La Rueda de la Vida
¿POR QUÉ SOY ASÍ? Hay seis mil millones de seres humanos en este planeta e incontables formas de vida sensible. ¿Cómo es que he llegado a convertirme en este ser que piensa, siente, habla y ve cosas de forma única, diferente de cualquier otro ser viviente?
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INTRODUCCIÓN
¿POR QUÉ SOY ASÍ? Hay seis mil millones de seres humanos en este planeta e incontables formas de vida sensible. ¿Cómo es que he llegado a convertirme en este ser que piensa, siente, habla y ve cosas de forma única, diferente de cualquier otro ser viviente? El símbolo que nosotros conocemos en el Occidente como la Rueda de la Vida, conocido en sánscrito como el Bhavachakra, o Rueda de la Trasformación, nos muestra la respuesta a esta pregunta, y en el proceso nos dice muchas cosas más.
Recuerdo la primera vez que me crucé con la representación de la Rueda, pegada en una vieja pared blanca de un pequeño edificio en Londres, sus orillas estaban rotas y dobladas. Podíamos ponernos bajo ella y, bajo la influencia de una u otra sustancia psicotrópica, soñar en imágenes de libertad. En ese momento, no entendía su significado. Un monstruo sosteniendo firmemente un gran disco que estaba dividido en varios fragmentos en los cuales cosas extrañas y misteriosas pasaban – gente era descuartizada en pedazos, mujeres dando a luz, animales jugueteando, ejércitos peleando, demonios torturando gente, una pareja haciendo el amor… Nunca se me ocurrió averiguar lo que todo esto significaba. Ese tipo de preguntas no me llamaban la atención en ese entonces. Era una mandala, lo que sabía, y las mandalas estaban asociadas con el budismo tibetano, como en el Libro Tibetano de los Muertos, como en los mapas psicodélicos de la conciencia de Timothy Leary, como en la portada de Be Here Now de los Ram Das. Eso era suficiente. El hecho era, y nadie puede negarlo, que me resultaba muy exótica.
Si tan sólo hubiera sabido lo que ahora sé – que la Rueda no era solamente un póster, arrugado y sucio, pegada con cinta adhesiva a una pared despostillada – sino un espejo, reflejándonos los varios estados que hemos pasado, mientras nos recostábamos sobre nuestros camastros indios bajo nuestra mirada fija. Muda, incapaz de hablar su sabiduría hasta que descubrimos más, esa frágil y arrugada imagen de la Rueda nos habría dicho que todas las cosas que surgen mueren; que nuestras mentes determinan la forma en la que somos ahora, la manera en que hemos sido, y la forma en la que nos convertiremos. También nos hubiera dicho que podemos cambiar nosotros mismos para bien; que damos vueltas en una gran rueda de re- una y otra vez, pasando a través de mundo tras mundo, estado mental tras estado mental, vida tras vida. Interminablemente girando en estados de insatisfacción. Este proceso continúa rodando, definidamente, hasta que tomamos un descanso, despertamos y empezamos a tomar nuestro destino en nuestras propias manos.
La Rueda revela cómo todo esto funciona. Nos muestra quiénes somos ahora; cómo las cosas llegaron a ser como las conocemos; y cómo podemos cambiarlas para mejorar. Pegada en esa vieja pared, la rueda era un espejo esperando ser visto; un mapa esperando ser usado. Los orígenes de la Rueda de la Vida, como un símbolo desarrollado, se halla muy lejos en la historia del budismo. Antiguos textos indios canónicos contienen instrucciones para su representación gráfica, y un ejemplo, que data del siglo sexto, ha sido preservado en la pared de una de las cuevas budistas en Ajanta, India. Hoy día, su uso continúa siendo muy difundido en el budismo tibetano, y ahora ha legado al Occidente.
Una de las principales funciones de la Rueda es describir los procesos por los cuales giramos en ‘un círculo de renacimiento’. Todos los grandes maestros, desde el Buda en adelante, han enseñado que los seres sensible no iluminados están cautivos en el vasto proceso de un continuo renacimiento. Morimos y renacemos una y otra vez.
Esto no quiere decir que nosotros, como nos conocemos, renacemos con los mismos hábitos y características que tenemos en el presente. Tampoco sugiere que tenemos, de alguna forma, o en algún lugar, una esencia fija – algo como una ‘alma’ – que es inmortal y que siempre reencarna después de la muerte del cuerpo. El punto de vista budista es más sutil al respecto. Existe un cambio y la continuidad. En dependencia de lo que paso anteriormente surge lo que viene a continuación. Esta es una verdad universal enseñada por los Budas. Pero lo que viene a continuación no es exactamente lo mismo, con respecto, a lo que vivimos antes. Todo cambia – todo el tiempo. Así que, en dependencia de lo que soy en el momento de mi muerte, surge lo que seré en el primer momento conciente de mi próximo renacimiento. Es como una flama que pasa a través de un conjunto de ramas. La llama nunca es la misma. Pasando de rama en rama cambia constantemente. Pero hay una continuidad: a pesar de que cambia, sigue siendo una flama.
De vida en vida nacemos y renacemos, una y otra vez. La Rueda de la Vida se mantiene girando. Podemos entender sus enseñanzas de dos maneras. Macrocósmicamente, podemos tomarla diciendo que nos movemos de un nacimiento físico a una muerte física y así una y otra vez. O microcósmicamente, entendiendo que continuamente nos movemos de un estado mental a otro en un proceso de continuo cambio en el curso de nuestra vida – incluso en el curso de tan sólo unos momentos.
Pero, ya sea que la veamos de forma macroscópica o microscópica, una cosa es cierta. Como cualquier otra cosa, estamos en constante cambio. La Rueda de la Vida describe el mecanismo que gobierna los niveles más profundos del proceso de cambio. El pensamiento básico budista discierne dos profundamente diferentes formas de ser. La gran mayoría de nosotros, experimenta el mundo en términos de una constante reacción entre dos polos opuestos. Experimentamos algún placer, pero algunas veces nos trae dolor. La felicidad da la pauta al dolor, el dolor a la felicidad. Al no saber la verdadera naturaleza de la realidad, seguimos en un círculo de interminable fin entre los polos de la felicidad y la tristeza. Esta tendencia cíclica es el proceso del Samsara, la cual es la vida tal como todos la conocemos, un continuo giro, de la cual la imagen de la rueda proviene. El nacimiento nos regala la muerte, la muerte el nacimiento, y así una y otra vez. Pero además de este proceso ‘samsara’ existe el proceso ‘nirvana’.
Nirvana, es un sinónimo de Iluminación. Representa la extinción de todos los intentos de ir hacia un auto centrismo que abriga a los no iluminados y los mantiene atrapados en la Rueda. Libres de la mentira, motivados por la amabilidad, generosidad, y sabiduría, la persona Iluminada actúa sólo en un mundo para el beneficio de los demás. El camino hacia la vida espiritual, el proceso ‘nirvana’, nos lleva hacia adelante y hacia arriba, alejándonos de la Rueda, hacia la Iluminación. La Rueda de la Vida nos muestra cómo funcionan los procesos cíclicos del Samsara, y nos señala el camino hacia el Nirvana.
