CANTO
CUARTO
GIBRALTAR ABIERTO
Impelido el héroe por fuerza sobrehumana, vuelve las espaldas a sus enemigos.
Planta cerca de Gades el tallo del naranjo. Sube al Calpe, monte que, cabecera
de la Atlántida, unía África con Europa. Al partirlo con su clava, advierte
que el Exterminador es quien gobierna su brazo. El ángel, airado, le muestra el
combate de los elementos contra la gran víctima. Prorrumpe en exclamaciones de
venganza. En el fondo de los altos cielos, el Omnipotente condena a la
Atlántida a ser borrada del mundo, y a éste, a ser desmenuzado en continentes.
Hércules penetra, junto con el mar, en la tierra condenada.
MAS ya de las centellas que por los cielos vuelan,
la más bella, le envían los dioses con amor;
y de floridas ramas do las alondras
celan,
hermana de los astros, despréndese una flor.
Entre bosques de armas y entre puños bravíos,
con su maza en la espalda puede
escurrirse al fin
y traspasa volando las sierras y los ríos
hasta que huella, ansioso, de Cádiz el confín.
Se para en un oasis de palmas y verdura
a plantar el retoño del naranjo gentil;
y al marcharse le dice: «Que otra mano más pura
te cuide con las lluvias y
céfiros de abril.»
El sol besa del monte la agreste cabellera
que para hacerse un lecho arrancará
la mar.
Semeja una linterna sobre la cabecera
de un cadáver gigante que van a amortajar.
No había aún estrecho y el gran brazo que unía
Bética y Libia era la sierra de Almadén,
ciclópea cadena de la que todavía
en Gibraltar y Ceuta las dos puntas se ven.
Con ella, el Arquitecto divino ató tus zonas,
¡Mediterráneo altivo!, que querían
salir,
buscando un mar más ancho, cual buscan las leonas
los machos al reclamo de su
feroz rugir.
Aquel muro o rimero de riscos era Calpe;
no fuera el Pirineo más rocoso y mayor,
si de ella enamorado viniera a España el Alpe,
cual abeja atraída por su
temprana flor.
Pero así estaba escrito: del ancho mar la puerta
para lavar la Atlántida de un
crimen abrirá,
y para hacer su nido, la golondrina experta,
ni un trozo al otro día de tierra
encontrará.
Sus picos que cual palos de nave en el naufragio
se quebrarán, retiemblan a cada
atardecer,
y hoy como si a cumplirse viniera un mal presagio,
propagan a los llanos la
angustia de su ser.
Tú sola duermes ebria ¡oh reina de Occidente!
¿No te sientes deshecha cual lava
del volcán?
¿No ves bajar del cielo una espada candente?
Arrodíllate y reza, que
a aniquilarte van.
Del suplicio es la hora fatal; relampaguea;
la maza contra Calpe desciende con
furor,
cual sangriento cometa que en el cielo serpea
sequías derramando, pestes,
luto y dolor.
Los hombres se desmayan y tiemblan las montañas;
algo terrible el mundo
presiente en su crujir;
y hundiéndose a los golpes la sierra, sus entrañas
muestra al sol que entre
nieblas, por siempre va a morir.
Cobra aliento y su hierro se dirige a las lomas
que el huerto de delicias
cubrirán de dolor;
cuando como bandadas de místicas palomas,
de Hesperis los
recuerdos le envuelven con amor.
Se conduele su alma por su reina amorosa
y la maza que cae pretende desviar,
mas ella se desploma pertinaz y furiosa
y a los mares la puerta abre de par en
par.
El agua se amontona desgajando la sierra,
y se escucha en crujidos la Atlántida
estallar;
los luceros, atisban si se incendia la tierra; la tierra,
si los
astros la quieren aplastar.
Atónito sospecha el griego que delira
cuando ve a sus
espaldas un gigante feroz,
que jamás predijeron ni la profana lira,
la Sibila de Delfos, ni del cielo la
voz.
Con volcánicos rayos, ira sus ojos lanzan;
lo envuelven por doquiera, pavura y confusión;
con corona de estrellas los
cielos lo afianzan
y el fragoroso trueno le dice su canción.
Blande con fuerte mano la espada llameante
que en el postrero día al mundo
azotará;
y oprimiendo forzudo la víctima gigante,
con un pie a cada orilla su frente
aplasta ya.
Vertiendo ira divina do fue templada, baja
una densa columna de llamas hacia allí
que, igual que ciñó a Europa, la Atlántida ahora faja
y ,,¡Abísmate! -le dice-
que caigo sobre ti».
Clamor de la trompeta que al mundo en su agonía
llamará al espantoso juicio
universal,
por el ardiente cielo su voz ensordecía,
cual cien rodantes carros de tráfico infernal.
"Pereceréis, atlantes; la tierra que os sostiene,
como bajel podrido a trozos se
va a hundir;
humanidad, aparta, que el mar airado viene,
y al cambiar su lecho
te tiene que engullir.
