CANTO
SEGUNDO
EL HUERTO DE LAS HESPÉRIDES
Tarragona. Las bocas del Ebro. Las Columbretes. Valencia
y Montgó. La cuchillada de Roldán. El Muley-Hacén. El héroe
desembarca, y Gerión, para deshacerse de él, háblale de la
reina Hesperis y del retoño de naranjo que es fuerza le
presente quien la pretenda por esposa. Descripción de la
Atlántida. El huerto de las naranjas de oro. Hércules,
después de dar muerte al dragón que custodia el naranjo,
alcanza su rama cimera. Las siete hermanas recuerdan
llorando que, al morir Atlas, dio les como signo de las
postrimerías de su patria, la muerte del dragón. Recuerdo de
la triunfal expedición de los atlantes al Oriente. Su rota.
Fatales auspicios de las Hespérides.
SE embarca; y Tarragona, al vedo en lontananza,
se encierra en las murallas que el Cíclope le dio
y dice, mientras coge el escudo y la lanza:
«Con él, aunque es gigante, me batiría yo.»
No le arredran del Ebro las bocas arrogantes,
y al ver las Columbretes sus torres destacar,
a su arma le pregunta si acaso los gigantes
que trituró en la tierra, le retan en el mar.
Ve más allá del Turia la franja plateada,
hoy guirnalda fragante de la ciudad del Cid,
Y cuentan que en las islas oyó una voz alada,
cual si verdosas ninfas dijéranle: «¡Venid!»
Deja el Montgó ceñudo y deja la montaña
que en dos partió la espada cortante de Roldán;
los picachos de Murcia y el que es cual rey de España,
Muley-Hacén altivo, grande como un titán.
Salta a tierra do Europa con África se enlaza
y se dirige a Gades buscando a Gerión;
aquel vaquero infame que al ver alta la maza
le dice de rodillas, temblando de emoción:
«Mira, Alcides potente, las lágrimas que lloro;
y tu postrer hazaña, ¿será matarme a mí?
Ya doblego la espalda y tu perdón imploro;
si mi
real corona deseas, ¡hela aquí!
Esta áurea corona vendrá estrecha a tu frente;
cual Hércules gigante no pueden haber dos;
¿ves dibujarse altiva la Atlántida a poniente?
Ella será tu solio por ser digna de un dios.
Hesperis, que es su reina gentil, viuda ha quedado
y un
corazón espera que el suyo haga soñar.
Cuando de
tal palmera el fruto hayas gozado,
dirás:
"Bajo su sombra dejadme descansar."
No obstante -le decía socavando su fosa-,
si quieres ofrecerle la dádiva real,
urge que del naranjo que, entre esmeraldas posa,
arranques
de puntillas la rama cimeral.
Y cuando luego goces la flor de su pureza,
por
mirarte, su carro parar al sol verás.
Vigor te
da Levante, Poniente su belleza;
joh
simiente bendita!, ¡potente crecerás!»
Ve la celada Alcides, mas al de Gades deja;
la
atlántica planicie lejos empieza a ver,
donde el
trigo y cebada tejen una madeja
como
dorado piélago que el aura hace mecer.
Allí no hay arenales ni agreste serranía;
allí el
césped tapiza planicie sin igual.
y erguida en el damasco de verde lozanía,
esbelta
la palmera cimbréase juncal.
La trepadora cabra la hierba mordisquea
en
crestón asomado al río de cristal;
y cabe los manglares y el cidro que verdea,
se
agrupan los bisontes en hato fraternal.
Y alzan ciervos gigantes sus astas de ramaje
que
parecen arbustos de excelsa magnitud;
"espanta a las gacelas el búfalo salvaje,
y al búfalo le espanta el bíblico mamut.
El Pirineo, el Atlas, titánicas barreras
que dos pueblos dividen por orden del Señor,
hermanados enrocan allí sus cordilleras
y al águila dan nieve, vergel al ruiseñor.
Parece que, celosas de la hermosa heredera,
Europa y
Libia quieran la Atlántida seguir,
y que
ella con su genio que fértil reverbera,
arriba,
siempre arriba, las ayude a subir.
Guadiana, Duero y Tajo, que llevan oro o plata,
arrastran
por lberia su mágico caudal;
ruedan
culebreando, por lecho que desata,
igual que
hilos de perlas, sus chorros de cristal.
Al serpear se juntan con líbicos caudales
y vierte
al río de Oro sus aguas el Genil;
de Bética
uno lleva perfumes ancestrales;
el otro,
auras de Costa de Palmas y Marfil.
De pórfidos y mármol vestida deslumbrante;
de pura
nieve hecha cual Venus ancestral,
medio
apoyada al Atlas, divísase la Atlante,
la nueva
Babilonia del mundo occidental.
Entre helechos gigantes vislúmbranse a lo lejos
la frente
de sus torres, su pétreo almenar;
pirámides
de mármol de mágicos reflejos
que el cóncavo vacío pretenden ocupar.
Nunca la mar ciñera su linde indefinido;
los
reinos se adormecen bajo su protección
y le
envían bajeles llenos de oro batido,
Casitérides, Tangis, la Mellaria y Albión.
Mas... ¡nadie lo dijera al verla tan hermosa...!
El cáncer
de un pecado royendo su alma va,
con
pútridos humores de baba venenosa
y en vano el sol, mañana su lecho buscará.
Entre floridas ramas, Alcides se abre vía;
búfalos y
leones escapan con pavor,
y al salir a su espalda riendo el tercer día,
el oasis
se eleva cubierto de verdor.
Y, haciéndole corona, divisa ensimismado
las de
oro seductoras naranjas flamear;
parece
cada una un sol arrebolado,
saliendo
de las olas el mundo a deslumbrar.
