LOS ÁRABES NO INVADIERON JAMÁS LA PENÍNSULA IBÉRICA «LA REVOLUCIÓN ISLÁMICA EN OCCIDENTE» IGNACIO OLAGÜE |
Capítulo1
Al
empezar el siglo VII estaba asolado el Próximo Oriente por una larguísima
rivalidad: Se oponían los bizantinos del emperador Heraclio a los
persas del rey de los reyes, Kosroes II Parviz, apellidado Coroes, el
victorioso. Ya centenaria, la guerra había sembrado el desorden en
las regiones sometidas a los asaltos de estas fuerzas encontradas:
Egipto, Palestina, Siria, Mesopotamia, las cuales estaban habitadas
por pueblos abigarrados por su ascendencia y por su herencia cultural.
Estaban incrementadas las pérdidas materiales por un desconcierto
enorme, originado por un complejo religioso cuya crisis alcanzaba
entonces el paroxismo. Para envenenar aún más la situación, una
pulsación climática de largo alcance producía graves trastornos
económicos, y la agitación de los nómadas que huían de la estepa
carcomida por el desierto se incrementaba. En una palabra, una tensión
sobrecargada agobiaba estas comarcas. Inevitable era una violentísima
conmoción. Así un líquido saturado cristaliza al contacto con una
molécula sobrante, recientemente adquirida, lo mismo una causa minúscula
produjo efectos asombrosos. Era un sencillo camellero. No se sabe
exactamente cómo se llamaba: Cuotain o Zobat. Se puso un apodo que ha
llegado a ser celebérrimo, el de Muhammad, que quiere decir: el
alabado.
Desconcertados
quedaron los historiadores ante la magnitud de los acontecimientos,
sucediéndose con la rapidez del rayo. Herederos en gran mayoría de
una disciplina escolar rígida por demás, adiestrados por sus
maestros en el pasado de las naciones europeas cuyas luchas políticas
rara vez alcanzaban una importancia universal, eran incapaces de
comprender estas oleadas de fondo que habían trastornado el curso de
la historia. Como el náufrago agarrado para salvarse a las tablas aún
flotando, se esforzaban en apoyarse sobre fragmentos de documentos,
librados por milagro de la erosión de los siglos, sin esforzarse en
averiguar su verdadero valor como prueba; tanto más ya que eran
generalmente inexpertos para situar los hechos descritos en la curva
de la evolución humana. Pues no siempre poseían una clave para
explicarlos, ni tan siquiera para lograr una comprensión
aproximativa. Describieron la explosiva expansión del Islam siguiendo
las crónicas árabes, escritas según el genio de cada analista mucho
tiempo después de los acontecimientos que relataban y en una época
en que esta religión había perdido su plasticidad primera.
Obcecados, no se percataron de que sus textos se enfrentaban con las más
sencillas evidencias del sentido común. Se hinchó la pequeña
comunidad del Hedjaz en un Estado poderoso. Fue convertida la
predicación de Mahoma en un ariete militar que iba a desbaratar las
fronteras más alejadas, la molécula cristalizadora en una catapulta
extraordinaria. Así están consignados los hechos en las obras más
autorizadas:
En
el principio del siglo VII, cuando los persas logran algunas ventajas
sobre los bizantinos y ocupan Damasco y Jerusalén en 614 y Egipto en
620, empieza Mahoma su predicación, a convertir al monoteísmo a las
gentes de su tribu, los coraichitas. En 622, abandona la Meca por
Medina. Con sus correligionarios prepara los años siguientes la
vuelta a la ciudad santa. En 630, la ataca y manu militan se apodera
de la misma. Muere diez años más tarde. Adiestrados en un cuerpo de
ejército cuya potencia ofensiva era extraordinaria, siguiendo sus
enseñanzas, emprenden sus fieles una serie de invasiones todas ellas
positivas que les convertirán en los amos de medio mundo..
