Capítulo VIII .
De los nombres de Cibeles
Sigamos hablando de aquellos remotísimos "carabantes" del norte de España,
estrechamente vinculados a las más antiguas prácticas de la escritura, al tiempo
que antepasados de los "garamantes" libios y de aquellos sacerdotes o
"coribantes" frigios que vivían consagrados al culto de la diosa ibérica por
antonomasia, la "Madre de los dioses" Cibeles.
Algún día caeremos en la cuenta los españoles, de que todas esas prodigiosas y
bellísimas "Damas" ibéricas a las que se atribuye un origen o una inspiración
helénica, no son sino representaciones españolísimas de la Madre de los dioses,
Cibeles, adorada por las gentes de Iberia a lo largo de decenas de miles de
años, bien es verdad que bajo advocaciones distintas, vinculadas o no a la misma
raíz filológica de la que se ha derivado el nombre de Cibeles. Uno de esos
epítetos es Sevilla. O Sibila, como se prefiera.
Otra ciudad estrechísimamente relacionada con el nombre de la diosa Cibeles, es
Ávila, originariamente Chabila, topónimo que se ha conservado a pocos kilómetros
de esta población, en el lugar de Robledo de Chabela. "Chabila" (de donde el
castellano "chavala") fue uno de los nombres de Eva, así como de una enigmática
región del planeta en la que estuvo enclavado el Paraíso Terrenal y a la que se
refiere la Biblia con el nombre de Ávila o Evila.
Algo más al sur de Avila y de Chabela, nos topamos con otra población española
emparentada muy de cerca con la Madre de los dioses. Con Cibeles. Nos referimos
a Madrid, topónimo al que se pretende otorgar una etimología árabe, cuando en
realidad no es sino la transcripción fidelísima de uno de los diferentes nombres
de Cibeles: Matriz o Amatriz. De aquí el nombre de las ninfas arbóreas de la
mitología griega, las pintorescas Hamadríades.
Madrid y matriz son la misma palabra. Una palabra que en su origen sirvió para
designar a la supuesta madre de todos los humanos, así como a la Tierra, al
Paraíso Terrenal en el que nuestra especie tuviera su primera morada, su cuna.
La pervivencia del topónimo "Madriz" constituye, de hecho, una de las claves
principales para identificar el primer solar de los humanos, conocido
indistintamente con nombres tales como: "Madrices", "Lamadriz", "Madruédano",
"Madrazo"...
No fue capricho de los madrileños el consagrar a la diosa Cibeles uno de los
puntos neurálgicos de su urbe. Puede que resulte difícil o imposible
documentarlo, pero es harto probable que en el lugar en el que hoy se yergue la
celebérrima fuente madrileña de "La Cibeles", se alzara
un día remoto un templo consagrado a esta misma divinidad, templo que
posteriormente se transformaría en ermita o santuario y que a la postre habría
transmitido su nombre a las bellas praderas que antaño cubrían los actuales
Paseos del Prado y de Recoletos. Paseos que en lugar de enamorados, devotos,
beatas y romeros, acogen hoya ringleras interminables de automóviles.
Tal es, en efecto, la secuencia seguida por nuestra civilización. Los hábitos se
alteran y mudan permanentemente. Las tradiciones se pierden. Las romerías y
procesiones se convierten en desfiles de automóviles. El murmullo de la
naturaleza se ve relegado por el fragor del tráfico... y, sin embargo, nada
consigue acabar con los nombres de los lugares en los que esos trasiegas y
mudanzas se desarrollan. ¿Cuántos miles de años hará que Madrid se llama Madrid,
o que la diosa Cibeles, con este nombre o con el de "Sevilla" o "Chabila", es
venerada en torno al nacimiento de la madrileñísima calle de Alcalá? Recuérdese
que el arranque de la calle de Alcalá, a tiro de piedra de "La Cibeles", es
conocido, todavía hoy, con el nombre de Sevilla.
Cambian los hombres, pero no cambian los nombres. Todo lo más, se alteran
levísimamente. Donde hoy decimos "Madrid", ayer dijeron "Madriz", antes "Matriz"
y, algo más atrás todavía, "Amatriz". Nada ha cambiado.
