POZO MORO EN LA HISTORIOGRAFÍA DE LA CULTURA IBÉRICO-TARTÉSSICANo suele ser habitual en mí volver la vista atrás para hablar del trabajo hecho, pues, en principio, siempre he preferido mirar hacia adelante. Pero como se me ha pedido una visión sobre "Pozo Moro, 25 años después", esta circunstancia me lleva a intentar hacer una recapitulación y algunas reflexiones sobre el descubrimiento de Pozo Moro y lo que ha representado su estudio dentro de la Cultura Ibérica. Aunque cada día es más necesaria una buena historiografía de la Cultura Ibérica, pues las existentes son parciales (Chapa 1980; Jiménez 1994) o, incluso, sesgadas (Ruiz y Molinos 1993: 14 s.), es evidente que el interés por el estudio de los pueblos ibéricos surge junto a los dedicados a otros pueblos prerromanos hispánicos ya en el Renacimiento, con figuras tan señeras como Maríneo Sículo, Miguel Servet o Ambrosio de Morales. En esta etapa cabe señalar el interés suscitado por las monedas ya desde el siglo XVI y por los "ex votos" de bronce a partir del siglo XVIII, así como por la famosa teoría sobre el vasco-iberismo de estudiosos vascos como el P. Larramendi, Astarloa o Hervás que W. von Humbold dio a conocer por toda Europa a inicios del siglo XIX. Sin embargo, frente a la larga tradición de estudios anticuarios de culturas como la etrusca, que incluían trabajos históricos, filológicos y arqueológicos, el concepto de cultura ibérica sólo surge al descubrirse su Arte hacia el último tercio del siglo XIX, momento que pueden considerarse inicio de los estudios ibéricos. Estos estudios se denominaron así empleando el término utilizado por geógrafos e historiadores griegos para referirse a los pueblos y culturas prerromanas de las áreas mediterráneas de la Península Ibérica, cuya vida venían a documentar los nuevos hallazgos. De este modo se fue generalizando la denominación de "Cultura Ibérica", surgiendo paralelamente un concepto étnico a semejanza del referente a las noticias sobre los tartesios o celtíberos, aunque su verdadero significado sólo se está llegado a conocer al aunar las aportaciones históricas, arqueológicas y lingüísticas (Almagro-Gorbea y G. Ruiz Zapatero (eds.) 1992). En pleno siglo XIX se descubren algunos de los más famosos yacimientos ibéricos, como la necrópolis de Almedinilla en Córdoba, popularizada por sus armas, especialmente sus espléndidas falcatas, o la necrópolis de Baza, Granada , pero puede considerarse que fue el descubrimiento del santuario del Cerro de los Santos, hacia 1860, lo que permitió conocer un importante conjunto de esculturas de gran originalidad para lo entonces conocido. A pesar de su excavación oficial, fue recibido con escepticismo por los estudiosos y excluido de las grandes exposiciones de Viena de 1873 y de París de 1878. En 1875, J. de la Rada y Delgado, de la Academia de la Historia, las identificó como ibéricas en un proceso no exento de dificultades, tanto por la aparición de falsificaciones como por las dudas más o menos fundadas sobre su significado y atribución artística y cultural. Igualmente, por los años 1870 se completó un buen corpus de las monedas ibéricas, gracias a los trabajos de A. Heiss , J. Zóbel y A. Delgado, sólo parcialmente superados en los años 1920 por A. Vives y Escudero y válidos todavía hasta las recopilaciones actuales de A. Guadán o L. Villaronga. De forma paralela, el estudioso alemán E. Hübner (1893) recogía todas las inscripciones prerromanas en una obra famosa, los Monumenta Linguae Ibericae, exhaustivo corpus al estilo de la época que supuso el más serio esfuerzo realizado hasta entonces por el conocimiento de la escritura y la lengua ibéricas. La sucesión de hallazgos afortunados en los últimos años del siglo XIX culminó con el descubrimiento de la Dama de Elche en 1897, obra cumbre del Arte Ibérico que, al ir a parar al Museo del Louvre, suscitó la atracción de investigadores y del gran público por esta nueva página del Arte, contribuyendo a su aceptación general. Las esfinges de Agost, el grifo de Redován, los fragmentos del Llano de la Consolación, la Bicha de Balazote, etc. que hoy enriquecen el Museo Arqueológico Nacional, entonces recientemente creado , constituyeron