La Iberia Bereber. Antecedentes naturales físicos y humanos

Desde entonces quedaron España y el general mente llamado «Norte de África» como las dos mitades de una fruta partida, de la cual es más grande el trozo español, pero teniendo los dos trozos las mismas montañas, las mismas mesetas y los líos que se corresponden …

Por Rodolfo Gil Benumeya
Del libro “España y el Mundo Árabe”. Ediciones del Movimiento, Madrid 1955.
España, con su Península Ibérica, tiene, indu­dablemente, como principal característica geográfica general la de la colocación en el punto de paso y enlace entre los dos continentes, europeo y africano, además de sus antecedentes de cabecera y adelantada atlántica que hace de ella el origen de lo esencial americano.
Físicamen­te la orografía e hidrografía, así como las particu­laridades de clima, vegetación, fauna, etc., refuer­zan el papel de transición del suelo peninsular, en el que a lo largo de la Historia las mezclas racia­les y culturales dejaron también aportaciones di­versas, aunque luego el ambiente y la convivencia las unificasen, tendiendo a un tipo medio de espa­ñol homogéneo. Así, si es verdad que los españoles, en conjunto, pueden considerarse como un pueblo hecho y de gran tenacidad de conservación étnica, también es cierto que su superioridad hu­mana ha sido muchas veces estimulada precisamente por reacción ante el carácter de encruci­jada del territorio. En la reacción, tanto como en los cruces y la tensión histórica, la parte meridional que da al Estrecho de Gibraltar ha desem­peñado siempre papel preponderante, pues desde que los fenicios colocaron allí uno de los límites teóricos del mundo conocido en la antigüedad hasta que desde cerca del Estrecho se iniciaron y organizaron los descubrimientos de América y Oceanía, el borde gibraltareño afirmó un predo­minio que nunca ha cesado del todo, Y bastarían esas circunstancias para destacar el valor del en­lace ibérico peninsular con lo africano (o, mejor dicho, con lo norteafricano), que es en el sur inmediatamente contiguo, si no núblese además el poderoso factor de la relación del Sur con la con textura general de las tierras que en el Estrecho se juntan por arriba y por abajo.

Sobre esto ha de comenzar por recordarse siem­pre que el Estrecho no se formó más que en un momento del período geológico Terciario y en re­lación con una serie de convulsiones que dieron al suelo peninsular hispano su forma definitiva. Hay sobre esto una teoría que ha supuesto la pre­via existencia sobre los suelos que hoy constitu­yen las dos penínsulas Ibérica y norteafricana de tres islas, de las cuales una hubiese estado sobre lo que hoy comprende la meseta central hasta los suelos pirenaicos, otra en el sistema del gran Atlas, con medio Atlas y Atlas sahariano, y la ter­cera sobre lo que hoy es Andalucía, litoral, más el Rif (separada del Norte por un golfo o estrecho, donde hoy está el valle del río Guadalquivir, y del Sur por otro estrecho, donde hoy está el valle del marroquí río Sebú). Sea o no cierta esta teo­ría de las tres islas, lo que se ha demostrado es cómo al principio del Terciario empujones de la corteza terrestre procedentes del Sur juntaron y apretaron el conjunto entre los Pirineos y el desierto. En el sector central (donde aún no estaba el Estrecho de Gibraltar) estos empujones, a la vez que rellenaban el foso del valle del Guadalqui­vir, acarreaban y enderezaban pliegues sobre el reborde de la meseta central hispana, producién­dose de este modo las sierras mariánicas. Más arriba otros empujones, también ele Sur a Norte, plegaron las cordilleras que enmarcan el actual valle del Ebro hasta el lado pirenaico incluido. Y la apertura del Estrecho de Gibraltar fue, al fin del Terciario, un último episodio por medio de un hundimiento parcial local.Desde entonces quedaron España