Capítulo X.
Las columnas de Hércules
¿Cuál es la antigüedad de la escritura?
¿Es la escritura una adquisición tan reciente como viene presumiéndose, surgida
en las tierras del Asia Menor en el umbral mismo de la Historia?
¿Desconocían la escritura los hombres que hace veinte o treinta mil años
decoraban las bóvedas de sus santuarios rupestres con las representaciones de
los animales a los que rendían culto?
Todas éstas son preguntas a las que, hoy por hoy, resulta imposible poder
ofrecer una contestación. Y ello, no porque no existan grabados e inscripciones
a las que pueda conceptuarse como auténticos barruntos de escritura, sino porque
hasta la fecha, nadie ha sido capaz de descifrados.
Que el hombre escribe desde tiempos remotísimos, es algo que se nos antoja del
más elemental sentido común, con independencia de que existen referencias
documentales que así lo corroboran de forma taxativa. Una de ellas, la de Alexandro Polihistor, que se expresa en estos términos:
"Saturno, apareciéndosele en sueños (a Noé), le anunció que habían de perecer
todos los hombres anegados en el Diluvio. Mandole que sepultase debajo de
tierra, en la ciudad del Sol, en Hisparis, todo cuanto estaba escrito del
Principio, el Medio y lo último de todas las cosas".
Y siempre Pellicer, transcribiendo esta vez a Abideno Assirio:
"Hisutro (Noé), Saturno le mandó, al anunciarle la grande inundación futura, que
ocultase todas las escrituras en Heliópolis de los Hisparos".
Resulta bastante claro que "Hisparis" es un topónimo que se encuentra a medio
camino de Hesperia y de Hispania, dos antiguas denominaciones de la Península
Ibérica. Precisamente de "Hesperia" (España) tomaría su nombre el mítico "Jardín
de las Hespérides", versión helénica del bíblico Paraíso Terrenal. "Hesperia", "Hisparis",
"Hispalis" e "Hispania" no son, en definitiva, sino estadios distintos en la
evolución de un mismo nombre geográfico, inequívocamente referido a la Península
Ibérica, identificada, a la sazón, como el extremo occidental -"esperos" del mundo
antiguo. Extremo en el que el esperma de Vrano había fecundado las aguas del
mar, dando origen a la configuración del primer ser vivo.
Pero detengámonos por un instante en ese texto de Abideno al que acabamos de
referirnos.
También Beroso de Babilonia refiere la historia del Noé caldeo -él le llama "Xixuthro"
- al que Saturno previene de la inminente destrucción del mundo. La reacción de
Xixuthro, como la de Noé, no será otra que la de construir un navío en el que
acoger a sus familiares y amigos. Tan pronto como remitiera la virulencia de la
inundación. Xixuthro desembarcaría con su hija en una montaña elevada, erigiendo
un altar y adorando a la Tierra. Posteriormente desaparecerían.
Los que siguieron en el navío, sin embargo, se dirigirían hacia Babilonia,
vivamente interesados en recuperar los escritos en que se había reflejado la
historia del principio del mundo, y que Xixuthro, de acuerdo con las
instrucciones de Saturno, había enterrado -y aquí viene el dato capital- en
Sippara o Siphara.
Si Noé entierra los documentos en los que se recoge la primera historia del
mundo, en un lugar denominado Siphara o Hisparis, ello quiere decir que el lugar
en cuestión fue, precisamente, el escenario en el que se desarrolló esa primera
etapa de la trayectoria humana, previa al Diluvio. Previa y posterior, puesto
que los ocupantes del "arca" desembarcan en esa misma Siphara después de la
inundación.
La conclusión es, pues, inevitable. "Sifara" o "Hisparis" fue el primer lugar
poblado de nuestro planeta, la cuna de nuestros más remotos ancestros, el
Paraíso Terrenal.
Pues bien, ¿no es "Siphara" una simple variante del nombre hebreo de España
-"Sepharad"-, cuya etimología es, como sabemos, El Paraíso?
Aún más, ¿no es "Hisparis" una simple deformación de esa "Hesperia" en la que
los griegos localizasen su "Jardín del Edén"?
