1.– La Cosmogonía Perenne
La
cosmogonía es una ciencia que ha existido en todos los
pueblos arcaicos y tradicionales y se refiere al
conocimiento del hombre (cosmos en pequeño) y el
universo (hombre grande), hecho que de modo unánime y de
manera perenne se ha repetido a lo largo del tiempo
(historia) y del espacio (geografía) describiendo una
sola y única realidad, la del cosmos, que, por otra
parte, es la misma que la que vivimos y habitamos los
contemporáneos, pues es esencialmente inmutable a pesar
de las cambiantes formas en que puede expresarse o ser
aprehendida, ya que se mantiene perennemente viva.
Esta
ciencia, prácticamente desconocida para el ser humano
actual, que es producto del racionalismo, el
positivismo, el materialismo, y la técnica, fue sin
embargo la estructura de base, primaria, donde tanto los
pueblos primitivos como las grandes civilizaciones de la
antigüedad (por ejemplo: los egipcios), fundaron sus
creencias, y la herramienta con la que construyeron su
vida y cultura, que en el caso del ejemplo antes
mencionado duró tres mil años; otro tanto pudiera
decirse del imperio chino, o mejor de la Tradición
extremo–oriental, aunque en verdad esta ciencia es el
denominador común de todas las tradiciones conocidas,
así ellas se encuentren vivas o aparentemente muertas.
Hemos
de agregar que el modo normal en que esa Cosmogonía,
Universal y Perenne, se expresa es el símbolo, o un
conjunto de símbolos en acción, constituyendo códigos y
estructuras que se conjugan permanentemente entre sí,
manifestando y vehiculando la realidad, o sea, toda la
posibilidad del discurso universal, que se hace audible
y comprensible por su intermedio. El símbolo es por lo
tanto la traducción inteligible de una realidad
cosmogónica, y al mismo tiempo esa realidad en sí, al
nivel en que ella se expresa.(1)
Para el caso
de la cosmogonía nos interesan particularmente los
símbolos numéricos y geométricos, que, como se sabe,
mantienen una perfecta correspondencia entre sí y
constituyen módulos paradigmáticos, presentes en toda
cultura por conformar la estructura misma de cualquier
construcción, en este caso, de la Construcción
Universal. Sin embargo aquí trataremos no sólo los
números y figuras geométricas y el simbolismo
constructivo en general, sino en particular el símbolo
de la rueda; haciendo la salvedad que aquello que la
simbólica manifiesta dentro de sí, en lo más hondo de su
intimidad, no es sino la totalidad del cosmos, actual y
constante, pues ella misma, la Cosmogonía Perenne y
Universal –y no sólo la ciencia que trata de ella–,
válida para todo tiempo y lugar en la dimensión de lo
humano, no es nada más que un símbolo de algo mucho más
amplio que la trasciende, ya que puede ser concebida y
explicada como una modalidad arquetípica del Ser
Universal.
Rueda de la Fortuna.
Miniatura. Siglo XII. Arte alsaciano.
Pudiera
pensarse equivocadamente que las estructuras simbólicas
son meras convenciones utilizadas para describir la
realidad. Eso sería válido únicamente en la medida en
que igualmente se aplicara a cualquier manifestación,
que es siempre una determinación, una fijación,
comenzando por el lenguaje, el verbo; pero es obvio que
no hay manera de aprehender la realidad si no es por
medio del símbolo (lingüístico, numérico, geométrico,
etc.) y los códigos que éste conforma.
Aquí hay que
decir que el símbolo no es arbitrario, sino que él
refleja auténticamente lo que expresa, requisito sin el
cual sería imposible cualquier relación o comunicación.
