Capítulo IV. LOS HIJOS DE
LOS DIOSES.
La historia de la Humanidad, ya desde sus más remotos orígenes, dio en
enredarse como un auténtico ovillo de lana. Un ovillo cuyo principio hace
muchísimo tiempo que perdimos de vista, sumergido como se encuentra en esa
infinita maraña de recuerdos y de olvidos que constituye la memoria de
nuestro pasado. Una memoria, más que perdida, fragmentada, atomizada,
dispersa, celosamente escondida detrás de un cúmulo casi inagotable de
crónicas y de testimonios históricos, de palabras y de leyendas, de nombres
geográficos y de toda suerte de vestigios cuyo rastreo y cuya interpretación
constituyen, amén de un imperativo histórico, una de las más arduas y
apasionantes empresas a acometer por el hombre contemporáneo.
El pasado existe, como existe, felizmente, la nítida huella dejada por ese
pasado. Un pasado unitario y común para todos los seres humanos, cuyo
esclarecimiento adquiere una incuestionable dimensión ética. Y es que no se
trata ya de satisfacer esa curiosidad intelectual, lógica en todos los
individuos de nuestra especie, por conocer todos y cada uno de los
entresijos de nuestro pasado. Lo que en verdad hace inaplazable e imperiosa
la búsqueda de ese cabo de ovillo que debe conducimos al desentrañamiento de
nuestros orígenes es, a partes iguales, la necesidad de profundizar en el
conocimiento del hombre, así como la de proporcionar el más sólido cimiento
a la siempre inestable causa de la paz y de la armonía entre los seres
humanos.
Conocer el pasado del
hombre, equivale a comprender su presente y a presentir su futuro. Demostrar
el origen común de todos los hombres, sus estrechos vínculos de fraternidad,
equivale a sentar las únicas bases consistentes y duraderas para su
concordia. Una concordia a la que la especie humana no puede permitirse el
lujo de renunciar.
¿Cómo hubiera reaccionado
lo más granado de la intelectualidad nazi, si hubiera llegado a vislumbrar
que ese pueblo hebreo al que tan enconadamente perseguía, compartía su cuna
y su origen con el mismísimo pueblo germano? ¿No resultaba ya
suficientemente significativo el hecho de que, por ejemplo, la diosa por
antonomasia de la mitología aria -Palas Atenea-, hubiese plasmado su nombre
en uno de los asentamientos fundamentales del pueblo judío, Palestina?
Palestina aparece hermanada, pues, desde el punto de vista onomástica, con
el Palatinado alemán. No es una excepción. Alba fue el primitivo nombre de
la que fuese ciudad sagrada del pueblo hebreo: Hebrón. Pues bien, Alba hoy
Elba- es el nombre del río central de Alemania, país al que la antigüedad
conoció con el nombre de Albania Magna... Ergo hebreos y germanos comparten
exactamente la misma cuna.
Ciertamente, si los componentes de la "Sociedad Thule" creada por los nazis
para profundizar en las raíces del germanismo y, en última instancia, para
mitificar y enaltecer los orígenes de la raza "aria", hubieran impulsado los
estudios de filología en lugar de propiciar toda suerte de indagaciones y
hasta de excavaciones por diversas comarcas asiáticas, es más que probable
que el mundo se hubiera ahorrado buena parte de las calamidades que ha
conocido a lo largo del segundo tercio de este siglo.
No. No estaban en Afganistán ni en la India las raíces de la raza aria, como
no lo están, tampoco, las de ninguna de las razas que configuran el mosaico
humano de nuestro planeta. Un auténtico fenómeno de "amnesia histórica",
propiciado a partes iguales por la erosión del tiempo y por la no menos
inevitable acción censara del ser humano, justifica el olvido al que nuestra
especie ha llegado tras su larga y accidentada singladura a lo largo y ancho
de la corteza del globo.
¿Tiene el hombre su cuna en África?
¿Acaso en Asia?
¿Tal vez en Europa?
Seguimos especulando sobre la existencia de prodigiosas civilizaciones
desaparecidas... Seguimos cifrando el origen de la vida humana en la llegada
de seres extraterrestres a nuestro planeta... Seguimos postulando la idea,
en fin, de que el ser humano no ha tenido una, sino múltiples cunas.
