Prólogo
«LA REVOLUCIÓN ISLÁMICA EN OCCIDENTE»
Ignacio Olagüe
Cuando abandona el turista el Patio de los Naranjos y penetra en la Mezquita de Córdoba por el gran arco de herradura que encuadra su entrada principal, se encuentra de repente ante unas vistas insospechadas. Descubren sus ojos un bosque de columnas plantadas de modo simétrico. Sobrecogido por una atracción poderosa que le obliga a ir mas y más adelante, queda sorprendido desde los primeros pasos por el aliento de un soplo extraordinario, como si le rozara la cara el alma de este templo misterioso. A pesar suyo, he aquí que se siente arrastrado hacia un mundo desconocido, el cual podrá extraviar al irreflexivo, pero que fascina al espíritu sensible y advertido. Desconcertado, pronto comprende su incapacidad para establecer asociaciones de ideas entre estas impresiones tan fuertemente sentidas y su experiencia visual o el recuerdo de sus lecturas. Más o menos inconscientemente según su agudeza, percibe que no puede anudar relación alguna entre lo que contempla y las obras maestras de las civilizaciones antiguas de las cuales conserva en su memoria una visión indeleble: el Panteón, Santa Sofía, las góticas catedrales… Acostumbrado desde la infancia a calcular las dimensiones de un edificio desde su entrada con una mirada sencilla, en una intuición rápida, se da cuenta de su impotencia para medir el alcance de lo que ve. Si se adelanta, huyen las columnas y persiguiéndose se esfuman en el horizonte. En parte alguna descansa la vista para fijar su límite. Ninguna geometría euclidiana puede satisfacer su sentido del tacto. Le rodea el infinito por doquier, pues por todos lados se presenta la misma imagen, como reflejada por espejos múltiples.
Decidido entonces, se enfrenta el visitante con los fustes que le asedian por cualquier parte. De estilo toscano, en general de mármol blanco y liso, algunos en ónice, a veces con formas salomónicas o entorchadas, su similar altura y la elegancia de su porte dan un parecido ademán a las calles que se abren ante su vista. Aprecia inmediatamente que son diferentes los capiteles, debido sin duda a orígenes distintos. Levanta los ojos y percibe que sostienen arcos de herradura que se persiguen de columna en columna, en gesto gracioso y frívolo, sin ninguna utilidad aparente, cuando en realidad sirven de armazón para sostener el demasiado frágil conjunto.
Más alto aún, por encima de los contrafuertes sobre los cuales se apoyan los arcos de herradura, se yerguen ligeros pilares. Mantienen una segunda fila de arcos, éstos de medio punto, que soportan en la penumbra las vigas del techo y la carpintería de la techumbre. La ligereza producida por las piedras blancas alternando con ladrillos rojos del mismo espesor para componer en dos colores los arcos de herradura, la curva extremada de sus formas, la visión aérea de los dobles arcados producen una impresión inimaginable.
Asombrado se adelanta el visitante por el bosque sagrado. Sé detiene en las partes reservadas del santuario. Y, a menos que la indiferencia no traicione su insensibilidad por las maravillas del arte y por los placeres con los cuales enriquecen el espíritu, no sabrá en un principio expresar su admiración. Sólo asomará a sus labios una palabra: ¡Qué extraño! En su sorpresa, al punto surgirá de lo más hondo de su conciencia una idea: ¡ En fin! He aquí este Oriente encantador, inaccesible, mágico». Abstraído lejos de sus menesteres cotidianos, ya se siente impulsado nuestro occidental por la manía de filosofar. Reaccionando ante la magia del espectáculo, en dulce sueño se perderá su pensamiento como su mirada extraviada por entre las columnas…
¡Qué placer el poder alcanzar esta mística del Islam! ¿Tan misteriosa no la sentirían los creyentes al abandonar sus babuchas para penetrar en la mezquita, como en lo suyo le ocurre al bautizado cuando entra en una catedral, cabeza descubierta? Mas en verdad, quedando estas preguntas sin respuesta inmediata, insensiblemente se le ocurrirán otros pensamientos y el recuerdo de los árabes se entremezclará insensiblemente en el flujo de sus asociaciones mentales, sueltas ya con toda libertad. Y así, después de haber recordado con escolar dictamen la hazaña de Carlos Martel que al fin y al cabo había detenido la oleada arábiga, no podrá menos que sentir cierta admiración por esta gente que a pesar de todo había emprendido grandes empresas. Recordará los ejércitos sarracenos, conquistadores de medio mundo, cuyos descendientes se habían asentado en estas tierras del Ándalus que tan gran civilización les debía. Emocionado y acaso aturdido, quizá no se le pasará por la cabeza que también la Bética había sido el teatro de otra civilización y cuna de emperadores romanos, y que Córdoba, la ciudad de la Mezquita, lo había sido antes de los Sénecas y de los Lucanos.