Y recordar que por tomar una forma constituye una
estructura en el torrente de lo no enunciado, en la vida
larval y caótica del devenir. Los antiguos conocían
sobradamente esta verdad, y de allí el valor creativo
que atribuían a la palabra; o sea que el sujeto
participa de cualquier hecho objetivo y por tanto lo
genera; la historia de sus ciclos también testimonia
esta interrelación constante. Sin embargo, la irrealidad
del mundo –y el hombre– sólo pueden advertirse porque
ellos existen, y deben ser, en ese caso, sujetos y
objetos de alguna revelación. Los símbolos, como los
conceptos, o los seres, son imprescindibles en el plan
del Universo, y algunos códigos como el aritmético o el
geométrico, entre otros, no son convenciones casuales
sino que expresan realidades arquetípicas y conforman la
base de cualquier estructura, no sólo en lo "exterior"
sino en lo "interior", al punto que pudiera decirse que
estas imágenes constituyen categorías propias del
pensamiento, y hacen del hombre un auténtico
intermediario entre lo conocido y lo desconocido, es
decir: el mayor de los símbolos, capaz de unificar por
su mediación la multitud de lo disperso.
2.– El Símbolo de la Rueda
Tal vez, de
entre los símbolos sacros de todos los pueblos sea el de
la Rueda el más universal. Ello se debe, por un lado, a
que este símbolo aparece unánimemente, directa o
indirectamente tratado en todas las tradiciones, y
parecería ser consubstancial al hombre, y por otro, a
que la misma universalidad de los significados de la
rueda, y su conexión directa o indirecta con los demás
símbolos sagrados, en especial, números y figuras
geométricas, hacen de ella una especie de modelo
simbólico, una imagen del cosmos. Pues la rueda en el
plano es un círculo, y la circularidad es una
manifestación espontánea de todo el cosmos; por lo tanto
esa energía ha de provenir de un punto central que la
irradia, tal el caso de una rueda, símbolo del
movimiento y también de la inmovilidad, que puede girar
y reiterar sus ciclos, posibilitando la marcha, merced a
un eje inmóvil. En el plano esto se representa como un
centro del que la circunferencia extrae su forma (con
cordel o compás es imprescindible tener un punto fijo
para trazar la circunferencia) por irradiación, tal cual
la energía potencial del eje se transmite a la llanta
por mediación de los rayos de las ruedas, análogas al
radio de la circunferencia;(2)
cualquiera que traza una circunferencia sabe que ésta
depende del punto central y no a la inversa. Entre el
punto central y la circunferencia se configura el
círculo; el valor aritmético asignado al primero es la
unidad, que es una representación natural del punto
geométrico, y a la segunda el nueve, que es el número
del ciclo por ser el de la circularidad, como más
adelante veremos. La suma de ambos nos da la decena (1 +
9 = 10) que es modelo numérico de la tetraktys
pitagórica, el cual puede ser puesto en relación con
cualquier otra aritmosofía, ya que los números –y las
figuras geométricas– son módulos armónicos arquetípicos,
válidos en todo lo manifestado y por lo tanto para
cualquier tiempo y lugar dentro de este ciclo humano.
Así pues, no
debe extrañarnos que en este trabajo se traten
conjuntamente los símbolos de la rueda y el círculo, el
de la espiral, y aun el de la esfera, pues ésta no es
sino el círculo en la tridimensionalidad. Igualmente que
se mencionen símbolos estrechamente asociados al de la
rueda como el de la cruz, el cuadrado, y otros, así como
que se recurra a las distintas tradiciones donde se
encuentra atestiguado. Sin embargo este símbolo está
presente en nuestra propia Tradición y se halla a
nuestro alcance trabajar con él. En la misma
cotidianidad podemos observarlo constantemente; de hecho
es evidente en la vida misma, pues como hemos señalado
las cosas se producen con un movimiento circular y por
lo tanto son cíclicas, lo cual es un pensamiento emitido
por todas las doctrinas metafísicas, aunque a veces en
ellas se lo dé por supuesto y en otras se lo destaque
especialmente. La figura esquemática de la rueda en el
plano ha sido asociada al sol por numerosos pueblos y de
hecho aún hoy es el símbolo astrológico de ese astro; en
alquimia representa al oro, su equivalente terrestre. De
allí a asociar el recorrido del sol con un carro dorado,
o de fuego, hay sólo un paso. De hecho su alcance es
significativamente más amplio y se corresponde con la
idea arquetípica de Centro: aquello que es capaz de
generar un orden en la masa amorfa del caos; el punto
inmóvil imprescindible a toda creación, el motor merced
al cual el devenir tiene un sentido.
