Somos anfibios
Por Jorge Mª Ribero Meneses
Adan y Eva anfibios
Un fósil análogo a aquel prodigioso cráneo que se descubriera el siglo pasado en el Valle de Losa, tan viejo como la roca arenisca que le escondía, y que el cura del lugar -Perex- parece remitió a sus superiores eclesiásticos en Burgos… para que se deshicieran de él. Hasta la persona más ignorante intuye que un cráneo petrificado ha de tener mucha más edad que esos cinco mil y pico años que hasta hace cuatro días la Iglesia reconocía como fecha de la creación del mundo por Dios…
O sea que nos escamotearon la prueba definitiva y ello ha permitido que medraran las tesis de quienes, próximos en definitiva a la doctrina de la Iglesia, tienen a la humana poco menos que por la especie más moderna de cuantas poblamos el planeta. Hace dos meses veíamos cómo ridiculizaba Unamuno a través de un gracioso boceto, la aplicación al ser humano de la tesis evolucionista de Darwin. Y en mi comentario anterior reproducía algunos preciosos textos de Ortega y Gasset sobre el mismo asunto. Linos escritos a través de los cuales este pensador poco menos que llega a llamar tontos a quienes sostienen que el hombre procede del mono. Y es que no se recata Ortega en mostrar su simpatía por algunos científicos alemanes contrarios a este supuesto. Hombres como Westenhofer que vieron en el mentón humano (inexistente en simios y homínidos) o en los lóbulos del riñón y en las muescas del bazo, pruebas incontrovertibles de la extraordinaria antigüedad de nuestra especie. O como los también germanos Kluutsch, Ranke o Kollmann, defensores a ultranza del no humano sobre los primates. Sigue Ortega a Klaatsch -y nosotros a ambos- y nos introduce en mi tema predilecto: el de nuestro indudable origen anfibio, en tanto que peces evolucionados. De hecho, si el cráneo de Perex fosilizó al mismo tiempo que las arenas del lecho del mar que otrora cubriera las tierras altas del Ebro, existen enormes posibilidades de que perteneciera a un individuo que vivía en el agua o que, como mínimo, tenía una naturaleza anfibia. Según Klaastch, la dentadura humana nos lleva a situar nuestra especie en tiempo posterior a la aparición de los peces. La dentina que constituye su materia debajo del esmalte, procede de ¡as escamas de los peces. En rigor, todo nuestro esqueleto está formado de materias -fosfatos, carbonatos, flúor, magnesio- que existen en disolución en el agua marina. Por otra parte, oído, garganta y maxilares son transformación de las branquias del pez.
Pero la dentadura que hace del hombre una especie más joven que el pez, le hace a la par más viejo que los demás mamíferos. Las armas dentales del roedor, del carnívoro, del rumiante, están especializadas para un exclusivo régimen de alimentación, La dentadura humana presenta en germen todas las diferenciaciones futuras. Lo propio acontece si atendemos a las extremidades. La disposición en el hombre de brazos y piernas con respecto al torso, recuerda ante todo a la rana, incluso en la ordenación de los músculos. La rana y el lagarto son parientes no muy lejanos del hombre.
Si mi amigo catalán Javier Zarzuelo no dice lo contrario, a través de otro raro libro exhumado en las librerías de lance, creo ser la primera persona que ha sostenido que el ser humano es un individuo anfibio, bien que un tanto degenerado ya que la mayoría de los humanos no tienen otro contacto con el agua que aquel que les procura la ducha de sus casas. Pero incluso así, ¿cuántos mamíferos terrestres evidencian una necesidad tan imperiosa como la que el hombre siente por mojar su cuerpo a diario? La mayoría de los animales terrestres, mamíferos o no, evitan el agua salvo para ingerirla. E incluyo a los simios entre ellos. Los seres humanos, sin embargo -y salvedad hecha de los sucios redomados- experimentan una verdadera fruición en contacto con el agua. No es ello un indicio inequívoco de nuestra condición, todavía plenamente vigente, de seres anfibios’! ¿Y no supone otra prueba colosal, en el mismo sentido, el hecho de que la mayor parte de la población del planeta viva a orillas del mar o en su defecto, en las rilaras de lagos y ríos? Un mero apunte filológico: el mismo término que designa a las acuáticas ánades, es el que denomina al hombre en la lengua griega: andros. O a la mujer y a las diosas en la baska: ander. El impresionante nombre, por cierto, de la marítima ciudad que nos acoge: Sant Ander… (Y omito reproducir aquí, para no repetir me. todas las pruebas de nuestra ascendencia acuática que yo he dejado recogidas en esta página a lo largo de sus ya cerca de tres años de publicación en ALERTA).