Subrayando la concepción completa de la Rueda de la Vida se encuentra la idea budista de karma. Esta idea es muchas veces entendida como el principio de justicia retribuida que determina la condición de vida de una persona. Esta no es la opinión del budismo. En el budismo, karma significa más que una ‘acción voluntaria’, y la teoría del budismo nos dice simplemente que todos los actos voluntarios, de cuerpo, habla o mente, inevitablemente tienen consecuencias, y la calidad de esas consecuencias ya sea que contengan alegría o envidia dependerán de el estado mental que las motivó. Estados mentales positivos como la amabilidad claridad y generosidad, dan paso a actos que tienen consecuencias benéficas. Estados mentales negativos, como el rencor, confusión, y maldad, nos lleva a actos que tienen consecuencias dañinas. La Rueda de la Vida nos muestra algunas de las formas en las que el mecanismo del karma opera.
No hay una sola versión de la Rueda de la Vida, pero la descrita en este libro contiene todos los elementos más comúnmente usados. Antes de examinar los componentes de este gran símbolo con más detalle, me permitiré introducir los principales elementos de la Rueda de la Vida tal y como los encontramos en nuestra ilustración.
La Rueda esta dividida en cuatro círculos concéntricos. Al centro, encontramos un gallo, una serpiente y un cerdo, cada uno mordiendo la cola del que se encuentra al frente. Estos tres animales representan, respectivamente, ansia, aversión e ignorancia espiritual.
El siguiente segmento esta dividido en dos, una mitad negra y la otra banca. En la blanca, seres – de acuerdo con sus actos hábiles – ascienden a los cielos. En el segmento negro, debido a sus actos torpes, caen hacia los infiernos.
El siguiente círculo, el cual es el mas grande, es dividido en seis segmentos. Estos ilustran los seis modos primarios del ser – o reinos – en los cuales la conciencia se manifiesta. Estos son, empezando desde arriba y procediendo con las manecillas del reloj, los reinos de los dioses, los titanes, los fantasmas hambrientos, los seres del infierno, los animales y los humanos.
En nuestras ilustraciones un Buda aparece en cada uno de estos reinos. Este es el Bodhisattva Avalokiteshvara, la personificación de los aspectos compasivos de la Iluminación. En cada reino sostiene un objeto que muestra lo que los seres necesitan para poder dar el siguiente paso en su desarrollo espiritual.
El círculo final de la Rueda, es el borde, dividido en doce segmentos. Estos ilustran varios estados del proceso de pratitya-samutpada, o ‘co-producción condicionada’. Este describe el proceso a través del cual nosotros y los reinos que habitamos surgen y mueren en dependencia sobre condiciones siempre cambiantes.
En el primer segmento, un hombre ciego con un bastón busca a tientas un camino hacia adelante. Este describe el estado de la ignorancia espiritual en la cual los seres no iluminados se encuentran. A continuación, un alfarero haciendo ollas de barro. Esto describe nuestros samskaras, nuestra ‘formación kármica’, los profundos procesos habituales que hay debajo de nuestras acciones. Después vemos a un mono trepando un árbol; un bote con cuatro pasajeros, uno de los cuales es el que dirige; y una casa con cinco ventanas y una puerta. Estos representan; los cinco skandhas – los constituyentes básicos de los organismos psicofísicos; y los órganos del sexto sentido (en el budismo, la mente es el órgano del sexto sentido). Después vemos a un hombre y una mujer abrazados, seguidos por un hombre con una flecha en su ojo, simbolizando los sentidos del tacto. A continuación, una mujer ofreciendo de beber a un hombre sentado – sed o ansia; un hombre colecta fruta de un árbol – codicia; y una mujer embarazada representa la ‘transformación’. En los últimos dos segmentos vemos a una mujer dando a luz y un cadáver – representando el nacimiento y la muerte.
Toda la Rueda esta siendo detenida firmemente en las manos y mandíbula de un gran monstruo – Yama, el señor de la Muerte – quien representa el inevitable hecho de la impermanencia universal. En cierto sentido, Yama tiene dos caras. Sosteniendo la Rueda, lo vemos en su tradicional forma colérica. Aquí representa el hecho de que todas las cosas son sujetas al cambio y a la transformación. Ansiamos seguridad, anhelamos los conocido, y nunca deseamos perder las cosas placenteras o experiencias con las que contamos. Como resultado, sufrimos. Pero Yama también representa la posibilidad del cambio para mejorar. Por que las cosas son impermanentes, por que están en constante cambio, cada situación puede ser mejorada y nosotros mismos podemos crecer y cambiar para bien.
Lo que significa el cambio para bien esta explicado en los últimos dos símbolos. En la esquina superior derecha vemos la figura de un Buda, y en la esquina superior izquierda una luna llena, que contiene la figura de un conejo. En el occidente tenemos a un hombre en la luna; en otras partes del mundo tienen un conejo. La historia de cómo llegó es la que sigue.
Había una vez un conejo, que se sacrificó a si mismo para alimentar a un hambriento invitado. El invitado, en este caso, resulto ser el gran dios Indra disfrazado, y el conejo era el Buda, que estaba todavía siguiendo su carrera Bodhisattva. Indra devolvió la vida al conejo y dibujó su imagen en la luna llena, donde puede ser vista hoy día – un recordatorio constante del espíritu Bodhisattva de generosidad y auto sacrificio.
El Buda, señalando un conejo en la luna, nos muestra el camino Bodhisattva. El cultivo de una actitud profundamente altruista, él nos dice, es la forma de escapar de la rueda. El cómo lo hagamos depende, sin embargo, en cierto punto, de nuestro entendimiento de cómo son las cosas y como llegaron a ser así.
Por esta razón, la Rueda de la Vida es un símbolo de tremendo significado espiritual. La podemos usar para ayudar a localizarnos – para vernos a nosotros mismos, al menos hasta cierto punto – como realmente somos. Entonces sabremos no sólo lo que tenemos que hacer sino también cómo hacerlo.
EL CENTRO
El GALLO, LA SERPIENTE Y EL CERDO –el deseo, la aversión y el engaño- que se persiguen en torno al centro de la Rueda, representan a las fuerzas impulsoras del Sansara. El gallo rojo, símbolo de la codicia y de la lujuria, constantemente pica por la tierra buscando comida; la serpiente verde mira acechadora con ojos llenos de odio y el cerdo negro se revuelca en el barro de la ignorancia. Cada uno muerde con fuerza la cola del que le precede – codicioso, malevolente y ciego.
Estos “tres venenos” –el deseo, la aversión y el engaño- están indisolublemente entrelazados. Cuando actuamos desde la codicia, odiamos lo que se nos interpone y reforzamos nuestra ignorancia fundamental. Esta es la ignorancia del hecho según el cual la existencia mundana no puede nunca satisfacer completamente los deseos, es ignorar que el sufrimiento viene de nuestra codicia, que la felicidad viene de la terminación del deseo; es ignorar que hay un sendero que podemos seguir que conduce a la cesación del deseo.
Ignorando estos hechos, incapaces de tenerlos en cuenta, o poco dispuestos a hacerlo, constantemente actuamos, hablamos y pensamos en modos que sencillamente no nos ayudan. Insatisfecho con mi estado de aburrimiento, pongo la televisión y como un autómata, veo unos momentos de una telenovela antes de vagar hacia la cocina para acumular algo más de peso excesivo por el beneficio de una pasajera experiencia sensorial (una tostada con miel). Entonces vuelvo hacia el salón para hacer una llamada telefónica a un amigo, en el curso de la cual hablo con sarcasmo de un conocido mutuo que me irrita. Y así sucesivamente, una y otra vez, girando y girando. Deseo, aversión; deseo, aversión. Estado mental pasajero tras estado mental pasajero. Actuando así me mantengo ligeramente anestesiado; tomando esto, rechazando eso, impulsado de un momento a otro por un sentido de insatisfacción subyacente al que no estoy dispuesto a hacer frente por completo.