Este
punto central de la Rueda del Mundo se comunica con la
periferia, como ya se dijo, a través de rayos, que son
por lo tanto intermediarios entre ambos; y mientras la
rueda gira sobre sí misma simbolizando el movimiento y
el tiempo, el eje permanece fijo expresando la
inmovilidad y lo eterno.(3)
El círculo y
la esfera han sido tomados por numerosos pueblos y
distintos autores antiguos como figuras perfectas y
expresiones de la totalidad. La
rueda en particular está asociada a los ciclos que
reitera una y otra vez y por lo tanto a lo relativo, a
lo pasajero, a lo contingente, pero sobre todo a la
recurrencia, a la reiteración. Como podrá observarse, y
así lo seguiremos viendo, este símbolo se presta a
innumerables transposiciones al plano metafísico,
ontológico y cósmico y es objeto de conocimiento y
especulación.
Lo que es un
punto central al círculo, es el eje con respecto a la
esfera, por lo que centro y eje se corresponden
exactamente, siendo el primero un símbolo plano y el
otro tridimensional del mismo concepto.
Si el punto
es virtual, inmanifestado y geométricamente no existe,
la periferia de la rueda será visible y representará, en
el orden cósmico, a la manifestación universal, y en el
mundo del hombre, a cualquier expresión, por lo que
también pueden equipararse el punto y el círculo, a
potencia y acto, por ende, a contemplación y acción.
La primera
división a que puede dar lugar el símbolo de la rueda
es la bipartición de la figura que la representa en dos
mitades análogas y exactas. Éstas representan los dos
movimientos, de ascenso y descenso, que realiza la rueda
en el recorrido de un ciclo, así éste sea el del sol en
el año, o el del día, o el de la luna en un mes, o el de
la vida de un ser humano; el de principio y fin con el
que está signada cualquier creación.
Principio y
fin tienen un origen y destino común, lo que da lugar,
además, a las ideas de reincidencia o repetición,
creencias y conceptos de todos los pueblos arcaicos y
tradicionales que han vivido siempre un tiempo cíclico y
no uno lineal e indefinido, tal como lo solemos concebir
los contemporáneos. Cualquier punto de la periferia –los
que son de número indefinido y pueden simbolizar, cada
uno, la vida de un hombre en la multitud de lo creado–
es un reflejo del centro y se encuentra conectado a él
por el rayo, pero mientras que en la llanta todo es
sucesivo, desde el punto de vista central las cosas son
simultáneas. Esta figura también puede adaptarse
obviamente a los conceptos de interior y exterior, de
luz y reflejo, y también de realidad e ilusión, puesto
que la permanencia del punto no se altera ante las
formas cambiantes y siempre perecederas del transcurrir
periférico.
Nos dice
René Guénon que: "El centro es, ante todo, el origen, el
punto de partida de todas las cosas; es el punto
principal, sin forma ni dimensiones, por lo tanto
indivisible, y, por consiguiente, la única imagen que
pueda darse de la Unidad primordial. De él, por
irradiación, son producidas todas las cosas, así como la
Unidad produce todos los números, sin que por ello su
esencia quede modificada o afectada en manera alguna".
Todos los
puntos de la circunferencia están a igual distancia del
centro, le son equidistantes, por lo que las
innumerables energías del cosmos se neutralizan en su
seno. Geométricamente es el eje vertical que atraviesa
distintos planos circulares horizontales, que él mismo
genera, los que giran como ruedas a su alrededor
conformando la cadena de mundos, los distintos estados
de un Ser Universal.
La energía
de la irradiación llegada a sus propios limites retorna
a su fuente por mediación del mismo rayo que las
conecta, para ser reabsorbida en el Principio, que
nuevamente vuelve a emanarla hacia la periferia,
conformando esta interrelación, ad extra y ad
intra, una especie de respiración universal sellada
por las leyes cósmicas de la dialéctica. Por lo que el
Centro, o el Eje, es el Origen y el Principio, e
irradiando todo de Él, a Él todo retorna.
