Capítulo III. "SEFARAD,
SEFARAD ..."
Uno de los autores que con más énfasis e
insistencia han postulado la identidad de origen
de todos los seres humanos, ha sido el francés
Moreau de Jonnés. Más clarividente, incluso, que
ese otro genial intérprete de la mitología
clásica que ha sido el inglés Robert Graves,
Moreau de Jonnés llegó a la clara convicción de
que todos los países de la antigüedad -Egipto,
Grecia, Judea, Persia, Caldea, habían tenido un
emplazamiento originario que nada tenía que ver
con la ubicación que todos ellos ocupan hoy en
el ámbito del mundo moderno. Inevitablemente
deduce Moreau-, los nombres de todas estas
naciones tan estrechamente vinculadas al
nacimiento de la Historia, debieron corresponder
en su origen a simples pueblos del mundo
primigenio, de esa minúscula región del globo en
la que el ser humano ha vivido la mayor parte de
su singladura sobre el suelo de nuestro planeta.
Una parte que posiblemente se mida por millones
de años, en contraposición a esos ciento y pico
mil años de antigüedad que cabe atribuir a la
expansión del hombre de Neanderthal por el
ámbito de Europa y de su entorno más inmediato,
o a los cuarenta mil años de que data la
definitiva emigración del hombre racional u
hombre de Cro-Magnon, en dirección, esta vez, a
todos y cada uno de los rincones del globo,
incluido el continente americano.
El hombre moderno, al igual que los "Zophasemin"
de los fenicios -la raza inteligente cuya cuna
se encontraba en Occidente-, posee la profunda
convicción de que él es el primer ser
verdaderamente inteligente que puebla nuestro
planeta, olvidándose de que a lo largo de esos
millones de años de ancianidad de nuestra
especie, han existido generaciones infinitamente
más lúcidas que la nuestra, por mucho que su
grado de desarrollo tecnológico haya sido menor.
Tecnología y sabiduría no son, en modo alguno,
términos afines. De este modo, y a pesar de
tener cavernas por morada, nuestros antepasados
de hace veinte o treinta mil años, poseyeron ya
un altísimo nivel intelectual y cultural que
nada indica que no haya sido alcanzado por
pueblos remotísimos cuya edad podría medirse por
centenares o incluso millones de años.
No por el hecho de haber erigido unas pirámides
colosales, los egipcios de hace cuatro o cinco
mil años fueron más inteligentes que los hombres
que hace veinte, treinta o cuarenta mil años,
cubrieron de pinturas las bóvedas de todas las
cuevas del norte de España y del sur de Francia.
La historia de la Humanidad vendría a ser, en
este sentido, como el proceso de construcción de
una escalera o de un zigurat babilónico (del
vasco "zurgu", escalera). Cada generación
consigue subir más alto, merced, las "piedras"
que han colocado a sus pies las generaciones
precedentes.
Sin ellas, sin el legado
intelectual que hemos recibido del pasado, el
hombre contemporáneo no habría llegado a la
Luna, ni podría disfrutar hoy de innovaciones
tales como la electricidad o la informática.
El hombre es, pues, consecuencia del hombre ...
Simplemente. Somos distintas personas, pero en
el fondo somos las mismas, desde el momento en
que cada generación no es sino una fiel réplica
genética de las precedentes. Y de ahí que pueda
afirmarse que a pesar de los millones de años
transcurridos, los hombres actuales, aunque más
numerosos, no somos sino los mismos seres que
hace millones de años optaron por establecer su
morada en las costas de cierta isla montañosa en
la que, con el andar del tiempo, llegaron a
modelar su Paraíso. Isla a la que, a lo largo de
su dilatadísima historia, se ha venido
conociendo con una considerable variedad de
nombres, entre los que destacan los de "Egipto",
"Eskitia", "Creta", "Bizcaya", "Troya",
"Atlántida", "Colcos", "Roma", "Alba",
"Castilla", "Cantabria", "Asteria", "Etiopía", "Eritia"
o... "Bericia".
"Según nuestro juicio, la noción más
importante que se deriva de la comparación de
las varias mitologías, es la identidad del
principio en que se sustentan. En efecto,
ofrecen semejanzas tan palmarias en cuanto al
fondo, a la composición y aun a los términos
empleados en idéntico sentido, que
necesariamente se llega a la conclusión de que
ha debido existir originariamente un tema único
que sirviese de base a esos documentos en que el
genio de cada pueblo imprimió después un
carácter distinto".
«Un estudio comparado -durante más de veinte
años de las leyendas que se refieren a la
infancia de las sociedades, nos ha comunicado
esta doble convicción: 1º que las cosmogonías,
las teogonías, las fábulas mitológicas de las
diferentes naciones proceden de un fondo común;
2º que el Génesis, el Avesta, las teogonías de
Sanchoniazón y de Hesíodo, indican los períodos
sucesivos de una misma historia; la de la
infancia de estos pueblos, y que esos poemas han
tenido una misma región por teatro".
¿Cuál es esa región?