Mas, ¡cuán suspenso hubiera quedado nuestro viajero si alguien interrumpiendo su soñarrera le hubiera susurrado al oído que era ya hora de despertar! Pues no habían conquistado los árabes esta ciudad y, con certeza, jamás construido este maravilloso monumento. Era la impronta en el cerebro de una enseñanza arcaica. Así, el mito de una soberbia caballería, arábiga en cuanto al jinete y a la cabalgadura, avanzando cual el simún en una nube de polvo, queda todavía fuertemente grabado en los espíritus, aunque hoy día algo descolorido por un más preciso conocimiento de la historia. Hasta nuestros trabajos, siguiendo a los analistas musulmanes y a los cronicones cristianos se había creído sin reparo alguno en la existencia de esta nube de langosta que se había abatido sobre Occidente. Como de acuerdo con este criterio habían traído dichos nómadas los elementos de una civilización que posteriormente se había desarrollado de modo sorprendente en el sur de la península, no suscitaba la Mezquita de Córdoba problema alguno. Ningún misterio traslucía. Lo que llamaba la atención del turista en su visita era el repentino contacto con el Islam, desconocido de los occidentales. Pertenecía al arte oriental la extraña belleza de tan sorprendente monumento y a la religión de Mahoma el encanto místico que desprendía.
A fines del siglo pasado empezaron arqueólogos españoles a restaurar iglesias que habían sido construidas en tiempos de los visigodos. Una de ellas, dedicada a San Juan Bautista y situada en Baños de Cerrato (Venta de Baños), había sido edificada por Recesvinto en 661, de acuerdo con una inscripción colocada en el transepto, frente a la nave principal. El hecho era indiscutible. La fecha de su construcción muy anterior a la pretendida invasión de 711, y sin embargo poseía esta iglesia soberbios arcos de herradura. Pronto se los encontró por toda la península, algunos tan bellos como los cordobeses y… no eran musulmanes. Se han hallado hasta en Francia, orillas del Loire, que de acuerdo con la tradición jamás alcanzaron los árabes. En fin, se averiguaba en nuestros días que habían existido arcos de herradura en fechas anteriores a nuestra era cristiana. De tal suerte que se podía establecer el proceso de su evolución desde aquellos tiempos remotos hasta su magna florescencia bajo los califas cordobeses.
Uno de los mitos de la historia occidental se venía abajo. El arco de herradura, cuyas curvas inverosímiles habían permitido las más extraordinarias extravagancias, no había sido traído de Oriente por los árabes invasores.
Más aún. A medida que se incrementaban los estudios emprendidos sobre el arte de la civilización arábiga, se percibía que los principios arquitectónicos empleados en la construcción de la Mezquita de Córdoba escasas relaciones tenían con el Asia lejana. Así como el arco de herradura, aparecía que estas técnicas antaño estimadas por extranjeras pertenecían a la tradición local, ibérica, romana y visigoda. Pero se complicaba el problema tanto más por el hecho siguiente:
Había sido construido este oratorio por los hombres y para los hombres. El arquitecto que dibujó los planos, no había dado suelta a su imaginación para satisfacer su capricho o su necesidad de creación artística. Sin menospreciar sus cualidades intelectuales, muy al contrario, había que reconocer sin embargo que las había puesto a disposición de una idea superior: la puesta en obra de una función para la cual había sido el templo objeto de un encargo, había sido construido y pagado. En una palabra, había sido edificado para la celebración de un culto religioso. Pero bastaba con pasearse por el bosque de sus columnas para darse cuenta de que este culto no pertenecía ni a la religión musulmana, ni a la cristiana. Pues la disposición interior de este monumento no ha sido concebida para el cumplimiento de las ceremonias prescritas por la liturgia de estas creencias.
