Inexorable
se presenta en la mente del historiador un problema mucho
más complejo que la pretendida invasión: la expansión
del Islam y de la civilización árabe. Si es razonable
rechazar la concepción según la cual se había propagado
esta religión por imposición de una fuerza militar
extranjera, que jamás había existido, no se puede negar
el hecho de una civilización árabe, antaño como ahora.
Sin embargo, se presenta diferente el problema en ambos
casos. No puede quedar resuelto con el mismo método. Es
posible desarticular mediante la crítica histórica la
leyenda de la invasión. Se poseen los elementos
requeridos para apreciar cómo se ha formado el mito en el
curso de los siglos. Por ausencia de una adecuada
documentación es incapaz la historia anecdótica de
explicar el mecanismo que ha permitido la propagación de
la civilización árabe. Ocurre lo mismo para comprender
los movimientos similares que han tenido lugar en el
pasado, sea la estructura del Imperio Romano, sea la
difusión del budismo por Asia.
¿Cómo
habían abandonado sus creencias ancestrales para
adherirse a una nueva fe las masas que vivían en el
Hindustán, en las altas mesetas del Turkestán, en Asia
Menor, en las antiguas provincias bizantinas, en África
del Norte, en la Península Ibérica? ¿Cuál era el
principio que había modificado las propias culturas
nacionales para asimilar una concepción de la vida extraña
a su tradición cultural? Así, por ejemplo, ¿por qué
bruscamente sociedades monógamas se habían transformado
en polígamas?
Resolvía
la historia clásica estas dificultades a palo seco.
Surgidas de las profundidades de la inmensa Arabia,
legiones de musulmanes habían invadido medio mundo
rompiendo y anegándolo todo a su paso. Se habían uncido
al carro de los vencedores los supervivientes de la catástrofe.
Así, elementos dispares se fundieron en un bloque,
resistente hasta la fecha. En cuanto a nuestra península
ningún problema:
Aniquilados
sus habitantes una minoría se había refugiado en los
montes norteños. Otra viviendo con los sarracenos había
sobrevivido en las tinieblas como los cristianos
primitivos en las catacumbas. Montañeses asturianos
fundaron un reino que poco a poco creció por obra de una
labor heroica. Reconquistaron, poblaron, cristianizaron el
territorio perdido por los antepasados. Se trataba de una
contraofensiva que había durado siete siglos. De esta
gesta titánica había surgido la España moderna.
Fue
arruinado este bello artilugio por los estudios históricos
emprendidos desde hace más de un siglo; pero se mantenía
en pie la sombra del tinglado porque no habían ideado los
investigadores otra concepción para substituirlo. Cuando
se leyeron las crónicas bereberes y se supo el escasísimo
número de los invasores, fue general el asombro. Un paso
más adelante en el derribo fue dado años más tarde por
Ortega y Gasset, quien puso el dedo en la haga dolorosa:
Una reconquista que había durado siete siglos no era una
reconquista. Por nuestra parte, cuando nos enfrentamos con
este problema en nuestros estudios acerca de la decadencia
de España, concluimos que había sido mal planteado. Tenía
que reducirse el problema militar a un grado menor, al que
pertenecen los incidentes de la vida cotidiana. Era
menester enfocar el problema desde un punto de vista
cultural. De acuerdo con la evolución de las ideas que
había precedido a esta pretendida invasión, se había
convertido la Península Ibérica en un campo favorable
para la competición milenaria entre las civilizaciones
semitas e indoeuropeas38.
Sin
embargo se mantenía tan enigmático el verdadero
problema, el de las masas cristianas subyugadas por el
Islam y la civilización árabe. Si la fuerza había
obligado a los bautizados a convertirse al Islam, ¿por qué
la misma causa no producía los mismos efectos en los
israelitas, que padecían ellos también la férula del
mismo vencedor? El hecho es indiscutible. En el curso de
los siglos han desaparecido las poblaciones cristianas del
Magreb y de la mayor parte de los territorios islamizados.
La familia judía, que pertenece al mismo tipo semita de
los árabes, a pesar de haber sido perseguida, avasallada,
recargada de impuestos, ha conservado su cohesión y la ha
mantenido hasta los días actuales. ¿Era la fe de los
cristianos más débil que la de los judíos? En realidad,
poco había preocupado el problema a los historiadores.
Dominados por la rutina habían aceptado los hechos
fabulosos sin esforzarse ni por comprenderlos, ni por
explicarlos.
Mas,
encontraba Georges Marçais muy amarga la bola para ser
tragada.
«La
islamización de Berbería,
escribía,
plantea un problema
histórico que no tenemos la esperanza de resolver... Había
sido este país una de las tierras en que más había
aumentado el cristianismo. Introducido en Cartago y en las
ciudades del litoral, se había extendido en las del
interior. Decía el africano Tertuliano al final del siglo
segundo:“Somos casi la mayoría en cada villa”. Ya
contaba en esta época ¡a Iglesia africana numerosos mártires.