El Buda nunca condenó el deseo, el odio y el engaño por que fueran pecaminosos. Son simplemente parte del modo en que son las cosas, parte de lo que somos. Pero el Buda dijo que si deseamos escapar del sufrimiento debemos liberarnos de sus ataduras. Esto no es fácil, ya que los tres venenos yacen en la raíz del Sansara.
Para que cualquier organismo exista deben estar presentes dos factores esenciales. El organismo debe tener sus límites, de modo que se pueda decir “esto, el organismo, es lo que está dentro de los límites, el resto del mundo está fuera”. Admás deberá tener la capacidad de mantener sus límites más o menos intactos, tomando lo que necesita para sobrevivir y rechazando lo que le amenaza. Esto es cierto para todos y cada uno de los organismos: seres humanos, jirafas, peces de colores y las unicelulares amebas, así como para las ciudades, los países y las corporaciones públicas. Los animales que no pueden alimentarse o defenderse se convierten en comida para otros animales. A los países incapaces de defenderse los absorben países vecinos más fuertes que ellos. Es intrínsecamente necesario para todas las formas de existencia tomar lo que necesitan y rechazar lo que les amenaza.
Pero hablemos de los límites. En eso está, en cierto sentido, la esencia del problema del ser humano no iluminado. Puesto que aunque necesitemos tomar sustento y rechazar lo que nos amenace para sobrevivir, en el sentido ordinario, terminamos por tomar nuestros límites demasiado en serio. Los tratamos como si fueran fijos e inmutables, luego vivimos confinados completamente dentro de los límites de nuestra piel, como si en algún modo estuviéramos esencialmente separados del resto de la vida. Así los tres venenos nos tienen en su poder.
Al experimentarnos como algo fijo y separado, separados en un sentido profundo de las otras personas y del resto nuestro ámbito, nos sentimos amenazados e inseguros. Uno es tan sólo un ser pequeñito, insignificante y mutable a la deriva en el vasto universo de lo ajeno que es potencialmente una amenaza. Somos pequeños y relativamente poco poderosos, lo que no es uno mismo es inmenso y enormemente poderoso. Al vernos así, nuestra tendencia natural es enfatizar excesivamente los procesos de tomar y rechazar. Tratamos de tomar todo lo que podamos de aquello que pensamos que nos dará seguridad –la comida, el confort y el estatus –y rechazamos lo que amenace a estas cosas. Todo esto lo hacemos bajo el engaño que nos hace creer que somos en definitiva seres fijos y separados, que es mejor apropiarse de más en el Sansara y que podemos preservar nuestra imaginada separación del resto de la vida manteniendo lejos constantemente lo que nos amenaza.
Este proceso es intrínsecamente inestable, puesto que no somos entidades fijas e inmutables. Cambiamos constantemente, como todas las demás cosas en el universo, incluso de un instante a otro. Tratamos en vano de resistirnos al cambio, llevando vidas seguras, ceñidos a nuestras rutinas, o buscando satisfacer hábitos neuróticos, como la consolación en la comida, las compras por ocio, lo que obstruye nuestras energías y genera sufrimiento para nosotros y para los demás. Aunque poseamos el último modelo de zapatillas deportivas y bebamos muy buen cappucino, mientras nuestra propia estima y seguridad psicológica dependan de estas experiencias, nuestra postura seguirá siendo fundamentalmente insostenible. Incluso quienes viven en el pináculo de la moda un día enfermarán y morirán.
Sentirse seguro en si mismo, como si fueramos algo fijo y completo –separado del resto de la vida- es lo que uno constantemente trata de lograr, pero eso es imposible de alcanzar tal y como es la realidad. Ya que en definitiva no podemos nunca ser algo separado. En cada momento afectamos a todo en nuestro medio y somos afectados por ello. El aire que respiramos, la comida que comemos, las impresiones e ideas que recibimos, todo esto viene de fuera. No hay nada dentro de nosotros que no sea afectado por el proceso de intercambio continuo entre nosotros mismos y nuestro medio.
El mundo por el que nos movemos es movimiento y cambio constante. Pero nos hemos construido un sentido fijo del mundo en el que, como sujetos que tienen más o menos sus límites y son inmutables, interactuamos con un mundo de objetos estable. Por consiguiente experimentamos una fricción constante entre las cosas como son y el mundo de nuestro engaño. Topándonos contra la realidad, pero sin estar nada dispuestos a confrontarnos con ella, sufrimos una y otra vez. Sólo cuando dejemos nuestro apego engañoso nos libraremos del sufrimiento.
El deseo, la aversión y el engaño tienen raíces profundas en nuestra psique. El gallo, la serpiente y el cerdo impulsan el mismísimo centro de la Rueda. Entre los tres condicionan mucho de la forma en que vemos el mundo y mucho de nuestro comportamiento. Son la fuente de todo nuestro sufrimiento, pero el Buda nos aseguró que pueden ser transformados. La codicia puede transformarse en generosidad, el odio en compasión y la ignorancia en sabiduría.
Llevar a cabo tales cambios requiere esfuerzo constante durante tiempo, quizás durante vidas, pero se puede hacer. Además se puede hacer poco a poco. Empezamos a progresar inmediatamente desde el momento en que empezamos a esforzarnos seriamente para socavar las raíces de los tres venenos que llevamos dentro, por medio de la práctica del sendero budista de la ética, la meditación y la sabiduría. El deseo, la aversión y el engaño no son nuestras únicas motivaciones; también llevamos dentro el deseo por el bien y cuando damos rienda a ese deseo, entonces la fuerza impulsora del centro de la Rueda disminuye. Al estar menos impulsados por el deseo ciego y la aversión nos volvemos cada vez más conscientes de la posibilidad de la verdadera liberación y nuestros corazones llegan a anhelar más eso que la costumbre del deseo.
Al cultivar la generosidad, la bondad y la claridad, empezaremos a andar sobre el sendero de la vida espiritual budista, el sendero altruista que indica el Buda cuando señala, en la ilustración, a la liebre en la luna. El progreso en el sendero será rápido o será lento, pero de algo podemos estar seguros: Siempre que nos esforcemos habrá progreso.
EL SEGMENTO BLANCO Y EL SEGMENTO NEGRO
EL SIMBOLISMO en esta parte de la Rueda es todo lo patente que puede ser. Está expuesto literalmente en blanco y negro –luz y oscuridad. El budismo no nos dice que los actos sean buenos o malos, nos dice que son hábiles o torpes. Los actos hábiles conducen a resultados beneficiosos. Luego en nuestra ilustración, los seres que llevan a cabo actos hábiles ascienden de las profundidades a las alturas, de los infiernos a los cielos. Los actos torpes conducen al sufrimiento –los seres que repetidamente actúan de ese modo caen a los infiernos.
Nuestros actos son rara vez tan blancos o negros; no es siempre posible hacer distinciones tan tajantes. Pero es necesario hacerlo, como lo hace con mucha claridad la imagen, para explicar el principio del karma, ya que es uno de los principios definitorios que subyacen a todo el simbolismo de la Rueda de la Vida.
Todos los actos voluntario acaban dando fruto. Nuestra voluntad condiciona a aquello en que nos convertimos. Los actos que provienen de la generosidad, la bondad y la claridad dan frutos agradables; los que están radicados en el deseo, la aversión y el engaño los dan insanos.