El
centro es pues una región mítica, una idea arquetípica
que, sin embargo, se manifiesta en determinados puntos
de la circunferencia que, de esta manera, pasan a su vez
a ser centros para el sistema que ellos generan, siempre
y cuando sean auténticos reflejos del punto original, o
lo que es lo mismo, que ese Centro fuese una teofanía, o
una hierofanía, un lugar, persona u objeto que expresase
la unidad de un modo particular, y que igualmente la
irradiara. En ese caso los distintos centros o puntos
significativos en la periferia serian focos "cosmizados"
que estarían estableciendo contacto con el punto medio,
rompiendo así con el movimiento homogéneo y reiterativo
de la Rueda. Por este camino el sabio perfecto, según el
taoísmo, podría acceder al "punto central de la Rueda",
en comunión con el principio, en absoluto reposo,
imitando "su acción no actuante".(4)
3.– Símbolo, Mito, Rito
El
simbolismo del "centro del mundo" pudiera transponerse
al del "eje del mundo" y relacionarse entonces nuestro
símbolo con todos aquellos que significan este eje. En
particular con los símbolos del árbol (Arbol de la Vida)
y la montaña, y todos los indicadores de puntos de
coyuntura en la geografía y la historia sagrada, los que
se han manifestado a lo largo del tiempo y en distintos
lugares. Estos sitios o seres especiales, que son
símbolos por sus mismas características
mágico–teúrgicas, promueven una ruptura de nivel que
permite comunicarse con otros mundos, o estados de
consciencia diferentes, con zonas vedadas del universo y
de nosotros mismos. En el ser humano ese Centro del que
hablamos está alojado en el corazón, como lo atestiguan
la totalidad de las tradiciones.
La montaña y
el árbol son además dos símbolos de ascenso, al igual
que la escalera, y suponen la idea de salida de un plano
o mundo, y el ingreso a otro superior. Geométricamente
esta posibilidad está marcada por la figura de la
espiral, que es capaz de salir del plano y de la
reincidencia rutinaria, y proyectar un nuevo movimiento
circular, esta vez en un plano distinto. A la espiral
suele también representársela en forma doble,
conformando en lo volumétrico una especie de trompo,
donde una de las espirales es "evolutiva" y la otra
"involutiva", complementándose perennemente.
Por
otra parte el círculo es análogo al cuadrado. Podría
decirse que este último es una solidificación de aquél,
marcada por la agresividad rígida de las aristas en
comparación con la blandura y suavidad de la forma
circular; esto también corre para cubo y esfera. Sin
embargo ambas figuras tienen 360 grados, ya que esa es
la superficie del círculo, también configurada por los
cuatro ángulos rectos de 90 grados del cuadrángulo.
Tradicionalmente se ha tomado la figura de la esfera, o
el círculo, como más perfecta que la del cubo o
cuadrado. Una de las razones ya ha sido mencionada: los
rayos que unen a la periferia de la esfera con el centro
son de igual distancia, mientras que en el cubo o
cuadrado no ocurre lo mismo. En general se ha
relacionado al círculo con el cielo (una semiesfera) y
al cuadrado con la tierra. Entre ambos conforman el
cosmos, como puede observarse en el simbolismo
arquitectónico, en especial el del templo, pues éste
constituye una imagen del universo.(5)
Por lo que la asociación del circulo con el cuadrado (y
el cuaternario y la cruz) resulta naturalmente de las
propias características inherentes a estos símbolos, los
cuales se entrelazan entre sí de modo espontáneo tal
cual las ideas y arquetipos que ellos representan.
Volveremos
más adelante sobre estos temas, déjesenos ahora hacer
algunas precisiones sobre los símbolos y también sobre
los mitos y ritos. En primer lugar señalaremos que los
símbolos no son, para la Simbólica, lo que suele
entender hoy el hombre contemporáneo por tales. Es
decir, simples alegorías o convenciones impuestas por el
ser humano. Repitámoslo: estas versiones, en realidad,
no son sino grados de lectura de lo que es el símbolo en
sí, en las que se hace hincapié sólo por su aspecto
psicológico, o simplemente por su valor práctico, y
conllevan el enorme peligro de reducir el símbolo sólo a
eso, con lo que no se hace otra cosa que negarlo, al
tergiversar su sentido. El símbolo es mucho más amplio y
no se reduce a estas dos lecturas sino que esencialmente
su carácter es metafísico y ontológico (en cuanto se
refiere al ser y es transformador) y por lo tanto
arquetípico. Esto es el símbolo, cuya función a
cualquier nivel de lectura que se observe, no es más que
la de llevar de lo conocido a lo desconocido por su
mediación.