Nuestra desorientación es tal, que nada puede extrañarnos el hecho de que en
el umbral mismo del siglo XXI, la mayor parte de los individuos que pueblan
este planeta, sigan estando convencidos de que negros, amarillos, rubios o
morenos, son brotes humanos de árboles distintos, en lugar de ser -como por
otra parte es lógico y obvio-, simples razas desgajadas de un mismo tronco.
Así se entiende el encono con el que en el pasado -y no tan en el pasado- se
han vivido y sentido los nacionalismos, en cuanto que meras erupciones o
brotes de soberbia provocados por la conciencia fanatizada de una
singularidad que sólo existía en la mente de quienes la postulaban.
Por incomprensible que resulte, la mayor parte de los pueblos prefieren
seguir ignorando su origen, a tener que reconocer que son originarios de
otra nación. Reacción esta que entronca con cuanto veíamos en los primeros
capítulos de "La España olvidada", en relación con el empeño
de todas las naciones por ser más antiguas que las demás, sentimiento este
que -sin ningún género de dudas justifica la ignorancia en la que la
Humanidad ha vivido y vive a propósito de su ascendencia.
En el fondo, el hecho de que no se haya identificado la cuna de nuestra
especie, ha venido a resultar providencial para alimentar la soberbia de
determinados pueblos. Por decirlo de alguna forma, en tanto no se resolvía
el enigma de la primogenitura, todos podían reivindicarla con el mismo
derecho. No interesaba en absoluto, por consiguiente, y sigue sin interesar,
el que se esclareciera este "espinoso" asunto.
Respetemos, pues, que algunos prefieran seguir cifrando su orgullo en la
ignorancia y prescindiendo de que esa primogenitura histórica le haya
correspondido a la Península Ibérica -pondríamos el mismo empeño y el mismo
énfasis en todo este asunto, si se tratase de cualquier otra región del
planeta-, tratemos de seguir avanzando, hasta donde sea posible, en el
conocimiento del mundo primigenio. Conocimiento que habrá de deparar muchas
sorpresas al hombre contemporáneo, despejando, al propio tiempo, infinitos
enigmas que muchos, también, no tienen el menor interés en que se despejen.
Lo que define a la racionalidad, y al ser humano por consiguiente, no son
este tipo de actitudes. Por el contrario, si algo caracteriza a nuestra
especie es precisamente su irrenunciable afán por perseguir -y alcanzar- la
verdad. Incluso cuando esa verdad a la que aspira, puede llegar a volverse
contra ella. Triste dicha la del que cierra los ojos para no ver y
fundamenta su felicidad en la ignorancia.
Buena parte de las desventuras de la Humanidad, comenzaron el día en que
unos hombres se otorgaron a sí mismos el título de "Hijos de los dioses"
conceptuando a los demás mortales como simples y elementales "hijos de los
hombres".
¿Qué razón objetiva podía haber determinado esa artificial distinción entre
seres humanos de origen divino e individuos apegados a la tierra y huérfanos
de ese hálito sobrenatural?
Todos los lectores de la
Biblia se han enfrentado perplejos con ese episodio del libro sagrado en el
que se afirma que "los hijos de los dioses tomaron por esposas a las hijas
de los hombres". ¿Quiénes eran unos y otros?
Tratemos de reconstruir
el origen de este mito, recurriendo para ello a los testimonios de Josefa,
del Sincello, del "Libro de Henoch" y de otras fuentes hebreas recuperadas
por Graves y Pathai en "Los mitos hebreos":
Los hombres vivían
antes del Diluvio, en una comarca situada entre el Paraíso y el Océano. Allí
moraban los descendientes de Set y de Caín, desde que tras la muerte de Abel
sin descendencia, la humanidad quedase escindida en estas dos únicas ramas.
Los descendientes de Caín
habitaban en la tierra de Nod, por otro nombre "Trémula", denominaciones
ambas de determinado valle situado al oeste del Paraíso.