Se imponía igualmente por rus doctores. Perseguida, se
enaltece por poseer un San Cipriano. Triunfante, hará oír
la voz excelsa de San Agustín por toda la cristiandad.
Además, no reclutaba solamente la religión de Cristo sus
adeptos en las ciudades... El número asombroso de
santuarios modestos, cuyas ruinar encontramos por las
campiiías de Argelia, demuestra la difusión del
Evangelio en los rurales bereberes. Ahora bien, en menos
de un siglo estos hijos de cristianos en su gran mayoría
se habrán convertido al Islam, con una convicción capaz
de desafiar el martirio. La obra de conversión se acabará
en los dos o tres siglos siguientes, tabor de jinitiva y
total. ¿Cómo explicar esta descristianización y su
corolario: la islamización.?»
39.
Con
descaro se plantea el mismo problema en las naciones
orientales que poseían la más antigua tradición
cristiana. ¿Cómo se explica que Egipto, Palestina, Siria
y otras provincias del Asia Menor per. tenecientes al
Imperio Bizantino se hayan convertido de la noche a la mañana
al mahometismo? ¿Por qué habían admitido estas
poblaciones la ley religiosa del nómada? Trabajos
recientes demuestran que siempre ha sido el Islam una
creencia ciudadana. Xavier de Planhol aportaba argumentos
contundentes: Goza el nómada de una mentalidad rebelde.
Obra de acuerdo con sus necesidades y a veces según su
capricho. No se le puede presentar como un modelo de
religiosidad. Era lo mismo antaño como ahora. Por esta
razón había cristalizado el Islam en las ciudades y no
en el desierto
40.
Nos
consta que gozaban las antiguas provincias bizantinas de
una vida urbana importante: Numerosas eran las ciudades
afortunadas y muy pobladas que conservaban una cultura
helenística floreciente. «Se
ha calculado que las ciudades de cien mil habitantes no
eran una rareza en Asia Menor, en Siria, en Mesopotamia,
en Egipto, ante la invasión árabe» (Bréhier).
Alejandría poseía unos 600.000 habitantes. Se ha
calculado la población de Antioquía en la época romana
en los 500.000. Debió de sufrir una crisis en los tiempos
de San Juan Crisóstomo. Debía de tener entonces unos
200.000, pero creció posteriormente esta cifra hasta los
300.000 en el siglo IV
41.
«De
acuerdo con la lista episcopal atribuida a San Epifanio,
la que en realidad data del principio del siglo VII, de
los 424 obispados dependientes de Constantinopla, 53
pertenecían a Europa, 371 a Asia»
(Bréhier)
42.
Esto señala poco mis o menos la cifra de las ciudades
corroídas por el mahometismo. Según este autor, el
patriarca de Alejandría, que era el más poderoso y por
esta razón llamado «papa», poseía de acuerdo con una
noticia anterior a la invasión árabe: 10 metrópolis y
101 obispados. El patriarca de Antioquía que administraba
Siria, Arabia, Silicia y Mesopotamia, tenía bajo su
jurisdicción a 138 obispados, como lo indica una noticia
que se atribuye al patriarca Anastasio (559-598)
43.
Se presenta un problema similar en el Magreb
44.
Si se plantea oscuro en Occidente, ocurre lo propio en
Oriente. Así como en la historia de España, se nos
asegura que estas regiones prósperas y cultas han sido de
repente invadidas por los árabes. Como llegaban del
desierto, era menester suponer que se encontrarían en
minoría frente a las masas urbanas de las grandes
ciudades. Sin duda fascinados por los espejismos de las
lejanas soledades habían sido sus habitantes tan bien
modelados, amoldados, plasmados, cráneos y sesos tan
eficazmente restregados, que no solamente se habían
convertido en celosos mahometanos, sino también en
propagandistas atléticos que habían predicado la buena
noticia a orillas del Clain, del Ebro y del Indo.
La
acción de romanizar, islamizar, occidentalizar u
orientalizar un pueblo —que nos perdone el lector el
empleo de vocablos tan feos—, ha sido el fruto de
amplios y potentes movimientos de ideas. Creer que
naciones prósperas, que gozaban en su tiempo de una
cultura importante, han de repente abandonado sus
creencias y han modificado su manera de vivir porque les
han invadido un puñado de nómadas recién llegados del
desierto, pertenece a una concepción infantil de la vida
social. Cierto, evolucionan los hombres, pero lo hacen
lentamente, cuando con gran anticipación a los hechos
acontecidos han sido alcanzados por conceptos superiores.
Como
se puede percibir en la experiencia cotidiana, no es esto
cosa fácil, ni frecuente. Posee la humanidad tales dosis
de inercia que son menester verdaderas catástrofes para
que se destruya la estructura social ya existente, para
que se pierdan o se olviden las costumbres queridas,
mentales y físicas. Por consiguiente, nada de mutación
de decoración, como en el teatro; menos aún con el
concurso de maquinistas beduinos, incultos y famélicos.