un creciente conjunto de piezas lo suficientemente importante y numeroso para permitir su estudio, en el que participaron estudiosos como el francés P. Paris (1903). En su valoración influyó mucho las recién descubiertas culturas orientales dentro de las corrientes difusionistas del siglo XIX basadas en la fuerza aculturadora del Oriente y el Egeo, por lo que se vieron influjos egipcios en el hieratismo de las figuras del Cerro de Los Santos, mesopotámicos en la disposición de la Bicha de Balazote o fenicios en los marfiles y joyas de Andalucía, mientras que el aparente parecido de las cerámicas ibéricas con las micénicas, "de moda" tras su descubrimiento por H. Schliemann, llevó a suponer este origen para el recién descubierto Arte Ibérico. Por esos años se iniciaban las primeras excavaciones sistemáticas, especialmente en Andalucía, y se acumulan datos sobre hallazgos mientras se discutía sobre el origen del Arte y la Cultura Ibéricos por P. Paris (1904) , J.R. Mélida (1903-5) , Albertini (1905) , E. Philipon (1909), R. Carpenter (1925), P. Bosch Gimpera (1928), etc. En 1914 se crea la Junta Superior de Excavaciones y Antigüedades de acuerdo con la nueva legislación de 1911 y se fue publicado los santuarios de Castellar y del Collado de los Jardines, Jaén (Nicolini, 1969: 37 s.) , las necrópolis del Llano Consolación (Zuazo, 1916), en Albacete, y las de Peal el Becerro (Cabré, 1925) y Galera (Cabré-Motos, 1920) en Andalucía Oriental y, ya en los años 1930, las de El Molar (Lafuente Vidal 1929) y La Albufereta (idem, 1928a; Rubio 1986) en la costa alicantina, así como las de Azaila (Cabré 1934; M. Beltrán 1976: 41s.) y diversos poblados de Cataluña, Levante y el Bajo Aragón (Ballester 1954; Cabré 1944). En torno a los años 1920 se produce una reorientación de los estudios y se abandonó la idea de los orígenes orientales, salvo figuras aisladas como J.R. Mélida, pues parecían poco justificada por los nuevos conocimientos cronológicos. En esta etapa se centró la atención en el Arte Griego arcaico y ocasionalmente en el Etrusco, hasta el punto de que los elementos orientales antes valorados se consideran siempre llegados a través del mundo helénico. Obras como la de R. Carpenter (1925) son representativas de esta etapa, junto a los trabajos iniciales, anteriores a la Guerra Civil, de jóvenes estudiosos, como P. Bosch Gimpera (1928) o A. García Bellido (1931) . Dentro la visión clasicocéntrica al uso, se procuró adaptar al Arte Ibérico la interpretación del Arte Clásico de J.J. Winckelmann, suponiendo un inicio arcaico, una fase de plenitud y otra final de decadencia. En este esquema, el Arte Ibérico representaba una tradición local que habría evolucionado hasta degenerar en la escultura íbero-romana, ya que no se les creía capaces de alcanzar las formas del Arte Clásico, entonces considerado culmen de la creación artística (García Bellido 1943). Sin embargo, se fue reconociendo la personalidad del Arte Ibérico, lo que permitió una creciente valoración nacionalista de esta cultura, evidente en la obra de P. Bosch Gimpera , investigador que aplicó las interpretaciones étnicas de G. Kossina a su visión sobre celtas e iberos en la Península Ibérica. Dentro de estas concepciones entonces al uso, defendió explicaciones invasionistas sobre su origen, que consideró africano siguiendo a J. Leite de Vasconcelos (1905) y A. Schulten (1920), frente a otros estudiosos como Martínez Santaolalla, (1946) J. Cabré o M. Almagro (1952), partidaros de su filiación europea. Esta visión nacionalista, aún subyacente en las tesis de algunos estudiosos actuales, reflejaba el antagonismo político entre nacionalismo centralista y nacionalismos periféricos, tesis que ha dificultado la comprensión del orígen de la Cultura Ibérica en el mundo orientalizante andaluz, así como la correcta valoración de los elementos indoeuropeos que subyacen en la misma. Pero el hecho de mayor trascendencia en esos años de mediados de siglo, a veces olvidado, fue el genial desciframiento de la escritura ibérica por M. Gómez Moreno (1922; id. 1946), pues, frente al escepticismo inicial de los especialistas extranjeros, su lectura abrió nuevas perspectivas