En
635, dominan Siria por entero; en 637, se apoderan de Ctesifón; en
639, de Jerusalén y de la Palestina. De 639 a 641, son dueños de
Mesopotamia en su totalidad y de 640 a 643, se hacen señores del Irán;
en 647, es conquistada Trípoli. Dos años más tarde desembarcan en
la isla de Chipre. En 664, invaden el Punjab; en 670, se hacen con el
África del Norte. De 705 a 715, desciende el califa Welid 1 el valle
del Indo hasta su desembocadura. De 711 a 713, asaltan y toman la Península
Ibérica. En 720, se rinde Narbona. En 725, se deslizan los sarracenos
hasta Autun. En fin, en 25 de octubre de 732, son aplastados en
Poitiers por Carlos Martel.
En
un siglo habían constituido los árabes un imperio cuya extensión
superaba poco más o menos los 15.000 kilómetros de longitud y su
expansión por las mesetas de Asia Central se proseguía sin cesar.
Comparada
con esta gesta, la empresa del Imperio Romano o la propagación del
cristianismo parecían proezas de orden secundario. Se halla el
historiador ante acontecimientos únicos en la historia. Si piensa en
los medios de comunicación de aquel entonces queda atónito.
Sobrepasaba esta epopeya las posibilidades humanas y razón tenían
los panegiristas del Islam en afirmar que había sido posible este
milagro por la ayuda de la Providencia que había auxiliado a los discípulos
de Mahoma. De ser así, el hecho no podía discutirse:
Habían
desplazado los muslimes a sus predecesores en los favores del
Todopoderoso. Ya no eran los judíos, ni los cristianos los únicos
elegidos del Señor. En sus tesis acerca de la historia universal no
lograba la elocuencia de Bossuet superar este hecho evidente: Tratándose
de recibir las gracias de la Providencia, el milagro musulmán excedía,
¡y en qué medida!, al milagro cristiano.
No
ha suscitado este aspecto maravilloso de tan rápida expansión del
islam objeción alguna, ni por parte de los historiadores, ni de los
mismos especialistas, que se han limitado a destacar tan asombroso carácter
1.
Hasta
nuestros días nadie ha puesto en duda la autenticidad de estos
relatos. En todas nuestras lecturas —las que desgraciadamente no han
podido agotar el tema— no hemos encontrado más que dos criterios
que se oponen a lo que pudiéramos llamar la historia clásica: los
estudios de Spengler que han situado el problema en su verdadero
terreno y las dudas del general Brémond acerca de estas invasiones
sucesivas y simultáneas. Desde un punto de vista militar hacen
autoridad los argumentos de este autor porque son el fruto de un
conocimiento práctico del Hedjaz y de- una experiencia guerrera del
desierto; ambas enseñanzas quedan respaldadas por una dosis
satisfactoria de sentido común 2.
Para
bosquejar una concepción mis racional de esta gigantesca transformación
social y cultural —la que nos permitirá alcanzar nuestros
objetivos—, tenemos que insistir en el análisis de la expansión
del Islam hacia Occidente. Nuestros conocimientos acerca de la geografía
y de la historia de estas regiones, nos ayudarán a desmontar el
artilugio del mito. Desvanecido, nos será entonces posible reducir
los acontecimientos a escala humana. No nos adentraremos en el
laberinto del Próximo Oriente. La expansión de la evolución de las
ideas religiosas en Asia, el análisis de los hechos económicos,
sociales y políticos, nos obligarían a desarrollar encuestas
incompatibles con las dimensiones de esta obra. Por ahora, con el
concurso de los trabajos más recientes indagaremos los pormenores de
esta cabalgata musulmana hacia el Occidente.
De
acuerdo con lo que aseguran las crónicas, hacia 642, después de
muchas dilaciones se apoderan los árabes de la ciudadela de Alejandría
y acaban por dominar Egipto. País tradicionalmente rico, poseían sus
habitantes una cultura propia, por su lengua y por su arte. Cristianos
monofisitas, fueron llamados coptos para distinguirlos de los
imperiales bizantinos, los cuales, constituyendo una minoría,
hablaban griego. Se estima la población de esta nación en una cifra
aproximada que oscila entre los 18 y los 20 millones de habitantes 3.
