Epílogo
Coinciden los testimonios arqueológicos y la Historia del Arte con
los textos de la Escuela de Córdoba, que nos han permitido
reconstituir la evolución de las ideas. En el curso de la confrontación
que hemos emprendido de ambas fuentes de información, destaca como
punto de convergencia un hecho de importancia extrema: Es a mediados
del siglo IX cuando fue transformado en mezquita el templo de Córdoba.
No era el acto del Emir, obra proseguida por sus sucesores, el fruto
de un capricho o de un aliento pasajero, como la Historia nos ha dado
tantos ejemplos. Era la coronación de la propagación de una idea.
Venía el Islam a llenar un vacío provocado por la debilidad y la
ausencia del cristianismo, en virtud de un juego de fuerzas
constituido por el dinamismo de un cierto número y la ausencia de
otras de signo contrario que les podían hacer oposición; juego que
la Iglesia hispana y sus compadres los reyes godos no habían sabido o
podido controlar.
Nos
enseñan los textos cristianos y los testimonios arqueológicos la
lentitud del proceso evolutivo. Se han desarrollado paso a paso a lo
largo de un camino que para ser recorrido había necesitado varios
siglos de esfuerzos. No podía ser de otra manera. El florecimiento de
una nueva cultura, aunque hubiera germinado en tierra favorable,
requería su tiempo. Sucedía lo mismo en Oriente, en las regiones que
habían dado el ser a la civilización árabe. Por esta razón la
historia de las construcciones arquitectónicas y la de las obras artísticas
eran paralelas y sincrónicas en España, en donde las hemos
estudiado, con la evolución de las ideas.
Era
entonces fácil de comprender el mecanismo en virtud del cual la
cultura romano‑cristiano‑goda se había de repente
metamorfoseado en musulmana‑arábiga. Era tan brusca
transformación el fruto de la apariencia debido a nuestros escasos
conocimientos históricos. No podía haber sido revolucionada y
trastornada una nación en tres años, como nos lo enseña la historia
clásica, por obra y milagro de un fiat creador. Había
requerido una lenta evolución de varios siglos.
Componen
los testimonios que nos aporta la Historia del Arte un argumento
definitivo en contra de los relatos legendarios que se han enseñado
en la escuela. Es plástico, visual. No es menester dominar la
complejidad de la historia de las ideas ni estar adiestrado en la crítica
histórica. Si ejércitos árabes hubieran invadido España en 711,
hubieran traído con ellos los principios arquitectónicos y artísticos
que se explayaban entonces en Oriente con exuberancia. Los hubieran
impuesto de modo autoritario. De ello quedarían muestra y prueba en
las paredes de la Mezquita de Córdoba. Testimonios de todo género
nos enseñarían que habían cumplido su función religiosa al
servicio del Islam desde el comienzo de la invasión, no desde la
mitad del siglo IX.
En
realidad, se trata de una constante histórica. Cuando una nación
importante —acontecimiento poco frecuente en la historia— ha
estado sumergida y dominada por una potencia invasora, se paralizan
inmediatamente las manifestaciones propias de su cultura, a veces en
un grado tal que se muere y se fosiliza. Así ocurrió cuando los
musulmanes persas invadieron la India cuando los turcos se apoderaron
de Bizancio, cuando los españoles
hicieron la conquista de Méjico. Fueron aniquiladas estas
naciones. El hecho de que hubieran dado ya lo mejor de su genio, que
hubieran agotado ya su energía creadora, no modifica en nada el
planteamiento del problema. Explica solamente su anemia pasajera o
definitiva la facilidad con que estos pueblos habían sido vencidos.
Nada similar existe en la historia de España. Según la leyenda había
sido aherrojada la nación por un enemigo extranjero, lejano, exótico,
que traía en sus equipajes con una nueva civilización un arte nuevo.
Mas, si se analizan los elementos del problema, se encuentra el
historiador ante la imposibilidad de percibir tan siquiera los síntomas
del cataclismo. Ahí están los documentos.
Nada de ruptura violenta con el pasado. Ningún hiatus.
Prosigue su propio desenvolvimiento la evolución de las ideas
religiosas, intelectuales y artísticas, como si ningún nómada
hubiera intervenido para perturbarla.
Como
el
fondo cultural de la población, no habían sufrido alteración alguna
los principios artísticos y arquitectónicos en el curso de los años
que siguieron a la pretendida invasión. Si de repente se hubieran
hecho dueños los árabes de la Península Ibérica, en la misma se
hubiera desarrollado un arte nuevo anteriormente desconocido. La
escuela ibero‑andaluza no hubiera podido evolucionar hacia la arábigo‑andaluza.
Bajo la dominación turca desapareció totalmente el arte bizantino.
