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LA ATLÁNTIDA

 

JACINT VERDAGUER
 

 

 

 

 

 

Música

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INTRODUCCIÓN

 

Encuéntranse en alta mar una nave genovesa y otra veneciana y se acometen en batalla. Sobreviene recio temporal y un rayo vuela el polvorín de una de ellas que, rajándose, arrastra consigo a la otra a los abismos. Soldados y marineros sumérgense en las aguas; tan sólo, a duras penas, se salva un joven genovés, el cual, abrazado a un trozo de mástil, consigue arribar a tierra. Un sabio anciano que, retirado del mundo, vivía a orillas de la mar, sale en recibimiento del náufrago; le guía a un rústico altar de la Virgen y seguidamente a su choza de rocas y ramaje, en donde le conforta. Días después, viendo al marinero que, meditabundo, las contempla, cuéntale la antigua historia de aquellas aguas para distraerle del pasado naufragio.

CERCA del mar de Lusitania, un día,

la sierra secular de Andalucía

vio la lucha de un barco genovés

con otra nave, que destaca fiera

el león de Venecia en la bandera

con sus nobles cachorros a los pies.

 

Van a embestirse las cortantes proas,

como al sol del desierto negras boas;

¡una tan sólo tiene que vencer...!

y rueda ronco el trueno de la guerra,

socavando los polos de la tierra,

temerosa también de perecer.

 

Así de estío en tarde bochornosa

nacen dos nubes de ala tenebrosa que,

al verse, se acometen con furor;

y al ardor que rebrinca en sus entrañas,

estallan al chocar, y las montañas

hace temblar el rayo atronador.

 

Con gran coraje y estridor se aferran,

cual torres gigantescas que se aterran

tronchando los pinares al caer;

y entre los ayes y el clamor salvaje,

cientos de hachas al grito de abordaje,

como dogos se lanzan a morder.

 

A la lucha carnívora y horrible

mezcla la tempestad su aullar terrible

y el ábrego le sirve de canal;

las olas se destrozan en las quillas

de las naves, que saltan en astillas

como un cañar que abate el vendaval.

Con espantoso abrazo se atenazan,

se revuelcan; se atraen, se rechazan,

encaradas sus bocas de volcán;

no notan la tormenta que restalla,

y se escupen la muerte y la metralla

junto al abismo que abre el huracán.


No de otro modo un bosque envuelto en llamas,

al incendiarse las resecas ramas
del vendaval al soplo destructor,
hace sonar por riscos y pedreras
alaridos de hombres y de fieras,
cual de un pequeño mundo el estertor.


Dominando el fragor de la batalla,
de Venecia en la nave un rayo estalla

que, rápido incendiando el polvorín,

la hace rodar al fondo hecha un Vesubio

y hunde a la genovesa en un diluvio
de espumas, llamas y atronar sin fin.


Carga y bajel las olas engulleron

que con los tiburones se partieron;

de mil guerreros, resta el más doncel;

ve flotar una tabla por su lado,
y al alargar el brazo esperanzado,
otra oleada la separa de él.


Mide el abismo braceando fiero
y surge cabalgando en un madero
que, cual corcel, domina con valor,
y gobierna las olas encrespadas
como a los toros bravos que, en manadas,

a beber en el Ter lleva el pastor.


Los cetáceos oliscan carne muerta

que el águila también persigue alerta

emparejada al cuervo; por doquier
recuerdos ve el doncel del cataclismo;

cada golpe de mar es un abismo,

¡Tan sólo Dios lo puede socorrer!


Encima de una roca carcomida

por la mar que la bate embravecida,

desdeñando la humana vanidad

pasaba un ermitaño la existencia;

mística flor del árbol de la ciencia

que crecía en la dulce soledad.


Fue del orbe una antorcha luminosa

al que cegó su vida virtuosa
y ahora viejo, radiante de esplendor,

dejado había el mundo y sus azares,

yendo a vivir encima de los mares

que arrullaron su cuna con amor.


y si de noche el temporal rugía,
para salvar al náufrago, encendía
la lámpara oscilante del altar;
y los que sollozando la miraban,

¡Salvados ya! -con júbilo exclamaban-;

mirad allí la Estrella de la mar».


¡La Virgen! Ella al tierno joven guía,

que al sentir que renace su energía,

rema con ansia en lucha desigual;
y a la luz sideral que le ilumina,
ve acercarse la tierra peregrina
cual doncella a la sombra de un rosal.


Se aproxima anhelante, mira, inquiere,

mas, ¡ay!, que el promontorio que allí viere,

es un roído y húmedo peñón.
Retrocede aterrado, a la manera
del que en el verde césped descubriera

oculto y en acecho un escorpión.

Con pesadumbre deja aquella sierra

y ansioso busca más humana tierra,

pero le faltan fuerzas al querer.
En sus venas la sangre se detiene
y al madero se abraza, en tanto viene

la Muerte, a cuyo beso ha de caer.


Mas dirige la vista hacia la orilla
y al claror de la lámpara que aún brilla,

ve un prado sus damascos desplegar;

rema con fe, y al pronto enternecidas,

le conducen las olas, condolidas
de vedo tan hermoso agonizar.


Mecido como en brazos de sirenas,

le posan en blandísimas arenas,

en cojín de juncal es y coral;

mientras tanto, tras Bética salía

como un ojo a través de celosía
el mundo a ver, la estrella matinal.


Oye en la playa pasos rumorosos,
Y ¡oh santa Providencia!, temblorosos

los brazos le abre el viejo con amor.

«Sigue -le dice-; cuando apunte el alba

te quiero acompañar a quien te salva;

por quien la primavera da la flor.»


Les lleva una vereda entre zarzales

a un bosque de oliveras y encinales,

bello turbante a rocas y jardín,
do divisa entre ramas primorosas,

tras cortina de yedras y de rosas,

del altar de María el camarín.


Entra el joven al místico oratorio,

hace de un árbol su reclinatorio

 y una oración musita angelical,
mientras llora con lágrimas sencillas,

que al rodar le humedecen las mejillas

curtidas por los besos del Mestral.


En una roca a la capilla aneja,

una celda se ve, celda de abeja

cubierta de follaje y de verdor;
y allí le ofrece su frugal comida

sobre afelpada juncia, humedecida

por la lluvia que bate alrededor.


Junto al mar, parecía el promontorio,

de los cielos, terrestre observatorio;

y un día que vagaban al azar,
viendo el viejo al marino pensativo,

le hace sentar al pie de un roble altivo

libre de la resaca de la mar.


y abriendo el libro de su fiel memoria,

destrenza el hilo de oro de esta historia,

puro sartal de piedras de zafir;
y el joven que en Europa estaba estrecho,

extiende más las alas de su pecho
cual águila que al cielo va a subir.


La tierra, envuelta en rayos cenitales,

como una vieja, escucha sus anales,

y atento el mar, mitiga su canción.

Todo entona su canto de alegría;

del Mar el Genio, el viejo parecía,

mas su gentil oyente era COLÓN.

 

   

 

 

 

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