La pretensión de que la escritura tuvo su cuna en la Península Ibérica, cuenta,
como se ve, con los más sólidos argumentos. Lo confirma la filología y lo
refrendan testimonios documentales tan extraordinariamente antiguos como los que
acabamos de reproducir. Porque si el poblamiento del mundo se produjo con
posterioridad al Diluvio que desolase e inundase las tierras del mundo
primigenio, de la isla Atlántida, y antes de semejante catástrofe ya existían
registros históricos escritos sobre los orígenes del mundo y de nuestra propia
especie, entonces tenemos necesariamente que deducir que la invención de la
escritura data nada menos que de aquellos estadios remotísimas en los que el ser
humano vivía "confinado" en el Paraíso.
Recordemos cómo el historiador hebreo Josepho, refiere cómo los descendientes de
Set erigieron, antes del Diluvio, sendas columnas de piedra y ladrillo "en las
que grabaron las noticias de sus artes y ciencias". En aquellas columnas se
contenía, por consiguiente, la esencia misma del conocimiento humano, lo que
justifica la enorme importancia que la heráldica hispana le ha concedido, desde tiempos remotísimos, a
este símbolo crucial. Precisamente porque lo que esas dos columnas que flanquean
el escudo de España representan, más allá de su referencia a una supuesta proeza
de Hércules, es el hecho de que España haya sido depositaria de lo que, en
rigor, cabe conceptuar como el precedente más remoto de la 'Biblia: aquellas
antiquísimas noticias en las que se conservaba el recuerdo de los orígenes del
mundo.
En una moneda de bronce encontrada en Clunia en el primer tercio del siglo XIX,
se representaba a un delfín, flanqueado por sendas columnas. La presencia de
este cetáceo, tan afín en tantos aspectos al ser humano, ya resulta por demás
sorprendente, como sorprendente es que a los herederos de la corona francesa se
les otorgase el nombre de "delfines". No se pierda de vista que los reyes eran
la encarnación de Dios, del Sol, siendo por consiguiente sus herederos, los que
asumían el papel del primer ser humano, gestado -a partir del semen del Sol- en
el seno de las aguas del Océano. Dicho con otras palabras, el primer
descendiente del Sol... no fue otra cosa que un pez. Pez antepasado del hombre
con el que se identificó al delfín, en razón, como decíamos, a su marcada
semejanza con nuestra especie.
Pero si importante es la presencia de este delfín, en la moneda de la viejísima
Clunia que se yergue todavía sobre un cerro de las estribaciones de la Sierra de
la Demanda, no lo es menos el hecho de que la etimología no descifrada del
nombre de esta ciudad de la España antigua, sea precisamente "Colonia" o "Colunia",
términos afines cuyo significado es, al propio tiempo, columna y colina.
Al pie de Clunia se encuentra el pueblo de "Coruña del Conde", topónimo que no
es sino una variante moderna del propio nombre de Clunia:
Colonia..., Colunia..., Corunia..., Coruña.
He aquí, por consiguiente, el origen del nombre de la ciudad gallega de "La
Coruña". Léase "Colonia". O "La Columna". En un mapa de España que poseo, y que
sin duda y a juzgar por su toponimia tiene un buen número de siglos a sus
espaldas, La Coruña aparece mencionada con el nombre de Colonia, exactamente
igual que el nombre vigente de su homónima germana. O que esta Clunia o Coruña
castellana en la que ambas tienen su precedente.
Pero lo verdaderamente sorprendente del caso y lo que confirma todas nuestras
afirmaciones en relación con la relativa modernidad de la identificación de las
Columnas de Hércules con el Estrecho de Gibraltar, es el hecho de que en La
Coruña no sólo haya pervivido el nombre de uno de aquellos míticos pilares, sino
que todavía hoy, a decenas de miles de años de distancia, siga existiendo una
reproducción suya a la que se otorga el nombre inequívoco de "Faro de Hércules".
"Faro", o si se prefiere, para ser
más rigurosos al sentido originario del mito; "Falo de Hércules". Y no es un
juego de palabras, porque la "r" es hija de la "l" y es, por tanto, de "falo",
de donde se ha derivado "faro". En razón, precisamente, a su silueta fálica.
Que nadie dude de que la enorme importancia que Clunia tuvo en la antigüedad,
antes, por supuesto, de que los romanos llegaran a España, estaba relacionada
con la presencia en esta ciudad, de aquella mítica columna -el falo de Hércules
o falo del Sol-, caído un día sobre la Tierra y al que se atribuía la generación
de la vida sobre nuestro planeta.