Sabe todo el mundo cuán recalcitrante es la gens
intelectual. Para deslumbrarla, se requieren prestigios.
Sin pensadores, ni escritores no puede haber evolución de
ideas: nada de nuevas civilizaciones.
Si
se abandona el centro de irradiación por la periferia, se
complica el problema aún mucho más. Hasta nuestros días
se pensaba que se había realizado con éxito la propagación
del Islam, porque estaba respaldada en su acción por el
prestigio de una gran civilización. Esta creencia no
correspondía a los hechos. La civilización que en aquel
entonces destacaba sobre el ambiente mediocre imperante en
el Mediterráneo, era la civilización bizantina. En el
VII no había aún florecido la civilización árabe. Se
hallaba en gestación. Alcanzaría su apogeo en Oriente en
el siglo IX, en Occidente en el XI. Como ocurre con
frecuencia se habían anticipado los acontecimientos.
Por
otra parte, se había realizado la expansión en las
regiones periféricas a un ritmo muy lento. No podía ser
de otro modo. Como lo hemos apreciado en un capítulo
anterior, la islamización de Berbería había necesitado
mucho tiempo, como lo había demostrado Georges Marçais;
lo que no cuadraba con la concepción histórica clásica.
Si la acción política había exigido ciento cincuenta años
de luchas encarnizadas, la difusión del idioma árabe había
requerido varios siglos. No consiguió jamás desplazar
las lenguas indígenas que aún se hablan en nuestros días.
Hasta el latín se resistía al invasor. «Un
texto del Idrisi, escribe este historiador del norte
de Africa, nos
permite afirmar que en su tiempo, a mediados del siglo Xli
(es decir, más de cuatrocientos años después de la
pretendida invasión) se
empleaba constantemente el latín en el sur tunecino. En
Calsa, nos informa este erudito geógrafo, la
mayoría de
las
gentes
hablan la lengua latina africana»
45.
Entonces,
si se abarca el problema español, tal como está expuesto
en la historia clásica, aparece el absurdo impúdico y
desnudo. Había sido España islamizada y arabizada por un
puñado de invasores que no eran musulmanes, ni hablaban
el árabe. Mas, el absurdo no existe en la vida. Se llama
absurdo lo que no se comprende. Nos parecen inverosímiles
estos acontecimientos, porque habían sido impotentes las
ciencias históricas para analizar las verdaderas
circunstancias que habían permitido lo que se nos aparece
como una gigantesca mutación. Para salir del bache era
necesario enfocar el problema desde un punto de vista
general, de acuerdo con la evolución de los
acontecimientos en todo el área mediterránea.
Para
comprender la expansión de la civilización árabe, es
indispensable comparar este movimiento de ideas con los
similares que han existido en otras épocas en este mismo
y gigantesco marco geográfico. ¿En qué se diferenciaba
esta difusión de conceptos con ló ocurrido cuando la
difusión de la civilización griega o de la cultura
romana?
Había
existido una incomprensión que adormecía el juicio crítico
de los historiadores en razón de un criterio
preconcebido. Se habían así conformado sin más
averiguaciones con el absurdo. Tenía esto larga
ascendencia. De acuerdo con la evolución de las ciencias
históricas, habían heredado los investigadores una
concepción primaria de los acontecimientos ocurridos en
el pasado y de la realidad social responsable de los
mismos. Se había confundido con ingenuidad excesiva la génesis
y expansión de las ideas creadoras de una civilización
con la simple fuerza física; la que antaño había
permitido la formación de ciertos imperios cuya vida había
sido efímera.
Un
concepto primitivo era la causa de tal despropósito: la
constitución del Imperio Romano. Se ha creído hasta hace
poco que esta gigantesca organización había sido la obra
de las legiones; lo que evidentemente era una exageración.
Sin disminuir la importancia de su acción, era necesario
reconocer que había también otra cosa: la lucha entre
ideas y el predominio de las que poseían una mayor energía.
En la competición que ha existido durante varios milenios
entre las civilizaciones semitas y las indoeuropeas, con
los complejos consecuentes, el peso de la Urbes y de las
concepciones políticas y sociales que representaba, era más
importante que el gesto de los romanos abandonando el
arado por la lanza. En realidad, no fue vencida Cartago en
Zama. Se trataba más bien de un encuentro guerrero cuyo
resultado era imprevisible: Se abría un período de
tregua en aquella larguísima rivalidad cultural.
Tan
es así que los investigadores han recientemente
descubierto en el norte de África los fundamentos semitas
de la primitiva cultura cartaginesa que habían sustentado
la expansión de la civilización árabe
46.
