TARTESSOS

 
                                                     

EL REY DEL MUNDO

 

  RENÉ GUENÓN

 

 

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CAPÍTULO XI

 
LOCALIZACIÓN DE LOS CENTROS ESPIRITUALES

 

 

En lo que precede, hemos dejado casi enteramente de lado la cuestión de la localización efectiva de la «región suprema», cuestión muy compleja, y por lo demás completamente secundaria desde el punto de vista en que hemos querido colocarnos. Parece que haya lugar a considerar varias localizaciones sucesivas, correspondientes a diferentes ciclos, subdivisiones de otro ciclo más extenso que es el Manvantara; por lo demás, si se considera el conjunto de éste poniéndose en cierto modo fuera del tiempo, habría que considerar un orden jerárquico entre estas localizaciones, orden que corresponde a la constitución de formas tradicionales que no son en suma más que adaptaciones de la tradición principal y primordial que domina todo el Manvantara. Por otra parte, recordaremos todavía una vez más que puede también haber simultáneamente, además del centro principal, varios centros que se vinculan a él y que son como otras tantas imágenes suyas, lo que es una fuente de confusiones bastante fáciles de cometer, tanto más cuanto que estos centros secundarios, al ser más exteriores, son por eso mismo más visibles que el centro supremo[178].

Sobre este último punto, ya hemos hecho notar en particular la similitud de Lhassa, centro del Lamaísmo, con el Agarttha; agregaremos ahora que, incluso en Occidente, se conocen todavía al menos dos ciudades cuya disposición topográfica presenta particularidades que, en el origen, han tenido una razón de ser semejante: Roma y Jerusalém (y ya hemos visto más atrás que esta última era efectivamente una imagen visible de la misteriosa Salem de Melki-Tsedeq). En efecto, así como ya lo hemos indicado más atrás, había en la antigüedad lo que se podría llamar una geografía sagrada, o sacerdotal, y la posición de las ciudades y de los templos no era arbitraria, sino determinada según leyes muy precisas[179]; por esta observación se pueden presentir los lazos que unían el «arte sacerdotal» y el «arte real» al arte de los constructores[180], así como las razones por las que las antiguas corporaciones estaban en posesión de una verdadera tradición iniciática[181]. Por lo demás, entre la fundación de una ciudad y la constitución de una doctrina (o de una nueva forma tradicional, por adaptación a condiciones definidas de tiempo y de lugar), había una relación tal que la primera era frecuentemente tomada para simbolizar a la segunda[182]. Naturalmente, se debía recurrir a precauciones especiales cuando se trataba de fijar el emplazamiento de una ciudad que estaba destinada a devenir, bajo una relación u otra, la metrópoli de toda una parte del mundo; y los nombres de las ciudades, así como lo que se refiere a las circunstancias de su fundación, merecerían ser examinados cuidadosamente bajo este punto de vista[183].

Sin extendernos sobre estas consideraciones que no se refieren más que indirectamente a nuestro tema, diremos también que un centro del género de aquellos de los que acabamos de hablar existía en Creta en la época prehelénica[184], y que parece que Egipto haya contado con varios de ellos, probablemente fundados en épocas sucesivas, como Menfis y Thebas[185]. El nombre de esta última ciudad, que fue también el de una ciudad griega, debe retener más particularmente nuestra atención, como designación de centros espirituales, en razón de su identidad manifiesta con el de la Thebah hebraica, es decir, con el del Arca del diluvio. Éste es también una representación del centro supremo, considerado especialmente en tanto que asegura la conservación de la tradición, en el estado de repliegue en cierto modo[186], en el periodo transitorio que es como el intervalo de dos ciclos y que está marcado por un cataclismo cósmico que destruye el estado anterior del mundo para hacer lugar a un estado nuevo[187]. El papel del Noah bíblico[188] es semejante al que desempeña en la tradición hindú Satyavrata, que deviene después, bajo el nombre de Vaivaswasta, el Manu actual; pero hay que destacar que, mientras que esta última tradición se refiera así al comienzo del presente Manvantara, el diluvio bíblico marca solo el comienzo de otro ciclo más restringido, comprendido en el interior de este mismo Manvantara[189]; no se trata del mismo acontecimiento, sino solo de dos acontecimientos análogos entre ellos[190].

Lo que es también muy digno de ser notado aquí, es la relación que existe entre el simbolismo del Arca y el del arcoiris, relación que está sugerida, en el texto bíblico, por la aparición de este último después del diluvio, como signo de la alianza entre Dios y las criaturas terrestres[191]. El Arca, durante el cataclismo, flota sobre el Océano de las aguas inferiores; el arcoiris, en el momento que marca el restablecimiento del orden y la renovación de todas las cosas, aparece «en la nube», es decir, en la región de las aguas superiores. Por consiguiente, se trata de una relación de analogía en el sentido más estricto de esta palabra, es decir, que las dos figuras son inversas y complementarias la una de la otra: la convexidad del Arca está vuelta hacia abajo, la del arcoiris hacia arriba, y su reunión forma una figura circular o cíclica completa, figura de la que son como las dos mitades[192]. Esta figura estaba en efecto completa en el comienzo del ciclo: es la sección vertical de una esfera cuya sección horizontal es representada por el recinto circular del Paraíso terrestre[193]; y éste está dividido por una cruz que forman los cuatro ríos salidos de la «montaña polar»[194]. La reconstitución debe operarse al final del mismo ciclo; pero entonces, en la figura de la Jerusalem celeste, el círculo está reemplazado por un cuadrado[195], y esto indica la realización de lo que los hermetistas designaban simbólicamente como la «cuadratura del círculo»: la esfera, que representa el desarrollo de las posibilidades por la expansión del punto primordial y central, se transforma en un cubo cuando este desarrollo está acabado y cuando se alcanza el equilibrio final para el ciclo considerado[196].

 

 

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