Acaecieron grandes terremotos e inundaciones y. en el breve
espacio de una noche, la Atlántida se sumió en la tierra
entreabierta.
PLATÓN
AL leer, en uno de los magníficos diálogos de Platón, que
Solón se disponía a cantar el gran fenómeno geológico del
hundimiento de la Atlántida, cuando la muerte, por nuestra
malaventura, heló sus no nacidas inspiraciones, los colores
de la vergüenza asoman a mi rostro y siento caérseme de las
manos mi pequeño libro, convencido de que sólo hubiera
podido escribirse a los ardores del sol de Grecia, junto a
las mismas antiguas fuentes de la tradición estancadas por
la ruina de los pueblos, el olvido y el descreimiento.
Ahora, al sacado a la
luz, veo con pesadumbre cuán suntuoso edificio hubiera
salido con tan hermosas piedras de haber caído en mano
maestra, y que habría terreno sobrado para que prevaleciera
un roble en el espacio en que planté este rebrote, que
aunque sea rebrote, añal y mal arraigado, me cuesta más que
si con sangre de mis venas regado lo hubiese.
Hallábame en los primeros
vuelos de mi juventud, y más perdonable por tanto, cuando,
poco satisfecho de mis canciones y coplas, fui osado a poner
las manos en este libro, arrinconado, según vivía, en una
alquería del llano de Vich, sin haber visto más tierra que
la que se divisa desde las almenas de la serranía que lo
rodea, y conociendo el mar como si sólo en pintura lo
hubiese visto; mas esto y mi corto juicio pusieron la pluma
en mis manos, de otra suerte nunca me hubiera atrevido a
tanto. Mi alejamiento de los grandes centros, mi falta de
experiencia literaria y, más que todo, el espectáculo
siempre nuevo de la naturaleza, que es, en sus cosas más
pequeñas, trasunto de las más grandes, hicieron que
emprendiera el vuelo a la buena de Dios, sin parar mientes
en el escaso esfuerzo de mis alas. Las antiguas crónicas de
Cataluña y de España, cuyas primeras páginas, sobre todo,
deleitábame en trashojar, llenaron mi fantasía de aquellos
hechos que, por su lejanía y por estar envueltos en la
cerrazón de los tiempos primitivos, echa en olvido la
historia perdiéndolos hasta de la cuenta, y en una obra
ascética de Nierernberg leí por vez primera, entre los
terribles castigos con que Dios ha flagelado la humanidad,
el hundimiento de la que tantos sabios geólogos y
naturalistas contemplan yacente en el fondo de la cuenca del
Atlántico.
De sus naranjos a la
sombra ¡cuán hechiceras me parecieron las Hespérides, amor
de la antigua Grecia, que con dulzura tanta hicieron
suspirar la lira de sus poetas!; cuán espeluznante el
Pirineo entre llamas, pero cuán tentadoras y hermosas las
olas de plata y oro que rodaron de sus fundidas entrañas;
cuán grande Hércules alargando con el sepulcro de Pirene la
cordillera a que dio nombre, batiendo a clavazos a los
gigantes de la Crau en la Provenza, aniquilando a Gerión y
al líbico Anteo, amilanando Arpías y Gorgonas y, en su
postrer trabajo, aportillando la montaña de Calpe, dique del
Mediterráneo y soltándolo como un río en la vecina
Atlántida, puente levadizo, roto por Dios para, en época de
corrupción, incomunicar los mundos, vueltos a unir en el más
hermoso de los modernos siglos por los titánicos brazos de
Colón.
Colón, aterrando las
columnas del Non plus ultra y rasgando el velo de la Mar
tenebrosa, parecióme el más gentil coronamiento del poema
que, con valor sobrado, osé emprender comenzando a escribir
sus cantos primeros.
Veces cien intenté
retroceder como el que penetra en antro pavoroso de
insondeados abismos; veces cien, desfallecido, dejé rodar
por el declive el mundo de mis pobres inspiraciones y otras
tantas, como Sísifo, remonté a la empinada cumbre la
abrumadora carga tan poco adecuada a mis hombros de poeta.
En tan horrenda lucha, en que vencido o vencedor siempre me
alcanzaban los chispazos, obligóme una dolencia a dejar los
dulces aires de la patria por las olas de los mares, no tan
amargas para mí desde que mecían mis fragantes ensueños y a
ellas me sentía llamado con músicas y cánticos por hermosas
visiones juveniles. Halagüeñas o aterradoras cruzaron ante
mis deslumbrados ojos, y caídas las barreras de mis
atractivas montañas, ensanchóse mi horizonte poético como
cielo que se despeja.
Vi Cádiz, la de cien
torres de marfil, Abila y Calpe que parecen dos gigantes que
el Mediterráneo acaba de despartir de un empellón abriéndose
paso por entre sus marmóreas plantas. Al pétreo Montgó y al
Cabo Finisterre pedí sus leyendas medio olvidadas como los
pueblos que las dictaron, y al Betis y al Guadiana recuerdos
de las tierras sumergidas por las que debieron de alargar
sus plateadas cintas. Oré ante las sagradas cenizas de Colón
que, desde su miserable tumba, afrentosa para nosotros a
quienes donó un continente, parece guardamos aún la perla de
las Antillas; costeé las Azores e islas trasatlánticas que,
cual pilas del grande puente derruido, muestran aún su
frente marcada del rayo de las venganzas divinas.