y el general­mente llamado «Norte de África» como las dos mitades de una fruta partida, de la cual es más grande el trozo español, pero teniendo los dos trozos las mismas montañas, las mismas mesetas y los líos que se corresponden. En la parte de arri­ba del conjunto, las lluvias y neblinas del Cantá­brico imponen climas suavemente septentrionales. Al extremo de abajo arremete el desierto con sus sequías y su polvo. Pero en lo esencial de la cons­titución física todo es casi lo mismo entre los Pi­rineos y el Sahara. Las dos partes que al norte y sur del Estrecho pueden designarse con los nom­bres semejantes y correspondientes de Iberia y Berbería forman un conjunto, en el cual no sólo se corresponden las características generales de suelos, producciones, etc., sino que hay incluso pa­ralelismos ele muchos detalles sueltos que se re­piten a uno y otro lado… Así, por ejemplo, entre-las alineaciones extremas de los Pirineos con los montes cantábríco-astures y la alineación princi­pal del Atlas son elementos centrales las dos me­setas castellanas, junto con las mesetas marroquí y argelina. Al borde del Mediterráneo coinciden los litorales agrestes con llanos intermedies de huertas, mientras por el costado oeste se alinean con igual continuidad las llanuras de Portugal y Marruecos atlántico. Al lado del Océano bajan cin­co grandes ríos en cada mitad, o sea: Miño, Due­ro, Tajo, Guadiana y Guadalquivir, por el lado de Iberia; mientras por el de Berbería son Sebú, Bu-Regreg, Um-er-Rebía, Tensif y Sus. Por el Medi­terráneo, el Segura, el Júcar y el Ebro correspon­den, en parte, al Muluya, el Chelif y el Meyerda. Y en el centro del sistema entero hay una zona intermedia, que, participando de ambas península s a la vez, cubre una misma cordillera, es decir, la Penibética, extendida desde el cabo Tres Forcas, en Melilla, hasta el cabo de la Nao, en Alicante. Los Pirineos, donde por el Norte termina el sis­tema, son agudos, compactos, hoscos, y durante mucho tiempo permanecieron inaccesibles en gran­des sectores, pues no tenían más pasos naturales que senderos de cabras al borde de abismos. Pero si por el Sur los montes del Atlas son más am­plios y abiertos, lindan con el reborde geológico llamado «escudo sahariano», que por un lado aprieta toda Berbería hacia el Mediterráneo y por otro la hace dar la espalda a la masa continente! africana propiamente dicha. Así ha podido decirse muchas veces y por muy diversos autores que Marruecos (con Argelia y Túnez) no es exactamente África, ni España con Portugal es completamente Europa, pues geográfica e históricamente exis­te un país natural que, comenzando en los Pirineos y terminando en el desierto, forma como un gran puente. Un país que si por una parte sirve de nexo a los dos continentes, por otra parto también puede considerarse como un pequeño mundo original cerrado en sí mismo, o sea, Ibérico-berberisco. Un mundo de transición respec­to al cual vale tanto como la manoseada frase de que África empieza en los Pirineos la de que Eu­ropa termina al sur del Atlas. La unidad natural fue, en tiempos, reforzada por el uso de nombres comunes para España y la península que la pro­longa, tales como el de Hésperís, de siglos greco-latinos, y el de Mághreb, que en el arabismo siem­pre designó a España con Marruecos, Argelia, Tú­nez y Libia. Al comenzar la Edad Moderna se per­dieron los nombres comunes. Pero desde el pasa­do siglo XIX comenzó a rehacerse, por razones unas veces políticas y otras sentimentales, el con­cepto de unidad hispano-marroquí, que más tarde han apoyado razones geográficas técnicas. Desta­cando en esto, entre nombres españoles, los de Saavedra, Coello, Costa, León y Ramos, Sangroniz, Martin Peinador, García Figueras, Cordero To­rres, Domenech y otros de origen portugués, como Oliveira Martins, Sardinha y Reparaz.