La epopeya de Aníbal había sido una llamarada sin
consistencia. ¿Por qué? Porque en la competición de las
ideas en aquella época, la aportación de esta cultura
semita comparada con la romana era de clase inferior. España
es un testigo inapelable de este hecho:
¿Puede
compararse la labor emprendida en la península por esta
ciudad mercantil en Seiscientos años con la de Roma en el
mismo lapso de tiempo? Se manifestaba ya esta inferioridad
en los primeros días de las guerras púnicas. Encontraba
el Senado aliados entusiastas en las ciudades del litoral
levantino mucho antes de que hubiera pisado una legión el
suelo de estas futuras provincias del Imperio; lo que
demuestra que a pesar de la distancia ya se había
convertido Roma en un centro de atracción de importancia
extraordinaria.
Asimismo
sucede desde un punto de vista cultural e intelectual. No
han impuesto las legiones el idioma latino. Se ha
propagado en Occidente por una superioridad lingüística
sobre los particulares que hablaban los autóctonos. Por
el contrario, a pesar de las legiones, no ha podido
arraigar el latín en Oriente porque en su competencia con
el griego se hallaba en manifiesta inferioridad. En estos
tiempos en que la potencia militar griega era un recuerdo
lejano y confuso en la mente de las gentes, su idioma y su
literatura alcanzan su mayor radio de expansión, la
civilización helenística desborda las orillas del
Mediterráneo.
Igual
comprobación puede hacerse cuando se observa la difusión
de la civilización árabe en el curso de los años que
siguieron al período oscuro de las pretendidas
invasiones. Cuando no existía ya en Oriente ni la sombra
de una superioridad militar árabe, prosigue esta
civilización su expansión por las altas planicies de
Asia Central y por las márgenes del Océano Indico.
Fueron los turcos y no los árabes los que se apoderaron
de Constantinopla; pero, en fin de cuentas, fue convertida
la basílica de Santa Sofía al culto de la religión de
Mahoma y no a otra creencia asiática. En el XV y en el
XVI se extiende el Islam por Indonesia sin el apoyo de
ningún imperativo militar. En los tiempos modernos logra
gran consistencia en las islas del Pacífico en las barbas
de los portugueses y de los holandeses, cuando nadie en
Occidente se acordaba del antiguo esplendor de los
califas. En nuestros días se ha transformado Indonesia en
la nación que tiene el mayor número de musulmanes, más
de noventa millones. Penetra el Islam en Africa ante la
mirada de las administraciones francesa, inglesa y
portuguesa. Se calculan en unos treinta millones los
morenos africanos que se han adherido al mahometismo desde
principios de siglo hasta el año 60
47.
La
observación de la expansión del Islam en los días
actuales y en los tiempos modernos hace comprensible esta
misma acción en los antiguos. No existe razón alguna
—por lo menos la desconocemos- para que en la propagación
de una idéntica idea no fuese similar el mecanismo ahora
como antaño, en el siglo XVI como en el VII. Se han dado
cuenta últimamente los historiadores de que no solamente
se había difundido el Islam por contagio, como toda
idea-fuerza, sino también por la acción de una clase
social determinada. Es sabido. No existen en esta religión
sacerdotes, ni monjes misioneros que se desplazan a países
lejanos para predicar los misterios de su fe, ni una
organización burocrática como la que mantiene el
cristianismo en Roma. Se había transmitido la idea por el
medio de comunicación entonces el más rápido, el
comercio, que servía de lazo de unión entre naciones
alejadas las unas de las otras. los trabajos de algunos
investigadores ponían en evidencia el papel desempeñado
por las clases mercantiles en la divulgación de las enseñanzas
de Mahoma. Comprobado en el pasado, se confirmaba el hecho
en el presente por la observación del mismo en el África
negra, en los lugares apartados y alejados de las
manifestaciones de la cultura occidental.
Goitien
demostraba la importancia de los mercaderes en los días
primeros del Islam. El mismo profeta había sido un
comerciante. Abu-Bekr, el primer califa, el suegro y
sucesor de Mahoma, era un traficante de telas. Othman, el
tercer califa, un importador de cereales. Nos ha llegado
de esta época una literatura que atiende de modo
preferente a los asuntos económicos. La personalidad más
importante ha sido la de Muhammad Shaibani, fallecido en
804. Enseñan estos textos que en su tiempo era la clase
de los mercaderes de categoría superior a la de los
militares. «Prefiero,
decía uno de estos escritores, Ibn Said, muerto en
845, atribuyendo estas palabras á uno de sus héroes, ganar
un dirbem en el comercio que recibir diez como soldada de
un guerrero.» Y confirmaba Goitien:
«En
los primeros tiempos eran sobre todo los mercaderes los
que se ocupaban del desarrollo de las ciencias religiosas
del Islam»48.
No
es privativa esta acción del mahometismo. Apuntaba este
autor que semejante disposición del espíritu había
desempeñado un papel importante en la expansión de otros
movimientos de ideas. «Situaciones
similares, decía,
podrían
encontrarse en la historia de los fenicios, de los
griegos, de las ciudades italianas de la Edad Media»49.
