Epílogo
«LA REVOLUCIÓN ISLÁMICA EN OCCIDENTE»
Ignacio Olagüe
Coinciden los testimonios arqueológicos y la Historia del Arte con los textos de la Escuela de Córdoba, que nos han permitido reconstituir la evolución de las ideas. En el curso de la confrontación que hemos emprendido de ambas fuentes de información, destaca como punto de convergencia un hecho de importancia extrema: Es a mediados del siglo IX cuando fue transformado en mezquita el templo de Córdoba. No era el acto del Emir, obra proseguida por sus sucesores, el fruto de un capricho o de un aliento pasajero, como la Historia nos ha dado tantos ejemplos. Era la coronación de la propagación de una idea. Venía el Islam a llenar un vacío provocado por la debilidad y la ausencia del cristianismo, en virtud de un juego de fuerzas constituido por el dinamismo de un cierto número y la ausencia de otras de signo contrario que les podían hacer oposición; juego que la Iglesia hispana y sus compadres los reyes godos no habían sabido o podido controlar.
Nos enseñan los textos cristianos y los testimonios arqueológicos la lentitud del proceso evolutivo. Se han desarrollado paso a paso a lo largo de un camino que para ser recorrido había necesitado varios siglos de esfuerzos. No podía ser de otra manera. El florecimiento de una nueva cultura, aunque hubiera germinado en tierra favorable, requería su tiempo. Sucedía lo mismo en Oriente, en las regiones que habían dado el ser a la civilización árabe. Por esta razón la historia de las construcciones arquitectónicas y la de las obras artísticas eran paralelas y sincrónicas en España, en donde las hemos estudiado, con la evolución de las ideas.
Era entonces fácil de comprender el mecanismo en virtud del cual la cultura romano‑cristiano‑goda se había de repente metamorfoseado en musulmana‑arábiga. Era tan brusca transformación el fruto de la apariencia debido a nuestros escasos conocimientos históricos. No podía haber sido revolucionada y trastornada una nación en tres años, como nos lo enseña la historia clásica, por obra y milagro de un fiat creador. Había requerido una lenta evolución de varios siglos.
Componen los testimonios que nos aporta la Historia del Arte un argumento definitivo en contra de los relatos legendarios que se han enseñado en la escuela. Es plástico, visual. No es menester dominar la complejidad de la historia de las ideas ni estar adiestrado en la crítica histórica. Si ejércitos árabes hubieran invadido España en 711, hubieran traído con ellos los principios arquitectónicos y artísticos que se explayaban entonces en Oriente con exuberancia. Los hubieran impuesto de modo autoritario. De ello quedarían muestra y prueba en las paredes de la Mezquita de Córdoba. Testimonios de todo género nos enseñarían que habían cumplido su función religiosa al servicio del Islam desde el comienzo de la invasión, no desde la mitad del siglo IX.
En realidad, se trata de una constante histórica. Cuando una nación importante —acontecimiento poco frecuente en la historia— ha estado sumergida y dominada por una potencia invasora, se paralizan inmediatamente las manifestaciones propias de su cultura, a veces en un grado tal que se muere y se fosiliza. Así ocurrió cuando los musulmanes persas invadieron la India cuando los turcos se apoderaron de Bizancio, cuando los españoles hicieron la conquista de Méjico. Fueron aniquiladas estas naciones. El hecho de que hubieran dado ya lo mejor de su genio, que hubieran agotado ya su energía creadora, no modifica en nada el planteamiento del problema. Explica solamente su anemia pasajera o definitiva la facilidad con que estos pueblos habían sido vencidos. Nada similar existe en la historia de España. Según la leyenda había sido aherrojada la nación por un enemigo extranjero, lejano, exótico, que traía en sus equipajes con una nueva civilización un arte nuevo. Mas, si se analizan los elementos del problema, se encuentra el historiador ante la imposibilidad de percibir tan siquiera los síntomas del cataclismo. Ahí están los documentos. Nada de ruptura violenta con el pasado. Ningún hiatus. Prosigue su propio desenvolvimiento la evolución de las ideas religiosas, intelectuales y artísticas, como si ningún nómada hubiera intervenido para perturbarla.