Imaginéme ver entre ellas
a los atlantes alzaprimando aquellas rocas y arrecifes,
arrojándolos contra el cielo y, con aúllos y vocería,
trepar, caerse y trastumbar con los trozos de su pelásgica
torre al abismo de las olas y, ¡a qué decirlo!, acabóse mi
poema por sí mismo como una de esas conchas que la marea,
cansada de bruñirlas un día y otro día, arroja a las playas
y, bien o mal redondeado, aquí lo tenéis.
¿Habré deslucido y
menoscabado esas peregrinas tradiciones, tesoro de los
siglos, esparcido cual las perlas por las marinas españolas?
¿Habré deshojado esas flores cogidas en la alborada de mi
vida en los valles y carrascales de mi patria? ¡Oh!, si el
águila me hubiese prestado sus remontadoras alas, si hubiese
poseído la áurea cadena de la inspiración de los grandes
poetas, con tales perlas, malogradas en mis toscas manos,
labrado le hubiera una gargantilla de sultana y, con ellas y
otras mejor escogidas flores, hubiera coronado sus sienes de
reina. Su perdón me conceda, si ahora oso presentar a sus
plantas mi manojillo de espigadera junto a las doradas haces
del siempre soleado y por Dios bendito campo de su
literatura.
Al despedirme no ha mucho
del mar, cuna de mis postreras ilusiones, mientras afirmaba
mi planta en las escaleras del muelle de Barcelona, poco
esperaba yo una acogida tan amistosa como halagüeña para el
poema que, en mal pergeñado manuscrito, llevaba debajo del
brazo, salobre aún y trascendiendo a alquitrán y algas
marinas. Poco esperaba yo que, después de leído una y mil
veces en lo apartado del hogar catalán, mostráranlo los
propios a los extraños, señalando con una mano y obligando a
fijarse en sus escasas bellezas y cubriendo benévolos con la
otra sus defectos y lunares. Al amor de mis compatricios,
representantes de la patria y de las letras, más que a mi
pobre ingenio, debo la feliz entrada de mi nave en el puerto
de la buena fama. Gracias mil sean dadas a la institución de
los Juegos Florales que le desbrozó y abrió camino, a la
Excelentísima Diputación que le tendió los brazos y a tantos
periodistas, críticos y poetas que cubrieron de flores los
secos rebrotes y las espinas de mi ramillete y en sus alas
lo levantaron a tanta y tanta altura que lo han vislumbrado
del lado de allá del Pirineo, de la opuesta orilla del Ebro
y hasta, ¡quién lo dijera!, de la otra parte del Atlántico.
Hoy, al sacado por
segunda vez a la luz, he procurado dar los últimos toques y
pinceladas a algunos de sus cuadros, y entre otras, no sé si
acertadas adiciones, he añadido, a modo de episodio, el coro
de islas mediterráneas.
Y aquí, como muy adecuado
final de prólogo y cabecera de la Atlántida, transcribo la
cordial enhorabuena del inmortal cantor de Mireio, sólo para
honrarme con sus escogidos y bellísimos conceptos como todo
lo que mana de su pluma de oro.
MAILLANE (BOCAS DEL RÓDANO).
18 de Julio de 1877.
Señor y noble maestro:
Acabo de leer atentamente La Atlántida y os envío sin
pérdida de tiempo la expresión de mi más ardiente
entusiasmo. Después de Milton (en su Paradise Lost) y
después de Lamartine (en su Chute d'un ange), nadie había
tratado las primordiales tradiciones del mundo con tanta
grandiosidad y pujanza.
Vuestro magnífico poema
me produce el efecto que aquellos animales asombrosos que
los mineros hallan en las entrañas de la tierra y que,
reconstituidos por la paleontología, nos revelan los
misterios que el Diluvio anegó. La concepción de La
Atlántida es colosal y su desempeño esplendente. Nunca
Cataluña había producido una obra que encerrase en sí tanta
poesía, tanta majestad, tanta magnitud, vigor y ciencia
tanta. Vense aquí esparcidas, organizadas y redivivas con
extraordinaria similitud las tradiciones más antiguas y
veneradas de la tierra catalana y la imaginación aunada con
la ciencia embellecen prodigiosamente vuestras soberbias
descripciones.
Oh insigne cantor, habéis cumplido con creces las promesas
que de joven hicisteis. Recuerdo aún aquellas magníficas
fiestas de Barcelona en que os encontré, y en que, modesto
estudiante, cubierta la cabeza con la barretina morada, os
acercasteis a mí con tanta gracia como entusiasmo; todos,
bien lo recuerdo, confiaban en vos: Tu Marcellus eris!,
habéis realizado centuplicadas las esperanzas que en vos
fundó la patria.
De todo corazón os envío
mi felicitación y las gracias. La soberana epopeya que
acabáis de sublimar a la región de lo ideal, pertenece no
sólo a Cataluña, sí que también, y sobre todo, al
renacimiento de nuestra lengua y la Felibrería entera se
gloría de vuestra obra.
Os saludo, noble y buen maestro, y de todo corazón os
abrazo.
F. MISTRAL