Por lo que se refiere a
la progenie de Set, fiel al precepto de Adán, quien en su lecho de muerte le
ordenó a su hijo predilecto que mantuviese alejada a su estirpe del linaje
maldito de Caín, ocupaba las tierras altas del Edén, sin ningún tipo de
contacto con los cainitas y controlando, por consiguiente, las cumbres de la
Montaña Sagrada. Montaña enclavada "en el lejano norte, cerca de la Cueva
del Tesoro".
Era la estatura, el rasgo
que de una forma más ostensible distinguía a los "setitas" de los "cainitas".
Estos eran pequeños de cuerpo y de aspecto deprimido, en tanto que aquéllos,
y al igual que su antepasado Set, eran extraordinariamente altos, notables
tanto por la elegancia de sus proporciones como por la belleza de su rostro.
Debido precisamente a la nobleza de su configuración física y al hecho de
que vivieran en el entorno de la "Puerta del Paraíso", estos setitas fueron
conocidos con el nombre de "Hijos de los Dioses" -otros autores los llaman
"Gigantes" (de "Ogigia...), "Barones", "Faraones", "Angeles", "Egregoros"
(de donde "griegos" o "egregios") o, simplemente, "Poderosos de la Tierra"
-, habiéndose otorgado a los cainitas, en contraposición a la dignidad de
los "inquilinos" del Paraíso, el epíteto de "hijos de los hombres".
Entre los setitas, era común el hacer voto de celibato, siguiendo el ejemplo
de Enoc. Vivían como anacoretas por las cumbres y laderas más elevadas del
Paraíso, practicando la virtud que había caracterizado a su patriarca, Set.
Como él, también, cultivaron la paz y la armonía, consagrándose al estudio
de la astronomía y registrando sus descubrimientos en dos columnas, de
piedra una y de ladrillo la otra. Una de ellas, suponemos que esta última,
sería derribada por el Diluvio, en tanto que la otra sería trasladada a
Syria (Suria o Soria).
Si a los setitas se les presenta como "completamente justos", a los cainitas,
por el contrario, se les define como "esencialmente malos", entregados al
libertinaje y consagrados, fundamentalmente, a las actividades agrícolas,
artesanales y mercantiles.
Cada cainita tenía, por lo menos, dos esposas. Una, la legítima, para que le
diera hijos y otra, la concubina, para que colmase su lujuria. La primera,
la que engendraba a sus hijos, vivía pobre y solitaria, como una viuda. La
segunda, su barragana, no tenía más ocupación que complacer a su marido,
empleando todo su tiempo en cultivar la belleza de su cuerpo y en procurarse
adornos y vestidos seductivos. Para evitar que pudiese llegar a concebir
algún hijo, se le obligaba a beber una pócima que la hacía estéril.
Posiblemente por el
escaso comercio carnal que mantenían con sus esposas, en contraposición a la
intensidad de sus acercamientos a sus concubinas y no, como se pretende,
porque pesase una maldición en este sentido sobre los cainitas, sucedió que
las esposas de éstos dejaron prácticamente de parir hijos varones, lo que al
cabo de algunos años habría de plantearles un ingrato y acuciante problema a
las numerosísimas mujeres de aquella tribu. En efecto, el grado de
crispación y deseo de éstas, parece haber llegado a tal extremo, que muchas
de ellas iban a acabar irrumpiendo en las casas de los hombres, dispuestas a
llevárselos consigo de fuerza o de grado.
Mientras en los valles
que se extendían por el occidente del Paraíso, se vivía esta angustiosa
situación demográfica, con un considerable número de mujeres desesperadas
por la falta de un marido, la situación en las cumbres del Edén parece haber
sido sustancialmente distinta, con unos hombres pletóricos de energía y de
virilidad, a los que no siempre debieron cuadrar lo bastante, ni su supuesta
condición de "Ángeles", ni el desairado celibato al que les abocaba el
ejercicio de sus vivencias eremíticas. En este sentido, el escaso número de
mujeres disponibles y su desangelada femineidad, inevitable en unas hembras
que debían afrontar unas durísimas condiciones de vida, viviendo en cavernas
y a alturas que debían oscilar entre los mil y los dos mil metros, debieron
terminar causando estragos en el ánimo y en la entereza de aquellos piadosos
y estudiosos Barones, haciendo anidar, en la trastienda de su virtud, el
deseo de conocer a aquellas espléndidas féminas que, en los valles próximos,
ardían y se consumían en deseos de poseer y ser poseídas por un hombre.