Los seres son los propietarios de sus karmas, herederos de sus karmas, el karma es el vientre del que nacen. Para cada ser su karma es su amigo, su refugio. Del karma que llevan a cabo, bueno o malo, serán los herederos.
“Karma” quiere decir literalmente acción voluntaria, ya sea del cuerpo, el habla o la mente y nuestros actos pueden dividirse a groso modo en dos tipos: los hábiles y los torpes; los que conducen hacia la luz de la claridad y los que tienden hacia la oscuridad de la confusión.
Contrariamente a las religiones teístas que respaldan a los sistemas éticos tradicionales de Occidente, el budismo nunca ha hablado en términos de “bueno” y “malo”. En el pensamiento budista, ningún acto es bueno o malo en sí. El budismo prefiere centrarse en la intención que hay tras el acto. Lo que importa es la naturaleza de nuestros motivos. Esto no quiere decir lo que no hacemos adrede no tenga consecuencias. Si resbalo en la cocina y le derramo encima a un amigo el té hirviendo, eso sin duda tendrá consecuencias. Pero las consecuencias serán de un orden completamente distinto de las que tendría haberle vaciado la tetera encima intencionadamente. Los actos sin intención no modifican nuestro carácter.
Todos sabemos como es tener sentimientos de cariño y buena voluntad hacia los demás. Quizás en un día soleado, yendo de paseo por bellos parajes campestres con un buen amigo el mundo resplandece de vida, de color, los pájaros cantan y nos sentimos expansivos y generosos, completamente parte del proceso que es la vida –sensibles, valientes, abiertos a experiencias nuevas. Queremos lo mejor para todo el mundo, para todos los seres vivos. Actuando, hablando y pensando de ese modo, reforzamos lo bueno en el mundo que habitamos y nos sentimos menos separados de los demás, menos separados del resto de la vida. Pero también sabemos lo que es no sentirse así; sentirse irritable y separado de los demás. Nos sentimos encerrados dentro de los apretados límites de nuestra piel en un mundo que es incómodo y hostil, oscuro y confuso. Actuando a partir de sentimientos como esos, ponemos ante el mundo las alambradas con púas y contribuimos a mantener un mundo de apariencia hostil.
Absolutamente todas las cosas son mutuamente interdependientes. Esto lo sabemos casi de modo intuitivo. Vemos como cae la hoja y se transforma en el humus que enriquece el suelo que alimenta al árbol en el que crecen las hojas que caen. Vemos que nuestra alimentación depende del granjero, del camionero, del mayorista y del tendero (y de un número incontable de seres). Sabemos que sonreír a la gente envía y propaga ondas que elevan el ánimo de una, otra y otra persona.
Los pensamientos de este tipo nos ayudan a fomentar sentimientos de empatía. No somos los únicos seres que contamos. Hay billones de seres que viven en el planeta y todos dependiendo unos de otros en incontables formas. Y eso no es todo. Todos nosotros –todos los seres humanos, como mínimo- tenemos la capacidad de entendernos, de comunicarnos mutuamente y estimarnos cada vez más. Interesados por el bien de los demás, actuamos hábilmente, gozamos de la felicidad y nos aproximamos a la Iluminación.
Por otra parte, creer que las personas estamos intrínsecamente separadas unas de otras refuerza nuestra tendencia natural hacia el egoísmo. Cuando nos parece que los demás compiten con nosotros por los escasos recursos (ya sean de comida, estatus, poder o afecto), surgen intenciones que se basan ante todo en el interés propio y actuamos de forma torpe. El resultado es que sufrimos y permanecemos atrapados dentro del ciclo de la existencia; fríos, solos y alienados.
La ética budista, por consiguiente, comienza por un interés en uno mismo bien entendido. Si cultivas las intenciones positivas, actuarás cada vez más hábilmente. El resultado será que te aproximarás a la Iluminación y aumentará tu felicidad. Viviendo más y más en la luz de la claridad, dejando atrás la oscuridad de la confusión, progresivamente te desharás de los hábitos del egoísmo engañoso que te causan sufrimiento.
No obstante, la ley del karma no determina todo lo que ocurre en el mundo. El Buda enseñó que todo lo que surge depende de condiciones que le preceden. Pero la condicionalidad no funciona al azar. Se despliega de modo ordenado y, según un comentario tradicional, hay cinco ordenes de condicionalidad. Es útil tener un conocimiento rudimentario de ellos porque nos ayuda a comprender el lugar que ocupa el karma en la disposición natural de las cosas.
Con toda brevedad y en sentido de complejidad ascendente tenemos, primero, la condicioanlidad de orden físico inorgánico que gobierna la materia inanimada y que corresponde más o menos a las leyes de la física; sigue la condicioanlidad de orden físico orgánico que gobierna la materia animada y corresponde más o menos al nivel de la leyes de la biología. El orden mental gobierna los actos mentales no voluntarios, como la sensación de hambre cuando la comida está presente y corresponde a ciertos aspectos de la psicología. El orden kármico o ético gobierna el modo en que los actos intencionados tienen consecuencias positivas y negativas. Finalmente, hay un orden transcendental que gobierna las últimas fases del “sendero espiral” que conduce hacia arriba dejando atrás la Rueda y del que se hablará más adelante.
Luego la ley del karma es parte de un sistema natural. No hay nadie que reparta recompensas y castigos. El sistema es consecuencia de la forma en que son las cosas.
En el budismo no hay soberano divino ni juez cósmico, por consiguiente no hay lugar para ningún sentido de pecado o idea de salvación divina. Sin estas dos cosas, queda extirpada también la sensación de culpa irracional que atormenta a tantas personas educadas en Occidente hoy. Somos como somos. Por ser seres humanos no somos intrínsicamente ni buenos ni malos. Pero tenemos la facultad de elegir. En cada momento podemos elegir actuar hábilmente o torpemente. Podemos ir hacia la luz de la claridad o permanecer enfangados en la oscuridad de la confusión. A nosotros nos toca elegir y, tal y como muestran el segmento blanco y el segmento negro, viviremos con las consecuencias.
LOS SEIS REINOS
EL SIGUIENTE CÍRCULO de la Rueda está dividido en seis segmentos. Cada uno de ellos representa una de las formas en que aparecen los seres vivos. Tradicionalmente se les llama los seis reinos.
Los seis reinos se pueden ver desde una perspectiva psicológica. Así los reinos (el de la belleza, el de la fiera competición, el del deseo neurótico, el del tormento agudo, el de la indiferencia perezosa y el de la creatividad humana) muestran algunos de los diferentes estados mentales que ocupamos incluso durante el paso de unas horas.
John por fin llega a casa después del trabajo, pone una sonata de piano de Beethoven y empieza a relajarse. Poco a poco, compás atronador tras compás atronador, su mente se une a la música y entra en el reino de la belleza olímpica –el reino de los dioses.
Pero como todas las cosas, la música llega a su fin. Los comienzos del aburrimiento se apoderan de John. Coge un periódico sin saber porqué y se pone a hojearlo. De repente le llama la atención un anuncio. Se puede comprar un ordenador nuevo por sólo 1.299 libras, y esto incluye además: una cámara digital, un escáner, impresora en color… ¡Asombroso! Y el ordenador es rápido… Lo que él podría hacer con eso… Así si que pondría en serio a escribir la novela…
Ahora bien, John no puede permitirse gastar 1.299 libras, no después del viaje a Nueva York con Jenny. Pero quiere el ordenador, realmente lo quiere. De hecho se está dando cuenta de que su vida no estará realmente completa, él no estará completo, a menos que lo tenga. Consiguiéndolo tendría todo lo que necesita y alcanzaría satisfacción completa en su vida. No querría ya nada más, pero tenía que conseguirlo. Este es el reino de los pretas, el del deseo neurótico.