Ocurrió lo mismo en Méjico en donde el arte del Renacimiento desplazó
al azteca. Por tal motivo es posible afirmar con certeza que si
Andalucía hubiera sido invadida en el S.VIII por los árabes, no
revestiría la Mezquita de Córdoba las formas arquitectónicas que
todos admiramos. Hubieran sido soterradas en el inconsciente colectivo
las viejas tradiciones. Nuevos conceptos llegados más tarde de
Oriente no hubieran fermentado la masa de las ideas entonces en
hervor, como la levadura que levanta el amasijo. Hubiera sido la
civilización árabe la masa, no la levadura. Hasta Occidente se
hubiera extendido su propia contextura. No hubiera florecido una
cultura nueva en la España del sur.
Se
impone por consiguiente el hecho: no ha sido la expansión del Islam
hacia el oeste el resultado de una sucesión de invasiones militares
milagrosamente logradas, sino de un clima revolucionario que ha
permitido el brote de nuevos conceptos. Por lo cual, se puede concluir
que los acontecimientos políticos concebidos como la consecuencia de
acciones guerreras son aparentes, como lo son ciertos fenómenos. físicos
o biológicos. Son efímeras las conquistas de las armas cuando no son
el producto de la propaganda. Ha sido la historia de los hombres el
fruto del juego de las ideas‑fuerza, difundiéndose en razón de
su energía, retrocediendo por el hecho de su anemia; pero siempre en
relación con circunstancias geográficas y culturales, favorables o
perjudiciales.
Se
desprende de nuestra rectificación una enseñanza e interesa la
historia de Francia... y más allá a la historia universal. Pierde el
lugar trascendental que hasta ahora había ocupado en los Anales de la
Humanidad la batalla de Poitiers, en la que Carlos Martel había roto
la expansión de los árabes por Occidente. Pues resultaría muy
extraordinario que hubiera aniquilado este guerrero a sus ejércitos,
si anteriormente no se hubieran encontrado en la Península Ibérica...
y con antelación en el norte de África. Con mayor verosimilitud se
trataba de un sencillo combate en que se habían opuesto gentes del
sur y del norte de las Galias. No era el primero, ni sería tampoco el
último. Ahora bien, ¿por qué los historiadores cristianos que
escribían mucho tiempo después de los acontecimientos, habían dado
un carácter mítico a esta batalla en la que la civilización
cristiana había sido salvada, principio
fabuloso que se ha mantenido hasta la era atómica ... ?
En
nuestro entender se plantea el problema en los términos siguientes:
la separación entre Francia y España por una línea que corre por
los picos del Pirineo, es el resultado de un proceso que se ha
desarrollado a lo largo de la Edad Media. En los tiempos antiguos
Francia y España como las concebimos hoy día no existían. Después
de la dislocación del Imperio Romano, surgió en Occidente una
multiplicidad de entidades locales que según la geografía, la
tradición y las circunstancias tomaron las formas más diversas: núcleos
monárquicos, ciudades independientes con apariencias más o menos
republicanas, relaciones de tipo feudal entre siervos y grandes
propietarios, costumbres ancestrales diferentes en cada valle o en
cada merindad... Con el curso del tiempo se condensaron en Francia y
en España dos polos energéticos en el norte y en el sur de estos
territorios. Atraídas sus ramificaciones las unas hacia las otras en
razón de ciertas particularidades históricas, se desarrolló a costa
de las regiones intermedias que las separaba, esta amplia y laxa
confederación de poderes locales, los cuales unidos por una cultura
común que remontaba al magdaleniense, componían desde el siglo V una
entidad social y política, vertebrada sobre un marco etnográfico y
geográfico preciso: el Pirineo.
Las
comarcas situadas en el sur de Francia, Aquitania, la Narbonense, la
Provenza, pertenecían a las provincias romanas consideradas como unas
de las más ricas del Imperio. Eran también de las Galias las más
desarrolladas en las actividades culturales. Por esta razón han
estado, dada su situación geográfica, en constante relación con el
polo energético del sur, la cultura andaluza que florecía en el
marco de la civilización árabe, provocando la admiración de los
extraños. Tanto más cuanto que había estado unida con el Mediodía
francés por lazos políticos largo tiempo. La entidad pirenaica y la
mayor parte de la península habían formado por varios siglos un
imperio con los visigodos. Por otra parte, el impacto del unitarismo
había sido en sus poblaciones tan poderoso que según lo poco que nos
ha contado el Biclarense habían sido las primeras, como lo hemos ya
referido, en sublevarse contra las pretensiones de Recaredo después
de su abjuración.