Las condiciones no podían
ser más propicias, para que acabas e sucediendo lo que inevitablemente tenía
que suceder y en este punto, no existe acuerdo entre las diferentes fuentes
en las que bebemos. Porque si unas les atribuyen la iniciativa, y por
consiguiente la culpa, a los setitas, otras, por el contrario, cargan toda
la responsabilidad del desaguisado a las ardientes cainitas. ¿Qué ocurrió en
realidad? ¿Quién encendió la mecha de la que iba a resultarse el "incendio"
que vamos a describir a continuación y cuya virulencia y desmesura iban a
acabar siendo "sofocadas" por el Diluvio?
Como en todos los asuntos humanos, las culpas no acostumbran a mostrar
predilección por una facción determinada, sino que, amantes del equilibrio,
suelen distribuirse, por lo común, entre todas las partes. No hay que
pensar, pues, en que las perversas cainitas fueran las únicas culpables de
la degeneración en la que acabaron cayendo los "hijos de los dioses", ni
tampoco en que éstos fueran tan pusilánimes como para no ser capaces de
poner coto a la desbocada pasión de las "hijas de los hombres", de las
mujeres del valle.
Fuego había en ellas, y
fuego había en ellos y lo que sucedió no fue sino una quema anhelada y
propiciada por ambas partes.
Dice el "Libro de Henoch"
que cuando los ángeles o "egregoros" conocieron a las cainitas y pudieron
percatarse de sus encantos y carácter seductor, concibieron por ellas una
ardiente pasión, provocando el que uno de ellos se dirigiese a sus
compañeros en estos términos: "Vamos a ver a las hijas de los hombres y
escojamos esposas entre ellas". Sólo un tal Semiaxas parece haberse mostrado
reacio a tan sugestiva iniciativa, que venía a transgredir, de hecho, las
instrucciones de "segregación" ("Egregoros"...) dadas a Set por Adán en el
momento de su muerte. Normas de distanciamiento con respecto a los cainitas,
que los inquilinos del Paraíso habían seguido escrupulosamente a lo largo,
por lo menos, de siete generaciones.
Pero como quiera que la carne -incluso la de aquellos supuestos ángeles- es
flaca, veinte de los principales Egregoros parecen haberse hartado de su
mortificante celibato, optando por dirigirse hacia la tierra de las cainitas
y por contraer matrimonio con aquellas que mejor cuadraron a su gusto y
condición.
Animadas, seguramente, por este precedente y por la demostración de
vulnerabilidad dada por los setitas, aquellas mujeres del valle que no
habían tenido la fortuna de interesar a ninguno de los veinte "griegos" o
"montañeses" que habían roto con el precepto de sus antepasados, parecen
haber decidido tomar ellas la iniciativa, sin esperar a que la desesperación
de sus vecinos de las alturas, les forzase a imitar y secundar el ejemplo de
sus compañeros. Por consiguiente y ni cortas ni perezosas, las cainitas, las
"hijas de los hombres", concibieron cuidadosamente un plan de asalto del
Paraíso y de seducción de todos sus moradores masculinos, dispuestas a
zanjar para siempre, el problema de celibato que ellos más o menos de grado
y ellas completamente de fuerza venían padeciendo.
Los preparativos fueron minuciosos y laboriosos. El "plato fuerte" de la
estrategia, no es preciso decido, consistía en el realce, hasta donde fuera
posible, de la belleza y encantos de las decididas cainitas, atractivos que
iban a potenciar merced al generoso concurso de polvos y coloretes. Además,
pintaron "sus ojos con antimonio y las plantas de los pies con escarlata, se
tiñeron el cabello y se pusieron pendientes y ajorcas de oro, collares de
joyas, brazaletes y vestidos de los más variopintos colores".
En la escena siguiente de
esta auténtica tragicomedia protagonizada un día por las gentes del mundo
primigenio, vemos a las cainitas ascendiendo al Paraíso y armonizando su
marcha con el redoble de tambores, el punteo de arpas y el toque de
trompetas. Todo ello acompañado de los inevitables cantos y danzas, al más
fiel estilo de las romerías que en algunos puntos de España, todavía siguen
ascendiendo a los santuarios y ermitas enclavados en las montañas.