para estudiar la Numismática y Epigrafía ibéricas y, sobre todo, la Lengua, uno de los elementos clave de esta cultura y del mayor interés para la Lingüística de la Europa prehistórica. A partir de los años 1940, tras la Guerra Civil, se abre una nueva etapa en la valoración del Arte y la Cultura Ibéricos, favorecida por la vuelta a España de la Dama de Elche (García Bellido 1943) y por la publicación de catálogos como el de Exvotos del Museo Arqueológico Nacional por Alvarez Osorio (1946) o los de cerámicas de Liria (Ballester 1954) y Azaila (Cabré 1954). También en esos años, se excavan y publican los poblados de Azaila, en Teruel (id.), La Bastida y San Miguel de Liria (Ballester 1954) , en Valencia, La Alcudia, en Elche (Ramos 1950; id. 1955) , Ullastret (Martín 1985), en Gerona, La Caila de Mailhac en el Rosellón (Louis-Taffanell 1955), etc., y se inician los trabajos en las necrópolis del Cabecico del Tesoro (Nieto 1944; Quesada 1989) , El Cigarralejo (Cuadrado 1952; id.1987), el Llano de La Consolación (Sánchez Jiménez 1947), en el Sureste, y la de Enserune (Jannoray 1955) , en el Rosellón. Sin embargo, fueron los Congresos Nacionales de Arqueología organizados por A. Beltrán y los Cursos Internacionales de Ampurias por M. Almagro, lo que ayudó a formarse una nueva generación de arqueólogos interesados en el iberismo, contribuyendo a generalizar técnicas de estudio científico, basado en la datación por estratigrafía, tipología y conjuntos cerrados y su publicación objetiva como requisito necesario para la interpretación histórica, en lo que destacó la publicación de Las Necrópolis de Ampurias por M. Almagro (1953), que pasó a ser el modelo de estudio y publicación de estos yacimientos. Estos nuevos estudios cristalizaron en un importante volumen de la Historia de España dirigida por R. Menéndez Pidal (1954), obra de síntesis en la que participaron los principales especialistas del momento. Pero el problema más serio planteado en la Arqueología Ibérica seguía siendo su cronología, pues la supuesta perduración de influjos griegos arcaicos hacía desconfiar de los paralelismos formales. Estos fueron interpretados como fenómenos de convergencia sin valor cronológico lo que llevó a no considerar el Arte Ibérico como manifestación del Arte Griego provincial. Además, la cerámica ibérica se suponía de orígen griego pero sin basarse en los datos de las excavaciones. Ante la dificultad planteada por los estudios estilísticos, A. García Bellido (1943: 59 s.), llegó a negarles valor cronológico y consideró que el arcaismo de la escultura ibérica no derivaba del Arte Griego sino de un "arcaismo" o primitivismo artístico, criticando opiniones anteriores y planteando un desarrollo "corto" del Arte Ibérico, básicamente paralelo a la romanización, debiendo considerarse como arte ibero-romano o, incluso, como manifestación del mundo romano provincial. Esta postura, seguida por otros investigadores, dejaba sin explicación por su alta cronología piezas como el grifo de Redován o las esfinges de Agost, pero más grave fue que la cultura ibérica quedaba sin el marco cronológico necesario para explicar su evolución estilística de acuerdo con los sucesivos influjos recibidos del mundo colonial y sin posibilidad de comprender su contexto socio-cultural y su desarrollo histórico en relación con las culturas de la Antigüedad. Paralelamente, el influjo de los estudios célticos llevó a valorar la presencia del rito funerario de incineración en el mundo ibérico (Cuadrado 1952; Almagro1952) como prueba de su celticidad, idea relacionable con la de su origen indoeuropeo ya defendida por E. Philipon (1909). Pero bajo esta polémica subyacía una visión politizada de la Arqueología, ya planteada antes de la Guerra Civil, al asociarse el iberismo en ocasiones a sentimientos nacionalistas periféricos frente a las tendencias centralistas de la posición contraria. Al avanzar las excavaciones en la Cayla de Mailhac en el Rosellón, y La Bastida, Cabecico del Tesoro, La Alcudia y, sobre todo, El Cigarralejo en el Levante y Sureste, se confirmó la mayor antigüedad de esculturas y cerámicas, cuyo origen tendió a remontarse al siglo IV a.C. por las importaciones