No muy lejos de Clunia, perdidos entre los centenares de casas que se han
construido con sus piedras en el entorno de la vetusta ciudad, se encontrarán,
sin duda, los fragmentos de aquella o aquellas columnas que un día remoto fueron
veneradas en ella, y en las que aparecerán registradas aquellas trascendentales
noticias que los descendientes de Set o Celto, tutelaban en la cumbre del
Paraíso...
Como conspicuos descendientes y herederos principalísimas de la progenie de
Celto, los antiguos españoles flanquearon su escudo con sendas columnas,
columnas que en épocas posteriores iban a ser identificadas con las "Columnas de
Hércules" y con el mítico "Non plus ultra", a pesar de tener un origen, y sobre
todo un significado, infinitamente más lejano.
Recuérdese a Ocampo hablando de "las dos columnas de oro y plata que los
españoles pusieron junto a la sepultura de Hércules", así como de "las pizarras
o piedrones enhiestos" que también levantaron "en el contorno del monumento".
Aunque la tradición -recogida por Lorenzo de Padilla y transmitida por Florián
de Ocampo-, veía en los menhires que rodeaban a la tumba de Hércules, una mera
representación de los adversarios vencidos por el dios en sus infinitas y
justicieras pendencias, lo cierto es que resulta harto más plausible que esas
moles de piedra simbolizasen los distintos fragmentos -nueve, diez y seis o
veintiséis, según las versiones- en que fue seccionado el cuerpo de Osiris por
los Titanes. Mal podían nuestros antepasados erigir un monumento único y rendir
culto en él al cuerpo sepulto de su dios, cuando les constaba por la tradición
que ese cuerpo había sido "tronchado" en un buen número de pedazos. La
consecuencia era inevitable: en cada uno de los supuestos emplazamientos de la
tumba de Hércules, se erigieron tantos menhires -o columnas en un estadio
posterior- como fragmentos configuraban el seccionado cuerpo del dios. De ahí el
origen de los cromlechs, considerados hasta el presente como templos solares y
lo son, ciertamente, pero sólo en cuanto que réplicas del primitivo templo en el
que se veneraban los restos del dios Sol.
¿Dónde estuvo el primer emplazamiento de ese templo?
Sumidas en el abandono y en el olvido en el que se encuentran las más viejas
reliquias arqueológicas de nuestro país, y de forma muy particular nuestros
monumentos megalíticos, no dudo de que el lector se sorprenderá de saber que en
la Cordillera cántabro-palentina de Peña Labra, frontera a Liébana, a Peña Sagra
y a los Picos de Europa, y más concretamente en el collado llamado de "Sejos",
se conservan los restos de un cromlech o templo solar que no es, en definitiva,
sino una de las primeras versiones de la tumba de Hércules, localizada
precisamente en el centro geográfico de ese litoral cantábrico español que tan
formidables sorpresas de carácter histórico y arqueológico habrá de depararles a
las generaciones futuras.
Pero es un hecho que nuestros antepasados no sólo se limitaron a erigir
"pizarras, piedrones y columnas", sino que también escribieron en ellas
-recuérdese las "Tablas de la ley" -, otorgándoles el carácter de auténticos
libros sagrados. En ellas reflejaban sus descubrimientos astrológicos, sus
leyes, su historia... y hasta sus profecías. En el "Beroso" de Fray Juan A. de
Viterbo, puede leerse cómo los "gigantes" que dominaban el orbe antes del
diluvio léase los descendientes de Set que moraban en la cumbre del Paraíso-
"predicaban y profetizaban y esculpían en piedras la ruina futura del Mundo".
Del mundo primigenio, obviamente.
El historiador hebreo Josepho nos habla, por su parte, de "las dos Columnas de
piedra y ladrillo que erigieron los descendientes de Set antes del Diluvio,
donde grabaron las noticias de sus artes y ciencias".
Sendas columnas parecen haber servido a los tartesios, descendientes y herederos
directísimos del mundo primigenio, como depositarias de esas leyes y tradiciones
a las que Estrabón, en los albores de nuestra era, atribuía nada menos que seis
mil años. Y otro tanto sucede con los egipcios, quienes, como sabemos, conocían
su historia remota -"nuestra" historia remota- por haberla copiado de las
Columnas de la "Tierra Seriadi". Dato revelador, no solamente, como hemos visto,
por este topónimo de tan hondas resonancias cantábricas, sino sobre todo por el
hecho de que España haya sido el único país de la antigüedad identificado con
las "Columnas". No ya el Estrecho de Gibraltar, sino toda España fue conocida
con el nombre de "Columnas de Hércules".