Mas aún, establecía un paralelo entre los autores árabes
de los primeros años de la Héjira y ciertos escritores
ingleses protestantes del siglo XVIII, considerados como
los iniciadores de la teoría del capitalismo. A pesar de
la distancia y del abismo que les separa, físico e
intelectual, coinciden en el mismo concepto: el comercio
es un acto que agrada al Señor, el enriquecimiento es la
recompensa, y el poder del dinero facilita la expansión
del ideal religioso. Perdía la guerra santa el papel
predominante que había ofuscado a los historiadores
cuando estudiaban la expansión del Islam. Empezaban a
sospechar que había sido más bien un arma de propaganda
que una realidad tangible y constante. ¡Cuán diferentes
eran estas interpretaciones de las clásicas!
50
Permitían
estas nuevas averiguaciones una mayor inteligencia de
nuestro problema. Un conocimiento más preciso de la
historia de Oriente nos descubrirá cosas aún más
sorprendentes. Sin embargo era menester reconocerlo: No
eran estas perspectivas suficientes para explicar el
desbordamiento de la civilización árabe. Obvia la razón:
El
mecanismo no puede suplir a la función, el instrumento al
objeto para el cual ha sido fabricado. Ha tenido lugar una
explosión. Una pieza de artillería ha sido localizada.
No basta. Ha sido simplemente una máquina que ha lanzado una
granada mortífera, pero ha habido una idea que la ha
dirigido. Para alcanzar nuestros objetivos era preciso
analizar los elementos de base que habían permitido la
estructura de la civilización árabe y le habían dado la
energía suficiente para que hubiera podido extenderse por
los continentes.
Se
ha comparado a los historiadores con los paleontólogos,
los cuales con algunos escasos documentos reconstituyen
las etapas de la vida en su evolución pasada. ¿No es una
ilusión? Estudia el naturalista un testigo que tiene
entre las manos. Podrá ser pequeño, insignificante,
estropeado; pero ¡ ahí está!, concha, impresión, huella,
osamenta, en su auténtica realidad. Acaba de extraerse de
la roca madre un diente. De acuerdo con unas leyes de
correlación será posible para el especialista dibujar de
modo aproximado el esqueleto del animal a que ha
pertenecido; como se dice de Cuvier, quien según la
leyenda había recompuesto el del Megatheriurn,
alarde cuya exactitud ha sido confirmada por hallazgos
posteriores51.
A pesar de las limitaciones propias de cada caso, poseía
el sabio un documento que no había sido falsificado ni
por la naturaleza, ni por los hombres de las generaciones
anteriores a la suya. Le era por consiguiente fácil
saber, de acuerdo con su morfología, si se trataba de un
diente perteneciente a un reptil o a un mamífero. Y, como
del hilo se saca el ovillo, lograba a la postre determinar
el género y la especie del ser fosilizado.
No
existe una documentación parecida del período histórico
que nos Interesa. Del siglo VIII en España no nos ha
quedado testimonio alguno político, salvo algunas
monedas. Se han conservado unos monumentos arquitectónicos
y los textos de unas discusiones teológicas entre
cristianos, testigos que requieren ser interpretados sin
equívoco. Para contar los acontecimientos ocurridos se
han apoyado los historiadores sobre crónicas escritas
posteriormente a los hechos que describían. No son
documentos históricos. Traducen más o menos transfigurada
por la Imaginación y los prejuicios de sus autores, una
tradición lejana, perteneciente a uno de los dos campos
beligerantes (del otro no sabemos nada), la que con el
curso de los siglos ha sufrido múltiples y divergentes
transformaciones. Ninguna relación con el diente del
paleontólogo, pues este testigo no ha sufrido modificación
alguna desde la muerte del indivio a que pertenecía.
Por
otra parte, gozaban los naturalistas que han esbozado las
grandes líneas del pasado de la vida, de una clave que
les permitía situar el testigo, de acuerdo con una
estricta jerarquía biológica, en los cuadros de la
sistemática. También existía una teoría, el
transformismo, que les guiaba en sus búsquedas. Cierto,
ignoraban el mecanismo de la evolución. Mas, a falta de
otro apoyo, empleaban la teoría como hipótesis de
trabajo. Luego, con la multiplicidad de los
descubrimientos, sobre todo en bioquímica y en física
nuclear, la tesis demasiado simplista en sus balbuceos, se
afinaba más y más
hasta convertirse en una certeza. Nada semejante en la
historia. No goza el investigador de una norma directriz
que le permita situar un hecho, importante y aislado, en
una curva de la que cénoce la génesis y el desarrollo
para poder de esta suerte superar un vacío o llenar una
laguna.