De
ser así, se encontrarían los invasores recién llegados del desierto
con una situación bastante incómoda, sumergidos por su corto número
en una masa de gentes que pertenecían a un tipo racial y a una
civilización distinta de la suya. Agricultores eran los egipcios, y
enseña la Historia las profundas divergencias que en todos los
tiempos han separado a los nómadas de los sedentarios. En cualquier
caso, se nos quiere convencer de que desde una base tan poco segura
han conseguido los árabes conquistar Tunicia, cuya capital, Cartago,
se halla a unos tres mil kilómetros de Alejandría. Para atravesar
esta enorme distancia es menester cruzar el desierto de Libia que ya
pertenecía en aquellos años a las regiones más inhóspitas de la
tierra. Según la historia clásica, se apoderaron los conquistadores
mahometanos del norte de África con suma facilidad, como en un juego
de manos. Sin embargo, los últimos trabajos de los especialistas no
consideran con tan gran optimismo las etapas sucesivas de esta invasión.
Concluyen estos autores que ha sido dominada Tunicia en cinco correrías
que se escalonan desde 647 hasta 701; aunque ignoran todavía cómo
fue realizada la última acción, la que favoreció el dominio del país.
I.
En 642, el exarca Gregorio gobernaba esta región que pertenecía
entonces al Imperio Bizantino. Por razones oscuras (acaso religiosas),
se independiza de su emperador, Constancio II. Aprovechándose de esta
situación favorable o de acuerdo con el rebelde, Abd Allah ibn Said,
gobernador de Egipto, tantea la suerte hacia el Oeste. Invade Tunicia
con veinte mil hombres, cifra que parece ya exagerada, y después de
haberla saqueado o desempeñado una misión desconocida, se vuelve a
orillas del Nilo.
II.
En 665, tuvo lugar otra correría de la que no se sabe nada, sino que
la situación general se mantuvo sin modificación.
III.
Hacia 670, aparece Sidi Ocba que se presenta generalmente como el
conquistador de África del Norte; lo que es inexacto. Era un
aventurero que emprendió una algara o razia en el Magreb; lo que le
fue adverso, pues murió en la contienda. Según Georges Marçais,
cuyos trabajos nos sirven de orientación (1946), «habiendo
vencido cerca de Tlemcen a Kosaïla, el jefe de la poderosa tribu de
los Awrâba, en Tunicia, obtuvo su conversión de la fe cristiana al
Islam, haciéndose a la postre su amigo y su aliado» 4.
En 670, establece Ocba una base militar en Kairuán que se
convertirá en la ciudad más importante de la región. Enardecido por
estos éxitos, se dirigió hacia el oeste y se nos dice que alanzó
las partes centrales del Magreb, acaso el Océano. Pero, como no debió
de encontrarse a gusto en estos lugares hostiles, volvió a sus bases.
Mientras tanto se había enemistado con Kosaila al que humilló
gravemente. Le preparó éste una emboscada en Tehula, no lejos de
Biskra; en ella perdió la vida el conquistador. Entonces Kosaila se
hizo dueño de Kairuán, de la que fue señor desde 683 hasta 686.
IV.
Un teniente de Ocba, Zohair ibn Quais, había escapado del
desastre. Consiguió juntar a los suyos y se enfrentó contra el jefe
bereber. Un combate tuvo lugar en Mens, hacia 686; Kosaila falleció,
pero sintiéndose inseguro el árabe tomó el camino de Egipto. Cuando
se acercaba a la ciudad de Barca, en Cirenaica, se enzarzó con
fuerzas bizantinas que acababan de desembarcar. Sorprendido y
probablemente sin recursos tras tan larga caminata por el desierto,
diezmado su ejército, Quaïs murió con los suyos.
V.
En fin, en 693, el califa Abd el Malik envió a Hassan ibn en No’mar
contra Berbería. Llevaba consigo cuarenta mil hombres; inexactitud de
las crónicas, pues sabemos por los apuros de Montgomery en los días
de los camiones cisterna, que tropa tan numerosa hubiera quedado muy
pronto agotada por la sed y el hambre. Luego, sin que se nos diga, ni
se nos explique cómo ocurrió, consiguen los árabes después de los
desastres anteriores apoderarse del país. En 698 cae Cartago en sus
manos. De 700 a 701, son aplastados los beréberes en una batalla de
la que se ignoran los detalles. Tunicia es definitivamente dominada.