Alguien pretenderá que "Madrid" es nombre moderno y que el primitivo nombre de
esta villa puede coincidir
con el de la remota "Mantua" registrada por Ptolomeo en torno a la actual
capital de España. Sin embargo, resulta que Mantua o Amantia (de ahí "Amenti",
el Paraíso o tierra originaria de los egipcios) no es sino otro de los epítetos
de la Madre de los dioses.
Si poco ha cambiado el nombre de "Madrid", menos aún se ha alterado el de
ciudades como "Zaragoza", inmutable desde hace milenios por mucho que los
romanos tratasen de imponer a esta ciudad el espúrio y coyuntural "Cesar
Augusta". Si será remoto el nombre de Zaragoza, que los antiguos germanos
utilizaban el término " taragoza " para designar a sus ciudades. "Taragoza" era,
pues, sinónimo de "ciudad", para unos pueblos como los germanos cuyo parentesco
con los maños o aragoneses va mucho más lejos de la mera semejanza que existe
entre ambos gentilicios. No se pierda de vista que si el río Iber o Ebro es el
principal de los ríos que fluyen por Aragón, también el río Iber o Rhin es el
primero de los ríos de Alemania...
En la linde de la provincia de Zaragoza con la de Soria, en la fachada
occidental del Moncayo, se encuentra un pueblo -Carabantes- cuyo nombre nos
devuelve al recuerdo de aquellos Carabantes o Coribantes que consagraban sus
vidas a la celebración de los cultos orgiásticos en honor de la Madre de los
dioses. Una de las actividades a las que, sin duda, se dedicaban aquellos
hombres, debía consistir en la elaboración de loas, cantos e himnos consagrados
a la diosa, así como a la redacción de textos sagrados
más o menos afines a los que, desde siempre, se han pergeñado en todos los
recintos monásticos.
Tanto el uso de la escritura, como toda la actividad intelectual en su conjunto,
fueron parcelas que estuvieron reservadas antaño a la clase sacerdotal. Para la
gente común, y por consiguiente iletrada, analfabeta, lo bien visto, lo varonil,
era hacer la guerra, en tanto que escribir o saber no dejaba de ser una forma
como otra cualquiera de perder el tiempo, muy en consonancia, por otra parte,
con el carácter contemplativo de las personas que optaban por enclaustrarse en
los cenobios.
Esta concepción de la actividad intelectual, ha tenido consecuencias funestas
para el progreso de la ciencia y del conocimiento, y por ende de la sociedad,
aun cuando se haya revelado utilísima para la conservación de las más remotas
tradiciones humanas. Precisamente porque el carácter exacerbadamente conservador
de aquellos primeros "hombres de letras", les hacía idóneos para las labores de
recopilación y transcripción de textos y testimonios antiguos, resultando
absolutamente incapaces de acometer cualquier empresa intelectual que conllevase
la más mínima desviación o transgresión de los dictámenes o dogmas tenidos por
sagrados e incuestionables.
El hecho de pensar libremente entraña siempre un riesgo y ese riesgo, a lo largo
de la Historia, ha sido tanto o más temido que el mismísimo diablo. Lo que no ha
sido óbice para que, de tiempo en tiempo, surgieran hombres lúcidos e
independientes que dieran en pensar libremente y cuya peripecia intelectual,
convertida en heterodoxia, acababa conduciéndoles a una hoguera o, en el mejor
de los casos, a una de esas "recoletas" mazmorras de las que siempre estuvieron
bien surtidos los recintos monásticos.
Una de las más trascendentales revoluciones de la historia de la Humanidad, se
produjo en el momento en que las puertas de los lugares de oración dieron en
abrirse, para acoger en su interior a laicos ávidos de compartir con el clero el
tesoro del conocimiento. Un fenómeno de esta naturaleza, se produjo en el curso
de la Edad Media, dando lugar a la creación de esos "Estudios Generales" o
Universidades que habrían de acabar casi totalmente desvinculados de las gentes
de religión. De ahí, precisamente, una de las claves principales del progreso
que las ciencias humanas han experimentado en el curso de los últimos siglos,
haciendo posible el que la Humanidad haya avanzado más en doscientos o
trescientos años de historia... que en los varios millones de años que la
especie humana acarrea ya sobre sus espaldas.