Aunque las fuentes más
piadosas aseguran que aquellas atractivas mujeres, tan pronto llegaron a la
acrópolis de la Montaña Sagrada, se apoderaron de los quinientos veinte
anacoretas que vivían en ella, más cierto parece que la presencia de
aquellas hembras debió ser considerada por los setitas como una auténtica
bendición enviada por el cielo, no haciéndose necesario, por consiguiente,
que ellas hubieran de apelar a su fuerza (sic) para reducir a aquellos
fornidos montañeses...
Esas mismas fuentes piadosas que hasta aquí venían disculpando a los
setitas, se vuelven bruscamente contra ellos a partir de este punto y tras
reconocer su sumisión a los requiebros y encantos de las "hijas de los
hombres", dicen de ellos que "se volvieron más sucios que los perros y
olvidaron por completo las leyes divinas".
Parece, pues, que los "bienaventurados" dejaron de ser bienaventurados y que
los veinte Egregoros ya casados con las cainitas, se ocuparon de distribuir
las mujeres que fomaban la comitiva, entre sus compañeros. A partir de ese
momento, dice el "Libro de Henoch", todos vivieron en el desorden hasta el
Diluvio.
De la unión de los "ángeles" con las "hijas de los hombres", iban a
derivarse tres generaciones sucesivas: los gigantes, los nefelim y los eliud.
El denominador común de todas ellas fue la perversidad. Los "hijos de los
dioses" negligieron sus prácticas virtuosas y, de exceso en exceso, acabaron
dando en la antropofagia. Las víctimas de ella, no es preciso decirlo,
serían los cainitas, cuyo número descendió vertiginosamente, hasta el
extremo de que, al borde del exterminio, decidieron elevar sus preces a
Dios, reconciliándose con él y recabando su auxilio en forma de castigo
contra los moradores del Paraíso.
La consecuencia, el
castigo, ya lo conocemos: el Diluvio Universal. El mismo Diluvio que Zeus
decretó contra el rey de los pelasgos, Licaón, por alimentarse con carne
humana.
Pero la reprimenda no
parece haber terminado aquí: los Egregoros iban a ser atados y encerrados
por los arcángeles en el fondo de la tierra: un dato enigmático y
sorprendente que parece esconder algo más que una simple metáfora.
Algo más que una
metáfora, se esconde también detrás de toda esta curiosa leyenda sobre los
amores de los "hijos de los dioses" con las "hijas de los hombres". Una
leyenda que tiene enormes visos de verosimilitud y que al margen de lo
anecdótico, contiene informaciones de gran importancia en relación con la
idiosincrasia del mundo primigenio y de sus moradores. Noticias que incluyen
también la mención a la intensa actividad intelectual desarrollada por los
setitas, por los pobladores de las tierras altas del Paraíso, a raíz de su
unión con las cainitas. Una actividad que abarca desde la invención de la
escritura a la utilización de los metales, pasando por el pulimento de las
piedras, la decoración pictórica, la invención de los instrumentos
musicales, el progreso en los conocimientos astrológicos...
Ciertamente, y a juzgar
por lo que precede, no todo parece haber sido desenfreno y depravación en la
existencia de los setitas, a partir de su fusión con la sangre "maldita" de
los cainitas. Resulta obvio que de la unión de ambas razas, no sólo se
derivaron calamidades para la Humanidad, sino también enormes beneficios.
Una vez más, la historia "oficial" se divorcia de la historia "real", para
ofrecemos una versión tendenciosa y parcial de los hechos. Una versión que
carga las tintas en los vicios de aquella generación, y se olvida de
destacar sus virtudes. Una versión, en fin, que empeñada en buscar a
cualquier precio una justificación al desencadenamiento del Diluvio, no duda
en violentar la realidad, tiñéndola con tonos repulsivos y escandalosos.
¿Antropofagia?
¿Cuándo no la ha habido en la historia remota de la Humanidad?