Para decir sus plegarias en común, con sus genuflexiones y sus postraciones repetidas y hechas por todos los fieles con un mismo gesto, sólo necesitaban los musulmanes de un patio, como el que existía en la casa del profeta. Bastaba pues que el lugar, abierto a la intemperie pero cubierto por un tejado, permitiera la colocación de los muslimes en largas filas, formando un frente de tal suerte que pudieran con la vista seguir los gestos del encargado de la oración, el imán, situado ante todos ellos de cara al mihrab, aposento sagrado en donde se guarda el Corán. Por su parte, requiere el ritual católico un amplio espacio cubierto en el cual pueden los cristianos seguir el sacrificio de la misa celebrado por el oficiante. En ambos casos está fundada la liturgia en un mismo principio: el papel desempeñado por la vista en estas ceremonias. Así se explica con qué facilidad han adaptado los musulmanes las iglesias cristianas a su culto sin tener la necesidad de emprender grandes modificaciones en su arquitectura. Les bastaban escasas obras para transformar una basílica en una mezquita. Clásico es el ejemplo de Damasco en donde la sala de oraciones de la Gran Mezquita conserva aún la estructura requerida para el servicio anterior, cuando estaba bajo el patronato de San Juan Bautista. No ocurría lo mismo con la Mezquita de Córdoba. Perdidas en el bosque, las muchedumbres de los creyentes y de los fieles tuvieron sin duda alguna mucha incomodidad, los unos para seguir todos con un mismo movimiento los gestos del imán, los otros para comulgar espiritualmente con el celebrante en las distintas partes de la misa, quedando ambos ocultos por el juego de las columnas.
Por esta razón, por causa de su interna configuración, había sido finalmente adoptado el principio de la basílica por los cristianos. Pues estaba concebida de tal suerte que podía el pueblo desde todos los lugares disfrutar de un espectáculo entonces muy concurrido: ver al basileus cumplir majestuosamente sus funciones. Se impuso esta concepción arquitectónica a partir del siglo IV porque permitía a los fieles observar los movimientos y seguir las oraciones de los sacerdotes. Esto es imposible en un bosque de columnas. Ahora se entiende por qué la Mezquita de Córdoba, a pesar del sacrilegio artístico de Carlos V, jamás llegó a convertirse en una catedral, sino en una feria de pequeños altares. Por todo lo cual se deduce que tanto los musulmanes como los cristianos sólo habían sabido adaptar a las necesidades de su culto un templo que no había sido construido para las ceremonias respectivas de sus religiones.
Volveremos a ocuparnos de esta cuestión en la tercera parte de esta obra, cuando estudiemos la historia de la Mezquita de Córdoba. Por ahora es menester contestar solamente a una pregunta apremiante. Si el templo primitivo cuya interna configuración lo constituye un bosque de columnas, no ha sido construido ni para el culto musulmán, ni para el cristiano, ¿a qué rito o religión estaba destinado? ¿Cuál era el pensamiento que inspiraba el lápiz del arquitecto cuando dibujaba estas enigmáticas arquerías? ¿Qué aliento, qué llama podían unirle con el constructor? Pues, al fin y al cabo, quien paga impone su criterio. Sólo le toca al artista interpretarlo y realizarlo. ¿Qué fuerza poseía este soplo que les embargaba para que de esta colaboración surgiera una de las obras más geniales construidas por los hombres?
Nadie ha respondido a esta pregunta porque nadie, que sepamos, la había hecho. Mas no puede escamotearse: Ahí está la obra. Entonces, basta con pensar en las dificultades de concepción, de construcción y de interpretación que plantea tan extraño bosque de columnas, para apreciar que encierra un enigma histórico. Nadie hasta nuestros días se ha esforzado en explicarlo. Por nuestra parte, en las páginas siguientes nos dedicaremos a desenmarañar este misterio. Por ahora podemos solamente adelantar que esta imbricado en uno de los grandes problemas de la historia universal.
Por el alejamiento de los tiempos, por la ignorancia y la pasión religiosa, el trozo del pasado que ha visto al Islam propagarse por las orillas del Mare Nostrum ha sido sepultado como una ciudad antiquísima, bajo unos escombros imponentes, un alud de mentiras, de leyendas, de falsas tradiciones. De acuerdo con una interpretación primaria de la actividad humana, se había concebido la expansión del Islam, no como el fruto de una civilización, sino como el resultado de unas conquistas militares sucesivas y fulminantes. Idioma, religión, cultura no habían sido impuestos por la fuerza de la idea, sino con alfanjazos que habían diezmado a los guerreros oponentes y por el fuego que había aterrorizado las poblaciones indefensas. Con gran refuerzo de estampas resobadas se había descrito la invasión de Berbería, de la Península Ibérica y del sur de Francia, sin mencionar otras regiones cuyo problema no cuadra con los limites de esta obra. Ejércitos árabes en número inverosímil habían desbordado por todas partes como la oleada de un maremoto; lo que era un reto a la geografía y al sentido común. Era hora de apartar los residuos amontonados a lo largo de los siglos y destacar de este proceso las líneas generales de los acontecimientos. Sería entonces posible alcanzar el aliento que había dado tan singular vitalidad a estos tiempos oscuros, pero fecundísimos. El misterio de la Mezquita de Córdoba entonces podría quedar aclarado. Una más íntima comprensión de las resacas que a veces arrebatan a los hombres podría ser entendida. Nueva luz aclararía la evolución de la humanidad.