Cuando
el sincretismo arriano a partir del siglo V empezó a lograr raigambre
en la península no pudo seguir el sur de Francia el mismo proceso de
evolución. Era objeto de fuertes presiones por parte de los francos
norteños. Bárbaros y miserables, bajo el pretexto de la cruzada
contra la herejía, predicada y alentada por los monjes, venían hacia
el sur en busca de sus riquezas, los productos alimenticios que da el
sol y que eran entonces los sinónimos del poder. Había empezado esta
ofensiva desde la conversión de Clodoveo en el siglo VI, cuando en
Vouillé, en 507, venció a los visigodos arrianos. Se prolongó hasta
1213; pues en Muret, cerca de Tolosa, fueron aniquilados los
meridionales franceses por Simón de Monfort y sus gentes de lengua de
oϊl, a pesar del socorro aportado por el jefe de la Confederación,
Pedro I de Aragón, llegado desde las Navas de Tolosa para ayudar a su
vasallo el conde de Tolosa, Raimundo VI. El pretexto de la guerra era
siempre el mismo: la herejía. En este caso, la cruzada contra los
albigenses.
En
este orden de ideas debe entenderse la batalla de Poitiers, librada a
poca distancia de la anterior de Vouillé. Gentes del sur, gascones y
vascones, vascos del Pirineo, tolosanos y demás afines, con el
refuerzo de aventureros alistados que habían huido del valle del Ebro
diezmado por la pulsación, trataron sin duda de probar fortuna en una
excursión por las riberas del Loire. Era un acontecimiento que se
debe situar en la rúbrica de los sucesos cotidianos de aquel
entonces. Mas los monjes que escribían las crónicas del reinado,
alentados por el mismo prejuicio cristiano, alabaron al Dios de los ejércitos
que había dado la victoria a los francos de Carlos Martel, porque
defendían el cristianismo en contra del invasor, herético,
extranjero y exótico ¡miserable hijo de Satanás! Así se convirtió
el enemigo en un anónimo, en el sarraceno. Con la expansión de la
leyenda española se hinchó el perro y se convirtió la acción de
Poitiers en un acto extraordinario que había salvado de los árabes a
la cristiandad.
La
misma alteración de los acontecimientos podía desprenderse de las
canciones de gesta que seguían el mismo influjo de la opinión y
entre las cuales se distinguía por su inverosimilitud histórica la
que describía la muerte de Rolando en los desfiladeros de
Roncesvalles. Había sido de esta suerte convertido el valiente
caballero no sólo en un campeón de las armas nórdicas, sino también
en un verdadero mártir de la fe. Para convencerse basta, cotejar los
poemas franceses e hispanos, divergentes en razón del mito porque han
sido creados en ambientes distintos. Para el galo trovador, es el
sarraceno un enemigo fantástico que goza de relaciones particulares
con el mismísimo diablo. Para el poeta peninsular el musulmán es un
hermano, cierto equivocado, pero que aparece en los relatos a veces más
simpático que el héroe cristiano. Como hace tiempo que se ha
apercibido la crítica de estas divergencias, han sido reducidos los
hechos recitados a su debida proporción; y así, en los textos
competentes la hazaña de Rolando ha sido insertada en el mundo de las
leyendas. No podía ocurrir lo mismo con la batalla de Poitiers,
porque para ello hubiera sido menester destruir el formidable complejo
que se había formado en la tradición.
Si
ahora oteando por encima de la anécdota, damos un paso adelante hacia
la comprensión de los tiempos pasados para alcanzar los movimientos
de fondo que agitaban entonces a las masas, se advierte que las
poblaciones de la entidad pirenaica poseían un sentido crítico que
podríase emparentar con estos tiempos aciagos en que habían dominado
el sincretismo arriano y los recuerdos de su persecución.
En
términos muy generales, se trataba de un mundo hirviente de ideas en
donde el racionalismo greco‑romano había ejercido una acción
importante en la evolución de las ideas religiosas. Sucedía lo mismo
en Oriente en donde acaso había favorecido la génesis del
arrianismo. Mas la oleada mística irrumpiendo desde Asia sobre
Occidente alcanzaba también el sur de las Galias con sus frondosas
ramificaciones, desde el judaísmo tradicional hasta los movimientos
irracionales como la gnosis y demás escuelas dualistas.
Mas
para los cristianos norteños, bárbaros e incultos, que no perdían
el tiempo en disquisiciones teológicas, eran las gentes del sur
paganos, pero paganos ricos. Había que salvarles del infierno en la
otra vida, imponiéndoselo en la presente. La hipocresía religiosa
escondía el afán de lucro y de pillaje. Ha sido esto una constante
histórica. Si estaba el infiel envilecido por la miseria, no había
cruzada. Conspiraban los saharianos no para conquistar y convertir el
África negra, sino Marruecos y Andalucía; lo mismo, a orillas del
Sena soñaban muchos con enriquecerse a costa de arrianos, cátaros y
albigenses.