Ciertamente que no debió
existir en nuestros más remotos orígenes, pero ello fue así solamente hasta
que los moradores del Paraíso conocieron y padecieron las consecuencias de
su primera gran sequía. Sequía que ante la amenaza de la muerte por hambre,
les llevaría a aquellos seres a violar uno de sus más sagrados principios,
obligándoles a nutrirse con carne animal. Carne animal a la que, en un
momento u otro, se sumó la de esos linajes menos favorecidos que, como el de
los cainitas, existieron ya en el ámbito mismo del mundo primigenio. Y
existieron, precisamente, porque ya desde nuestros orígenes más remotos, los
seres humanos gustamos de considerarnos superiores los unos a los otros y,
obrando en consecuencia, dimos en esa obsesión segregadora que, como
acabamos de ver, alentaba ya en los "hijos de los dioses" o "Egregoros".
Obsesión que anteponía al propio bienestar, el odio contra una raza y el
rechazo ancestral a fundirse con ella.
La leyenda, interesada y parcial, había propuesto a los descendientes de Set
como gentes virtuosas y ejemplares, en contraposición a los libidinosos
cainitas, y el tópico acabó, una vez más, consagrándose. A partir de aquí,
la Humanidad se escindirá en dos bandos antagónicos e irreconciliables: el
de la virtud, representado por los setitas, y el de la bajeza y la maldad,
configurado por los cainitas. Por los descendientes de Caín. Por la "canalla".
¿Cuál era ese "canalla"? ¿Quiénes descendían de Set y quiénes de Caín?
Aquí radica la clave de todo este asunto, porque puede que en los albores de
la Humanidad, cuando todos los seres humanos vivían en un ámbito geográfico
muy reducido, en torno a la "Montaña Sagrada" o Paraíso, los linajes y las
genealogías estuvieran muy claros. Pero lo cierto es que una vez que el
hombre -en varias oleadas sucesivas a las que nos referiremos en otra
ocasión- dio en expandirse por el mundo, las cosas dejaron de estar tan
claras y no habría de transcurrir mucho tiempo antes de que los cainitas,
abjurando de su prosapia, pretendiesen ser tan legítimos descendientes de
Set como los otrora virtuosos setitas. Todo ello en el supuesto improbable
de que, para entonces, quedase algún individuo de linaje "limpio", que no se
hubiera derivado de la fusión de setitas y cainitas, de "cromagnones" y "neanderthales"...
A partir de aquí, va a comenzar a desatarse una lucha sorda entre unas
naciones y otras, entre unos continentes y otros, tratando todos los pueblos
de atribuirse unos orígenes más nobles que los otros, y aun dentro de los
pueblos, configurándose unas castas o linajes que a su vez pretendían
diferenciarse de las clases "inferiores", populares, sobre la base de
reivindicar su condición de descendientes directos del elegido Set.
Aquí nace la obsesión por la genealogía y por los linajes que tanto ha
caracterizado a la sociedad española de todos los tiempos. Había que
demostrar a toda costa que se descendía de un linaje "limpio". Que la sangre
de Caín no había "contaminado" en lo más mínimo la impecable trayectoria de
las familias y de los apellidos más preclaros.
Aquí, también, el origen de los blasones y de los escudos. De esos blasones
y escudos que inundan la arquitectura de todo el norte de España, y de forma
muy particular la de las comarcas del occidente de Cantabria. Hasta las
casas más modestas ostentan su escudo, léase su título público de nobleza,
de limpieza de sangre y de origen. Porque se podía ser pobre, pero la
pobreza no estaba reñida con la hidalguía. Se podía ser pobre, pero limpio
de sangre..., con honra.
La honra, otro concepto
fundamental y españolísimo. Porque la honra sólo podía fundamentarse en la
virtud, aquella misma virtud que había distinguido y caracterizado un día a
los "hijos de los dioses", a los hijos de Set.
¿Cómo una persona no virtuosa y de vida licenciosa podía ser descendiente
del hijo predilecto de Adán?
Lo lógico, lo inevitable, es que por sus venas corriera la sangre maldita de
Caín.
De ahí el que el lema de la sociedad española, seguramente que a lo largo de
toda nuestra historia, haya sido el de "pobres pero honrados", pobres "pero
limpios", con honra, con un linaje esclarecido. La pobreza no era una
vergüenza. La deshonra, sí. Y la peor de todas.
|