¿En qué otro escudo, que no sea en el de España, han quedado plasmadas las dos
míticas columnas?
Por eso, ¿cómo no dirigir la mirada hacia España cuando leemos en el "Critias"
de Platón, noticias relacionadas con la civilización de los atlantes, tan
esclarecedoras como éstas?:
"En lo que respecta al gobierno general de la isla y a las relaciones entre los
diversos reyes, la regla era la voluntad de Poseidón, conservada en una ley,
grabada por los primeros reyes en una columna de orichalkos que se hallaba en medio
de la isla, en el templo de este dios. Allí se reunían los reyes sucesivamente,
cada cinco años una vez y cada seis otra, con objeto de hace,- alternar los años
pares y los impares, y en tal asamblea deliberaban sobre los asuntos públicos,
examinando si alguno de entre ellos había violado la ley, y juzgándole si tal
había ocurrido. Y cuando tenían que hacer justicia, he aquí cómo se aseguraban
de su fe mutua. Dejaban sueltos dos toros en el recinto sagrado de Poseidón, y
los diez reyes, tras haberle rogado que escogiese la víctima más de su agrado,
se lanzaban solos a su caza, sin otras armas que estacas y redes. Y cuando
habían cogido a uno de los toros le llevaban hasta la columna, le colocaban
sobre ella y le degollaban según las leyes prescritas por las inscripciones".
"Ahora bien, la columna tenía, además de las leyes, un juramento e imprecaciones
terribles contra quien las violase. Cuando habían acabado el sacrificio y
consagrado, según los ritos, todos los miembros de la víctima, llenaban una copa
con la sangre vertida, teniendo cuidado de derramar una gota en nombre de cada
uno de los reyes. El resto lo echaban al fuego, tras lo cual purificaban la
columna. Luego, apurando la sangre de la crátera mediante copas de oro, y
echando una parte sobre el fuego, juraban juzgar según las leyes escritas en la
columna, castigar a aquel que las hubiese violado, no apartarse jamás de sus
prescripciones y no
gobernar ellos mismos ni obedecer sino a aquel que gobernase de acuerdo con las
órdenes de su padre".
Cuestionar que este prodigioso relato relacionado con la legislación de los
atlantes, perpetúa el recuerdo de las más remotas tradiciones jurídicas de los
españoles, entrañaría no ya miopía sino auténtica ceguera. ¿Acaso no reaparece
una vez más la columna, y vinculada nada menos que al más antiguo testimonio que
poseemos de la práctica del toreo? ¿Acaso no perviven en poblaciones españolas
como Teruel ("Dios Toro"), monumentos como el célebre "Torico" en el que se
representa a un toro erigido sobre una columna?
Las evidencias son infinitas, como vemos, lo que no será óbice, sin embargo,
para que tengamos que seguir escuchando con estupor, seguramente que por espacio
de muchos años, que los restos de la Atlántida están siendo buscados en el
entorno submarino de las Canarias... o de la mediterránea isla de Tera.
Resulta evidente que los recalcitrantes buscadores de la Atlántida, o bien no
han leído a Platón... o si lo han hecho le han prestado todavía menos crédito
del que le concediera su alumno y émulo el "cordobés" Aristóteles.
¿Cómo justificar, si no, el que se sigan sondeando los fondos del Océano, cuando
Platón ha dejado escritas frases tan taxativas como éstas:
"Los del otro lado eran mandados por los reyes de la isla Atlántida. Isla que,
como ya hemos dicho, era más grande que la Libia y el Asia reunidas. Esta isla,
sumergida hoy en las aguas a causa de temblores de tierra, ha dejado en el lugar
que ocupaba, un limo espeso que haciendo el mar impracticable, detiene a los
navegantes".
Esto por lo que se refiere al "Critias" pero es el caso que en el "Timeo",
insiste Platón en la misma idea, ofreciéndonos datos reveladores en relación con
la verdadera naturaleza del cataclismo que anegó temporalmente el mundo
primigenio de la Atlántida, provocando la dispersión de aquellos de sus
pobladores que lograron zafarse del desastre:
"En los tiempos que siguieron, temblores de tierra espantosos y grandes
inundaciones, tragaron, en el breve espacio de un día y una noche fatales, a
cuantos guerreros había entre vosotros (los atenienses), y la misma Atlantis se
abismó y desapareció en el mar. He aquí por qué aún, actualmente, aquel océano
sigue siendo inaccesible y difícil de navegar, a causa de la cantidad de limo
que la isla desaparecida dejó en su lugar".