No
pueden ser más oscuros estos acontecimientos. No perderemos el tiempo
en discutir su verosimilitud. Nos basta con una advertencia, pues se
impone una deducción indiscutible: No podían dormirse sobre sus
laureles los invasores. Tenían que conquistar a uña de caballo todo
el norte de África, ya que diez años más tarde, en 711, debían de
hallarse en Guadalete, en el sur de la península, en donde estaban
citados con los historiadores.
No
son pequeñas las distancias en el Magreb. Dos mil kilómetros separan
Cartago de Tánger. En aquella época, según el geógrafo El Bekri se
necesitaban cuarenta días para ir de Kairuán a Fez y mucho más si
se elegía la ruta de la costa, camino requerido para alcanzar el
Estrecho y las costas españolas 5.
Mas se nos quiere convencer de que Muza ibn Nosair ha logrado la hazaña
de apoderarse en pocos años de tan inmensa región, cuya orografía
es complicadísima y que está poblada por una raza guerrera que en la
historia ha demostrado su eficiencia. Según Marçais, el moderno
historiador de Berbería, no era por aquellas fechas la situación muy
brillante. «iniciada en 674, escribe,
puede
considerarse la anexión de estas comarcas como poco más o menos
acabada hacia 710. Se había requerido nada menos que cincuenta y tres
años para conseguir un resultado precario por demás; pues la era de
las dificultades no había acabado y proseguiría hasta el principio
del siglo IX; es decir, más de ciento cincuenta años de luchas
abiertas o de hostilidades latentes, siglo y medio durante el cual había
sufrido la invasión árabe fracasos que eran verdaderas quiebras.
Volvía a ponerse en duda el porvenir del Islam en Occidente. Que
sepamos, por lo menos dos veces, la segunda en mitad del siglo VIII,
había sido reconquistado el país por los beréberes. Había que
empezar de nuevo»6.
Dadas
estas circunstancias cabe la pregunta: ¿Estaban en condiciones los árabes
para invadir España en el año 711, cuando necesitarían aún más de
un siglo para asegurar sus bases del norte de África? Averiguarlo no
ha interesado a los historiadores. Han encontrado muy natural que
hayan atravesado el Estrecho de Gibraltar y conquistado la Península
Ibérica en un avemaría; es decir, 584.192 kilómetros cuadrados, la
región más montañosa de Europa, en unos tres años. Era tanto más
maravilloso el milagro ya que con minuciosidad suma nos indican las crónicas
musulmanas el número de los invasores. Siete mil hombres bastaron a
Taric para despachurrar al ejército de Roderico en la batalla de
Guadalete. Con dieciocho mil hombres acudió más tarde Muza, celoso
de los éxitos de su lugarteniente, sin duda para que los hispanos
pudieran ver un poco la cara de estos exóticos visitantes. Pues, si
las matemáticas no nos engañan, a cada uno de estos veinticinco mil
árabes le tocaba un poco más de 23 kilómetros cuadrados. Como no
era esto suficiente para tan encumbrados héroes, se apresuraron a
atravesar los Pirineos para dominar Francia.
La
victoria de Taric abrió de par en par las puertas de la Península Ibérica
a los asiáticos, que la ocuparon sin mayores dificultades. Tuvo
entonces lugar una mutación formidable, como en el teatro un cambio
de decoración. Latina, se convierte España en árabe; cristiana,
adopta el Islam; monógama, sin protesta de las mujeres, se transforma
en polígama. Como si hubiera repetido el Espíritu Santo el acto de
Pentecostés, despiertan un buen día los españoles hablando la
lengua del Hedjaz. Llevan otros trajes, gozan de otras costumbres,
manejan otras armas. No es una broma, ya que todos los autores están
de acuerdo en el ínfimo número de los cristianos llamados mozárabes
que vivieron bajo la dominación musulmana. Los invasores eran
veinticinco mil. ¿Qué había sido de los españoles?
