CANTO PRIMERO
EL
INCENDIO DE LOS PIRINEOS
Exposición. El Teide. España naciente. La voz del abismo.
Invocación al Dios de las venganzas. Declárase un voraz
incendio entre Rosas y Canigó, del que son pábulo bosques y
rebaños. La maza de Roldán. El incendio domina el Pirineo
del uno al otro cabo. Hércules, después de batir a los
gigantes de la Crau, se acerca y saca de entre las llamas a
Pirene. Cuéntale ésta que, último vástago de la estirpe de
Túbal y reina de España, acaba de ser destronada por Gerión,
el cual, para mejor cortarle la retirada, viéndola huir al
monte, ha pegado fuego a la maleza. Muere Pirene, y Alcides
le erige un mausoleo de rocas en la extremidad de la
cordillera, alargándola hasta el mar. Regueros de oro y
plata que de los rusientes riscos descendieron a las
llanadas. Conflent y Portvendres. Baja el héroe hacia
Montjuic, en donde se hace a la mar, prometiendo fundar una
gran ciudad, al abrigo de aquellas sierras.
¿VES esa
mar que abarca una línea infinita?
De Hespérides un día fue huerto seductor;
reliquias de aquel tiempo el Teide aún vomita,
cual monstruo
que velase un campo de dolor.
Aquí había titanes; allí bellos jardines;
canciones
virginal es y trinos a granel.
Hoy los regios
palacios habitan los delfines
y las algas
tapizan el prado y el vergel.
Aquí extendió su margen el continente hesperio;
ignórase qué
lindes pudiéranlo ceñir;
no obstante, el sol, que mide de un golpe el hemisferio,
no pudo, por
pequeño, su magnitud medir.
Era el lazo que unía las tierras ponentinas,
y corazón de
todas, cual fuente del Edén;
para beber les
daba sus aguas cristalinas,
y al mundo con
sus brazos servía de sostén.
Era el puente anchuroso que alegre transmitía
de un mayo
eterno en alas, las crías y el pensil;
pintados
pajarillas de alegre canturía,
aromas y
canciones; ámbar, oro y marfil.
Fue Atlas su monarca; aquel que, sobrehumano,
los signos de la
esfera al jaspe transportó,
y del sol y del astro que gira más lejano
la danza misteriosa y armónica explicó.
Por eso de la Grecia, la soñadora hueste,
cual monte lo veía con un nimbo estelar,
aguantando en
sus hombros la máquina celeste,
sin que su
enorme masa lo hiciera vacilar.
En gigantez y fuerza, sus hijos a él salieron,
mas fue su
corazón frágil como el cristal;
que, después que los reinos y tronos removieron,
escalar
intentaron del Eterno el sitial.
Mas una noche negra, bramaron mar y trueno;
cual una débil
hoja, la Europa trepidó,
y al despertar el día de mil ruidos lleno,
crujiendo su
osamenta, la Atlántida no vio.
Y triste, recordando la miel de sus abrazos,
decide parecía:
«¿La Atlántida do está?
Como solía,
anoche me adormecí en sus brazos
y hoy la buscan
los míos y no la encuentran ya.
¿Do estás?» Y en aquel sitio que ocupó seductora,
el piélago
responde: «Me la he tragado ayer.
¡Aparta!,
en estas tierras vengo a dormir ahora;
¡ay de ellas!,
¡ay!, si quiero mi lecho engrandecer.»
Le descargó su ira el cielo soberano
y el mar, con un sorbido, cadáver la engulló.
Tan sólo queda
el Teide, cual dedo de una mano
que marca el
sitio justo que Atlántida ocupó.
Ese mástil de barco, mil islas lo rodean
cual miembros mutilados de impura Jezabel;
cuando al pasar
los siglos su gran destrozo vean,
dirán:
«¡A do
conducen las sendas de Luzbel!»