Como el fondo cultural de la población, no habían sufrido alteración alguna los principios artísticos y arquitectónicos en el curso de los años que siguieron a la pretendida invasión. Si de repente se hubieran hecho dueños los árabes de la Península Ibérica, en la misma se hubiera desarrollado un arte nuevo anteriormente desconocido. La escuela ibero‑andaluza no hubiera podido evolucionar hacia la arábigo‑andaluza. Bajo la dominación turca desapareció totalmente el arte bizantino. Ocurrió lo mismo en Méjico en donde el arte del Renacimiento desplazó al azteca. Por tal motivo es posible afirmar con certeza que si Andalucía hubiera sido invadida en el S.VIII por los árabes, no revestiría la Mezquita de Córdoba las formas arquitectónicas que todos admiramos. Hubieran sido soterradas en el inconsciente colectivo las viejas tradiciones. Nuevos conceptos llegados más tarde de Oriente no hubieran fermentado la masa de las ideas entonces en hervor, como la levadura que levanta el amasijo. Hubiera sido la civilización árabe la masa, no la levadura. Hasta Occidente se hubiera extendido su propia contextura. No hubiera florecido una cultura nueva en la España del sur.
Se impone por consiguiente el hecho: no ha sido la expansión del Islam hacia el oeste el resultado de una sucesión de invasiones militares milagrosamente logradas, sino de un clima revolucionario que ha permitido el brote de nuevos conceptos. Por lo cual, se puede concluir que los acontecimientos políticos concebidos como la consecuencia de acciones guerreras son aparentes, como lo son ciertos fenómenos. físicos o biológicos. Son efímeras las conquistas de las armas cuando no son el producto de la propaganda. Ha sido la historia de los hombres el fruto del juego de las ideas‑fuerza, difundiéndose en razón de su energía, retrocediendo por el hecho de su anemia; pero siempre en relación con circunstancias geográficas y culturales, favorables o perjudiciales.
Se desprende de nuestra rectificación una enseñanza e interesa la historia de Francia… y más allá a la historia universal. Pierde el lugar trascendental que hasta ahora había ocupado en los Anales de la Humanidad la batalla de Poitiers, en la que Carlos Martel había roto la expansión de los árabes por Occidente. Pues resultaría muy extraordinario que hubiera aniquilado este guerrero a sus ejércitos, si anteriormente no se hubieran encontrado en la Península Ibérica… y con antelación en el norte de África. Con mayor verosimilitud se trataba de un sencillo combate en que se habían opuesto gentes del sur y del norte de las Galias. No era el primero, ni sería tampoco el último. Ahora bien, ¿por qué los historiadores cristianos que escribían mucho tiempo después de los acontecimientos, habían dado un carácter mítico a esta batalla en la que la civilización cristiana había sido salvada, principio fabuloso que se ha mantenido hasta la era atómica … ?
En nuestro entender se plantea el problema en los términos siguientes: la separación entre Francia y España por una línea que corre por los picos del Pirineo, es el resultado de un proceso que se ha desarrollado a lo largo de la Edad Media. En los tiempos antiguos Francia y España como las concebimos hoy día no existían. Después de la dislocación del Imperio Romano, surgió en Occidente una multiplicidad de entidades locales que según la geografía, la tradición y las circunstancias tomaron las formas más diversas: núcleos monárquicos, ciudades independientes con apariencias más o menos republicanas, relaciones de tipo feudal entre siervos y grandes propietarios, costumbres ancestrales diferentes en cada valle o en cada merindad… Con el curso del tiempo se condensaron en Francia y en España dos polos energéticos en el norte y en el sur de estos territorios. Atraídas sus ramificaciones las unas hacia las otras en razón de ciertas particularidades históricas, se desarrolló a costa de las regiones intermedias que las separaba, esta amplia y laxa confederación de poderes locales, los cuales unidos por una cultura común que remontaba al magdaleniense, componían desde el siglo V una entidad social y política, vertebrada sobre un marco etnográfico y geográfico preciso: el Pirineo.
Las comarcas situadas en el sur de Francia, Aquitania, la Narbonense, la Provenza, pertenecían a las provincias romanas consideradas como unas de las más ricas del Imperio. Eran también de las Galias las más desarrolladas en las actividades culturales. Por esta razón han estado, dada su situación geográfica, en constante relación con el polo energético del sur, la cultura andaluza que florecía en el marco de la civilización árabe, provocando la admiración de los extraños. Tanto más cuanto que había estado unida con el Mediodía francés por lazos políticos largo tiempo. La entidad pirenaica y la mayor parte de la península habían formado por varios siglos un imperio con los visigodos. Por otra parte, el impacto del unitarismo había sido en sus poblaciones tan poderoso que según lo poco que nos ha contado el Biclarense habían sido las primeras, como lo hemos ya referido, en sublevarse contra las pretensiones de Recaredo después de su abjuración.