Aquél que ha
tenido oportunidad de estudiar las culturas
tradicionales ha podido observar la importancia
trascendental que éste posee siempre en ellas. Eso se
debe a que para éstas el símbolo en sí está cargado de
una energía especial, de una fuerza mágica –por
manifestar verdades desconocidas de secretos implícitos
en el mundo, y de ese modo revelarlos–, que es objeto de
veneración y reverencia, como lo atestiguan las
sociedades arcaicas, que toman estos símbolos (u
objetos–símbolos) como auténticos representantes de
otros mundos verticales; de las energías del más allá,
capaces de transmitir el conocimiento de otras
realidades, o mejor, de otros planos, que igualmente,
constituyen el total de la realidad.
En cuanto al
mito, presente en todas las culturas antiguas, además de
revelar verdades cosmogónicas y proponer un modelo
ejemplar de vida y realización, es el factor aglutinante
que ha dado cohesión a la existencia de los innumerables
pueblos, posibilitando así su organización social. El
mito es un símbolo que se transmite de manera oral; de
otro lado el rito dramatiza el mito y perpetuamente lo
actualiza, simbolizándolo; por lo que símbolo, mito y
rito conforman un solo conjunto, como ya se ha señalado
en otros lugares, y debe darse por sobreentendido que
cuando hablamos de símbolo, también nos estamos
refiriendo a mito y rito.
Volviendo al
término metafísica, una vez hecha la salvedad de que se
refiere a aquello que está allende la física, debemos
clarificar que no sólo con él se menciona lo que excede
a la materia, sino también a lo que está más allá de lo
psicológico, por ser arquetípico. Y aun más que eso,
pues el sentido que se le asigna a la palabra metafísica
en la simbólica es igual a querer expresar aquello que
está más allá del ser, lo supracósmico y suprahumano.
El símbolo
es el vehículo que liga dos realidades, o mejor dos
planos de una misma realidad. Participa pues de ambas:
de allí su pluralidad de significados. Para la
antigüedad, el símbolo era el representante de una
energía–fuerza que permitía la ruptura de nivel el
acceso a otros mundos, o el acceso al conocimiento de
diferentes planos de este mismo mundo, caracterizados
por distintos grados de conciencia. El símbolo era y es,
en consecuencia, el medio de comunicación entre los
dioses y los hombres, objeto sagrado por excelencia, ya
que él cuenta la historia verdadera, la eficaz, y no la
siempre cambiante, de múltiples falsas apariencias.
Describe entonces a la realidad tal cual es y no permite
así el engaño de los sentidos, las desviaciones y
enredos a que es tan proclive nuestra personalidad. Se
cree por lo tanto en él y se le reconocen los valores de
que es portador, sin caer en la equivocación grosera de
tomar al símbolo por lo simbolizado, al vehículo por la
meta del viaje.
El término
griego symbolon se refería a dos mitades de algo
que se juntaban, que coincidían, y conformaban un signo
de reconocimiento; puede apreciarse inmediatamente que
estas dos mitades son análogas, lo que caracteriza a la
simbólica, pues nada ni nadie puede expresar o
transmitir algo si no lo hace mediante una
correspondencia entre lo que quiere manifestar y la
forma en que lo manifiesta. Por lo que la representación
simbólica ha de expresar la idea metafísica,
describiendo y repitiendo la cosmogonía arquetípica,
participando de ese modo en el proceso creacional. Como
estamos viendo el símbolo está íntimamente relacionado
con las leyes de analogía y correspondencia presentes en
el Modelo del Universo, en la Cosmogonía Perenne.