Ya escribo la sentencia de razas arrogantes
que eternas se creyeron... ¡Perezca el pueblo infiel!
¡Hespérides, callaos! ¡No
luchéis más, gigantes!
¡Querubes, a la gloria! ¡Atlantes, con Luzbel!
Será tu clava, Alcides, su azada destructora;
que enterrador de pueblos por eso
te nombré;
y porque no sufrieras, borré la tentadora
imagen de tu amada, que a
darte volveré.
La Europa tú arrancaste del África y a ellas
de los brazos de Atlántida de un golpe arrancaré,
ya sus hijos desnudos y a sus
mujeres bellas,
como pienso a los potros de Neptuno daré.
Mas ¿oyes...?, va a tragadas la tierra vengativa.
Desde las altas cumbres,
mírala despeñar.
Le pese o no le pese, vuelta de abajo arriba,
de la divina ira la hiel ha de
apurar.
No estamos los dos solos en esta inmensa trilla.
Mira el Simut ardiente sus alas
ensanchar
y el Equinoccio brusco que los robles astilla
y el mar que se repliega viendo encima otro mar.
Ya todos la cabalgan por Norte, Sur y Oriente,
haciéndola pedazos con bocas de
caimán,
diciendo enronquecidos con su gritar potente
que el universo todo a
destrozado van.
Mira cómo los polos le envían nubarrones
que juntan con los suyos Ábrego y
Aquilón;
se apiñan y condensan formándose en legiones
de mi fusta al chasquido,
en loca confusión.
¿Oyes crujir el fuego en las nubes veloces?
De rayos es la tromba que empieza a descender.
¿Oyes otros al fondo? Del averno
son voces
que entre Furias y Harpías, la tienen que sorber.
¿No ves cómo se apiñan, blasfeman y maldicen
y en repugnante enjambre tras de
los vientos van,
y a las simas que esperan tragadas que me dicen
por qué, si
tienen hambre, no les doy este pan?
Acude que ya es hora; si tienes pecho fuerte,
baja de Calpe al agua; no temas
perecer;
y a tu adorable Hesperis arranca de la muerte,
que al Dios de las alturas yo
debo obedecer.»
Ronco fragor de truenos detiene en su caída
riscos y mar; y el cielo que le hace
tornavoz,
ve pararse los astros en su fugaz huida
y escucha las palabras altísimas de Dios.
«Por corazón al darle la tierra a las estrellas,
les dije: "Cobijadla, dadle
vuestro esplendor.
En brazos de querubes calmadla en sus querellas,
que el hombre que la habita es
mi sublime amor."
Para él suspendíla en medio de los cielos;
por guardas serafines, el sol por luz
le di;
y él con su dios de barro, olvida mis desvelos,
que rey le hice del orbe y se
alza contra mí.
¡Él contra mí...! De todos, el ser que más quería,
aquel en cuya mente gozábame
en mirar,
como gustan los astros verse en el mar un día,
y a un rey en su retoño
de imagen reflejar.
Cada sol, cada astro, es para mí una lira
que en el orbe me canta su amor y su adhesión;
¡que así la ingrata tierra, la
que mi ojo mira
como un grano de arena, me robe el corazón...!
Junté los continentes, del agua al dividirlos
para que me alabaran de uno a otro
confín,
mas su pecado negro me obliga ahora a hundirlos.
¡Ingrato hijo de Eva! ¡Siempre
has sido ruin!
¿Por qué el fango, tu origen, me escupes así ahora?
¿Por qué si te amo tanto, me
tienes tú que odiar?
Recordando el diluvio, aún hoy la tierra llora
y ya me pide otro de Atlántida el pecar.
Mas pronto a los que borran mis mandamientos puros,
cual letra mal escrita del
mundo borraré,
y no podrán los siglos contar a los futuros
do yacen los atlantes, qué de su patria fue.
¡Oh, mar! ¡Rompe la valla de arena que te apresa;
fuego de los abismos, estalla
bajo el mar!
¡Acometedla, nubes, cual lobos a su presa;
incéndiala, mi ángel, y
dásela a tragar!
Atasca en la rodada el carro de su gloria;
arroja ese veneno que fue su
perdición;
astilla con el hacha el árbol de su historia
y arrasa sus ciudades de
vicio y corrupción.
y los fragmentos rotos que ya el viento arrebata
unidos por sus nietos, me
volverán a amar,
cual la yunta de bueyes que el boyero desata
para poderla luego
mejor emparejar.»
Jehová dijo y entre la nitidez divina
de su corona, Alcides su hermoso rostro vio
cual el lejano lampo que en el cielo
fulmina,
e igual que un árbol roto, casi a tierra cayó.
De pronto, enardecido, a una centella errante
caída de sus ojos que le envió el
Señor,
se lanza cual peñasco al mundo ya expirante
de fango, tierra y caos, en infernal
hervor.