Así
fue como la entidad pirenaica quedó dominada por gentes del norte y
del sur, como atenazada, emparedada por dos poderosos. Reviste en España
el problema mayor complejidad porque desde el siglo XI en adelante
fueron asimilados los cruzados castellanos y afines por la cultura de
los vencidos que deslumbraba al caballero pobre y famélico. En el sur
de Francia ocurrió lo contrario. La cultura del Mediodía fue
aherrojada no sólo por la espada, sino también por un cristianismo bárbaro
y medieval que requirió mucho tiempo para ilustrarse. Pero en la acción
desaparecieron con las libertades políticas muchas de las flores de
la cultura de lengua de oc.
En
nuestros días ha sido rememorada esta gesta y sus envilecimientos a
los lectores actuales con gran espectacularidad. Se han emprendido
estudios sobre la cruzada de los albigenses. Como pertenecen estos
hechos a tiempos más recientes, al XIII, se conserva una mayor
documentación para conocer los episodios de la invasión norteña. ¿Qué
sabemos acerca de la cruzada en contra de los arrianos llevada a cabo
en el VIII? Solamente nos consta que desapareció la herejía de modo
por lo menos aparente. Mas dejó la agresión en herencia un estado de
opinión que a pesar de esconderse en el subconsciente colectivo se
transparenta de vez en cuando en la superficie. Se trata de un juicio
crítico llevado a veces a extremos apasionados, como un cierto
anticlericalismo exagerado, que contrasta con la mayor religiosidad de
los nórdicos. Por esta razón se ha considerado desde la Alta Edad
Media el Mediodía francés como tierra de herejes.
Anida
en el inconsciente colectivo de las poblaciones como un movimiento de
rebeldía congénita. De lo más hondo de los corazones se manifiesta
esta disposición, como una fuente resurgente, a la menor ocasión,
sea política o religiosa. Así, después de las guerras y revueltas
de los albigenses volvió a resurgir el entusiasmó de las masas por
la Reforma, que no era otra cosa que una protesta contra el poder
constituido, el de los reyes en París o el del obispo de la ciudad
eterna. Desde entonces hasta la tercera República, se aprovecharon
estas gentes de las innumerables ocasiones que les procuraban los
vaivenes de la política para alzar la voz y manifestar su oposición.
Pues quedaba oculto en las masas campesinas un desafecto hacia el
hombre del norte que antaño había impuesto su ley por el hierro y
por el fuego.
No
se ha traducido solamente este complejo insistente por el rencor
popular, acto estrictamente negativo. Ha permitido también la expresión
de valores positivos, limitados a la vida intelectual.
El
juicio crítico que en Oriente había desempeñado un papel importante
en la evolución de las ideas religiosas, logró florecer en un
estallido de conceptos científicos y filosóficos. Fue transmitida
esta labor a Andalucía en donde alcanzó en el XI y en el XII la
mayor exuberancia de su genio creador. Fue entonces cuando estos
intelectuales franceses que mantenían con España relaciones
frecuentes supieron recoger y retransmitir al resto de Occidente los
nuevos conocimientos recién adquiridos en matemática, en astronomía,
en ciencias naturales, en medicina en geografía..., etc. De aquí la
nombradía de las universidades de Montpellier y de Toulouse. Compite
con el latín la lengua de oc como instrumento de expresión científica.
Procedimientos literarios fueron imitados. Algunos ingenios de altura
descorrieron el velo que escondía ciertas verdades filosóficas; lo
que suscitó las iras de Alberto Magno y de Tomás de Aquino. Mas fue
posible esta acción porque existía aún bajo las cenizas enfriadas
un fuego que no se había completamente apagado. Sin el recuerdo de un
espíritu crítico que pertenecía a tiempos pasados, hubiera sido
inadecuada la transmisión de las enseñanzas de la cultura andaluza y
por ello hubiera sufrido el genio del Renacimiento.
El
juicio crítico, recuerdo del sincretismo arriano, ha llegado a ser el
carácter dominante de nuestra civilización occidental; es decir, de
su minoría ilustrada. Es interesante observar hoy día que este genio
se ha mantenido vivo contra viento y marea en las masas del Mediodía
galo, aunque pudiera ocurrir un similar fenómeno en otras regiones de
la nación vecina. Era la supervivencia del testimonio de tiempos
pasados que se traducía en el campesino iletrado por lo que se podría
llamar una sabiduría escéptica. Puede estudiarse este mismo hecho en
muchos otros lugares. Caracteriza, por ejemplo, al labriego andaluz
aunque por otros motivos. Mas, tenían en común que esta sabiduría
escéptica era el fruto de las grandes lecciones del pasado. No podían
ser comprendidas si no se había previamente apreciado en su justa
medida el alcance de estas olas de fondo que en el curso de la Edad
Media habían trastornado una parte de Occidente, cuando en la confusión
de las ideas el meridional francés —y podríamos incluir en el
mismo concepto a los andaluces y a otros hispanos— habían sido
transfigurados en sarracenos.