Gargoris, El Rey de los Curetes

«Historiadores y geógrafos, antiguos y modernos, coinciden en afirmar el clima bastante propicio a todo lo legendario que, como halo maravilloso flota, más que en la Península Ibérica entera, en su parte meridional; es decir, en lo fronterizo con África, a la banda de la costa que va desde las columnas de Hércules hasta Almería, en donde los pueblos del lejano oriente dejaron la semilla de los mitos heredados de Grecia, Caldea, Egipto, Fenicia, Israel…

 

Diego Vázquez Otero (Extraído de su obra: “Tradiciones Malagueñas”, editado en 1947) 

Y así se creó la leyenda de Tartessos, cuya existencia real la confirma, reiteradamente, nada menos que la Sagrada Biblia, aun cuando la ubicación de aquel pueblo es muy discutida todavía a pesar de los esfuerzos que se vienen realizando desde Estrabón en el siglo primero de nuestra era hasta el profesor Schulten en nuestros días; ocurriendo esto mismo con los curetes, sobre los que reinó Gárgoris, en esta comarca, según nos dice el historiador Justino al afirmar que el mentado rey se estableció con dichos curetes en Tartessos, civilizando muchos pueblos, pero sin decirnos de qué fuente había tomado esta fábula…

 

Según Diodoro de Sicilia, los curetes llegaron a ser algo así como un pueblo de genios que habitaban los bosques y las montañas, y que fueron contemporáneos de los titanes, habitantes de la Atlántida. En Creta, Asia Menor, Grecia Meridional y aun en los bosques tartéssicos, situados en la Serranía de Ronda, al occidente de nuestra provincia, eran venerados, no como seres inmateriales, sino como seres reales de carne y hueso a quienes se les atribuye, entre otras invenciones, la del arco, la ganadería y la agricultura.

 

Hay quien opina que los curetes fueron oriundos de Andalucía (2), que, pasando al Mediterráneo oriental, llevaron los gérmenes de una cultura que, andando el tiempo, habla de fructificar espléndidamente, en óptimas cosechas.

 

Estos hombres debieron ejercer su influencia sobre los andaluces (3) que aparecen poblando nuestra costa desde los tiempos del Cuaternario, disfrutando una paz de siglos, turbada, mucho tiempo después, por la venida de gentes extrañas como fueron los Geriones que, en lengua caldea, quiere decir peregrinos, quienes reinaron en Andalucía (2) la cuarta o quinta edad después del Diluvio; reyes fabulosos muy celebrados por los griegos que después de tiranizar a los naturales se llevaron el oro y la plata que tanto abundaba en su tierra, con otros metales sin ningún valor para ellos, después de aprovechar los extensos pastizales en beneficio de sus numerosos rebaños.

Y luego es Osiris el que viene desde Egipto al frente de una gran muchedumbre so pretexto de librar de la servidumbre a los andaluces (4). Riñe feroz batalla con Gerión el vaquero en los campos donde hoy está Tarifa; en cuya terrible lucha perece el propio Gerión y son destruidos los andaluces (4), quedando el campo por los egipcios.

 

Manda Osiris recoger el cuerpo sin vida del rey y dispone sepultarlo en los últimos confines de la boca del estrecho, en el mismo lugar en donde hoy se ve el poblado de Barbate, ordenando se le erigiese allí un túmulo ya que era tenido y consagrado como Dios.

No nos resistimos a omitir los hechos y las incidencias ocurridas hasta ver sentado en el trono a Gárgoris, rey de nuestra leyenda, aunque para ello tengamos que caminar a grandes pasos por el dilatado campo de la Mitología.

 

Digna de loa fue la conducta de Osiris, quien después de ordenar una educación perfecta para los tres hijos de Gerión, cuando estos fueron mayores, les restituyó en el trono de sus padres, retirándose él para que tuviesen el pleno dominio del reino y actuasen con absoluta libertad. Sin embargo, estos no correspondieron a tanto desprendimiento, pues quisieron vengar la muerte de su progenitor. Sabedores de que Trifon, hermano de Osiris, deseaba el reino de éste, se aliaron con él, y, en secreto, dieron muerte a Osiris. Isis, la reina viuda, encontró el cuerpo de su esposo, sepultándole en Abáto que es una isla cercana a Menfis, que por esta causa llaman Stigia, que quiere decir tristeza.