Sin embargo, existen poderosas razones que inducen a pensar que un proceso
semejante a éste ya se había desarrollado en la Península Ibérica en una
antigüedad harto remota, previa por descontado a la colonización romana que
conocimos hace una veintena de siglos. Díganlo, si no, los testimonios de todos
aquellos autores que se refieren
al importante y selecto número de escritores y pensadores griegos que visitaron
las tierras de España e incluso estudiaron en ellas. Juan Antonio de Estrada, en
su "Población General de España", publicada en Madrid en 1748, menciona a este
respecto los nombres de "algunos antiguos españoles ilustres u hombres ilustres
que estudiaron en España" y entre ellos, a: Orfeo, Hornero, Licurgo, Hesíodo,
Hercio, Plinio, Apolonio, Mirliano, Arternidoro, Posidonio... Y recuérdese que
el propio Plinio, así como Juan de Mena siglos después, proclamarían la
naturaleza hispana de Aristóteles, reivindicando su nacimiento en la ciudad de
Córdoba. El mismísimo Homero parece haber sido hijo de madre española...
Es indudable que todos estos autores, y otros muchos de los que no tenemos
noticia, debieron visitar y conocer Andalucía, en un momento en el que esta
región conservaba aún una parte importante del riquísimo acervo heredado de la
cultura tartéssica. Cultura que por el hecho de beber a su vez en fuentes mucho
más remotas, relacionadas en este caso con el norte de España, habría de
permitir a determinados autores clásicos, el poder acceder al conocimiento de
datos inapreciables relacionados con el mundo primigenio. Tal sería el caso de
Homero, del que se afirma haber escrito la "Iliada" a lo largo de su permanencia
de la Península Ibérica...
Andalucía conservaría todavía, a lo largo de la colonización romana, su
preponderancia cultural en el contexto de las diferentes regiones ibéricas, con
clara ventaja, incluso, sobre la mayor parte de las restantes provincias del
Imperio. Todo ello hasta que, a la postre y coincidiendo con el crepúsculo del
mundo romano, se consumara la total postración de nuestra cultura, floreciendo
de nuevo la vida rural y refugiándose otra vez el conocimiento cabe los muros de
los recintos monacales. Muros de los que ya no habría de salir hasta bastantes
siglos después, haciendo posible, una vez más, el que a lo largo de ese período,
la ciencia y la cultura retrocedieran varias centurias, conociendo la sociedad
occidental durante el mismo, uno de los momentos más oscuros de su historia.
(Por mucho que resulte extraordinariamente sugestivo y evocador para espíritus
románticos y poetas. El amor que personalmente profeso hacia nuestros
monasterios medievales, a la salvación de varios de los cuales he consagrado una
parte de mi vida, no me impide distinguir lo que tuvieron de beneficioso y de
pernicioso para una sociedad como la medieval que, en buena medida, les estuvo
sometida. Y es que no fue sólo el conocimiento lo que los monasterios medievales
monopolizaron durante la Edad Media. También era suya la tierra, y, por ende, el
poder económico, el político y hasta el militar... La "desamortización" de
Mendizábal de 1835, resultó uno de los mayores despropósitos de la historia de
España, lo que no impide el que haya sido una de nuestras acciones políticas más
justificadas. Lo trágico no fue que se decretara, sino que no se supiera
ejecutar sabiamente, en beneficio de esa misma sociedad rural que había padecido
secularmente el poder omnímodo de los monasterios y no de
una nobleza cuyas ambiciones no eran otras que las de suplantar a la Iglesia en
su condición de principal latifundista de nuestro país).
Como es bien sabido, la historia experimenta una marcada tendencia a repetirse.
Y en seguida vamos a conocer un caso que lo corrobora. Un caso que tiene que
ver, precisamente, con el momento en que la Iglesia, a lo largo de la Edad
Media, decide facilitar el acceso a la cultura de las clases dirigentes, creando
para ellas los primeros embriones de lo que tiempo después habrían de
convertirse en las grandes Universidades europeas.
Pues bien, la primera de todas aquellas Universidades o esbozo de tales -y éste
es un dato que generalmente se ignora- iba a ser la de Palencia, convertida, por
consiguiente; en adelantada de la cultura española y europea.
