INTRODUCCIÓN
Encuéntranse en alta mar una nave genovesa y otra veneciana
y se acometen en batalla. Sobreviene recio temporal y un
rayo vuela el polvorín de una de ellas que, rajándose,
arrastra consigo a la otra a los abismos. Soldados y
marineros sumérgense en las aguas; tan sólo, a duras penas,
se salva un joven genovés, el cual, abrazado a un trozo de
mástil, consigue arribar a tierra. Un sabio anciano que,
retirado del mundo, vivía a orillas de la mar, sale en
recibimiento del náufrago; le guía a un rústico altar de la
Virgen y seguidamente a su choza de rocas y ramaje, en donde
le conforta. Días después, viendo al marinero que,
meditabundo, las contempla, cuéntale la antigua historia de
aquellas aguas para distraerle del pasado naufragio.
CERCA del mar de Lusitania, un día,
la sierra
secular de Andalucía
vio la
lucha de un barco genovés
con otra
nave, que destaca fiera
el león
de Venecia en la bandera
con sus
nobles cachorros a los pies.
Van a
embestirse las cortantes proas,
como al
sol del desierto negras boas;
¡una tan
sólo tiene que vencer...!
y rueda
ronco el trueno de la guerra,
socavando
los polos de la tierra,
temerosa
también de perecer.
Así de
estío en tarde bochornosa
nacen dos
nubes de ala tenebrosa que,
al verse,
se acometen con furor;
y al
ardor que rebrinca en sus entrañas,
estallan
al chocar, y las montañas
hace
temblar el rayo atronador.
Con gran
coraje y estridor se aferran,
cual
torres gigantescas que se aterran
tronchando los pinares al caer;
y entre
los ayes y el clamor salvaje,
cientos
de hachas al grito de abordaje,
como
dogos se lanzan a morder.
A la
lucha carnívora y horrible
mezcla la
tempestad su aullar terrible
y el
ábrego le sirve de canal;
las olas
se destrozan en las quillas
de las
naves, que saltan en astillas
como un
cañar que abate el vendaval.
Con espantoso abrazo se atenazan,
se
revuelcan; se atraen, se rechazan,
encaradas
sus bocas de volcán;
no notan
la tormenta que restalla,
y se
escupen la muerte y la metralla
junto al
abismo que abre el huracán.
No de otro modo un bosque envuelto en llamas,
al
incendiarse las resecas ramas
del vendaval al soplo destructor,
hace sonar por riscos y pedreras
alaridos de hombres y de fieras,
cual de un pequeño mundo el estertor.
Dominando el fragor de la batalla,
de Venecia en la nave un rayo estalla
que,
rápido incendiando el polvorín,
la hace
rodar al fondo hecha un Vesubio
y hunde a
la genovesa en un diluvio
de espumas, llamas y atronar sin fin.
Carga y bajel las olas engulleron
que con
los tiburones se partieron;
de mil
guerreros, resta el más doncel;
ve flotar
una tabla por su lado,
y al alargar el brazo esperanzado,
otra oleada la separa de él.
Mide el abismo braceando fiero
y surge cabalgando en un madero
que, cual corcel, domina con valor,
y gobierna las olas encrespadas
como a los toros bravos que, en manadas,
a beber
en el Ter lleva el pastor.
Los cetáceos oliscan carne muerta
que el
águila también persigue alerta
emparejada al cuervo; por doquier
recuerdos ve el doncel del cataclismo;
cada
golpe de mar es un abismo,
¡Tan sólo
Dios lo puede socorrer!
Encima de una roca carcomida
por la
mar que la bate embravecida,
desdeñando la humana vanidad
pasaba un
ermitaño la existencia;
mística
flor del árbol de la ciencia
que
crecía en la dulce soledad.
Fue del orbe una antorcha luminosa
al que
cegó su vida virtuosa
y ahora viejo, radiante de esplendor,
dejado
había el mundo y sus azares,
yendo a
vivir encima de los mares
que
arrullaron su cuna con amor.
y si de noche el temporal rugía,
para salvar al náufrago, encendía
la lámpara oscilante del altar;
y los que sollozando la miraban,
¡Salvados
ya! -con júbilo exclamaban-;
mirad
allí la Estrella de la mar».
¡La Virgen! Ella al tierno joven guía,
que al
sentir que renace su energía,
rema con
ansia en lucha desigual;
y a la luz sideral que le ilumina,
ve acercarse la tierra peregrina
cual doncella a la sombra de un rosal.
Se aproxima anhelante, mira, inquiere,
mas,
¡ay!, que el promontorio que allí viere,
es un
roído y húmedo peñón.
Retrocede aterrado, a la manera
del que en el verde césped descubriera
oculto y
en acecho un escorpión.
Con pesadumbre deja aquella sierra
y ansioso
busca más humana tierra,
pero le
faltan fuerzas al querer.
En sus venas la sangre se detiene
y al madero se abraza, en tanto viene
la
Muerte, a cuyo beso ha de caer.
Mas dirige la vista hacia la orilla
y al claror de la lámpara que aún brilla,
ve un
prado sus damascos desplegar;
rema con
fe, y al pronto enternecidas,
le
conducen las olas, condolidas
de vedo tan hermoso agonizar.
Mecido como en brazos de sirenas,
le posan
en blandísimas arenas,
en cojín
de juncal es y coral;
mientras
tanto, tras Bética salía
como un
ojo a través de celosía
el mundo a ver, la estrella matinal.
Oye en la playa pasos rumorosos,
Y ¡oh santa Providencia!, temblorosos
los
brazos le abre el viejo con amor.
«Sigue
-le dice-; cuando apunte el alba
te quiero
acompañar a quien te salva;
por quien
la primavera da la flor.»
Les lleva una vereda entre zarzales
a un
bosque de oliveras y encinales,
bello
turbante a rocas y jardín,
do divisa entre ramas primorosas,
tras
cortina de yedras y de rosas,
del altar
de María el camarín.
Entra el joven al místico oratorio,
hace de
un árbol su reclinatorio
y
una oración musita angelical,
mientras llora con lágrimas sencillas,
que al
rodar le humedecen las mejillas
curtidas
por los besos del Mestral.
En una roca a la capilla aneja,
una celda
se ve, celda de abeja
cubierta
de follaje y de verdor;
y allí le ofrece su frugal comida
sobre
afelpada juncia, humedecida
por la
lluvia que bate alrededor.
Junto al mar, parecía el promontorio,
de los
cielos, terrestre observatorio;
y un día
que vagaban al azar,
viendo el viejo al marino pensativo,
le hace
sentar al pie de un roble altivo
libre de
la resaca de la mar.
y abriendo el libro de su fiel memoria,
destrenza
el hilo de oro de esta historia,
puro
sartal de piedras de zafir;
y el joven que en Europa estaba estrecho,
extiende
más las alas de su pecho
cual águila que al cielo va a subir.
La tierra, envuelta en rayos cenitales,
como una
vieja, escucha sus anales,
y atento
el mar, mitiga su canción.
Todo
entona su canto de alegría;
del Mar
el Genio, el viejo parecía,
mas su
gentil oyente era COLÓN.