 

Pero tamaña traición no podía quedar impune, ocurriendo que Horus, que en aquel tiempo gobernaba la Seythia, se apresuró a volver a Egipto para vengar la muerte de su padre. Lo que ejecutó, matando a su tío Trifón; siguiendo una interminable cadena de venganzas y muertes en los reinados sucesivos de Hispalo, Hércules, y otros monarcas mitológicos que rigieron en Andalucía (2), tras los cuales lo hizo Gárgoris, que reinó en la comarca de los curetes, en parte, enclavada en la híspida serranía rondeña, en donde, como ocurriera en Tesalit, los titanes hicieron la guerra a los dioses…

 

Fue famoso este soberano a más de sus inventos, porque en su tiempo ocurrió la guerra de Troya, al final de la cual, los restos de sus ejércitos esparcidos por diversas naciones llegaron hasta la nuestra, donde afincaron. Fue entonces también cuando tuvieron lugar las singladuras de Ulises por nuestras costas, referidas por Homero, del cual copiaron griegos y latinos, añadiendo algunos adelantos que vinieron a mejorar notablemente la vida dura de aquellos hombres primitivos; tales como la de haber conseguido Osiris, la manera de uncir los bueyes para arar y sembrar la tierra, dando a aquellos un elemento más blando y apropiado, datando de entonces el plantar viñas y fundar ciudades.

 

El historiador Justino es el único que habla de Gárgoris, como conductor de las colonias establecidas en las costas gaditanas y malagueñas a las que supo dar una esplendorosa civilización, elogiada por todos los historiadores de la antigüedad.

 

Acaso fuera en su tiempo cuando las leyes se escribían en verso, entre otras razones, para su más fácil y deleitoso aprendizaje.

 

Más todas las aportaciones que hizo a la cultura y al bienestar común se vieron ensombrecidas por la lascivia, por la conducta cruel y pertinaz que tuvo con el fruto incestuoso de su hija, la princesa más bella y gentil del país, la más querida de sus súbditos.

 

Aquellos reyes, para sentarse dignamente en el trono, debían aparecer a los ojos de todos, limpios y puros; y libres de cualquier lacra, tanto física como moral. Gárgoris, a todo trance, tuvo que ocultar la funesta debilidad de poner su mirada concupiscente en su propia hija y tuvo que sufrir, mal de su grado, el remordimiento más atroz y las más terribles consecuencias. Con el corazón destrozado observaba que la alegría había huido de los ojos de la princesa. La veía huraña, hosca, triste, retraída. Ya no cantaba ni reía; una tristeza infinita la iba consumiendo; se iba marchitando como una flor privada de las aguas del búcaro; se iba apagando como una lámpara falta de óleo, pensando horrorizada la mancha que iba a caer sobre la fama del rey su padre tan pagado de su honor y de la limpieza de su prosapia. Más de una vez estuvo tentada por arrojarse desde lo alto de aquellos precipicios que tanto abundaban allí, en el corazón de los montes tartéssicos para arrancarse la vida; pero esto también sería menoscabo del buen nombre del autor de sus días, y acaso contribuyese a ser derrocado del trono, ya que para sentarse en él no debía padecer ningún antecedente infamante, ni ningún otro defecto, no sólo él, sino su progenie.

 

Al fin ocurrió que la princesa, bañada en llanto, tuvo valor para informar a su padre de cual era su estado. La determinación de éste fue ordenar a sus servidores más íntimos y fieles la inmediata reclusión de su hija en una torre alejada e inaccesible y la orden de vigilarla hasta el momento en que diese a luz el fruto de aquellos monstruosos amores y hacerlo desaparecer seguidamente.

 

Cumplióse de modo tajante lo decretado por Gárgoris. La desesperación de la madre que parecía no tener límites, se vio mitigada por el vaticinio de unos cabiros que auguraron que aquel niño recién nacido, vencería la muerte; que triunfaría, plenamente, de sus enemigos y que al fin reinaría, porque los dioses, desde aquel momento, lo tutelaban.»