Rodrigo Méndez Silva, en su "Población General de España", publicada en Madrid
el año 1675, afirma los siguiente:
"Tenemos al presente treinta y dos Universidades de Letras y cuatro mil escuelas
de Gramática; y así se debe gloriar España que excede a todas en la profesión
desta ilustre virtud, pues Africa no tuvo más Universidad que a Medauro, Grecia
a Atenas, Italia a Bolonia, Padua y Pavía, Francia a París y Tolosa, Flandes a
Lobayna, Inglaterra a Oxonia y Cantabrigia y Alemania a Colonia, aunque en
nuestros tiempos vemos multiplicado el número en algunas de las dichas
Provincias".
En Palencia se fundaría, pues, la primera Universidad española del medievo,
reproduciéndose así una circunstancia que no le era extraña en absoluto a esta
vieja población castellana, por mucho que el primitivo emplazamiento de Palencia
no coincidiera con el que esta ciudad ocupa en la actualidad a orillas de río
Carrión, sino con el del cercano pueblo de Palenzuela, villorrio burgalés en el
que se hallara ubicada la remota Pallantia, metrópoli de los antiguos palentinos
o pelendones, conocidos por otros nombres con los de duracos, bracos o
lusones...
Si sostenemos que Palencia ha sido siempre ciudad de acrisolada solera cultural,
no es tanto por el hecho de que el escudo de esta ciudad rece como sigue:
"Palencia, armas y ciencia", cuanto por la circunstancia de que tal "declaración
de principios" venga a coincidir con la propia idiosincrasia que se le atribuía
a la divinidad que ha otorgado su nombre a esta ciudad castellana. Y se da la
circunstancia de que esa divinidad no es otra que la propia Cibeles, conocida
también con el nombre de Palas o Palancia.
Vésta fue otro de los epítetos de la diosa Cibeles, lo que justifica la remota
existencia en Palencia de un monasterio femenino puesto bajo la advocación de
"San Pedro de las Véstales". El nombre de "Vestales" -recuérdese- se otorgaba a
las doncellas que se consagraban al culto de la diosa Vesta (Hestia o Esta)
conceptuada como diosa del hogar.
Del remotísimo culto rendido por los antiguos palentinos o pelendones a la diosa
Cibeles, da fe el ara hallada en Duratón, consagrada a Cibeles "Termegista" y a
la que se refiere Ambrosio de Morales allá por el año 1575.
A la diosa Palas se la conceptuaba, en efecto, como diosa de la guerra y de la
sabiduría, lo que justifica el que nuestros antepasados más remotos le
confiriesen el mismo carácter ("armas y ciencia") a la ciudad -Palencia- que
habían puesto bajo su advocación. La versatilidad de la diosa Palas constituye,
en rigor, el más añoso precedente de nuestro "mitad monje, mitad soldado". Mitad
hombres de rezo y de estudio, mitad hombres de acción y de armas.
Sirva lo precedente como confirmación, no sólo de que las poblaciones a las que
hoy atribuimos mil o dos mil años de antigüedad, tienen ya decenas de miles de
años a sus espaldas, sino también como prueba de que las denominaciones de las
urbes "imprimen carácter". En Palencia tenemos un ejemplo, aunque no el único.
A Cádiz la llamamos "la tacita de plata", olvidando que el griego "kadis"
significa jarra o copa y que la Antigüedad conoció a esta población con este
nombre y con el de Cáliz. Y ello en razón a que se identificaba la isla gaditana
con aquella mítica isla -el Paraíso-, en la que se había derramado la sangre del
Sol, a raíz de la castración sufrida por éste a manos de Saturno. Aquella isla,
nuestra primera morada, tenía, pues, el carácter de cáliz o copa sagrada, lo que
justifica el hecho de que algunas lenguas eslavas empleen la palabra "casa" para
designar a la copa, al cáliz. El mismo vínculo semántico que se esconde tras el
curioso y nada casual fenómeno de homonimia que se produce entre el castellano
"escanciar" (llenar una copa) y el nombre de la mítica isla Escancia en la que
los pueblos escitas tenían su cuna. Isla Escancia, que como demostraremos en su
momento, no resulta ser otra que la propia isla que acogiera al Paraíso
Terrenal, a la sazón, primera "estancia" o morada de los seres humanos.
El mito medieval del Grial tiene, como vemos, profundas y remotísimas raíces.