Abre
usted el tomo primero de la Historia
de los musulmanes de España, de Levi-Provençal, publicada en
1950. A pesar de la incomprensión del «milagro», se trata de una
obra notable. Pues bien, describe el autor con detalles múltiples las
luchas emprendidas por los árabes entre sí, desde que pisaron el
suelo de nuestra península. Están presentes todas las tribus de
Arabia: los kaysíes, los kalbíes, los mudaríes, los yemeníes, ¿quién
más aún? Sus rivalidades
y su odio ancestral son feroces. Se traicionan, se asesinan, se
torturan a placer. Terrible es la lucha, grandilocuente el desorden.
De arriba a abajo queda deshecho el territorio.
Por
fin desembarca en el litoral andaluz un Omeya. Pertenece a la familia
más renombrada de la Meca. Sus padres han gobernado el Imperio Musulmán.
Es un puro semita, pero nos lo describen con los rasgos siguientes:
era alto, con los ojos azules, el pelo rojizo, la tez blanca; en una
palabra, tenía el tipo de un germano. Dada su estirpe real y arábiga,
nadie atiende a sus pretensiones y tiene que echarse en cuerpo y alma
por en medio de la guerra civil que impera desde hace cuarenta años;
pues su autoridad moral queda tan malparada como su físico. Dotado
con un genio militar indiscutible, logra ciertos éxitos que le
permiten hacerse nombrar emir en la Mezquita de Córdoba (756). A
pesar de acto tan audaz se ve obligado a guerrear toda su vida. Sólo
con la muerte alcanzará el descanso (788).
En
otros términos, para repartirse el botín ganado con la invasión
tuvieron los árabes que pelear entre sí durante setenta años. En
estos tiempos estaba la península bastante poblada, sus moradores
mejor repartidos por la meseta que en épocas posteriores. A grandes
rasgos se puede estimar el número de sus habitantes en una cifra
oscilando entre los quince y los veinte millones 7.
Sabido el corto número de los invasores, resulta extraño que no se
agotaran en tan larga lucha los combatientes, habiéndose matado los
árabes los unos a los otros. Ahora bien, ¿qué hacían entre tanto
aquellos millones de espectadores?
En
la historia tal como la cuentan los cronicones, la describen los
libros de texto o la analizan los autores más recientes, los españoles
han desaparecido. Solamente existen árabes. Cabe entonces preguntar:
¿Se puede escamotear de la noche a la mañana tantos millones de
seres, como carta o moneda en manos hábiles?
En
gran faena se hubieran empeñado los conquistadores si hubieran tenido
que degollar uno por uno a los habitantes del país, como nos aseguran
los cronistas latinos haber sucedido. En aquella época no existían
medios rápidos para perpetrar matanzas al por mayor. Por otra parte,
eran incapaces los estrechos valles asturianos para recibir un aluvión
de refugiados, como también se nos dice ocurrió. En realidad, se
trataba de un problema muy distinto. Era menester silenciarlo por incómodo,
ya que hasta nuestros días era insoluble. Pues, si la conquista de
España parece inverosímil, ¿cómo explicar, si se admite la
existencia de los españoles, su conversión al Islam y su asimilación
por la civilización árabe?
La
gran distancia que media entre Arabia y España, como asimismo el
escaso número de los invasores, siempre han producido gran
desconcierto en los historiadores. Pues el problema nunca ha sido
planteado en sus estrictos términos. En la antigüedad y en aquellos
tiempos se emprendían los combates con fuerzas reducidas. Sin medios
de transporte eficaces, no entorpecían su táctica los generales con
servicios de intendencia. Vivían los ejércitos de lo que existía en
el lugar de su paso. Si eran numerosos los guerreros, corrían el
peligro de morirse de hambre. En estas condiciones, fue reñida la
batalla de Guadalete, de no ser un hecho legendario, con escasos
combatientes. No se trata por consiguiente de una acción ganada o
perdida. Había que explicar cómo los compartimientos estancos que
componen las regiones naturales de la península habían sido
transformados en tan poco tiempo y con tan escasos hechiceros.
Dificultad
mayor aún: ¿No se nos dice ahora que poseían éstos distintas
nacionalidades? Según las crónicas musulmanas, en minoría estaban
los árabes. Los demás eran aventureros de razas y patrias
diferentes: sirios, bizantinos, coptos, y sobre todo beréberes.