 

LA LEYENDA DE HABIDIS, HIJO DE GÁRGORIS

«Ni Justino ni otros historiadores de la antigüedad nos han transmitido el nombre de la infortunada princesa madre del héroe de nuestra leyenda. Encerrada, por orden de su padre el rey Gárgoris, en torreón solitario perdido, entre los infinitos montes que se conglutinan en el centro del antiguo bosque tartésico, situado al occidente de Málaga donde actualmente está ese bello rincón andaluz que se llama la Serranía de Ronda. Si grande fue la tristeza y el dolor de la tal princesa al verse aprisionada entre aquellos muros, en recinto tenebroso, donde la luz apenas si entraba, separada del mundo y privada de todo contacto con familiares y personas queridas, figurémosnos cual no sería su desolación al observar como, un día, acabado de nacer el fruto que llevaba en sus entrañas, un hombretón rudo y fuerte que, en las sombras esperaba este momento, se lo arrebató, apretándole fuertemente contra su pecho. Sin atender a súplicas ni al llanto de la desventurada madre, salió de aquel cubículo, emprendiendo veloz carrera al través de las agrias y escarpes del monte en cuya cumbre se levantaba el fatídico torreón.

 

Se iba a repetir lo que en la lejanía del tiempo ocurrió a Semiramis, quien por ser hija de una sacerdotisa habla quería hacerla desaparecer. Abandonada en el desierto para que pereciese, unas palomas se cuidaron de alimentarla; recogida por el pastor Simas fue, años después, la fundadora del imperio Babilónico. A Ciro el Grande le sucedió lo propio. Condenado a morir apenas venido al mundo, un guardador de rebaños le salvó y crió, amamantándole la perra que defendía el ganado. O también aquel pasaje fabuloso atribuido a uno de los reyes de Albalonga, ciudad de los latinos, destronado por un hermano suyo que había obligado a la hija de aquel a hacerse vestal para impedir su casamiento y descendencia; más habiendo tenido ella del dios Marte dos hijos gemelos, Rómulo y Remo, mandó su tío arrojarlos al Tíber. También pudieron ser recogidos por un pastor. Y una loba los amamantó. Andando el tiempo, fueron ellos los que levantaron la ciudad de Roma, en la misma orilla del río, en que fueron salvados.

 

A todo trance, el libidinoso Gárgoris quiso, asimismo eliminar a la inocente criatura para evitar la mengua que ella representaba para su Casa. Ordenó a uno de sus más fieles servidores lo dejase en lo más áspero de un cerro, junto a unos roquedales, donde las fieras tenían su guarida a fin de que éstas le devorasen. Mas no sucedió así.

 

Al llanto del tierno infante acudieron aquellas, y, ¡oh sorpresa!, en vez de acabar con él, le acariciaron, empujándole suavemente hasta el interior de la gruta, donde con hierbas secas y pastos esponjosos tenían su camada. Allí le abrigaron y alimentaron, las hembras, con la leche de sus ubres.

 

Quería el abuelo de Habidis tener la certeza de que había perecido, y volvió a mandara su servidor para que indagase sí, efectivamente, había sido así, por los despojos y sangre que debían existir en el lugar en que fue abandonado. Cuando se ocupaba en este menester, oyó el llanto del pequeño en el interior de la espelunca. Aprovechando la ausencia de las fieras, se atrevió a entrar en ella, observando que se encontraba sano y salvo.

 

Contrarió al rey esta novedad, y, empeñado en exterminarlo, dispuso que su dicho criado, tomando las medidas oportunas, entrase en la cueva y le sacase de ella para ponerle en lugar donde la muerte fuera más segura. El pequeño Habidis fue colocado en un paso estrechísimo de la tierra por donde necesariamente tenían que pasar numerosos rebaños de vacas y de ganado equino a fin de que sucumbiese por las pisadas de los cuadrúpedos; pero como los dioses le guardaban para empresas elevadas, escapó del horroroso peligro, como había escapado del anterior.

 

Más no por eso cejaban sus verdugos en el propósito de exterminarlo; acordando ahora otro plan no menos cruel que los anteriores. Encerraron durante varios días a muchos perros y cerdos sin alimentarlos para provocar en ellos el hambre y lograr que hiciesen presa en las tiernas carnes del niño. Echado que fue éste a ellos, no recibió la menor agresión por parte de los hambrientos animales. Los dioses seguían tutelándole.

 

Finalmente acordaron arrojarlo mar adentro; pero las olas le sustentaron, dejándolo en una playa lejana en donde una cierva le amamantó y crió.