En rigor
cualquier cosa puede ser un símbolo pues ella expresa a
su manera su origen y la mano de su creador, el misterio
que ella oculta dentro de sí. Toda expresión es
simbólica pues conlleva implícita un gesto original. Sin
embargo hay que distinguir entre los símbolos revelados
específicamente para el conocimiento de una realidad, y
los símbolos espontáneos de la psiqué individual que por
esa razón no es capaz de traspasar ese nivel de
consciencia. Mientras los primeros se suponen no
humanos, los segundos no pueden exceder el nivel
psicológico ligado en simbología con lo lunar y
sublunar. Los primeros expresan una realidad
trascendente, los otros no logran manifestar sino el
poder de lo inmanente y denotan la garra del demiurgo.
También debe
distinguirse el símbolo del emblema, y sobre todo, como
ya se ha señalado, de la alegoría, que pone un espacio
entre el símbolo y lo simbolizado, y se presenta también
como una versión a nivel psicológico, como inexistente o
soñada, diferente de la realidad y exactitud de aquello
que los símbolos expresan.
En
forma gráfica y en las artes plásticas y monumentos se
conservan los símbolos visuales de las culturas
antiguas; de forma oral se han transmitido sus mitos y
sus canciones rítmicas rituales, repetitivas y cíclicas
y muchos de ellos se encuentran consignados por escrito;
antropólogos, arqueólogos, historiadores, y otros
especialistas, nos comunican nuevos hallazgos que
confirman la completa importancia que atribuían a sus
símbolos los pueblos tradicionales, ya que conocedores
de la Cosmogonía Arquetípica, reiteraban sus gestos
simbólicos, los que eran enseñados y aprendidos, pues el
conocimiento del significado del símbolo no se puede
obtener de otra manera. Hoy en día es ajena a la
mentalidad oficial la idea de un Modelo del Universo
(conocida por todos los pueblos tradicionales), un plan
arquetípico e invariable que supone la presencia de un
Arquitecto y que es válido para todo tiempo y lugar, en
la escala humana, y que, de hecho, también está
transcurriendo ahora. Igualmente se ignora la existencia
de la Filosofía Perenne, o sea de una misma filosofía,
idéntica en los principios, en todas las tradiciones del
mundo. Esta Cosmogonía y Filosofía perennes se ocultan
dentro de los símbolos tradicionales, de origen
revelado, que pueden ser encarnados por aquéllos que
consigan lograrlo, pues los conocimientos, energías y
experiencias que los símbolos contienen, de carácter
arquetípico y cosmogónico, pueden vivenciarse en el
constante ahora, siempre que los interesados sean
pacientes en efectivizar una nueva forma de aprendizaje
y ser favorecidos por tamaña gracia; en todo caso esta
es una experiencia extraña y a veces se ve como muy rara
y muy difícil de asumir, según lo atestigua la tropa
alquímica.(6)
La rueda,
como símbolo del ciclo, está sujeta a un invariable
retorno que, sin embargo, tiene determinados puntos que
la limitan. Estos puntos están magníficamente
ejemplificados por el camino del sol en el año, la rueda
solar, la que se caracteriza por tener dos momentos
máximos en su recorrido en los cuales el sol parece
detener su rodar; nos referimos a los solsticios de
invierno y verano. Ellos bien pueden situarse en los
extremos de la rueda, o del círculo, y marcar esos
momentos. Hay también otros momentos importantes en el
recorrido del carro solar, los equinoccios, y ellos se
encuentran perfectamente equidistantes de los solsticios
marcando así un círculo dividido en cuatro partes
exactamente iguales.