de cerámicas áticas. Las estratigrafías de Ampurias (Almagro 1951) y Ullastret (Martín 1985) , en Gerona, demostraron el influjo de la cerámica focense en la ibérica, cuestionando el valor de las explicaciones estilísticas frente a los datos que ofrecían las excavaciones. Este hecho revalorizó el papel de la colonización focense en la Cultura Ibérica, abriendo la discusión sobre la cronología de su Arte: en los años 1960, A. Blanco (1960) , E. Kukahn (1957) y E. Langlotz (1966) valoraron el papel del mundo griego focense en la creación de la plástica ibérica, pasando la Dama de Elche a ser considerada poco posterior a sus modelos de la primera mitad del siglo V a.C., visión ya recogida en las síntesis de A. Arribas o de G. Nicolini. Además, en los años 1960 se excavan necrópolis andaluzas, como Castellones de Ceal y La Guardia (Blanco 1959) en Jaén, y paralelamente, las de Can Canys en Tarragona (Vilaseca 1963) y Solivella en Castellón (Fletcher 1965) que ampliaron el marco cronológico de la Cultura Ibérica. Pero no conviene olvidar que, por otra parte, paralelamente avanzaban los estudios de J. Caro Baroja (1946) , A. Alvarez de Miranda (1962) y J.M. Blázquez (1983) en nuevos campos de la antropología y la religión ibéricas y J. Caro Baroja y A. Tovar , gracias al ya citado desciframiento del alfabeto por M. Gómez Moreno, aportaron las primeras visiones científicas sobre la lengua ibérica, comprobando su carácter no indoeuropeo pero desterrando las hipótesis sobre el vasco-iberismo. Con ellos se abrió una nueva etapa de estudios en los que en estos últimos años han destacado lingüistas eminentes como M.L. Albertos (1966; id. 1993) o J. de Hoz (1983;id. 1993) , siendo de destacar la obra de J. Untermann (1975-1990) en los Monumenta Linguarum Hispanicarum. Gracias a este creciente número de estudios, descubrimientos y aportaciones, en los últimos 25 años el panorama ha cambiando profundamente, al fundamentarse los conocimientos sobre datos cada vez más seguros. Pero esta nueva etapa destaca, sobre todo, por una mejor metodología y un cambio en la orientación de las interpretaciones, en gran medida debidos a M. Pallottino (1953), quién analizó las relaciones del Arte Clásico y las culturas periféricas rompiendo con los esquemas clasicocéntricos al uso. Su aplicación al Arte Ibérico ha sido de gran trascendencia hasta nuestros días, aunque muchas veces se desconoce el origen de esta esencial vía interpretativa. En esta nueva visión también sería determinante la creciente valoración del mundo orientalizante tartésico por A. Blanco (1960), A. García Bellido (1960) , J. Maluquer (1970) , M. Almagro (1977) o J.M. Blázquez (1975) , etc., hecho unido al descubrimiento de la anterioridad de la colonización fenicia respecto a la griega en la Península Ibérica, gracias a los trabajos de dichos autores y, especialmente, de M. Pellicer (1962;id. 1967)y del Instituto Arqueológico Alemán en la Costa del Sol (Niemeyer-Schubart 1968; Nieeyer (ed.) 1982), pues abrieron nuevas hipótesis sobre el papel del mundo colonial en la formación de la cultura ibérica. Estos hallazgos permitieron comprender el influjo griego en el orígen de cerámica y otros elementos ibéricos, pero se valoró también la gran capacidad de aculturación de la colonización fenicia. Este nuevo marco en el conocimiento y comprensión de la Cultura Ibérica ayuda a entender la trascendencia que tuvieron los más espectaculares hallazgos proporcionados hasta entonces por la Arqueología, ocurridos precisamente en los años 1970, pues contribuyeron a un cambio radical en la visión que hasta entonces se tenía del mundo ibérico. Es este el cuadro en el que se descubre en 1971 el monumento de Pozo Moro (Almagro-Gorbea 1983), junto al de la Dama de Baza (Presedo 1973), el herôn de Porcuna de 1975 a 1979 (Negueruela 1990) y, poco después, la necrópolis de Los Villares en 1983 (Blánquez 1990), llegándose a la interpretación de los llamados "pilares-estela" (Almagro-Gorbea 1983 c), etc. Estos descubrimeintos renovaron el interés de las necrópolis en la Cultura Ibérica, hasta el punto de que puede asegurarse que es el campo de dicha cultura mejor conocido, pues a la novedad de