Discurriendo sobre la forma de sacar el dinero para comprar el ordenador, John se inventa un plan para traicionar a Bill, uno de sus colegas de la oficina con quien tiene confianza. Al fin y al cabo aquello no es más que una lucha para trepar. Se apuñalan por la espalda constantemente. Él sabe como las gasta Bill… Si lo ascendieran a él por encima de Bill, si la dirección supiera como era realmente Bill, entonces a él le subirían el sueldo y conseguiría el ordenador, sin problemas. Quizás un coche nuevo también… John se desliza y cae al reino de los anti-dioses.
Cansado de tanto tramar y sintiéndose como entumecido, John enciende la televisión, va hacia el frigo, saca una cerveza, se prepara un snack y se vuelve a dejar caer sobre el sofá. Sin pensar va consumiendo su plato de tortilla chips, queso y pepinillo. Ligeramente excitado por una actriz en bikini se queda como embobado. Este es el reino de los animales.
El sonido del teléfono lo despierta. Tiene unos momentos de claridad ¿Qué hace ahí viendo esa estupidez en la televisión? Qué pérdida de tiempo. Podía haber escuchado a Beethoven. Podía incluso haberse puesto a trabajar en el primer borrador de la novela que ya lleva meses metido en el cajón; la novela que denuncia el mundo de las luchas de poder en la oficina y que le iba a librar para siempre de esa esclavitud. Meneando la cabeza, de nuevo en el reino humano, John va hacia el teléfono.
Es Jenny, apenas le deja recobrar la respiración ¡Está harta! Su relación no tiene ningún sentido. Lo de Nueva York fue un desastre, como él ya sabe. ¡Es un egoísta! No le interesa nada más que la música y su novela (que, según ella, de todas formas nunca va a terminar). Además, ha estado viendo a Bill bastante y ellos parecen comprenderse mucho mejor… Olas de dolor y celos invaden a John. Cae al reino de los infiernos.
Y así suceden las cosas. Vamos girando de estado mental en estado mental, de un mundo a otro. Ya que con cada nuevo estado mental el mundo en que habita John cambia drásticamente. Cuando estaba escuchando música el mundo que habitaba era benigno y sano, lleno de armonía y placer. Después de la llamada telefónica de Jenny, se convierte en un lugar cruel y lleno de dolor, lleno de sufrimiento y mal estar.
Por consiguiente los reinos representan contrapuntos objetivos de nuestros estados psicológicos, pero también pueden verse como reinos habitados por seres que existen. El budismo siempre ha aceptado la existencia objetiva de seres como los dioses, los duendes, los espíritus y los demonios. Desde la perspectiva budista, la consciencia humana no constituye una única forma sensorial. Es una de las muchísimas manifestaciones posibles de la consciencia, cuyo surgimiento depende de ciertas condiciones previas.
Los seres cuyos actos son siempre meritorios y que gozan de estados mentales refinados, al renacer pasan a ser dioses. Aquellos cuyo comportamiento es siempre neurótico al renacer son espíritus hambrientos –seres que nunca pueden satisfacer los deseos que les causan dolor.
El mundo tal y como lo percibimos normalmente está repleto de modos de consciencia diferentes: hay gatos, perros, vacas, ovejas y gorriones, por mencionar algunos. Dado nuestro aparato sensorial, los humanos somos capaces de percibirlos con nuestros sentidos físicos. Pero el aparato sensorial humano es limitado y, desde el punto de vista budista, es algo fortuito. Se da el caso de que es tal y como es. Debido a como fuimos los humanos en el pasado tenemos ojos, oídos, narices, lenguas, etc., y por eso somos capaces de percibir ciertas cosas de ciertas maneras. Quizás -¿quién sabe? –si tuviéramos otros sentidos podríamos percibir seres cuya presencia no esté limitada a las esferas de la luz, el sonido, el sabor etc., que comprenden los límites normales de la percepción humana.
El Buda, según se nos dice, era capaz de ver todo tipo de seres a su alrededor. Los demonios trataban de distraerlo en vano y los dioses le acudían buscando enseñanzas. Estas historias podemos tomarlas al pie de la letra o interpretarlas a modo de mitos. En ambos casos tienen mucho que decirnos. Lo que no debemos hacer es descartarlas como si se tratara meramente de simple y primitivo folclore o añadidos culturales tardíos colocados en la prístina cara del budismo. Semejante enfoque delata el orgullo del materialismo científico contemporáneo –una forma particularmente estrecha de literalidad.
Podemos concebir los seis reinos como representaciones de mundos que objetivamente existen, mundos con seres conscientes y corpóreos, humanos y no humanos, o preferir pensar –en modo más psicológico- que son modos distintos de la consciencia humana; en ambos casos la Rueda nos ofrecerá muchísima sabiduría al describir como es cada uno de los reinos. Esta enseñanza, como todas las demás, es una herramienta que cada cual necesita aprender a manejar a su forma y para sus propios propósitos. Al aprender a reconocer cada reino en nuestra propia experiencia, también empezamos a aprender en que reinos podemos permanecer, cuales evitar y, además, como poder hacerlo.
LOS DIOSES
ESTE ES UN MUNDO de luz y color. Sus bellos habitantes están dotados de las gracias más elevadas. Cualquier cosa que deseen simplemente aparece: no necesitan trabajar. Dulces sonidos llenan el aire y todo reluce con chispeante luminosidad.
La palabra “deva”, que se traduce generalmente por “dios”, se deriva de una raíz que significa “brillar”. Los dioses son “los que brillan”, seres radiantes cuyas vidas son de felicidad sin tacha.
Hay dioses en la Tierra, personas a quienes simplemente les salen bien las cosas y que gozan de estados mentales refinados. Parece que algunos artistas viven así y a todos nos vienen a la cabeza personas que parecen particularmente favorecidas. Son personas bien parecidas, aunque no necesariamente en el sentido convencional, y algo en ellos resplandece. Todo el mundo disfruta de su compañía, siempre son bienvenidos. Contentas y sin preocupaciones, las personas así tienen un aura de alegre optimismo que afecta a todos con los que entran en contacto.
Es probable que también tengamos experiencia de ese mundo. Quizás nos acordemos de épocas en que siempre gozábamos de estados mentales claros, alegres y con menos preocupaciones, o quizás de momentos en que estábamos absortos en la apreciación de grandes obras de arte; tocando las inmediaciones de la consciencia refinada y penetrante de sus creadores quizás entramos por un momento en su mundo.
El reino de los dioses “en la Tierra” también incluye a los seres que, por medio de sus propios esfuerzos espirituales, han hecho un progreso espiritual importante. De su interior surge una luminosidad que proviene de su práctica espiritual. Gracias a su visión clara transcendental han roto la traba del hábito, la de la vaguedad que siempre deja opciones abiertas y la de la surperficialidad. Esos seres viven dedicados a la práctica espiritual por su beneficio y el de los demás. Según la tradición del Pali, renacerán en la Rueda no más de siete veces.