Pero
el cuaternario como división normal del ciclo no sólo es
reconocido en el recorrido anual del sol, sino en el
diario (aparente), el cual es dividido también
cuatripartitamente en medianoche (0 hs.), amanecer (6 hs.),
mediodía (12 hs.) y atardecer (18 hs.).(7)
Igualmente se lo puede encontrar en cualquier ciclo o
manifestación, pues el cuaternario es el signo de lo
creado: también en la división espacial fija los cuatro
puntos cardinales en relación a la línea del horizonte.(8)
Se pueden
también nombrar otros ejemplos de esta ley del
cuaternario; las distintas edades de un hombre: niñez,
juventud, madurez, vejez. Igualmente las edades del
mundo caracterizadas de manera descendente por el oro,
la plata, el bronce, y esta última que estamos viviendo,
por el hierro. Lo mismo las estaciones del año:
invierno, primavera, verano y otoño; las fases de la
luna, e igualmente los elementos, o principios
constitutivos de la materia: Fuego, Aire, Agua y Tierra,
a los que además las distintas tradiciones les han
asociado colores, como signos cualitativos.
Volvemos a
ligar así estrechamente la figura del círculo y el
cuadrado a través del cuaternario. El ciclo, o sea el
símbolo de la rueda en movimiento, funde
indisolublemente estas figuras entre sí en estrecha
vinculación con la simbólica atribuida a espacio y
tiempo, relacionándose al círculo con este último y al
cuadrado (o cuaternario) con el primero.
La rueda de
seis rayos tiene una particularidad mágica: el tamaño
del radio divide siempre a la llanta en seis partes
iguales.
La rueda
zodiacal divide el año en doce períodos, llamados
signos, los que también en ciclos mayores están
equiparados a eras; subdivisiones todas de la figura
partida por el binario y cuaternario como ya vimos.
Agregaremos que el término "zodiaco", de origen griego,
se traduce por "rueda de la vida".
Los
distintos números de rayos de las ruedas no son
arbitrarios y se refieren a la partición del círculo en
tales o cuales segmentos, signados por disímiles
números, de acuerdo a cómo se encara la figura, en qué
contexto, y para qué fines; todo ello ligado con los
atributos propios de cada número y sus correspondencias
geométricas. En la Tradición Hermética, donde se produce
una amalgama entre los nombres rosa y rota ( = rueda),
la flor es la imagen de lo circular, como bien puede
advertirse en los mandalas que son ciertas "rosetas" de
las catedrales europeas. Todo esto hace particularmente
significativas las diferentes modalidades del símbolo en
general, relacionándolo con aspectos disímiles de la
realidad, o mejor, con referencias varias acerca de cómo
encararla, todas ellas complementarias.
Así
como el punto se corresponde con la unidad aritmética y
el cuadrángulo con el cuatro, el ciclo se expresa por el
número nueve. Este número es irreducible y como se sabe
todos sus múltiplos (y submúltiplos) regresan
indefectiblemente a él, por ejemplo: 9 x 2 = 18 = 1 + 8
= 9 ; 9 x 3 = 27 = 2 + 7 = 9 ; 9 x 4 = 36 = 3 + 6 = 9 ,
etc. Por otro lado divide la circunferencia en cuatro
partes, e introduce la circularidad en las cifras con
que se lo conecta, cosa que efectúan también sus
múltiplos, relacionando así cualquier número con la
figura del círculo; debemos recordar que esta última se
forma con el valor 9 de la circunferencia, más el valor
1 del punto central. Lo mismo sucede con el cuadrángulo
que igualmente se construye desde un punto central
cruzado por dos ortogonales, lo que representa una cruz,
cuyo medio exacto es otro nuevo punto, el número cinco,
que en la alquimia corresponde al éter, en filosofía a
la quintaesencia, y que ha sido importante en distintas
tradiciones entre ellas la china y las precolombinas.(
9 )
Con el número siete sucede lo mismo, ya que es
considerado el central de una rueda de seis rayos. En
realidad, y por otra de las trasposiciones entre el
símbolo del círculo y el cuadrado y de lo plano a lo
espacial, el siete es el punto central del cubo, de seis
caras y doce aristas, otro de los símbolos–modelo del
universo.(10)
El
simbolismo de los números, como ya lo destacamos, está
estrechamente relacionado con nuestro tema. El sistema
pitagórico decimal, con el que nos manejamos, está
formado por nueve dígitos llamados naturales y el
agregado del cero que tiene un valor posicional en los
distintos niveles en que se expresa: decenas, centenas,
etc.; volviéndose a reiterar a cualquier nivel los
mismos nueve números en su viaje circular. Para el
hermetismo la serie numérica tiene una característica
especial: la unidad genera todos los números y por
adición está presente en todos ellos; por lo que el
número uno sería el mayor, y los demás, divisiones o
fragmentaciones de la unidad primordial. Como se ve,
aquí los números no están expresando simples cantidades,
sino cualidades, siendo tomados como módulos armónicos
arquetípicos. La antigüedad tenía primordialmente en
cuenta la idea que el número significaba; es decir que
utilizaba esta escala de modo vertical, que para ello
había sido diseñada; lo cual no obstaba para que se la
usase además en forma cuantitativa y horizontal para
otras funciones que consideraba secundarias o reflejas.