Antiquísimos precedentes que se ponen harto de manifiesto en determinada región
de España en la que nos encontramos con topónimos tales como Griales o Criales y
Graial, produciéndose junto a otros tales como Escancia, Esconcia o Escanzana,
Todo ello en torno a las riberas de cierto río ibérico al que en otro tiempo se
conociera con el nombre de Calibs o Cáliz. El mismo río junto al que -al decir
de Justino- moraran los cálibes, esos pueblos de la más lejana antigüedad que
dieran nombre a la isla Calipso o Atlántida, destruida por mor de una
devastadora inundación.
¡Cuántas sorpresas habrán de depararnos esos enigmáticos cálibes, descubridores
de los metales y perforadores de aquel mítico monte Atlas que se erguía -y se
yergue- sobre las tierras de Hesperia o Hispania...!
Palencia, Cádiz o Cáliz..., hablando de imprimir carácter, ¿cómo no mencionar el
nombre de esa ciudad -Madrid-, cuyo significado -matriz- viene a coincidir con
la ubicación de esta población en el centro geográfico mismo de la Península
Ibérica? Resulta claro que Madrid nació con vocación de capitalidad, siendo su
designación como tal por Felipe II, uno de los más sonados aciertos del reinado
de este monarca singular. (Y lo reconoce y confiesa un vallisoletano al que,
como a Felipe II que también nació en Valladolid, no le duelen prendas en
admitir que la vieja Pucela posee uno de los climas y paisajes menos favorecidos
de la Península Ibérica, absolutamente inadecuado para acoger dignamente a la
capital de una nación; y no digamos ya de un imperio).
Cuando nuestros antepasados consagraban una ciudad a una divinidad determinada,
acostumbraban a otorgar los, diferentes epítetos con que ésta era conocida, a
los barrios y enclaves principales de la nueva villa. De ahí el que, como acabamos
de ver, "Madrid" y "Mantua" ( o "Amantua") fueran nombres indistintos de
esta vieja ciudad carpetana. Vieja, sí, aunque no tanto como Rodrigo Méndez
Silva pretendiera en un "Diálogo" publicado el año 1637 y en el que asegura que
Madrid fue fundada a raíz del Diluvio Universal. Y no mentía Méndez Silva, lo
que sucede es que ese "Madrid" al que este autor hacía referencia, se encuentra
situado en una provincia española que se extiende al norte de la Sierra de
Guadarrama, a algunos centenares de kilómetros de la actual capital de España.
Capital a la que, como asegura Ricardo Sepúlveda en su "Antiguallas, crónicas,
descripciones y costumbres españolas en los siglos pasados", sí hemos de
reconocerle, por lo menos, el hecho de ser más antigua que Roma.
Entre los barrios de Madrid cuyos nombres están estrechamente relacionados con
algunos de los epítetos de la diosa Cibeles, mencionemos en primer lugar el de
las Vistillas, término este que nada tiene que ver con unas "vistas" diminutivas
y minúsculas y mucho, por el contrario, con aquellas "vestales" consagradas al
culto de Cibeles y que acabamos de encontrarnos dando nombre a un antiquísimo
monasterio palentino.
A Cibeles "Antigua" o "Antioca" (recordada todavía, sin saberlo, en tantas
iglesias "de la Antigua" como existen en España) se hallaba dedicado el
madrileñísimo barrio de Atocha, conocido antaño, como documenta Fray Gaspar de
Jesús María, con el nombre de Antiocha o Antiochía.
Y es precisamente este mismo autor el que nos informa sobre la existencia de un
antiguo templo consagrado al dios Serapis, en el mismo lugar que después
ocuparía la catedral de la Almudena. Sin duda ignoraba este eruditísimo fraile, que detrás de
este nombre y de todos los derivados de "Alma", se esconde también la identidad
de la Madre de los dioses, Cibeles, divinidad a la que estuvo consagrado ese
antiguo templo madrileño, estratégicamente situado en el enclave más
privilegiado de la Villa.
Y por fin Carabanchel, otro nombre peculiar que sin duda habrá de resultamos
familiar, por remitimos una vez más a aquellos carabantes o curetes que vivían
consagrados al culto de la diosa Cibeles y que resultan ser los mismos que
tutelaron la crianza de Zeus, el "Padre de los dioses", conocido también con el
nombre de Serapis...
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