 

La nutrición que recibió en su primera edad, el ambiente y la grandiosa majestad de aquellas montañas, fueron parte de la agilidad y soltura de sus miembros y de los sentimientos que agitaban su pecho; corría como las cabras montesas; domesticaba con paciencia los gamos de pelo rojo y manchas blancas y a los corzos de cuernas ahorquilladas; especies que aún viven en los pinsapales rondeños, fatigándolos a veces en su carrera.

 

Confiado en su ligereza, y por ser naturalmente atrevido y vivísimo de ingenio, hacía presas por todas partes, entraba en las cabañas en busca de alimentos; tomaba de los rebaños los mejores corderos, sin que nadie se atreviese a hacerle resistencia.

 

Molestos los campesinos de la comarca de aquella conducta, se concertaron para deshacerse de él, tendiéndole un lazo en el que cayó. Preso y encadenado le llevaron a la presencia del rey.

 

Cuando Gárgoris contempló a aquel joven, arrogante, hirsuto, de formas vigorosas y bien proporcionadas, de mirada inteligente, de faz hermosa, bronceada por el sol y los vientos de las serranías, quedó como sobrecogido. Intuyó por maravilloso instinto que algo suyo había en aquel joven que tan fuertemente le atraía. Luego, retirados ya, en la intimidad de su aposento, descubrió la señales que siendo niño le imprimieron en su, viniendo en conocimiento que aquel era su nieto a quien tan sañudamente había perseguido. Arrepentido, dio gracias a los dioses por haberle librado de los peligros tan graves a que le había expuesto; le atrajo hacia sí, abrazándole tiernamente; el odio se había trocado en amor. Púsole por  nombre Habidis que quiere decir en lengua hebraica “el que estaba perdido”.  

 

Colmándole de honores y nombrándole heredero y sucesor del reino. A su muerte ciñó la corona. Acostumbrado a trabajos duros desde sus primeros años, a agudizar su ingenio, a industriarse para proveer sus necesidades y a ejercer cierto predominio sobre cuánto le rodeaba, su autoridad y buen gobierno aventajaron a las de los demás reyes antepasados suyos. Persuadió a sus súbditos que vivían diseminados por los campos a que se uniesen las familias para formar ciudades y aldeas con el fin de ayudarse mutuamente, demostrándoles la necesidad de una vida compacta para su propia seguridad y lo conveniente que es estar sujetos entre sí, con leyes y estatutos, introduciendo el ejercicio de las artes e industrias.

 

Las costumbres bárbaras de aquellos hombres se dulcificaron extraordinariamente.

Restituyó el uso del vino y el modo de labrar la tierra, olvidado ya por aquellas gentes que buscaba el sustento en lo que la tierra daba espontáneamente sin cultivarla. Ordenó leyes, estableció tribunales, nombró jueces y magistrados a fin de que la paz y la armonía reinasen. Con ello no sólo ganó la voluntad y el amor de sus compatriotas sino la fama entre los extraños.

 

Vivió luengos años, hasta que ya muy anciano trocó la vida por la muerte. Desapareció el cuerpo, pero la fama ha durado y durará lo que duren los siglos. Sus sucesores poseyeron su reino durante mucho tiempo, sin que sepamos sus nombres ni los años que reinaron. Sólo se sabe que Habidis y sus hazañas coincidieron con el tiempo de David, rey del pueblo israelita. Justino, escritor del siglo primero de nuestra era, es quien nos da estas noticias, sin citar de qué fuente las hubo tomado.

 

Cree que nuestro héroe fue contemporáneo de los Geriones, y que su reino no se extendía por toda la Península, sino por su parte meridional, en lo que hoy es la provincia de Málaga y la Costa del Sol. El Padre Mariana recoge esta leyenda en el Libro Primero, capítulo XIII; de su Historia General de España.»

 

Nota: Acerca de (1), (2), (3) y (4). Hemos trascrito el texto por su riqueza informativa y

amplitud expositiva pero, dado su exacerbado españolismo, hemos optado por sustituir

“España” por “Península” (1) y “Andalucía” (2) según el contexto. Así mismo “aborígenes” por “andaluces (3) y “españoles” también por “andaluces” (4). La numeración entre paréntesis permite conocer por cual se ha cambiado y cuál era la anteriormente escrita por el autor. Actuando así, no hemos pretendido tergiversar sino, muy al contrario, servir a la objetividad y al sentido original de la leyenda mitológica)