Hay también dioses que no son humanos en sentido alguno. Sobre el reino humano, según la tradición de las escrituras, existen planos estados del ser cada vez más refinados, todos ocupados por dioses de distintos tipos. Los primeros seis niveles pertenecen a la Rueda de la Vida ya que los seres que los habitan están sujetos a formas sutiles de deseo sensorial.
Los dioses tienen una forma corpórea física sutil que los sentidos humanos normales no perciben. Bellos y nobles, experimentan placeres sensuales y satisfacción continuamente. Cuanto más elevado el reino, más refinados los placeres. Cada uno de los mundos de los dioses se muestra tradicionalmente como un tipo de corte real, presidida por el dios principal del reino. Ahí pasan el tiempo en paz los dioses, completamente absortos en el gozo de la belleza.
Estos dioses habitan el mundo del deseo sensorial, por lo que, en cierta medida, pueden interactuar con el mundo humano. Les gusta visitar lugares de belleza natural y se sienten atraídos por las personas felices y positivas. Se sienten particularmente atraídos por quienes practican la vida espiritual, especialmente aquellos que han alcanzado desarrollo espiritual. Se dice que sobre ellos arrojan una influencia beneficiosa.
No obstante, todos los dioses son transitorios. Sus vidas tan largas que no se podrían medir y cuanto más elevado esté el reino más larga será la vida: pero como todos los seres vivos, los dioses han de morir. Esto ocurre cuando se agota el karma que los hizo dioses. Ningún dios hizo al mundo, tampoco ninguno de ellos preside sobre el mundo indefinidamente. En el Brahmajala Sutta, del Digha-Nikaya palí, el Buda trata con ironía la noción del dios creador. El Buda nos dice que hay un ser que piensa que es el creador de todo pero que está engañado. Simplemente apareció en su reino debido a la fuerza del karma previo, antes que los demás seres. Cuando les llega la hora de aparecer a estos, debido a la fuerza de su karma anterior, él cree que los ha hecho y así lo creen ellos también.
Para el budismo, el reino de los dioses no está en el centro de un universo de creación divina, sino que es el mundo en que habitamos como resultado de actos hábiles previos, del cuerpo, el habla y la mente. Los actos hábiles tienen consecuencias positivas. Desde el punto de vista tradicional, todos nuestros actos hábiles crean como un reserva de “mérito” que, llegada la hora, fructifica en la forma de consecuencias positivas. Los dioses son dioses porque han acumulado muchísimo mérito.
El mérito que generamos por medio de actos hábiles, siempre que no hayamos creado antes demasiado demérito de contravalor, puede dar lugar a mayor paz y placer en esta vida o podremos experimentarlo en nacimientos paradisíacos futuros. Pero indistintamente de donde y como experimentemos los frutos de nuestros actos hábiles, el gozo y placer que traen siempre están acompañados por el peligro de la intoxicación. Al llevar una vida de puro deleite sensorial, los dioses tienen la tendencia a olvidarse de sí y perder contacto con los demás. La existencia de que gozan es el resultado de su atención consciente y de sus esfuerzos en lo ético. A no ser que continúen haciendo esfuerzos para preservar su consciencia y para generar más karma positivo por medios de actos hábiles, se hundirán gradualmente en niveles de existencia cada vez más bajos. Al final, intensamente angustiados por la pérdida de sus placeres previos, según se ha dicho a veces, tales dioses se reencarnan en los infiernos.
Conforme hagamos progreso espiritual gracias a nuestros esfuerzos, llegaremos, naturalmente, a experimentar cada vez más placer además de más paz y confianza. Bajo tales circunstancias es fácil olvidar que los frutos de la vida espiritual son tan sólo el resultado del esfuerzo. Nos hacemos complacientes y cuando eso ocurre empezamos a caer lentamente. El reino de los dioses es un lugar de gran peligro para los aspirantes espirituales. Por esa razón el bodhisattva Avalokitesvara aparece en el mundo de los dioses como un Buda blanco que toca la melodía de la transitoriedad en un laúd. Sólo en esa bella forma puede llegar el mensaje de la transitoriedad universal a los intoxicados dioses.
LOS ASURAS
A CONTINUACIÓN LLEGAMOS al reino de los asuras, los dioses celosos o Titanes. Según las leyendas indias, estos dioses fueron expulsados del Cielo de los Treinta y Tres Dioses. Los expulsó el rey Shakra, tras una batalla por la supremacía divina. Los asuras son seres guerreros grotescos que van siempre armados y están siempre preparados para la batalla. Es su mundo competitivo y fiero, ya que no sólo guerrean con los dioses, sino que constantemente luchan entre sí también. En su reino no hay amor, ni dulzura, ni confianza. Sólo hay alianzas estratégicas temporales expuestas a romperse en cualquier momento. Los asuras viven en un mundo cruel, alzado en armas.
A los asuras se les representa en guerra con los dioses –luchando por la posesión del Árbol Otorgador de los Deseos. Este árbol, cuyos frutos conceden todos los deseos, tiene las raíces en el reino de los asuras, pero crece dentro del reino de los dioses donde da su fruto mágico. Una y otra vez los asuras se avalanzan sobre los dioses, tratando de asir la felicidad y el gozo, pero los dioses los repelen fácilmente y los asuras caen a su reino en desbandada e intentan talar el árbol, cortando de raíz su propia felicidad potencial o empiezan a luchar entre ellos, compitiendo por la supremacía jerárquica.
Los asuras son feos y muy musculosos; las asuras, que con frecuencia son causa de la disensión entre varones, son voluptuosas y seductoras. Ambos sexos son muy proclives a la conquista sexual.
A los asuras se les llama a veces dioses celosos, ya que su deseo de adquirir las delicias de los dioses viene, ya no de su propio deseo por el placer, sino más bien por su poderosa envidia. Quieren esas cosas porque no pueden suportar que otros las posean y ellos no. El éxito de los dioses les hace sentirse inferiores. Necesitan sentir que están en el centro del universo y cuando los demás poseen algo que a ellos les falta se sienten necesitados.
Los dioses adquieren los frutos del árbol que otorga los deseos, gracias a sus actos hábiles del pasado. Los asuras no tienen tiempo para tal cosa ¡Quieren el mundo entero y lo quieren ya! Por el medio que sea.
Desde una perspectiva psicológica, el reino de los asuras describe al tipo psicológico sumamente competitivo. Los asuras dedican gran cantidad de energía a mantener su posición en la cima de la jerarquía que sea. Siempre han de ser los mejores, los más fuertes, los más ricos, los más rápidos, los más inteligentes… Se encuentra profusión de gente así en el mundo de la política y en el de los negocios, así como en el militar y entre delincuentes, en las fascinantes industrias del cine y de los medios de comunicación.
Los asuras por naturaleza forman estructuras jerárquicas rígidas, pero siempre luchan por ascender en la jerarquía y tienden a relacionarse con los demás en términos de dominio o sumisión, rara vez en términos de igualdad.
El asura masculino generalmente usa la fuerza bruta y la astucia para lograr sus objetivos, mientras que la asura normalmente usa sus “artimañas femeninas”. Manipula a su presa por medio de las emociones, usando a menudo la fascinación sexual como cebo de sus trampas. El asura normalmente quiere ordenar el mundo en torno a él mismo, convirtiéndolo en una jerarquía centrada en él, su rey cósmico. La asura, si no puede dominar por la sexualidad, intentará hacer de su mundo una vasta familia centrada en ella, la Gran Madre, con todos, varones y hembras, en estado de dependencia infantil.