los hallazgos se sumó el notable enriquecimiento de los estudios ibéricos, abriendo nuevas vías de investigación y superando las polémicas sobre su orígen y cronología. Tras el hallazgo de Pozo Moro y como consecuencia de la creciente documentación y de los innovadores supuestos metodológicas de la Nueva Arqueología, por entonces llegada a España, se comprende la profundización de estos últimos años en la reinterpretación de la Cultura Ibérica. Su estudio parte de nuevas perspectivas sobre el orígen y la cronología del mundo ibérico, pero, además, aborda campos antes inexplorados, como la estructura social, política o ideológica. La investigación se ha dirigido a interpretar poblados, necrópolis y ritos, así como la organización territorial y en fechas aun más recientes, su ideología, precisando diferencias en los yacimientos que reflejan la estructura jerarquizada de la sociedad, cambios cronológicos que reflejan su evolución socio-cultural y variaciones geográficas que reflejan las étno-culturales. Junto a Pozo Moro, la Dama de Baza y las esculturas de Porcuna, cabe añadir otros hallazgos, como los de Cástulo (Blázquez et al. 1979), Corral de Saus , La Bobadilla , Moleta y Coll del Moro (Maluquer 1977), Los Villares (Blánquez 1991) y la reexcavación de Cabezo Lucero (Aranegui et al. 1993) y Castellones de Ceal (Chapa-Pereira 1992). Pero en estos últimos años ha aumentado el interés por los poblados, como Tornalbous , el Puntal dels Llops (Bonet et alii 1991), Meca (Broncano 1986), Puente Tablas , Castellones de Ceal o Tejada la Vieja (Fernández Jurado 1987), iniciándose la identificación de palacios, como Cancho Roano o Campello (Almagro-Gorbea et alii 1990) y la interpretación de santuarios urbanos, como los de Campello o La Alcudia de Elche (Moneo 1995; Almagro-Gorbea Moneo e.p.), relacionables con cultos funerarios gentilicios, ya que ofrecen materiales que también aparecen en ajuares de necrópolis, abriendo nuevas perspectivas para el estudio de los ritos y creencias. Finalmente, entre los hechos más destacados está la publicación de excavaciones tan significativas como las de E. Cuadrado (1987) sobre El Cigarralejo o las más recientes de La Albufereta , Cabecico del Tesoro (Quesada 1989) o Cabezo Lucero, en Alicante (Aranegui et al. 1993) o el reestudio de Liria (Bonet 1996) por parte de jóvenes investigadores, ya que la documentación y estudio objetivos de los documentos arqueológicos, avance metodológico logrado no sin dificultad en los años 1950, en los últimos tiempos estaba sufriendo un claro retroceso. Gracias a estos avances de la Arqueología Ibérica, las necrópolis siguen siendo el aspecto mejor conocido. Si antes llamaban la atención por sus ricos hallazgos, actualmente suponen un mayor atractivo al permitir reconstruir la organización social y demográfica y aproximarse al mundo ritual e ideológico, lo que aporta una profunda visión de la cultura ibérica de especial interés, pues las ideas sobre la muerte son el mejor medio para comprender los valores y el concepto de la vida. Este hecho explica el interés de tendencias arqueológicas actuales como la denominada "Arqueología de la Muerte"(Vaquerizo (ed.) 1991); Fábregas et al- (eds.) 1995), a la que cabe añadir otras de no menos atractivas como la "Arqueología del Territorio" (Burillo (ed.) 1984; id. 1990), de base geográfica, la "Arqueología Simbólica", interesada por la ideología y la religión (cf. "Arqueología Simbólica" interesada por la ideología y la religión (Current Anthropology 37-1 1966; Almagro Gorbea 1996) o la "Paleoetnología", que pretende integrar en una visión de conjunto desde la cultura material a la religión o la lingüística (Almagro-Gorbea - Ruiz Zapatero (eds.) 1992). Aunque estas posturas en ocasiones padecen de un exceso de protagonismo o incluso de prejuicios políticos, en general, han enriquecido los puntos de vista y contribuido notablemente a la investigación, como evidencia las síntesis recientes y los congresos y nuevas publicaciones especializadas, entre las que hay que destacar, esta Revista de Estudios Ibéricos, editada a partir de 1994 por M. Bendala y J. Blánquez.
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