Fue el gigante que pintan con el Olimpo en guerra,
tocando el sol
naciente y el que se va a morir;
quien, no
estando contento con dominar la tierra,
por coronar su
testa, quiso al Edén subir.
Mas del Tonante el rayo de retorcida llama,
de su escala de rocas a un mar lo hizo caer
de azufre hirviente y fuego, donde iracundo brama,
con un volcán al
hombro que lo hace retorcer.
Y ¿Quien salvó
aquel nido de la legión ibera
al perecer el
árbol del cataclismo en pos?
¡España!, ¿quién te salva, si la nave ligera
que a remolque
seguías, hundióse? ¡Sólo Dios!
Él colocó el tesoro de Atlántida en tu popa:
te atracó al
Pirineo de águilas nidal;
te puso tras el muro de la riente Europa,
mecida por dos
mares cual Venus ancestral.
El dios de las riquezas por ello en ti pusieron
los griegos, tus
montañas de oro al ver surgir;
tus tesoros más grandes que los de Colcos fueron;
tú diste Edén a
Homero, a Salomón Ofir.
Y los pueblos al
verte de Atlántida heredera
te dicen en su entierro: «¡Cual ella otra no hay!
¿Qué importa a
las abejas que no haya primavera si,
flor de las
edades, les quedas tú?» Mas ¡ay!
Cuando el furor del viento remueve el negro abismo,
entre el rumor
marino percibo yo su voz;
y tétricos gemidos le arranca el cataclismo
y a las tierras hermanas les dice: «¡Adiós! ¡Adiós!
Fui la mayor de todas: podríais serme hijas;
aún tenía el
caos la Europa que engendrar,
Cáucaso y
Apenino eran tres rocas fijas
y abril ya me tejía guirnaldas de azahar.
De una cuna de perlas vi levantarse Iberia;
Grecia, Sahara,
Egipto, he visto bajo el mar;
las olas que hoy
me cubren, las vi besar Siberia
y a Europa, como
espinas, los Alpes erizar.
Cual mano del Eterno yo sostenía el mundo;
por dedos tuve
el Atlas, el Teide y Sinaí,
y me tragó una noche el abismo profundo
con los cuatro
elementos danzando sobre mí.
¿Y vosotras? Vosotras, el mar que hoyos abruma
lanzáis a mis
espaldas mientras reís al sol...
me daréis por mortaja vuestro cendal de espuma,
cual huérfanas
que cantan teñidas de arrebol.
¿Qué me importa que lance Platón desde la historia
mi nombre
coronado por un nimbo estelar
si de mí habéis perdido, ingratas, la memoria
y en mi existencia pesa la inmensidad del mar?»
¡Señor de las venganzas!, ¡dad fuerza a mis cantares
y narraré aquel
golpe que al fondo la arrojó
con saña tan terrible, que al desbordar dos mares, los
mundos desunió!
POR los tiempos que Alcides recorría la tierra
con su pesada clava, barriendo destructor
los gigantes
bastardos que a Dios le hacían guerra,
el blanco Pirineo ardía con fragor.
Desde donde el sol dora los bosques y los valles,
del torbellino
en alas, brama el fuego feroz,
conduciendo sus
ríos de lava a Roncesvalles
sin que la
sierra estorbe su galopar veloz.
Parece una serpiente de escama llameante
que a través de la Europa, de un mar al otro mar,
entre llamas y
humo, paseara triunfante
su melena de chispas que crece sin cesar.
Igual que telarañas, deshace con su aliento
las nubes
invernales que al monte dan dosel;
salva los hondos
valles con salto violento,
vertiendo, como
un cráter, las iras de Luzbel.
Arrollando arboledas, las peñas se derrumban;
crujen por la
vertiente las hayas y el pinar,
y enróscanse las llamas que fragorosas zumban,
entre escombros
de albergues que incendian al pasar.