Cuando el sincretismo arriano a partir del siglo V empezó a lograr raigambre en la península no pudo seguir el sur de Francia el mismo proceso de evolución. Era objeto de fuertes presiones por parte de los francos norteños. Bárbaros y miserables, bajo el pretexto de la cruzada contra la herejía, predicada y alentada por los monjes, venían hacia el sur en busca de sus riquezas, los productos alimenticios que da el sol y que eran entonces los sinónimos del poder. Había empezado esta ofensiva desde la conversión de Clodoveo en el siglo VI, cuando en Vouillé, en 507, venció a los visigodos arrianos. Se prolongó hasta 1213; pues en Muret, cerca de Tolosa, fueron aniquilados los meridionales franceses por Simón de Monfort y sus gentes de lengua de oϊl, a pesar del socorro aportado por el jefe de la Confederación, Pedro I de Aragón, llegado desde las Navas de Tolosa para ayudar a su vasallo el conde de Tolosa, Raimundo VI. El pretexto de la guerra era siempre el mismo: la herejía. En este caso, la cruzada contra los albigenses.
En este orden de ideas debe entenderse la batalla de Poitiers, librada a poca distancia de la anterior de Vouillé. Gentes del sur, gascones y vascones, vascos del Pirineo, tolosanos y demás afines, con el refuerzo de aventureros alistados que habían huido del valle del Ebro diezmado por la pulsación, trataron sin duda de probar fortuna en una excursión por las riberas del Loire. Era un acontecimiento que se debe situar en la rúbrica de los sucesos cotidianos de aquel entonces. Mas los monjes que escribían las crónicas del reinado, alentados por el mismo prejuicio cristiano, alabaron al Dios de los ejércitos que había dado la victoria a los francos de Carlos Martel, porque defendían el cristianismo en contra del invasor, herético, extranjero y exótico ¡miserable hijo de Satanás! Así se convirtió el enemigo en un anónimo, en el sarraceno. Con la expansión de la leyenda española se hinchó el perro y se convirtió la acción de Poitiers en un acto extraordinario que había salvado de los árabes a la cristiandad.
La misma alteración de los acontecimientos podía desprenderse de las canciones de gesta que seguían el mismo influjo de la opinión y entre las cuales se distinguía por su inverosimilitud histórica la que describía la muerte de Rolando en los desfiladeros de Roncesvalles. Había sido de esta suerte convertido el valiente caballero no sólo en un campeón de las armas nórdicas, sino también en un verdadero mártir de la fe. Para convencerse basta, cotejar los poemas franceses e hispanos, divergentes en razón del mito porque han sido creados en ambientes distintos. Para el galo trovador, es el sarraceno un enemigo fantástico que goza de relaciones particulares con el mismísimo diablo. Para el poeta peninsular el musulmán es un hermano, cierto equivocado, pero que aparece en los relatos a veces más simpático que el héroe cristiano. Como hace tiempo que se ha apercibido la crítica de estas divergencias, han sido reducidos los hechos recitados a su debida proporción; y así, en los textos competentes la hazaña de Rolando ha sido insertada en el mundo de las leyendas. No podía ocurrir lo mismo con la batalla de Poitiers, porque para ello hubiera sido menester destruir el formidable complejo que se había formado en la tradición.
Si ahora oteando por encima de la anécdota, damos un paso adelante hacia la comprensión de los tiempos pasados para alcanzar los movimientos de fondo que agitaban entonces a las masas, se advierte que las poblaciones de la entidad pirenaica poseían un sentido crítico que podríase emparentar con estos tiempos aciagos en que habían dominado el sincretismo arriano y los recuerdos de su persecución.
En términos muy generales, se trataba de un mundo hirviente de ideas en donde el racionalismo greco‑romano había ejercido una acción importante en la evolución de las ideas religiosas. Sucedía lo mismo en Oriente en donde acaso había favorecido la génesis del arrianismo. Mas la oleada mística irrumpiendo desde Asia sobre Occidente alcanzaba también el sur de las Galias con sus frondosas ramificaciones, desde el judaísmo tradicional hasta los movimientos irracionales como la gnosis y demás escuelas dualistas.
Mas para los cristianos norteños, bárbaros e incultos, que no perdían el tiempo en disquisiciones teológicas, eran las gentes del sur paganos, pero paganos ricos. Había que salvarles del infierno en la otra vida, imponiéndoselo en la presente. La hipocresía religiosa escondía el afán de lucro y de pillaje. Ha sido esto una constante histórica. Si estaba el infiel envilecido por la miseria, no había cruzada. Conspiraban los saharianos no para conquistar y convertir el África negra, sino Marruecos y Andalucía; lo mismo, a orillas del Sena soñaban muchos con enriquecerse a costa de arrianos, cátaros y albigenses.