Los conceptos que los números manifiestan y sus
representaciones geométricas están íntimamente asociados
a lo metafísico y cosmogónico y corresponden a
realidades esenciales del universo y el hombre. Las
combinaciones entre los distintos números de la escala
hace posible la cohesión universal, ya que de hecho, los
números no son ni más ni menos que conceptos de
relación. El denario es una clave mágica: con los diez
primeros números se puede nombrar cualquier cosa. En la
tradición hebrea los mismos números son representados
por letras, pues todo el alfabeto tiene un valor
numérico; en el islamismo igual. La relación entre letra
y letra o lo que es lo mismo entre número y número,
produce el discurso del cosmos, el lenguaje del
universo, ya que números y letras conforman códigos
reveladores del conocimiento del Ser Universal.
NOTAS 1
Ver René Guénon: Símbolos Fundamentales de la
Ciencia Sagrada, Eudeba, Buenos Aires 1988.
(R) 2
Ambas derivan de la palabra latina radius.
(R) 3
Este rayo es llamado buddhi en la tradición
hindú y corresponde a la inteligencia, o intuición
directa.
(R) 4
El alquimista, matemático y cabalista John Dee,
astrólogo de la reina Isabel I de Inglaterra, cuyos
instrumentos mágicos (espejo, pantáculos, bola de
cristal) se conservan expuestos en el Museo
Británico, escribe en el Teorema II de su Mónada
Jeroglífica: "Es pues por la virtud del punto y
de la mónada que las cosas han empezado a ser desde
el principio. Y todas las que son afectadas en la
periferia, por grandes que ellas sean, no pueden, de
ninguna manera, existir sin la ayuda del punto
central".
(R) 5
En la mezquita la cúpula corresponde al cielo y al
Profeta y las cuatro "falsas" cúpulas que de ella se
derivan y se proyectan en la base cuadrangular, a
sus cuatro descendientes, herederos de su legado en
esta tierra.
(R) 6
Para destacar la importancia del símbolo como
lenguaje sólo queremos recordar que la tradición
cristiana afirma que Constantino, emperador romano,
vio una enorme cruz en el cielo y oyó una voz que
decía In hoc signo vinces; este hecho motivó
su conversión al cristianismo y la posterior
implantación de esta religión como oficial en el
imperio, lo que demuestra que el poder del símbolo
fue capaz de cambiar –o encauzar– toda la historia
de Occidente.
(R) 7
No todos los pueblos han hecho exactamente esta
división esquemática. Varias sociedades
precolombinas aparentemente la contradicen. Es de
sumo interés igualmente observar que estos pueblos
que conocían perfectamente el ciclo y la
circularidad, como lo demuestra la perfección de sus
calendarios, no utilizaran la rueda de manera
técnica por considerarla "tabú", aunque sí conocían
su aplicación práctica, presente en numerosos
juguetes encontrados por los arqueólogos a lo largo
de Mesoamérica.
(R) 8
A este respecto, sin embargo, hay que tener presente
que la línea del horizonte siempre se encuentra en
el ojo del espectador.
(R) 9
Para el hermetismo, es además el número del
microcosmos, es decir, del hombre; también el de los
dedos de su mano.
(R) 10
Estas doce aristas ocupan un papel preponderante en
la cosmogonía precolombina ya que su imagen del
mundo se presenta generalmente de modo cuadrangular
y cúbico; sumadas al centro producen el número
trece, módulo vital en su visión del universo.
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