Moreau de Jonnés, autor de las palabras
precedentes, se lleva a Asia la cuna de nuestros
antepasados, localizando en el ámbito de los
mares Negro y Caspio, en torno a ti Iberia del
Cáucaso, su primer asentamiento. Sin embargo, lo
que este ilustre autor francés no llegó a
entrever, es que si bien había sido Asia, en
efecto, nuestra primera morada, esa Asia no
había tenido nada en común con aquélla a la que
hoy designamos con este nombre, y que no es sino
una copia a enorme escala del Asia primitiva.
Esa misma Asia que diera nombre a la región
germana de Hassia o Hessen, a las comarcas
pirenáicas de Assua y de Aisa o al valle
cántabro de Asón, Asia o Lasia, e interrumpo
aquí, en este término clave, la historia
inorfológica de este topónimo fundamental,
relacionado, sin ningún género de dudas, con la
morada originaria de los seres humanos.
"Los descubrimientos de la
epigrafía suelen revelar el descubrimiento de un
Egipto, de una Etiopía y de una Libia que no
pueden situarse como los países así nombrados
que hoy conocemos. Por ejemplo, ¿es admisible
que los hebreos, que procedían manifiestamente
del norte de Asia, hubiesen sido una familia
etíope, originaria de Libia, como dice Tácito?
¿Que Danao y sus cincuenta hijas, antepasadas de
los helenos, salieron de Egipto para
establecerse en Argos? ¿Que los etíopes, tan
citados por Homero, habitasen como en tiempos de
los romanos al sur de Egipto?"
"Estas proposiciones son tan contrarias a toda
verosimilitud, que se ha renunciado a
explicarlas..."
Hay muchas noticias históricas que no han casado
jamás con la explicación convencional que de
ellas se ofrece. Sin embargo, y para no tener
que replantearse algunos principios conceptuados
como fundamentales, se ha preferido obviar toda
esta auténtica legión de "pequeños detalles",
tirando por la borda las piezas del rompecabezas
que no se ajustan a la idea preconcebida que la
ciencia moderna tiene de cómo quiere que sea ese
rompecabezas.
De ahí el que, por ejemplo, y en relación con la
supuesta y ya dogmatizada africanidad del ser
humano, determinadas antropólogos modernos se
atrevan a descartar al hombre de Neanderthal
como antepasado nuestro, a pesar de su obvia y
rotunda racionalidad y de su cráneo, incluso
mayor que el nuestro. Y todo porque el susodicho
hombre de Neanderthal brilla por su ausencia en
África, excepción hecha de las riberas
mediterráneas de este continente... que limitan
precisamente con España.
Nada puede sorprendemos el que
con procedimientos científicos tan rigurosos
como éste, el hombre contemporáneo siga sin
tener la más remota noción respecto a cuál ha
sido, en realidad, nuestra primera morada.
Pero leamos de nuevo la introducción de "Los
tiempos mitológicos" de Moreau de Jonnés:
"La idea de eternidad e inmortalidad lo mismo
se aplica a los dioses egipcios que al Jehovah de
los judíos, y un infierno, lugar de castigo, así
como una mansión de los bienaventurados, forman
el fondo de todas las religiones. Resulta, pues,
de estas analogías que los antepasados de esas
naciones, separadas hoy por considerables
distancias y por profundas diferencias de
lenguaje y de costumbres, necesariamente han
tenido que vivir en su origen en localidades
vecinas, hacer un género de existencia análoga,
recibir la misma educación social, participar de
las mismas vicisitudes y calamidades; en efecto,
esto es lo que la interpretación de las
mitologías demuestra de una manera irrecusable".
Resulta incontestable que todos los pueblos de
este planeta compartimos en otro tiempo una
tierra común, de dimensiones además muy
reducidas, como resulta claro, asimismo, que la
identificación de esa tierra matriz (no se
pierda de vista cierto topónimo ibérico, harto
extendido por España, y que se presenta bajo las
formas "Madrid" y "Madriz") sólo puede ser
posible a través de un rastreo "cultural" que
contemple el estudio de la mitología, del
lenguaje, de la toponimia, de las tradiciones y
las costumbres y, por supuesto, del clima y de
la geografía. En una palabra, de ese "río
cultural" al que en bella y precisa metáfora
aludía José María de Areilza en uno de nuestros
frecuentes intercambios de opinión en relación
con toda esta materia.
No es a través de la búsqueda de huesos
fosilizados como llegará a localizarse la cuna
de nuestra especie, y menos aún si los
antropólogos contemporáneos se empecinan en
seguir buscando el solar originario de los
humanos en las históricas y cultural mente
yermas tierras del África central y meridional.
No. La clave para descifrar el enigma de nuestro
origen, pasa por la identificación de ese primer
río -tanto el metafórico como el físico- en
torno a cuyas orillas se "hacinaron"
originariamente los seres humanos, dejando en
ellas el "sedimento" de centenares de miles de
años de historia y de cultura. Una cultura que
si en algunas regiones del planeta es sólo
arroyo o torrente, debido a la modernidad
de la presencia humana en ellas, en otras, y
particularmente en la tierra primigenia,
configura un río enormemente caudaloso,
perfectamente reconocible y cuya no
identificación se justifica, sobre todo, por la
referencia de la Biblia a la localización
oriental del Paraíso. Referencia absolutamente
fidedigna, por mucho que ese "Oriente" del que
la Biblia nos habla, no tenga mucho que ver con
el oriente que hoy conocemos y concebimos.