Avalokitéshvara aparece en el mundo de los asuras como Buda verde, con la espada de la sabiduría alzada. Los asuras comprenden, al menos en cierta medida, que son las espadas. Usando una de ejemplo, el Buda les dice que sólo por medio de la verdadera comprensión, por medio de la visión clara espiritual, serán capaces hacer la conquista que les dará lo que su corazón desea.
Aunque uno conquistase batallando a miles y miles, Aquel que se conquista a si mismo es el más grande en la batalla.
Como todas las espadas, la espada de la sabiduría es destructiva, sólo que en este caso destruye la ignorancia, atraviesa el engaño y nos libera del vano apego.
LOS FANTASMAS HAMBRIENTOS
A CONTINUACIÓN LLEGAMOS al mundo de los fantasmas hambrientos. Estos desesperados seres ocupan un reino de sorprendente aridez, un desierto desolado de roca y arena a través del cual corre lentamente un río de agua salada. Sólo hay algunos árboles sin hojas para dar abrigo del viento frío que sopla en todo este reino. Los ocupantes de este reino son lastimosas, criaturas conflictivas de color del humo. Sus dilatados cuerpos son frágiles y sin sustancia. Brazos flacuchos y piernas salen de un hinchado torso que culmina en una panza protuberante y caída. Sus cabezas son soportadas por largos y estrechos cuellos, sus ojos son tan grandes como platos y sus bocas son solo un pequeño orificio. Llenos de dolor y deseo, ven al mundo con miradas de anhelo infinito.
La experiencia preocupante de los fantasmas hambrientos es las de un deseo insatisfecho. Cualquier cosa que consigan poner en sus pequeñas bocas instantáneamente se convierte en excremento, cenizas o fuego. Tan pronto sus bocas sedientas se aproximan al agua que corre a través de su reino, ésta se aleja de ellos. Las pequeñas frutas que proveen los árboles casi siempre están fuera de alcance, pero cuando logran tomar alguno para comer, se convierten en espadas y cuchillos en sus vientres. Este es el mundo del deseo mental.
Los deseos mentales son deseos confundidos y se manifiestan de diferentes maneras en el mundo occidental contemporáneo. Queremos afecto, entonces comemos chocolate. Queremos seguridad, entonces compramos nuevos tenis. La tendencia para funcionar de esta manera puede estar muy arraigada – nuestra madre siempre nos daba chocolate cuando hacíamos algo bien; o puede ser mas superficial- los anuncios nos dicen que Nike nos garantiza seguridad, pero sea cual fuera el hecho, el mecanismo fundamental es el mismo: buscamos una cosa y consumimos otra. Buscamos en lugares equivocados. Los tenis nuevos nunca nos traen seguridad, el chocolate nunca puede reemplazar al afecto, y así los deseos mentales permanecen constantemente insatisfechos.
El hábito de un deseo mental adictivo es validado de alguna manera en nuestra cultura y condenada de otra. La cultura occidental eleva el valor de las ataduras románticas mentales (‘amor’). Los anuncios nos incitan a más grandes hazañas de consumismo. Las carreras son construidas sobre el apego al estatus. Al mismo tiempo, despreciamos al alcohol y la adicción a las drogas. Sin embargo, los mecanismos fundamentales de todos estos son los mismos. Todos buscamos estabilidad, seguridad, placer duradero, y no sufrimiento en formas que no proporcionan estos satisfactores de forma real.
Avalokiteshvara, aparece como el Buda rojo en el reino de los fantasmas hambrientos, ofreciendo a las seres comida y bebida verdadera. En otras palabras, cuando estamos en un estado de profunda adicción requerimos que nos proporcionen lo que en verdad necesitamos.
Nuestro constante sentido de escasez es una inevitable consecuencia de nuestro estado incompleto. No estamos completos porque no existimos como tales. No hay ego-identidad estable y sin cambios que podamos señalar y reclamar como nuestro. Estamos en constante cambio. Al buscar estabilidad en el cambio, nos frustramos constantemente. La única verdadera seguridad disponible es la seguridad que viene de darse cuenta que no necesitamos aferrarnos, que el cambio es inevitable, y que el cambio es, al final de cuentas, bueno. Solamente al dejar nuestras ataduras podremos liberarnos del dolor del apego mental.
LOS INFIERNOS
El infierno budista, como el de Dante, está dividido en muchos sub-planos cuyas existencias son los resultados kármicos de sus correspondientes actos torpes. Los infiernos están hundidos en las llamas y en cada una de sus secciones el demonio que la preside inflinge distintos tormentos sobre las desafortunadas víctimas. Los asesinos y los torturadores están clavados en pinchos y pájaros con picos de acero les pican las entrañas; a los corruptores de inocentes, hundidos en el cieno, los devoran enormes gusanos.
Los maestros budistas del pasado, para incitar a la práctica a sus seguidores, nunca vacilaron ante el uso de imágenes así.
Grita en agonía cuando los secuaces de Yama le arrancan la piel a tiras, derraman sobre su cuerpo cobre fundido en el calor del fuego del sacrificio, segmentos de su carne, cortados por cientos de golpes de las espadas y picas al rojo, caen repetidamente sobre el suelo de hierro al rojo vivo como consecuencia de malos actos.
Luego el deseo por lo que es bueno debe ser creado meditando con esmero sobre estas cosas.
Esto escribe Shatideva en su Bodhicharyavatara, un manual de gran belleza poética para la instrucción en la vida de altruismo del budista.
Los infiernos budistas, contrariamente a sus homólogos cristianos, no son eternos. Las sociedades budistas en algún modo evitaron caer en estados mentales de la santurronería minada de tristeza que con frecuencia dominan donde se ha hecho hincapié en los infiernos teístas, posiblemente porque en el budismo tales enseñanzas van siempre acompañadas por enseñanzas prácticas sobre el camino de la auto-transcendencia.
Pero indistintamente de cómo tomemos esto, una cosa está clara: los estados infernales existen, si no bajo tierra, desde luego sobre la tierra.
Existen los infiernos sobre la tierra que encontramos en zonas en guerra y en lugares de pobreza extremada y hay infiernos interiores cuando las personas sufren de angustias físicas y mentales extremas.
Avalokiteshvara aparece en los infiernos como un Buda de color de humo y rocía con amrita a los seres que hay allí. El amrita es un tipo de néctar divino, como la ambrosía, un bálsamo curativo que da a todos solaz. A veces, cuando uno está en un estado mental infernal o ferozmente atrapado en el dolor, lo que necesita ante todo es tan sólo un respiro inmediato.
Pero también hay en esto un significado más profundo. El estado eterno carente de muerte se conoce como el amritapada, es otro término para el Nirvana. Según una de las tradiciones chinas, cada reino tiene cierto número de semillas rojas (buenas), de semillas negras (malas) y de semillas amarillas doradas (Buda). Las semillas buenas son nuestro potencial para el placer, las malas nuestro potencial para el dolor, las de Buda representan nuestro potencial para la Iluminación. El reino humano contiene un número idéntico de cada una de ellas. Los dioses tienen más semillas buenas que malas, los infiernos y el reino de los pretas contienen más semillas malas que buenas, pero más semillas de Buda que el reino de los dioses. (Los asuras y los animales tienen pocas semillas de Buda y no muchas buenas).