Platón, como buen intelectual, trata de dar respuesta al enigma de la
localización de la Atlántida y nos transmite una serie de noticias que él creía
relacionadas con su propio mundo, y que, sin embargo, hacían referencia muy
expresa al mundo primigenio. De ahí que la Atlántida fuera mayor que "la Libia y
el Asia unidas", en razón a ser Libia y Asia dos meras regiones del mundo
primigenio. De ahí que los atenienses fueran vecinos de los atlantes y víctimas
también de la propia destrucción de la Atlántida. De ahí que más allá de la
Atlántida hubiera otro continente desconocido, continente que un tanto
ingenuamente se ha identificado con América... y que no era, en realidad, sino
el tercero de los tres macizos montañosos que, junto con Libia y Asia,
configuraban el mundo primigenio, separado de éstos por un valle en el que
moraban los atlantes... y que fue, en rigor, el que resultó inundado por el
crecimiento aunado de las aguas fluviales y marinas, al tiempo que por el
obturamiento -debido a los temblores de tierra a los que se refiere Platón- de
aquel tajo o estrecho por el que desaguaban al mar los ríos de la Atlántida.
Si se cegara hoy el Desfiladero de la Hermida, cosa nada difícil en el supuesto
de que se produjera un terremoto, toda la comarca de Liébana quedaría
automáticamente sumergida bajo las aguas. "Hundida". ¿Hasta cuando?
Sencillamente, hasta que las mismas aguas que a fuerza de hendir las rocas
perforaron el desfiladero, volvieran a abrirse paso a través de él.
Así se comprende que la navegación resultase impracticable por la zona en la que
la Atlántida yacía sumergida. Precisamente porque aquella inundación, aunque
duradera
por la causa que acabamos de desvelar, fue en realidad muy leve, y el propio
Platón lo reconoce así. Si sería insignificante el calado de aquella inundación,
que las naves de aquella época -que no eran precisamente transatlánticos-
rozaban con los fondos del anegado valle de los atlantes. ¿Sabe alguien de
alguna zona del Atlántico en la que las barcas rocen los lechos del Océano?
A fuer de sinceros, no puede culparse a nadie de la terrible confusión que se ha
creado en relación con la interpretación de los "enigmáticos" textos contenidos
en los "Diálogos" platónicos. Y es que todo habría resultado extraordinariamente
claro y sencillo si Platón hubiera sabido -y nos lo hubiera hecho saber- que
todos los preciosos testimonios ofrecidos por los sacerdotes egipcios a su
antepasado Salón, tenían que ver, no con el mundo mediterráneo conocido por el
inmortal filósofo griego, sino con ese otro remoto y perdido mundo atlántico,
ibérico, que sirvió de escenario a los primeros balbuceos de la civilización.
De este modo, la referencia a Gades y a las columnas de Hércules, ha
desorientado a todos los "rastreadores" de la Atlántida, de la misma manera que
la mención bíblica a los ríos Tigris y Eufrates ha sumido en la más profunda de
las confusiones a los buscadores del Paraíso Terrenal. ¿Quién podía imaginar que
todos estos nombres no eran sino simples "duplicados" de los originales?
Las columnas de Hércules tenían sendos nombres: Abila y Calpe, que forzando más
o menos las cosas tratan de identificarse con sendos montes situados a ambas
márgenes del estrecho de Gibraltar. Es el caso, sin embargo, que estos nombres
son relativamente modernos, siendo Aliba y Abena sus primitivas y genuinas
denominaciones. ¿Dónde aparecen ambos topónimas en el ámbito de Gibraltar?
En parte alguna.
¿Cuál es el único punto del planeta en el que ambos nombres geográficos se
producen juntos, conservándose vigentes además en la toponimia actual?
El Valle de Liébana es ese lugar, denominándose "Puertos de Aliba" y "Cumbres de
Abenas" a dos macizos contiguos que se yerguen sobre las fuentes mismas del río
Deva, en la fachada oriental de los Picos de Europa.
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