CANTO
QUINTO
LA CATARATA
Invocación al genio del exterminio. Gemidos de la tierra medio anegada. Golpe de
aguas que, por la brecha del Calpe, se precipita. Subversión de las olas con los
despojos de la Atlántida. Hércules, a través de campos y marismas, busca a Hesperis, con un árbol encendido por antorcha. Al verle venir, despídese ella
de sus hijas.
A su clamor, los
reinos que en su extensión anidan, tiemblan como corderos que ven la
oveja atar y con los huesos rotos, con estertor trepidan y el alma de
sus cuerpos sienten arrebatar.
¡ MINISTRO de
exterminios que allí mandas tu ira!
¡Condúceme entre nubes de humo y de fragor,
para rever la noche en que Atlántida expira,
cabalgando en las
alas de tu justo furor.
La canto mientras cae rodando al precipicio
en cuyo negro seno,
loca despertará.
Mas, cántela Dios mío, tu trompa del Juicio
que mi lira aterrada,
cantada no podrá.
Horripilantes ayes, blasfemias, gritería,
voces tristes de tumba, tiernas voces de amor,
hacen coro a la ronca
y fiera melodía
con que al postrer sol lloran los bosques con dolor.
Al cubrir a Pompeya con su manto el Vesubio,
de Troya y de
Pentápolis se escucha el rebramar,
el grito de las aguas
y fieras del diluvio
y del bajel del mundo que cruje al naufragar.
Cubiertas por sepulcros de espuma las montañas,
de pies al fango,
rugen y braman con furor
y cual si malos genios royesen sus entrañas,
de golpes y hundimientos percíbese el rumor.
La víctima se abate bajo el cuchillo. «¡Oveja!
- parece diga el
ángel-. Inútil resistir;
quien tus selvas deshoja, quien a tus cimas veja
y tu vellón
trasquila, te viene a destruir.»
Tan pronto el Calpe cede a las olas gigantes,
se agolpan en cascadas cual fieras en montón
y el abismo que engulle las sierras palpitantes,
ensancha más sus
fauces que encrespa el Aquilón.
«¿Qué baja -dice un niño- de Gibraltar? Manadas
no son de los corderos que he visto pasturar;
son bramadores monstruos de crines erizadas;
¡ay, madre, madrecita, nos van a devorar!»
«¡Ay, hijo!, nos arrastra Neptuno con sus palas;
ven a mis brazos, vida, que inútil es huir.
Huid vosotras, aves, huid que tenéis alas;
yo, con lo que más amo, aquí voy a morir.»
Ródano, Volga y Ganges con rocas y arenales
parece que allí caen en loca confusión;
la eternidad lo mismo, sin fondos ni brocales,
traga generaciones marchando en aluvión.
Se enciman y rechazan con golpes violentos,
mar sobre mar furiosos de eterno rebullir;
y entre gigantes olas y huracanados vientos,
cuna y tumba del
mundo, el caos, torna a hervir.
Parece que al caerse el mar de sierra en sierra,
ruede con truenos,
rayos, granizo y huracán,
buscando en el abismo los huesos de la tierra,
que a esas águilas, luego, a descarnar darán.
y allá por las planicies de Atlántida rodando,
abarranca, desprende
y recubre después;
retroceden las sierras sus moles desplomando;
las torres gigantescas se caen a sus pies.
El mar destruye fiero con rauda ligereza,
con un brazo los bosques, con otro, la ciudad,
por la falda del cerro resbala su cabeza
y los dorados prados barre la tempestad.
Los escombros del
templo y dioses destrozados
floran con la guirnalda que perfumó su altar;
se ocultan en las
hojas los cálices sagrados
al ver los sacerdotes y dioses naufragar.
El pez vuela en la nube; la nave al bosque vuelve;
el topo escala el
nido del águila real;
el lecho de los gamos la rémora revuelve
y el de Hesperis, el sapo convierte en lodazal.
y ruedan por los aires las yeguas de las trillas
con eras, caseríos,
con trigo y segador;
leñadores y leños
voltean en gavillas,
y la fosa, revuelve muertos y enterrador.
Cadáveres empuja de bosques y ciudades
que bullen en las
nubes cual fétido botín,
Alcides, que camina al huerto de beldades,
recreo de la foca, la
morsa y el delfín.
Junto a él una isla, vislumbra peregrina,
con blancos
corderillos que balan con pavor,
porque temen ser
presa de la loba marina;
mas un golpe de agua
la borra con su hervor.
Unas mujeres bellas, desde erguida palmera,
tendiéndole los
brazos lo llaman con afán,
y de sus blancos
pechos y blonda cabellera
se cuelgan tiernos
niños que pronto morirán.
Todo lo esquiva el griego y empuja a cada lado
muertos, vivos,
rebaños y leñas en montón,
buscando a los
fulgores de un pino enresinado,
la reina de ojos
negros que hirió su corazón.
De pronto, tristes ayes de virginal acento
se clavan en su alma
con su dulce tremar,
cual del jilguero
triste el lúgubre lamento,
al ver en la
corriente su nido zozobrar.
Cerca de las Hespérides, su dulce madre llora
en el lozano huerto
que deshojó el ciclón,
cuando su vista hiere
la antorcha aterradora
y el miedo y la
esperanza, nublan su corazón.
Es quien soltó en sus reinos los mares;
¿va a buscadas para
salvar su vida o para más la hundir?
Pero, sus pobres hijas ¿cómo poder dejarlas?
¡Jamás! Entre sus brazos preferirá morir.
¡Oh celestial Pureza! A ella apareciste;
de Bética el camino, tu dedo señaló.
«Ven, si quieres guardarme tu lirio», le dijiste,
y ella, para
guardarlo, todo lo abandonó.
Vierte el llanto postrero por sus hijas que, yertas
en la sombra agonizan
de aquel naranjo en flor;
sus fibras se
conmueven al contempladas muertas
y perecer con ellas,
ansía en su dolor.
«¿Por qué a mi cuello, hijas, anudo vuestros brazos?
El corazón me rompe
lo que os voy a decir.
Nosotras que vivimos
de ósculos y abrazos,
el último nos damos antes, ¡ay!, de morir.
La que en la tierra os puso, os deja abandonadas;
mas nunca a sus
entrañas acuséis de maldad,
pues que llevo en el
pecho mil espinas clavadas
y trozos son del alma
mis lágrimas; ¡mirad!
Id a abriros al cielo, capullos de mi vida,
antes que el mundo pueda vuestro honor empañar.
Yo que aspiré a la
fuerza su esencia corrompida,
con la vergüenza al
rostro me tengo que arrastrar.»
y llorando les dice: «¡Adiós, hijas amadas!»,
y sus lánguidos
brazos caer yertos se ven,
como caen las trenzas
de yedra doblegadas,
cuando del árbol
pierden el jugo y el sostén.