvio, las tres
montañas antedichas aparecen desiertas y
anegadas, además, por las aguas,
hasta una altura considerable.
Pero en la devastación de la Atlántida,
confluyen, por lo menos, dos calamidades: un
diluvio -que los Beatos registran
reiteradamente, como decíamos - y un terrible
seísmo que "desgajó" la cumbre del Paraíso,
aquella Acrópolis en la que, como veremos,
moraban los descendientes de Set, antepasados de
los atenienses. Antepasados que perecerían en su
casi totalidad, como reconoce Platón en sus
Diálogos, fiel al testimonio de los egipcios.
No les pasó inadvertido a los autores de los
Beatos, el detalle preciso respecto al
desmoronamiento o "argayo" de la cumbre del
Paraíso o del Atica, y ahí está, en una de sus
ilustraciones y como cortada de cuajo, la cumbre
de una montaña desplomándose íntegra sobre las
tierras de su entorno y sobre sus pobladores.
Entre estos últimos debieron encontrarse, sin
duda, los míticos diez reyes de la Atlántida
que, como viéramos en "La España olvidada", tan
relevante papel desempeñan en la iconografía
románica del norte de España y, sobre todo, en
la de esa genealogía de la Corona de Castilla
que aparece genialmente labrada en la portada
del antiguo Colegio de San Gregorio de
Valladolid.
Tampoco los diez reyes atlantes han sido
omitidos en las ilustraciones de los Beatos,
apareciendo pintados en los mismos, con
atributos que no ofrecen lugar a dudas respecto
a su condición regia.
Ningún detalle parece habérseles pasado por alto
a aquellos prodigiosos miniaturistas medievales
españoles, ni siquiera la representación
cartográfica de aquel mundo, de cuya ruina
estaban ofreciendo testimonio con sus pinturas.
La prueba rotunda de que existió un mundo previo
al nuestro, cuya situación e idiosincrasia
geográfica nada tenía que ver con las del mundo
actual, nos la ofrecen las diversas versiones
cartográficas de la Tierra originaria que
encontramos entre los Beatos. La más importante
y valiosa de todas ellas -fechada en el año
1086- es la que se conserva en la catedral del
Burgo de Osma, y no tardará en llegar el día en
que se conceptúe a esta obra, como a todos los
Beatos en general, como uno de los más preciosos
patrimonios de la Humanidad.
En todos esos sorprendentes mapas, que
reproducen un modelo común, se observa cómo los
tres "continentes" originarios -Asia, Europa y
Libia- se encuentran situados, respectivamente,
al norte, al suroeste y al sudeste, sin guardar
relación alguna, por consiguiente, con la
ubicación actual de todos ellos.
La Tierra primigenia aparece reproducida en los
Beatos como una isla circular, regada por varios
ríos principales que sirven de "fronteras" entre
las tres regiones o "continentes" que la
configuran. No existe, aparte de ellos, ningún
tipo de divisoria entre las distintas naciones,
por lo mismo que no guarda relación alguna la
fisonomía de éstas con sus rasgos geográficos
actuales. Grecia, Italia, Galia, Germania y "Spania"
acaparan entre ellas el espacio geográfico
europeo, confundidas unas con otras en el seno
de ese ámbito común.
Aparte de las efigies de seis de los doce
apóstoles, completan el espacio europeo en este
supuesto "mapa mundi" del Apocalipsis del Burgo
de Osma, las siluetas de cuatro catedrales y la
de un faro. Por lo que se refiere a los templos,
destaca con ventaja por sus dimensiones, el de
Santiago, correspondiendo los otros tres a
Constantinopla, Roma y Toledo. En cuanto al
faro, no es preciso decido, es el gallego Faro
de Hércules, al que vamos a referimos también en
estas páginas.
Amén de las cuatro iglesias europeas, el autor
del Beato del Burgo de Osma pinta otros dos
grandes templos en Troya y en Antioquia,
olvidándose por completo de Jerusalén y de otras
importantes poblaciones asiáticas. Lo que quiere
decir que dos de las seis iglesias que aparecen
destacadas como las más importantes del orbe,
son españolas, siendo la mayor de todas, como
decíamos, la de Compostela. Una evidencia más,
de que fue Compostela -y no Roma ni Jerusalén-
el verdadero núcleo espiritual del mundo
antiguo, antes e incluso después del Imperio
Romano.
Podría aducirse que semejante forma de
reproducir el mundo no tenía nada que ver con el
recuerdo del mundo primigenio y sí, por el
contrario, con el hecho de que aquellos
miniaturistas medievales españoles, no tuvieran
la más leve noción respecto a cuál era y es el
diseño geográfico de nuestro planeta. Tal
hipótesis carece, sin embargo, de toda
virtualidad, cuando nada menos que en el siglo
II de nuestra era, Ptolomeo había elaborado un
Atlas del mundo antiguo, en el que todas y cada
una de las naciones asiáticas, europeas y
africanas, aparecen minuciosa y rigurosamente
descritas y dibujadas. Inútil decir, a la vista
de la magna obra acometida y de la imposibilidad
material de realizada en un mundo como el del
principio de nuestra era, que Ptolomeo debió
limitarse a compendiar o calcar otras cartas
geográficas previas, que sin duda debían
circular por el mundo antiguo desde que
determinados pueblos protohistóricos se
enseñoreasen del Mediterráneo y de todos los
países de su entorno.