Siempre han existido el oriente y el occidente.
Pero su localización ha estado condicionada al
punto de mira desde el que estos valores
geográficos han sido contemplados. Para los
moradores de Asiana, de la actual Turquía, el
occidente no pasaba de Grecia. Para los griegos,
por el contrario, su occidente acababa en
Italia, por mucho que tuvieran clara conciencia
de la existencia de un occidente mucho más
remoto, que no era otro que la Península
Ibérica. Pues bien, con el oriente ha sucedido
algo semejante. Un pueblo del occidente de
Cantabria, se llamó "Oriente" (hoy "Ruente"),
estando situado, de hecho, en el oriente de ese
auténtico mundo que se configuró un día en torno
a los Picos de Europa y las Sierras de Peña
Sagra y de Peña Labra.
Pero hay más.
No se pierda de vista que así como la palabra
"occidente" hace referencia inequívoca al mar,
al Océano en el que siempre se ha situado la
primera morada de nuestros antepasados, detrás
del término "Oriente" se oculta, por una
parte, la alusión al Sol, por otro nombre "Orón"
y, por otra, a la montaña originaria configurada
tras la supuesta caída a la Tierra de los
genitales del astro rey. Y de ahí que el término
"montaña" se exprese en griego con la voz
"oros". Exactamente la misma palabra que define
a ese metal precioso que tanto se prodigara en
la Tierra primigenia y en donde tiene su origen
el mito respecto a las formidables riquezas
minerales de la Península Ibérica.
La clave se encuentra, pues, en esa palabra -
"oro"- y en estos conceptos: sol, montaña, oro
y ... origen. ¿Por qué "origen"? Precisamente
porque el ser humano era descendiente del Sol
-"Oro" - y de la montaña modelada por éste: el
Paraíso Terrenal o "Monte de Oro".
Si se quiere identificar el Paraíso Terrenal,
localícese un macizo montañoso en cuya toponimia
se conserve esta última denominación: "Monte de
Oro", y del que fluya algún río vinculado a este
término. Un río de nombre semejante, por
ejemplo, al "Orontes" fenicio.
"Oriente" es, pues, un término que no tuvo en su
origen, absolutamente nada que ver con el valor
geográfico que hoy le otorgamos. "Oriente" era,
simplemente, una montaña, el Paraíso Terrenal,
la misma montaña en la que tuvieran su origen
nuestros más remotos ancestros.
La mención de la Biblia a que Dios situó en
Oriente el Jardín del Edén, debe leerse e
interpretarse en el sentido estricto y literal
de tal aserto. El Paraíso estaba en Oriente. El
Paraíso era Oriente. Cierto monte, cierta isla
llamada "Oriente". La misma Oriente que diera
nombre a la ciudad española de "Orense", situada
precisamente en el extremo más occidental de la
Península Ibérica. Mejor prueba de la
occidentalidad del primitivo Oriente, del
Paraíso, no puede aducirse. Recuérdese que el
Paraíso se encontraba a orillas del Océano. Del
Atlántico. (2)
A partir de cuanto acabamos de ver, se comprende
la referencia al carácter oriental, no sólo del
Paraíso, sino de ese enigmático "Monte Sephar",
morada de los descendientes de Heber, léase de
los "hebreos", al que invariablemente se
califica, al igual que al Paraíso, como monte
"oriental". De hecho, tal calificativo no es
sino una mera redundancia, una simple repetición
de otro de los nombres con que se conoció al
Paraíso Terrenal, a ese Monte "Oriente", "Sephar"...
o "Sepharad" en el que tuvieron su cuna los
primeros seres humanos. Seres a los que se
denominó después "Sepharadís", como un título
honorífico que acreditaba su condición de
descendientes directísimos del Paraíso -"Se
Pharadis"- o Jardín del Edén, ese mismo jardín
mítico al que los persas conocían con el nombre
de Pharadí o Faradí y los hebreos con el de
Fardes... o Farades. Y de ahí el nombre de los "Sefaradís"
o "Sefardíes".
"Sefarad... Sefarad...". Aquella altísima
montaña horadada... Farades (Paraíso) = Forado
(agujero)
En su "Historia de Montserrat" dice Anselmo M.
Albareda:
"Una hipótesis supone el Montserrat hueco por
dentro y profetiza su destrucción por
hundimiento"
Una premonición algo desfasada: el "apocalipsis"
del Paraíso se produjo hace varias decenas de
miles de años, ...y no fue precisamente a
Montserrat o "Monte Zerrate" a quien afectó...
También del macizo de Peña Sagra se pretende
hallarse hueco por dentro... La misma idea que
sin duda existe en relación con otras muchas
montañas de la Península Ibérica.
No son solamente los nombres geográficos del
Paraíso los que han viajado a todos los confines
del globo. También las noticias respecto a su
singular idiosincrasia...
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