Bracea entre las ramas de flores en capullo
sintiendo
por la brisa acariciar su sien;
de
fuentes y follajes percíbese el arrullo,
y ve una
pedrería descender del Edén.
Los verdes limoneros y almendros sonrosados,
se doblan
por el peso de su temprana flor;
de dos en dos se juntan, cual pórticos trenzados,
por donde
el alba acecha la voz del ruiseñor.
Asoman los cerezos sus vivos ramilletes,
donde
vertió amoroso sus céfiros abril,
y sus joyas bermejas son de la vid juguetes,
por las
que alegre trepa y adómalas gentil.
Deslízanse arroyuelos y rumorosas fuentes,
remansando a las flores su chorro de cristal;
los
pétalos desdoblan abejas diligentes
y liban en su seno un néctar celestial.
Los surtidores bullen con risas cantarinas
y al
devolver dispersa su plata hecha de tul,
el iri~ reverbera con luces diamantinas
y, visto entre las gotas, el cielo es más azul.
Se quiebran mil cascadas en olas espumosas,
formando
escalinatas de pórfido y cristal
y al desatar sus trenzas las ninfas vaporosas,
surgen
entre la espuma visiones de ideal.
Como un raudal de perlas juega por la pradera
del
paraíso el ave, con plumas de zafir;
el mirlo, esquivo, canta y se oye en la ribera
a
intervalos, al tordo querencioso plañir.
Cual liras del Olimpo los pájaros gorjean
y le
dicen a Alcides que pare a descansar;
los niños
que con ellos ríen y juguetean,
mientras guirnaldas tejen, le vuelven a llamar.
El griego no los oye ni deja su carrera,
siguiendo
el de las hojas dulcísimo rumor,
y hacia
el naranjo avanza de verde cabellera
y de
doradas frutas de mágico color.
Bajo frondosa arcada, al son de dulce lira,
de
Hespérides el coro retoza con placer
y pomas y cerezas entre las flores tira
y auríferas naranjas al suelo hace caer.
Detrás de un cortinaje de yedras y rosales,
su madre
recubría con lentiscos en flor
junto al suyo, amorosa, siete lechos nupciales,
pues
llegaban los novios en busca del amor.
Interrumpen sus risas y juegos infantiles,
pues con
la piel apenas cubierto de un león,
descubren
al atleta de músculos viriles
y al par que las hechiza, las hiela el corazón.
Para coger la rama del árbol se abalanza,
cuando el
dragón6 deforme le salta en derredor,
y
agitando la cola como una roja lanza,
por poco las dos manos cercénale traidor.
Él, hurtando su cuerpo, le aplasta la cabeza
y rueda
sin aliento, vencido el animal;
veneno
sanguinoso salpica la maleza
y ciérranse sus fauces con un grito infernal.
Al tronco del naranjo se enrosca furibundo
y a cada sacudida lo hace vacilar;
y al vedo las Hespérides vencido y moribundo,
con voces
virginales empiezan a clamar:
«jAy Atlántida...! ¡Triste tú y quien te dice madre...!
Sin duda
el nuevo día no veremos nacer.
A la letra se cumple la predicción del padre,
pues su patria y atlantes, ya van a perecer.
Fuimos gigantes -dijo muriendo- y nuestro aliento
a la
madrastra tierra, la sangre hizo brotar;
los montes que estorbaban, con golpe violento
allanamos, y nunca nos hizo estorbo el mar.
De la Libia extirpamos harpías y amazonas,
igual que
gorriones haciéndolas temblar;
teñimos
sus caminos con sangre de gorgonas,
cortando
sus greñudas cabezas al pasar.
Los Pirineos y Alpes y Apeninos rompimos
y, si de carne ahítos, quisimos descansar,
al África y a Europa? a nuestras plantas vimos,
cual
becerros que al yugo se tienen que humillar.
y así fue hasta la cima; mas todo se derrumba:
a fuego y
sangre, Atenas nos quiere destruir
y al vemos en la huida, la Atlántida cual tumba,
debajo
nuestras plantas ya se comienza a abrir.
Ya fenece mi imperio que tantos destruyera
y aquel
que en el Oriente hicimos despertar,
con su
potente aliento hará, cual tolvanera,
nuestro
nombre y cenizas al aire ventear.
Los dólmenes mañana, nuestro nombre triunfante,
como
bastardos hijos no sabrán pronunciar.
"Venimos
-dirán sólo- de una raza gigante,
a los siglos que quieran nuestra historia indagar.
Si hacen mención de sabios y de guerreros diestros,
hacia el
Oriente un día fijarán su atención,
olvidando
sin duda los flamantes maestros
que Occidente fue cuna de una magna legión.
Mas no; que el mar bravío que ahora nos sepulta
de Egipto
a los maestros, bramando cantará;
pues
antes que naciera la Grecia rica y culta,
las razas
de gigantes reinaban aquí ya.
Cuando un fornido atleta de blonda cabellera
aplaste
con su planta al dragón del jardín,
se
agrandará mi fosa y os llamará logrera."
El
gigante que el padre predijo, llega al fin.
Miradle, ya se acerca; el leñador te acosa,
¡oh Atlántida!, y comienza tu tronco a desgajar.
¡Tierra
que le das savia, no le darás gran cosa,
que el
árbol que en ti crece te vienen a arrancar!
En sueños hemos visto a nuestro padre ausente
los
potros de Neptuno soltar en el jardín,
mientras
lo socavaba el dios con su tridente,
y el
sueño, sueño horrendo, se realiza al fin.
¡Madre! Colgad de un sauce la lira melodiosa
porque a
su dulce sombra no podremos danzar;
el tálamo
con mirtos y pétalos de rosa
no enraméis, que la muerte allí nos va a besar.»