Habiendo sido el Atlas de Ptolomeo (o el modelo
en el que éste se inspirase) el punto de
referencia de toda la cartografía que se ha
gestado en el mundo, prácticamente hasta el
descubrimiento de América, parece claro que si
los miniaturistas españoles se decantaron en
sus" mapa mundi" por la versión insular y
"reducida" del planeta, no es porque no supieran
representarlo de otra forma, sino simplemente
porque deseaban mantenerse fieles a una
corriente cartográfica ajena totalmente a la
visión moderna y realista del mundo adoptada por
Ptolomeo. Dicho con otras palabras, a lo largo
del primer milenio de nuestra era, coexistieron
dos tradiciones cartográficas contrapuestas: la
una, moderna, representaba el mundo tal cual es;
la otra, arcaica, seguía representando el mundo
como había sido antes de que el Apocalipsis del
mundo primigenio, consumara la escisión y
dispersión de todos los seres humanos.
De ahí el que los autores de los Beatos, que
bebían en fuentes españolísimas, a la hora de
describir con sus pinceles la idiosincrasia del
Paraíso y los pormenores de su destrucción, no
incurran en el despropósito de identificar ese
mundo perdido con el mundo moderno y se decanten
por la representación del mundo "a la antigua
usanza". Una representación que conocían bien,
por ser "moneda corriente" entre los españoles.
No en vano era la plasmación de su primer mundo.
Así se comprende que sea precisamente en España
en donde se han conservado las representaciones
más valiosas, elaboradas y precisas de la Tierra
primitiva que existen en el mundo.
Si el sentido del libro del Apocalipsis no fuera
el que venimos describiendo, ¿qué lógica tendría
que las ilustraciones hispanas del libro sagrado
incluyeran una reproducción cartográfica del
mundo, máxime cuando se trata de un mundo que no
tiene nada que ver con el actual y muchísimo
menos aún con el futuro?
¿Qué tienen que ver estos sorprendentes mapas,
con la profética destrucción del mundo
contemporáneo que, tal y como se viene dando por
sentado, constituye la esencia del libro con el
que, significativamente, se cierra la Biblia?
El significado del término griego "apocalipsis"
es revelación. Sin embargo, ni éste es el valor
originario de esta palabra, como vamos a ver en
seguida, ni mucho menos alude a esa supuesta
revelación recibida por San Juan, en relación
con el fin de nuestro mundo. La mayor parte de
los exégetas bíblicos parecen estar de acuerdo
en que San Juan no tuvo nada que ver con la
redacción de este texto.
La revelación a la que alude el significado
griego de este término, tiene un sentido mucho
más arcaico y entronca, precisamente, con la
revelación con que supuestamente fuera
distinguido Noé (por otros nombres "Jan o" o "Jauna")
con anterioridad al desencadenamiento del
Diluvio Universal o "Apocalipsis". No se pierda
de vista que fue precisamente "Calión" (Deu
Calión) el nombre griego de Noé, así como que en
el término "apocalipsis" se han fundido dos
palabras distintas: "apo" y "calipto". El
elocuente significado de esta última voz es,
precisamente, ocultarse, desaparecer. Dos
valores que entroncan con el vasco "kalitu",
matar y que nos ayudan a reconstruir la
verdadera identidad de este término fundamental.
(1)
"Apo Calipto" o "Apo Calipsis" significa
sencillamente: el fin, la destrucción o la
expulsión de Calipso. Léase del
Paraíso. O de la Atlántida. De aquella isla
Ogigia o Calipso en la que recalase Ulises y
cuyo trágico fin ha quedado tan fielmente
reflejado en el griego "kalipto" y en el vasco "kalitu".
Cuando sabemos -vamos a verlo en estas páginas-
que las "Columnas" de Hércules fueron
identificadas con el Paraíso o, si se prefiere,
con la isla de Calipso, no puede sorprendemos en
absoluto el que los antiguos españoles
conocieran a aquellas "columnas" o "piedrones
enhiestos" (Florián de Ocampo) con el nombre de
calepas, tan afín a Calipso. De hecho, el nombre
de una de aquellas míticas "columnas", era
precisamente Calpe, derivado de Calepe o Calipe.
Pero no termina todo aquí, porque de ese "Calipe"
o "Calpe" se derivaría "Carpe" y el nombre de
"Carpetanos" que algunos autores documentan
otorgó Túbal a los primeros pobladores de
España, moradores de las riberas del Ebro.
Antepasados de aquellos españoles "Calipes" o
"Carpes", fueron los míticos "cálibes" a los que
se atribuye la muerte de Polifemo y a los que
Justino localiza en tierras de la Península
Ibérica...
La isla Calipso, la isla Atlántida, contiene en
su propio nombre una de las claves principales
que pueden llevarnos a desvelar el enigma del
continente "desaparecido". Nótese, en efecto,
que "calipto" no significa hundirse, sumergirse,
ni nada parecido. "Calipto" se traduce,
simplemente, por velar, ocultarse, cubrirse...
Así nacería el término "eclipse"
(originariamente "ecalipse"), referido no a la
desaparición de un astro, sino a su
ocultamiento.
Y es que la isla Calipso, por otros nombres
"Asteria" o "Estrella", se había "esfumado", se
había eclipsado como por ensalmo, ya que no
físicamente, sí por lo menos en la imaginación y
en la memoria de los seres humanos que moraron
en ella y que lograron sobrevivir a su
hecatombe, a su apocalíptica destrucción.
"Apocalipsis": el fin de Calipso. Simplemente.
"Calipso": la oculta, la velada.
Todavía lo está, cuando han transcurrido varias
decenas de miles de años de su apocalipsis.
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