En
nuestros estudios sobre la generación, el crecimiento, la
madurez y la decadencia de las civilizaciones, hemos
insistido en el papel que representa en la historia la génesis,
la difusión, el alcance y declive de las ideas-fuerza; en
una palabra su evolución concordante con la de las
culturas que componen una civilización. En un magma
creador surgen unas ideas-fuerza. Compiten entre ellas
como las demás estructuras vitales. Logran algunas más
dinámicas dominar a otras más endebles, inoperantes,
periclitadas o desencajadas de su ambiente. Se funden en
un sincretismo que representa el punto culminante de su
evolución y en este instante decisivo alcanza el arte su
expresión la más sublime. Luego, encallecen los
conceptos y pierden su elasticidad primera. Indicios
sutiles señalan una esclerosis progresiva. Apunta la
decadencia. Degeneran las ideas-fuerza.
Pertenecen
a las regiones superiores de la filosofía o de la teología,
como por ejemplo la competición entre las ideas unitarias
y trinitarias que ha dividido el mundo mediterráneo desde
la dislocación del Imperio Romano hasta la batalla de
Lepanto. Pueden también sustentar las actividades más
modestas de la actividad humana. A pesar de su aparente
sencillez, a veces, han sido decisivas para el futuro del
hombre, como el descubrimiento de la rueda, del collar
para el tiro de los animales, del estribo para el jinete,
de la herradura para las caballerías, o el empleo del cero
hecho en el cálculo con la numeración decimal arábiga.
De este modo, un nucleo importante de ideas-fuerza,
mayores o menores, componen una cultura, y varias culturas
unidas por un común denominador, una civilización. Las
culturas paleolíticas, neolíticas y moderna,
pertenecientes a pueblos esquimales que viven o que han
vivido en otros tiempos en un
marco geográfico subpolar, componen la civilización
del reno
52.
Evidente
aparece ahora esta proposición: Los hechos materiales e
ideológicos que estructuran una unidad histórica que
llamamos una civilización, determinan en amplio sentido
la evolución de los acontecimientos, porque se encuentran
en relación causal con las ideas que dirigen las acciones
de los hombres y de la sociedad. Esto no quiere decir que
producen ellas mismas los acontecimientos de un modo
directo. Ocurre a veces, pero muy de tarde en tarde.
Tajante es entonces su acción. En situaciones normales
actúan lentamente pero acaso más eficazmente. En el azar
de las circunstancias favorecen las ideas dominantes los
actos que pertenecen a su radio de acción y neutralizan
los que les son contrarios. Por esta doble actuación,
positiva y negativa, dirigen los fenómenos sociales hacia
un fin determinado. Canalizan el flujo de estas
actividades, acción en un principio muy imprecisa. Pero
en perspectiva descubre el historiador su concordancia con
la dirección general dada por las idea6. En otros términos,
los acontecimientos cuyo sentido se encuentra en la
orientación impuesta por las líneas de fuerza en su
evolución, ensanchan en manera extraordinaria su campo de
irradiación; los que se caracterizan por una significación
opuesta quedan inmovilizados, se acorta su influencia y en
poco tiempo su alcance queda reducido a nada.
No
se trata de elucubraciones sin fundamento, ni de un
artilugio de meditaciones filosóficas solitarias e
irracionales, sino de una enseñanza adquirida de modo
positivo —en el sentido de una observación
naturalista— de una época de la historia, la única que
conocemos científicamente: la de los tiempos modernos en
Occidente. Es posible observar desde el Renacimiento hasta
el siglo XX, de una parte la evolución de las ideas, de
otra, el sincronismo de los acontecimientos considerados
en amplios conjuntos. Hemos podido así establecer en
nuestros trabajos las relaciones causales existentes entre
las ideas-fuerza y los hechos. Mas entonces, si tal
ocurre, si es correcto nuestro juicio, se traduce como
corolario una nueva descripción de la historia.
Tomemos
un ejemplo concreto: Se trata al parecer de un hecho
insignificante, la publicación en el XVI de libros
populares en los que se enseñaba al gran público el arte
de la multiplicación y demás misterios de la aritmética,
puesta a punto por los sabios españoles de La Edad Media.
No tuvieron resonancia alguna, pero su acción sobre el
futuro de la sociedad ha sido enorme; mientras que el
fracaso de La Armada Invencible, que tanta tinta hizo
gastar a los historiadores, en nada intervenía en el
desarrollo de los acontecimientos futuros. Se trataba de
un episodio subalterno. Por consiguiente existía una
jerarquía en los hechos históricos; se podían graduar y
valorar según su alcance en la sociedad. Las
consecuencias más o menos importantes de su acción
correspondían a las energías de las ideas generatrices.
Para lograr nuestros objetivos se traducían estos
conceptos en un nuevo
método histórico. Podía ser de gran recurso para
comprender ciertas épocas del pasado oscuras por la falta
de trabajos emprendidos, o, simplemente por la ausencia de
una adecuada
documentación.