Esto quiere decir que cuando experimentamos estados de gran desgracia es mucho más probable que nos desilusione el Sansara. Esa desilusión, la pérdida o decaimiento de la ilusión no es lo mismo que estar mohíno. Este es un estado auto-referencial y criticón, mientras que el anterior supone al menos un grado de visión de la verdadera naturaleza de las cosas.
Des-ilusionados en ese modo, podemos comenzar a hacer esfuerzos notables para mejorar. Por muy doloroso que sea nuestro estado mental, por muy difícil que sea nuestra vida, podemos estar seguros de dos cosas. En primer lugar, todos los estados mentales al final se pasan. Con el paso del tiempo siempre tiene lugar el cambio. En segundo lugar, podemos estar seguros de la ley del karma; luego ningún esfuerzo hábil se desperdicia, no importa lo difícil que sea de hacer o lo somero que sea. Es esa ley la que asegura que si nos esforzamos de un modo consistente en cambiar nuestros estados mentales, nuestro progreso está garantizado para salir de la Rueda más tarde o más temprano.
LOS ANIMALES
EL REINO ANIMAL contiene a todos los animales conocidos –gatos, perros, vacas, burros, leones, ratones… La característica más importante del reino de los animales es la ausencia de la altamente desarrollada autoconsciencia que diferencia a los humanos de todos los demás animales.
Según la tradición, el reino animal está dominado por el deseo por la comida, el sexo y el sueño. Cuando estos tres deseos están satisfechos los animales son pacíficos e incluso mansos, pero si uno de esos deseos se frustra pueden volverse salvajes y feroces.
Para los seres humanos, el reino animal representa una preocupación predominante por los asuntos del cuerpo que excluye asuntos más elevados. Tales preocupaciones tienen su lugar; no hay nada intrínsecamente malo en tener cuerpo y para mantenerse sano sus necesidades han de ser atendidas. Pero para el ser humano animal la satisfacción de tales necesidades se convierte en el único objeto de la vida. Las personas en ese estado no son necesariamente estúpidas. Llevarán incluso vidas sofisticadas, en las que operen tecnologías complejas, por ejemplo, o dirigirán negocios prósperos, pero mientras los objetivos de sus vidas no alcancen más allá de la satisfacción de sus propias necesidades de confort, no habrán avanzado más allá de esa fase del ser.
El Buda azul del reino animal les enseña a los animales un libro. Una de las diferencias clave entre nosotros y los otros animales del planeta es la posesión de una cultura desarrollada. La vida cultural es un intermediario entre el estado salvaje y la vida espiritual. Es muy difícil pasar directamente de un estado de barbarie ignorante a un compromiso con una práctica espiritual, sin haber sido refinado antes por el contacto con la cultura humana.
El budismo fue siempre en el pasado portador de cultura, además de religión, y con una excepción principal, allá donde fue en Oriente llevó su herencia cultural consigo. De ese modo, la cultura secular y humanista que llevó pudo proporcionar el fundamento para la superior vida espiritual. Solo en la China encontró el budismo una cultura tan altamente desarrollada como lo es la nuestra en la actualidad.
El budista occidental se confronta ahora con una tarea doble. Primeramente, necesitamos preservar lo mejor de la cultura occidental protegiéndola contra las fuerzas enajenantes que actúan en su interior. En nuestra gran era arrasadora/reduccionista y consumista los tesoros del patrimonio cultural occidental están bajo amenaza constante. Por otro lado, está el apremio de la mercantilización de la vida y la falta de respeto y consideración por los demás. En segundo lugar, tenemos que descubrir lo que en nuestro patrimonio cultural contribuye a la práctica del Dharma y lo que la impide. La gran música, literatura y las artes visuales que hemos heredado tienen una capacidad tremenda para producir estados mentales refinados. Pero al estar radicadas en sus respectivos terrenos teístas, nos llegan cargadas de nociones que son con frecuencia dañinas, tales como la de pecado original.
Los occidentales que deseen comenzar el camino espiritual hoy en día, a menudo tendrán que comenzar también un proceso de educación cultural. Una vez que seamos capaces de ver más allá de los marcos ideológicos, y con frecuencia teológicos, de donde surgen, podremos utilizar las grandes obras de arte de la vida cultural occidental para ayudarnos a desarrollar estados mentales positivos más fuertes y refinados. En la medida que podamos hacer eso, nos elevaremos sobre el reino de los animales que es, al menos hasta cierto punto, para mucho de nosotros un lugar cómodo y plácido
LOS HUMANOS
EN ESTE REINO vemos a los seres humanos ocupados en las actividades humanas. Ocupados en la agricultura, el comercio, las artes, el ocio y la práctica espiritual. Nacen y mueren.
El reino humano se caracteriza por su peculiar centralidad. El dolor constante y el deseo de satisfacción frustrado que experimentan los asuras, pretas, seres de los infiernos y animales les entorpece la mente y frena su iniciativa. El placer intoxica a los dioses hasta el punto de la complacencia total. Los humanos, por otra parte, experimentan alegría y dolor en casi la misma medida. La consciencia verdaderamente humana no es ni un éxtasis como el de los dioses, ni una agonía como la de los seres del infierno; ni es tan violentamente competitiva como la de los asuras, ni de un anhelo tan neurótico como la de los pretas, ni es tan sensorial y autómata como la de los animales. Al encontrarse en tales estados, todos esos seres apenas pueden hacer más que esperar hasta que el karma que produjo los estados que experimentan pierda fuerza. Los seres humanos tienen la capacidad de hacer el bien.
En el estado humano se es consciente de uno mismo y de los demás. Somos capaces de satisfacer, en modo razonable, nuestras necesidades humanas pero vemos que tienen sus limitaciones y que la vida puede ser más que eso. Por consiguiente, en el estado humano somos capaces de dedicarnos al desarrollo espiritual. Este estado verdaderamente humano sólo lo experimentan la mayoría de los seres humanos de un modo intermitente, o quizás nunca.
En el mundo humano un Buda de color de azafrán lleva un cuenco de mendicante y un bastón con tres anillos. Son la insignia del religioso mendicante que quiere decir que una vez que hayamos logrado el estado humano nuestra próxima tarea será dedicarnos a la vida espiritual.
Según el pensamiento budista, el estado humano no es fácil de conseguir. En el sutra Chiggala el Buda lo señala a una reunión de seguidores suyos. Les pide que imaginen que toda la Tierra está cubierta de agua y que supongan que un hombre lanza al agua un yugo de un solo agujero. El yugo sería llevado por el agua de allá para acá con el empuje de los grandes vientos. El Buda les dijo entonces que imaginaran que en el océano vivía una tortuga ciega que cada cien años subía a la superficie ¿Metería la cabeza por el agujero del yugo? Les preguntó.
“Eso sería pura coincidencia” le respondieron.
“De el mismo modo, es pura coincidencia que uno obtenga el estado humano”. Les dijo el Buda.
Ya tomemos esta historia de una u otra forma, una cosa está clara. Los seres humanos, por serlo, tenemos la oportunidad de hacer muy buen uso de nuestras vidas. Por el contrario podemos también languidecer y dejar simplemente que las corrientes de nuestro karma nos arrastren adonde sea. El estado humano representa una oportunidad verdaderamente preciosa. Que la aprovechemos dependerá, en cierta medida por lo menos, de cuanto entendamos los mecanismos que impulsan al Sansara. Estos se describen, en lo que se refiere a su aplicación al proceso de renacimiento, en la sección siguiente que trata de los doce eslabones de la co-producción condicionada.