Al ver que con su llanto no pueden apagados,
se marchan los
pastores transidos de dolor;
detrás dejan
rebaños que mira sin tocarlos,
siguiendo sus
pisadas el lobo ululador.
Así huían los moros al ver que en son de guerra,
los montes nos
traían el grito de Roldán,
cuando arrojó su
mazo que retembló en la sierra
que Esterri aún
nos muestra con trágico ademán.
Ni al águila le valen sus alas poderosas,
pues desde las
alturas donde logra subir,
la abaten rojas
llamas, y junto a las raposas,
y cisnes de las
aguas, condénanla a morir.
Ramal de hierro hirviente abrasador estaña
el valle y sus
aldeas; la sierra y su pinar;
y en la faja de
plata que ciñe toda España,
las olas
encrespadas disputan con el mar.
Hircos, gamos, tejones, por el atajo huyen:
el fuego sube al monte lo mismo que un halcón;
las rocas más
altivas se quiebran y destruyen
y quedan
convertidas en brasas y carbón.
El muro que separa la Francia de la España,
de nieve y fuego
orlado como un brazo de Dios,
del estrellado
toldo los pliegues enmaraña
y entre llamas cabalga del Pirineo en pos.
Parece que la sierpe, simulando un cometa,
toque con su
melena el cielo de zafir,
o que suban en hombros, para escalar la meta,
legiones de
demonios de trágico reír.
De bote en bote el humo ennegrece el espacio;
por la sierra
resbalan peñascos en fusión,
y bajo el manto rojo del vendaval reacio,
la tierra gime toda, igual que un corazón.
En tanto, en la ribera del Ródano apedrean
a Alcides mil
gigantes de tétrico ademán,
y bajo aquellas
rocas que fieros le ventean
podrían
cobijarse rebaño y rabadán.
Piensan que ya está muerto el que entre piedras yace,
cuando una
llamarada su vista fulguró
y con su enorme clava los tumba y los deshace
cual áspero barbecho que el labrador segó.
Entonces, desolado se dirige a las llamas
al verlas por las nubes rojizas crestear;
y al percibir lamentos, se hunde entre las ramas
haciendo a los
pastores de admiración temblar.
Del Canigó entre riscos se abre un gran barranco
oculto por
zarzales y rocas sin fijar,
y de una a otra, el fuego en arco rojo y blanco,
cual puente del
diablo, se tiende circular.
Sólo algunos almeces en llamas culebrean
dejando un bello
rastro de chispas al marchar,
mas caen al
abismo y allí chisporrotean
uniendo al de
las olas su lúgubre tremar.
Pirene allí moraba en una roca huéra:
de lobos y de osos guarida secular;
la cubre apenas manto de blonda cabellera
y, temblando de
miedo, la muerte ve llegar.
De aquel bosque de llamas ansioso la arrebata
cual una rosa
mustia que el viento deshojó,
y al colocarla
el griego bajo un sauce de plata,
ella le dice
triste: « ¡Aquí moriré yo!
Y a ti, que entre tu pecho me colmas de caricias,
de la España que
adoro la llave te he de dar.
Ese trozo de
cielo te guarda mil delicias
si de tiranas garras lo puedes arrancar.
Los montes aún secaban sus verdes cabelleras
que destrenzó el
diluvio del mar en el nivel,
y el hombre
olvidadizo removía canteras
alzando junto al
Éufrates, la torre de Babel.
Viendo Dios que a su alcázar arrimaban escalas,
en confusión
envuelve la torre circular,
e igual que la pollada al crecerle las alas,
los pueblos primitivos se fueron al azar.
Cada uno fue a un sitio: Túbal se vino a España;
de su padre los
reinos el más bello escogió;
donde está
Tarragona levantó una cabaña
y allí del Paraíso las glorias evocó.
A su prole dio leyes y santas enseñanzas
salvadas en el
seno del Arca de Noé;
hizo que
dirigieran a Dios sus alabanzas
y les mostró el
camino sencillo de la fe.