Insisten los textos en que componían la gran mayoría de los
invasores. Por donde había que concluir con un hecho absurdo, a
saber: que España había sido invadida y arabizada por gente que no
hablaba el árabe, pues los del Magreb no habían tenido el tiempo de
aprenderlo; y había sido islamizada por predicadores que desconocían
por el mismo motivo el Corán.
Sea
lo que fuere, es indiscutible tratándose de matemáticas que este ejército
se hubiera fundido como azucarillo en vaso de agua, si se hubiera
desperdigado por el país. En caso contrario, ¿cómo dominar el
terreno? ¿Qué hubiera ocurrido si hubieran emprendido los hispanos
la menor guerrilla? Se comprenderá ahora por qué era más
conveniente no meter el dedo en la haga. Ignorándolos y no hablando
de ellos, en un común y tácito acuerdo, han preferido los
historiadores dejar a los españoles dormir durante varios siglos.
1 <Las circunstancias que han permitido la conquista de España, su carácter espectacular de rada gigantesca siempre han desconcertado un poco a los historiadores de la Edad Media. Aún hoy día, la catástrofe que entrega al Islam, no una regün asiática o africana, sino una parte de La misma Europa Occidental, parece a algunos a tal punto insólita, un fenómeno que tan poco participa del orden natural de las cosas, que invocan el milagro histórico.> Levi-Provençal: Histoire des musulmans d’Espagne. Maisonneuve, París, 1950. T. 1, p. 2.
2
Oswald
Spengler: Decadencia de
Occidente, Espasa Calpe, Madrid, General Brémond: Berb~res
et arabes, París, Payot, 1950. Después de haber apuntado las
bases de nuestra interpretación de la pretendida invasión de
España por los árabes, en nuestra obra: La
decadencia española, Madrid, 1950, tomo segundo, hemos leído
este libro que crítica sencillamente el carácter militar de la
expansión de los árabes, sin tratar de explicarla.
3
Tenemos una cifra precisa: el tributo anual, por capita, de
hombres adultos era de dos ducados. Dio el primer año doce
millones de ducados. >
General Brémond, Ibid., p. 98. 4 Georges Marçais: La Berberie musulmane eS L’Orient au Moyen Age. Paris. Aubier, 1946, p. 32.
5
El
Bekri: Desciription de
Afrique Septentrionale, traducción de Slane. Argel, 1913. Según
este autor se tardaba cuarenta días para ir de Kairuán a Fez por
el camino del interior. Se pasaba por Shiga, Maiara o Tebesa,
Baghai, Belezma, de donde se podía torcer hacia Tobna y llegar al
Tafilalet, o, ir derecho hacia Msila y la Cuala de los Beni
Hainmad, para dirigirse por Tihert y Tlemcen atravesando las altas
planicies que infectaban los nómadas Zenatas. Más tarde, con el
desplazamiento de las tribus hilalianas, los mercaderes y los
viajeros seguirán la ruta del litoral, más larga. Este era el
camino que tenían que tomar los invasores de España; tanto más
dificultoso cuanto que era menester atravesar el Rif en su eje
longitudinal, único acceso para alcanzar el Estrecho. 6 Georges Marçais: Ibid., p. 27. Y más lejos: <Se puede afirmar que a finales del siglo VIII se presentaba el balance de la conquista musulmana de África del norte con una casi quiebra. Cien años antes, un Sidi Ocba, un Muza ibn Nosoir habían atravesado el país como conquistadores desde Kairudn hasta el Atlántico. En 763, el gobernador, El Aglab, queriendo adentrarse hasta Tlemcem para llegar a Tánger, tuvo que abandonar la empresa por culpa de los oficiales de su guardia personal que se le amotinaron. Habían renunciado los califas abasidas al control de los dos tercios de Berbería y sus representantes se mostraban más preocupados por pacificar su territorio que por ensanchar sus límites. > P. 55.
7
Ver
nuestros estudios acerca de la demografía española y su evolución
en La decadencia española,
tomos 1 y 1V.
|