Así fue como la entidad pirenaica quedó dominada por gentes del norte y del sur, como atenazada, emparedada por dos poderosos. Reviste en España el problema mayor complejidad porque desde el siglo XI en adelante fueron asimilados los cruzados castellanos y afines por la cultura de los vencidos que deslumbraba al caballero pobre y famélico. En el sur de Francia ocurrió lo contrario. La cultura del Mediodía fue aherrojada no sólo por la espada, sino también por un cristianismo bárbaro y medieval que requirió mucho tiempo para ilustrarse. Pero en la acción desaparecieron con las libertades políticas muchas de las flores de la cultura de lengua de oc.
En nuestros días ha sido rememorada esta gesta y sus envilecimientos a los lectores actuales con gran espectacularidad. Se han emprendido estudios sobre la cruzada de los albigenses. Como pertenecen estos hechos a tiempos más recientes, al XIII, se conserva una mayor documentación para conocer los episodios de la invasión norteña. ¿Qué sabemos acerca de la cruzada en contra de los arrianos llevada a cabo en el VIII? Solamente nos consta que desapareció la herejía de modo por lo menos aparente. Mas dejó la agresión en herencia un estado de opinión que a pesar de esconderse en el subconsciente colectivo se transparenta de vez en cuando en la superficie. Se trata de un juicio crítico llevado a veces a extremos apasionados, como un cierto anticlericalismo exagerado, que contrasta con la mayor religiosidad de los nórdicos. Por esta razón se ha considerado desde la Alta Edad Media el Mediodía francés como tierra de herejes.
Anida en el inconsciente colectivo de las poblaciones como un movimiento de rebeldía congénita. De lo más hondo de los corazones se manifiesta esta disposición, como una fuente resurgente, a la menor ocasión, sea política o religiosa. Así, después de las guerras y revueltas de los albigenses volvió a resurgir el entusiasmó de las masas por la Reforma, que no era otra cosa que una protesta contra el poder constituido, el de los reyes en París o el del obispo de la ciudad eterna. Desde entonces hasta la tercera República, se aprovecharon estas gentes de las innumerables ocasiones que les procuraban los vaivenes de la política para alzar la voz y manifestar su oposición. Pues quedaba oculto en las masas campesinas un desafecto hacia el hombre del norte que antaño había impuesto su ley por el hierro y por el fuego.
No se ha traducido solamente este complejo insistente por el rencor popular, acto estrictamente negativo. Ha permitido también la expresión de valores positivos, limitados a la vida intelectual.
El juicio crítico que en Oriente había desempeñado un papel importante en la evolución de las ideas religiosas, logró florecer en un estallido de conceptos científicos y filosóficos. Fue transmitida esta labor a Andalucía en donde alcanzó en el XI y en el XII la mayor exuberancia de su genio creador. Fue entonces cuando estos intelectuales franceses que mantenían con España relaciones frecuentes supieron recoger y retransmitir al resto de Occidente los nuevos conocimientos recién adquiridos en matemática, en astronomía, en ciencias naturales, en medicina en geografía…, etc. De aquí la nombradía de las universidades de Montpellier y de Toulouse. Compite con el latín la lengua de oc como instrumento de expresión científica. Procedimientos literarios fueron imitados. Algunos ingenios de altura descorrieron el velo que escondía ciertas verdades filosóficas; lo que suscitó las iras de Alberto Magno y de Tomás de Aquino. Mas fue posible esta acción porque existía aún bajo las cenizas enfriadas un fuego que no se había completamente apagado. Sin el recuerdo de un espíritu crítico que pertenecía a tiempos pasados, hubiera sido inadecuada la transmisión de las enseñanzas de la cultura andaluza y por ello hubiera sufrido el genio del Renacimiento.
El juicio crítico, recuerdo del sincretismo arriano, ha llegado a ser el carácter dominante de nuestra civilización occidental; es decir, de su minoría ilustrada. Es interesante observar hoy día que este genio se ha mantenido vivo contra viento y marea en las masas del Mediodía galo, aunque pudiera ocurrir un similar fenómeno en otras regiones de la nación vecina. Era la supervivencia del testimonio de tiempos pasados que se traducía en el campesino iletrado por lo que se podría llamar una sabiduría escéptica. Puede estudiarse este mismo hecho en muchos otros lugares. Caracteriza, por ejemplo, al labriego andaluz aunque por otros motivos. Mas, tenían en común que esta sabiduría escéptica era el fruto de las grandes lecciones del pasado. No podían ser comprendidas si no se había previamente apreciado en su justa medida el alcance de estas olas de fondo que en el curso de la Edad Media habían trastornado una parte de Occidente, cuando en la confusión de las ideas el meridional francés —y podríamos incluir en el mismo concepto a los andaluces y a otros hispanos— habían sido transfigurados en sarracenos.