Y pasando aquel cetro de una a otra mano,
llegó a las de
mi padre con suerte tan fatal,
que le arrojó la
muerte del trono soberano
cuando el sol envidiaba su órbita triunfal.
Y al quedar de su estirpe su única heredera,
como al árbol
caído acude el leñador,
Gerión de las tres testas cruzó la España entera,
de la candente
Libia el monstruo aterrador.
Al verme mujer débil, me roba la corona
y Gades con castillos hace fortificar;
y al dar yo otros más firmes a la inmortal Gerona,
supo\el rincón
ignoto donde me fui a ocultar.
Temiendo que mi trono recuperara un día,
para que
pereciera, las selvas incendió
y cuando ya cercada de llamas me tenía,
con sus pesadas
vacas a Gades se volvió.
Míos son los rebaños y aldeas de esta zona.
Si quieres, te los cedo. Heredados podrás.
Si vindicas a Túbal, es tuya su corona.
¡Quiera Dios que en tus sienes se agrande mucho más!»
Dijo, y la horrible Parca le dio su beso frío
y sus labios de
grana con su contacto heló.
y alIado del cadáver llora el griego sombrío,
cual árbol cuyas
ramas el vendaval tronchó.
Mas ya al incendio rojas, estallan las montañas
y escupen por
sus bocas, cual cráter de un volcán,
los tesoros
fundidos que encierran sus entrañas
y que a dorar
los prados con sus raudales van.
Y manando se agotan las urnas abocadas,
auríferos
arroyos de virginal fulgor;
por el que el cielo lleno de chispas irisadas,
diera el de los
luceros, que es su gala mejor.
El mercurio en madejas de plata reverbera
formando con el
oro gualdos copos sin fin;
y al iris que
los guía, siguen por la pradera
cual niños que
retozan en catalán jardín.
Así cuando florecen el romero y la malva,
se vierte en la
campiña rosada y rica miel;
así cuando
despierta el sol después del alba,
su rubia
cabellera inunda el mundo aquel.
Con tan preciadas galas los montes se enjoyaron,
los astros con
su brillo haciendo avergonzar;
los rosales con
otras bellas rosas se orlaron
y aurífero rocío se vio ante el sol brillar.
Y bautizó a Portvendres la Venus verde y gualda,
y el más voraz
incendio al Pirene ancestral;
y el líquido al cuajarse en cuencas de esmeralda,
aun a Conflene
un nombre le dio más ideal.
Y cuando los levantes llegan a la montaña,
con sus llorosas nubes las llamas a extinguir,
coloca allí en
la cumbre que el sol naciente baña,
los restos de
Pirene que acaba de morir.
Y arrancando riscales dé aquellas grises tierras,
y descrestando montes y cerros sin cesar,
le erigió un mausoleo de sierras sobre sierras,
que puestas sin concierto, al mundo hacen temblar.
Desde tan magna gesta, mi Cataluña amada
tras un nuevo
castillo de rocas se asentó:
de Francia su vecina, durmió España alejada,
pues la brumosa
sierra hasta la mar llegó.
La sed, por sus esfuerzos, al héroe desazona;
para saciada
anhela la sangre de Gerión,
y hollando la cosecha que la tierra corona,
a Montjulc
desciende de Creus, como un león.
Allí se para Alcides, allí ora unos instantes,
de Júpiter
Tonante postrado ante el altar;
vuelve a las
olas luego sus ojos llameantes
y una barca
divisa, cual cisne, sobre el mar.
Una ciudad promete fundar a su regreso,
que el nombre de la barca propague y el poder;
que al veda como
un cedro, crecida y en progreso,
«¡De Alcides es
la hija!», exclamen por doquier.
A Neptuno para ella le pide su corona
ya Júpiter, el fuego y el rayo destructor;
que si dictaste
leyes al mar, ¡oh Barcelona!,
tus barras, cual
centellas sembraron el terror.