Si
se considera la civilización arábiga como un todo, se
percibe que tiene por eje una concepción religiosa de la
vida, con caracteres propios y dominantes. Se tendrá pues
que buscar la génesis de las ideas-fuerza que Ja han
vertebrado en el complejo religioso que existía a
principios del siglo VII. Se podrá discutir si este
ambiente ha sido causa o no de la acción de Mahoma. Nos
parece que la inspiración del Profeta ha sido en gran
parte un acto personal, independiente del medio, resultado
de su exuberancia vital. Pero no cabe duda alguna de que
la propagación de las enseñanzas del Corán se ha
realizado en función de esta crisis religiosa que existía
en menor o mayor grado en las regiones en donde el Islam
ha cristalizado; lo que explica la rapidez de su difusión,
relativa desde nuestro actual punto de vista, pues estaba
supeditada a las distancias y a los medios de comunicación
del tiempo.
Se
puede entonces deducir algunas proposiciones acerca de la
expansión del Islam y de la civilización árabe en España.
1.
En la Alta Edad Media, ha existido por el mediodía de las
Galias, en la Península Ibérica y en Africa del Norte,
un clima similar al que se manifestaba en las provincias
bizantinas. Era la consecuencia de un complejo religioso
iniciado desde fecha muy anterior.
2.
Ha permitido este ambiente la expansión del Islam y de la
civilización árabe en estos territorios. Pero, en razón
de la distancia y de otras circunstancias, debía
forzosamente existir un desfase en el momento en que ha
cristalizado la civilización árabe en Oriente y en
Occidente. Puede el hecho demostrarse históricamente. Por
lo que sabemos de las actividades religiosas, culturales y
sociales en aquel tiempo por los ámbitos de la Península
Ibérica, podemos afirmar que la estructura de una cultura
arábiga empieza a manifestarse hacia la mitad del siglo
IX; es decir, con dos siglos de retraso con respecto a
Oriente.
3.
El proceso de evolución que ha permitido el paso de la génesis
al total esplendor de las ideas-fuerza, ha sido más largo
en Occidente que en Oriente.
Es
entonces posible situar los acontecimientos ocurridos en
la Península Ibérica desde el IV hasta el XI, fecha de
la contrarreforma musulmana en Occidente, de acuerdo con
un proceso general común a varias naciones mediterráneas.
Se presenta este estudio más accesible porque la evolución
de las ideas se ha realizado aquí con un ritmo mucho más
lento que en Oriente y con mayor simplicidad; no habiendo
sido empañado el movimiento principal por los reflejos
fulgurantes de los secundarios. Gradas al conocimiento
actual de ciertos datos seguros, aunque en el tiempo
distanciados los unos de los otros, será fácil
establecer, como sobre el papel cuadriculado, puntos que
se podrán unir con una curva. Se manifiesta así que esta
evolución de ideas religiosas conducentes a una
mentalidad particular y luego a una opinión premusulmana,
compone un todo paralelo con otras manifestaciones
intelectuales y culturales. Hemos analizado en otros
trabajos algunos de estos caracteres. Permiten reconocer
la supervivencia de un criterio racionalista que favorecerá
mis tarde el florecimiento de una nueva matemática
53.
Con
otras palabras, nos encontramos en presencia de una
verdadera cultura cuya génesis y adolescencia se han
realizado en una época que siguiendo la tradición
bibliográfica se puede llamar visigótica; ideas-fuerza
que evolucionan poco a poco hacia la civilización árabe.
Lo mismo ha ocurrido en las antiguas provincias de
Bizancio en donde las manifestaciones de la civilización
árabe hunden sus raíces en las enseñanzas de la
civilización bizantina, enriquecidas por las lecciones de
la Escuela de Alejandría. Lo mismo, la cultura visigótica
alcanzará más tarde formas autóctonas y particulares,
una de las dos columnas que sustentarán la cultura arábigo-andaluza.
Se
puede perfectamente seguir este proceso de evolución en
las obras de arte que se han conservado de la Alta Edad
Media. Por milagro de Ja’ orografía ibérica se han
mantenido intactas, gracias a su aislamiento, en nümero
suficiente para suplir la ausencia de textos. Esto será
objeto de estudio en la tercera parte de nuestro libro. Se
desprenderá una ventaja. Entra por los ojos el lenguaje
del arte. No se requieren para entenderlo la erudición
del especialista, ni tampoco la visión panorámica del
historiador para apreciar la continuidad de las ideas en
una sola curva de evolución. Ahí están los testigos al
alcance de todos.
Será
posible descifrar el enigma de la Mezquita de Córdoba. Se
desprenderá una enseñanza nueva para nuestra mente
desconcertada. Pues, a pesar de las afirmaciones de los
sabios que se habían ocupado de estos tiempos oscuros del
siglo VIII, existe todavía un testigo excepcional de
estos años decisivos para el porvenir de la humanidad. No
es accesible a los métodos clásicos de investigación.
La piedra, el mármol, la cal, el cedro, el pino de por sí
son mudos. Mas, engastados en una obra maestra se vuelven
elocuentes. Bastaba con recoger la emoción que se
desprende de su contacto para comprender su idioma. Así
se expresa en la inteligencia de un
amplio contexto histórico el gran templo de la ciudad
andaluza.