Desde el punto de vista humano, el papel de puente del conjunto hispano-berberisco sirvió des­de los albores de la Historia para que en la ma­yor parte de él se estableciesen razas llegadas del desierto y del Oriente más próximo, a la vez que sobro los rebordes septentrionales aparecían en el sector pirenaico influencias raciales del núcleo nórdico europeo. Muchos siglos después, y hasta los tiempos recientes, la mayor parte de los ele­mentos raciales diversos quedaron disueltos, o al menos confundidos, por la acción de las culturas hispano-latina e hispano-arábiga, pero permane­ciendo en grandes sectores el recuerdo de los gran­des entronques étnicos comunes originarios…
Después del primer período prehistórico paleolí­tico, respecto al cual no parece haberse llegado a conclusiones definitivas sobre los orígenes y rutas de sus rudimentarias culturas, hacia los finales de dicho paleolítico o en el neolítico más antiguo, mientras por el borde pirenaico-cantábrico sobre­vivían restos anteriores no africanos, como los franco-cantábricos, por el Sur y el Levante espa­ñoles se extendieron y arraigaron los elementos del grupo racial o cultural llamado capsiense, cuyo centro estuvo en el lado este de Berbería (aunque otros elementos del mismo grupo capsiense se di­fundieron también por Italia y el sur de Francia). España fue el sitio donde los capsienses dejaron sus mayores huellas, con cuevas llenas de pinturas. El mayor acontecimiento humano inicial en re­lación con las dos penínsulas del Estrecho fue el que se produjo entre el neolítico medio y el neolí­tico final, o sea, la expansión ibero-bereber, que teniendo al Sahara como centro y punto de parti­da, cubrió todo el sector berberisco, extendiéndose después por la península española de Sur a Norte, por la meseta central, y sobre el litoral este hasta Cataluña, y rebasando incluso los Pirineos algu­nos de los núcleos ibero-bereberes. Esta expan­sión fue produciéndose por diversas oleadas suce­sivas, a veces muy espaciadas unas de otras, cuya mayor intensidad pudo ser entre los años 3000 y 2500 antes de la Era cristiana (aunque hacia el 500 antes de la misma Era todavía se produjeron emigraciones expansivas). En ellas hubo dos fac­tores: étnico y de civilización. Respecto al prime­ro, se ha comprobado que físicamente los ibero-bereberes no fueron nunca una raza homogénea, pues siempre se vieron entre ellos gentes de as­pecto semítico, negroides, rubios, etc., a pesar de lo cual se impuso el predominio de un tipo más nu­meroso, moreno, de estatura media, magro y recogido (tipo que además de predominar hasta el si­glo XX en los núcleos rurales montañeses de Ma­rruecos y Argelia, es aún abundante en las Casti­llas, Aragón, León, Valencia, Andalucía, etc.). Y respecto a la civilización, fueron en los orígenes de especial interés las dos variantes que se han designado como «cultura sahárica» y «cultura al­meriense».
La cultura sahárica, que, como su nombre indi­ca, se desarrolló principalmente en el desierto, fue la manifestación más general de la de los pueblos del grupo llamado camítico, la cual, mientras en Egipto, Etiopía, etc., llegó a evolucionar en civi­lizaciones superiores con mezclas asiáticas, en el desierto conservó sus normas neolíticas origina­rias. La cultura alménense, llamada también ibero-sahariana, fue una variante de la anterior, que flo­reció especialmente en la costa mediterránea es­pañola hasta Cataluña y por los montes de Yebala en el norte marroquí, pero con núcleo más in­tenso en la actual provincia de Almería.
La mayor intensidad de las emigraciones ibero-bereberes, cubriendo la península berberisca para extenderse por la Ibérica (además de las que lle­garon a Canarias), se produjo por la desecación del desierto, que después de haber sido un país de praderas y pastos durante el período glacial, fue desecándose durante el neolítico, empujando a sus antiguas tribus blancas de pastores y cazadores. La expansión hizo que éstas ocupasen incluso zo­nas montuosas, aunque siguió predominando el pastoreo. Al Sur quedaron intercalados en los oa­sis sedentarios del desierto residuos de población negroide. Y el norte de la Península Ibérica siguió en poder de los pueblos anteriores no africanos, sobre todo los antepasados de los vascos.