Si
existía desde el siglo IV hasta el XII un solo proceso de
evolución, ¿qué era de la tradicional invasión árabe?
Si España hubiera sufrido en 711 el asalto y la dominación
de un pueblo oriental, una aportación importante de
elementos exóticos hubieran sido impuestos a las
poblaciones. Quedarían todavía en nuestros días
testimonios del acontecimiento. Nada de eso. Salvo las
tradicionales relaciones de Andalucía con Bizancio, hay
que esperar al siglo XII para que se pueda distinguir en
el arte hispano sugestiones llegadas del Irán.
Se
han propagado el Islam y la civilización árabe en
nuestra península como en Oriente, de acuerdo con un
mismo proceso de evolución. Nada de mutaciones. El
sincretismo musulmán era la consecuencia de una larguísima
depuración de ideas monoteístas cuyo origen se percibía
claramente en las primeras herejías cristianas: en su génesis
la civilización árabe era un corolario de la bizantina.
En este momento, aunque divergentes, eran sincrónicos
ambos movimientos. No había Mahoma invadido Arabia con
tropas extranjeras para convencer a sus conciudadanos. Había
suscitado una guerra civil. Ocurría lo mismo en España
en donde la idea representaba la persona viviente.
Entonces, nos es posible ahora determinar este gigantesco
movimiento de conceptos de modo mucho más preciso que en
el pasado lo habían hecho los historiadores. En la Península
Ibérica, como en el resto del mundo mediterráneo, no ha
habido agresiones militares de gran envergadura, propias
de Estados poderosísimos. No eran capaces de tales
empresas. Se trataba de una crisis revolucionaria.
Ignacio Olagüe: La
decadencia española, t. II, cap. XIV.
Georges Marçais: ibid.,
pp. 35 y 36.
Xavier
de Planhol: Le
monde islamique, Presses Universitaires, París,
1957.
Louis Bréhier. Ibid.,
t. III, p. 108.
Louis
Bréhier. Ibid.,
t. II, p. 46.3.
Louis Bréhier. Ibid.,
t. II, p. 450.
<De
Los doscientos obispos poco más o menos que dirigían
el rebaño de los fieles (en Berbería) cuando La
conquista musulmana, no quedaban más que cinco en
1035.> Georges
Marçais. Ibid., p.178.
Georges Marçais: Ibid.,
p. 71,
E. F. Gauthier: Moeurs
et coutumes des musulmana, Payot, Paris, p. 17. Entre
otras tradiciones cartaginesas, cita este autor dos
ejemplos: La
mano de Fátima, que se ha mantenido en las
costumbres populares españolas durante mucho tiempo.
Se trata de una mano hecha en cera o con otra
sustancia, a veces preciosa, que servía de amuleto
para salvaguardar a los niños pequeños. Y el
creciente lunar que en Siria y en Cartago era el símbolo
de la diosa Thanit.
Jean
Paul Roux da las cifras siguientes que considera
aproximativas: Para el Pakistán, 66.000.000 de
musulmanes; para Indonesia 74.000.000. L’íslam
en Asie, Payot,
Paris, 1958. Dada
la fecha de esta publicación deben estas cifras
aumentarse en gran proporción. Vicent Monteil,
profesor de la Facultad de Letras de la Universidad de
Dakar ha publicado en el periódico <Le Monde>
una serie de artículos estudiando el problema de la
conversión de los negros: L’Islam
noir en marche (14 de junio de 1960).
S. D. Goitien. Ibid.,
p.
588.
S. D. Goitien. Ibid.,
p.
594.
Han
obligado estas consideraciones a los arabistas a
plantearse de nuevo el problema, sin que esto les
ayudara a concebir una nueva interpretación de los
acontecimientos Así escribe Xavier de Planhol: <En
la hora actual sólo nos es posible observar la
expansión pacífica del Islam, Los procesos de
islamización de la con quiste violenta no pueden ser
estudiados más que por métodos históricos y todavía
son muy oscuros. Solamente los métodos de progresión
actuales nos permiten concebir de modo preciso los
elementos favorables y los principales obstáculos que
han intervenido en la expansión del Islam. El límite
alcanzado por vías pacificas resulta así más
instructivo. Pero esta expansión se hizo
esencialmente par mediación de las clases urbanas y
de los centros mercantiles.> Ibid., p. 106 y
107.
Había
recibido Cuvier dibujos del Megatherium,
descubierto en Argentina en 1788, por el padre
dominico Manuel Torres, que le habían sido enviados
por el naturalista español Bru, el cual había
montado el esqueleto en una de las salas del Museo de
Ciencias Naturales de Madrid, fundado por Carlos III.
André Leroi.Gourhan: La
civilisation da renne, Gallimard, París, 1936.
Ignacio
Olagüe: La
decadencia española, t. III, pp. 126 y 127.