CANTO
SEXTO
HESPERIS
Suben
los atlantes a lo alto de la sierra para levantar un edificio que les
guarezca contra el nuevo diluvio. Hesperis sale al encuentro del héroe.
Cuéntale sus amores y desposorios con Atlas, sus cuitas y su mala
estrella. Hércules la toma por esposa, y, a través de las olas, con ella
en hombros, deshace el camino de Gades. Desfallecida, da el postrer
adiós a los corderos y pájaros que fueron sus delicias. Afánanse los
titanes elevando su obra. A punto ya de coronarla, advierten la huida de
su madre con el griego, y, con los fragmentos del ciclópeo edificio que
le arrojan, le impelen monte abajo. Huye a grandes trancos por entre la
nube de piedras y las alteradas aguas. Horribles visiones de Hesperis en
la oscuridad. El rayo enciende la gran ciudad de los atlantes, y ellos,
guiados por su fulgor, casi dan alcance a Hércules.
LA reina de ojos negros para ocultar al griego
que la busca en la noche, de la ira filial,
a la ciudad se
acerca, do luchan con el fuego
como irritado
enjambre que roban su panal.
Y les dice temblando, que escalen la montaña
porque el diluvio
toma los pueblos a engullir
y que para guardarse,
alcen una cabaña
donde salvos lo vean
bajo sus pies rugir.
«¿Iréis vos?», le preguntan; mas ella les contesta:
«Iré cuando el
diluvio haya cesado al fin.»
Sus hijos le señalan una rocosa cresta
y Hesperis sueña en tierras de un lejano confín.
Trepando por la cuesta cogen bloques inertes
que de cuñas les
sirvan para el refugio alzar,
y para hacerse
jácenas y jabalones fuertes,
los árboles hacinan
que encuentran al pasar.
Al ver que desolados trepan de roca en roca,
la hora de su parto
Hesperis recordó,
y retuerce los brazos y entreabre la boca
a punto de gritarles: «¡OS engañé!» Mas, no.
Que reflexiona al punto que, si salvan su vida,
le robarán la joya de
infinito valor
y deja que a la muerte corran a toda brida,
el llanto conteniendo
y el ansia de su amor.
Por siempre se despide con ayes de amargura;
dos arroyuelos manan
sus ojos al partir;
la cabellera suelta cual presa de locura;
si alguno se le acerca, aumenta en su gemir.
Lobos de mar y tierra que quieren agredida,
se amansan escuchando
tan dulce suspirar;
y hasta las olas
bravas se paran para oída
y van como corderos
sus plantas a besar.
«Mortal o dios que seas -le dice-; tú viniste
a verme con los míos al fondo descender;
si cual hijo de madre
de su dolor naciste,
apiádate del llanto
que vierte esta mujer.
Madre fui que mis hijas no dejé ver al cielo
por si acaso quería
llevadas junto a sí,
y ellas se mueren lejos sin el postrer consuelo,
sin el calor del seno
do alegres las mecí.
Yo tengo doce hijos de músculos fornidos
que a Dios le han declarado guerra terrible a fe;
y las moles que
lanzan al cielo enloquecidos,
aplastarán sus
frentes y madre no seré.
Una patria tenía, la joya de la tierra,
y ya no tengo patria ni vástagos ni hogar;
tu brazo, brazo horrible, para siempre la entierra
y sólo tengo ojos
para poder llorar.
Del alma que me has roto bien puedes condolerte;
no temo, no, los
monstruos que ya veo venir
chirriando los
dientes que han de darme la muerte;
otro temor me asalta
que no osaré decir.
Cuando me coronaban mis amorosos días,
de flores juveniles que marchitó el dolor,
en la sierra que hereda su nombre de armonías,
al Atlas reclinada,
soñaba con amor.
En el cielo los ojos, la mente a más altura,
él, cantaba a los
astros y al rubicundo sol;
y a los mundos que Eras fecundó con ternura
y yo le acompañaba
teñida de arrebol.
,A mis hijos la vista dirigía dichosa,
al mirar cómo ellas les daban de comer
a los níveos corderos ajedrea olorosa,
mientras ellos las
fieras vencían con poder.
Dejándolos a veces en el césped mullido,
bajábamos dichosos al
río bullidor;
y dábamos al cisne para acabar su nido,
briznas de sauce y
brezo y toronjil en flor.
Recordábamos juntos, nuestros tiempos pasados,
los ojos de mis
hijas, su aire soñador,
al arrullo de frases de castos desposados
que cuando pienso en ellas, me llenan de dolor.
¡Bellos sueños de mayo!, pronto os desvanecisteis...
Ahora el alma sólo
sabe de suspirar;
y después que entre tiernos besos la adormecisteis
sólo a plañir
acierta; los ojos a llorar.
Adormecióse Atlas en la hierba afelpada;
un mediodía era de
bochorno y calor;
a lo lejos jugando percibí mi pollada
y acerquéme del agua a gozar el frescor.
Pero un ave que a veces venía gorjeando,
vuela, por mi
desgracia, como un astro fugaz
y distrae a mi prole
que seguía jugando
con su pico de oro y
su pluma torcaz.
Coge cebo y del prado se sube a una retama;
de allí brinca hasta un sauce do anida el ruiseñor
y triscando festiva
vuela de rama en rama,
hasta donde la yedra
me daba su frescor.
La espían y la siguen mis hijos alocados
combando con la mano
las ramas de azahar,
y donde ver creían
pájaros, asustados,
me vieron en la espuma desnuda descansar.
Contiéneles apenas el ángel de pureza,
mas vuelven su pupila
en mi carne a clavar
y la inocencia vuela
al Cielo con tristeza
velando con sus
bucles, los ojos al pasar.
Crecieron, y yo al vedos de victoria en victoria
marchar hacia el
Oriente de la guerra al fragor,
pensé que con su
aliento, mataría la gloria
aquel turbio recuerdo
que fue mi deshonor.
Mas Atlas muere y, fieros, los que llevé en mi seno
rugientes me
asediaron con satánico ardor,
y quisieron hoy mismo con ademán obsceno
hacerme oferta impura
de criminal amor.
¿Debí saltar sus ojos do solía mirarme
como una arista seca
del reseco trigal,
o llamar vuestro rayo, ¡oh Dios!, para vengarme?
¡Perdón...!, era su
madre, y no pude hacer tal.
Dejó aquel rudo golpe mi pecho destrozado
y vine dolorosa sin
palabra añadir,
para regar la tumba de Atlas idolatrado,
y si tú no me acoges,
me dejaré morir.
Tú, que mi patria hundes, no me pierdas con ella.
Ten piedad de esta
madre y vámonos los dos,
librando de entre
todas mis joyas la más bella.
¡Salva tú mi pureza,
o mátame, por Dios!
Sálvame por los niños que a ti te dicen padre;
yo les daré mis
pechos; mi amor les daré yo;
mira que es muy
amargo para una pobre madre
amamantar la prole
del que su grey mató.
Mas... no. Déjame sola, que de Atlas soy la esposa.
Nadie, ni por
salvarme, mi cuerpo ha de tocar.
Entiérrame aquí mismo
bajo tan fuerte losa,
que no puedan mis
hijos mi cuerpo profanar.»
Le dice, y desmayada, contra el sauce se apoya
que los huesos cobija
de su primer amor
y «¡Despósate!», escucha que sale de la hoya
entre el filial
lamento y un grito atronador.
«Vamos -dice Alcides-, no añores tu nido.
También de mi patria
las playas perdí;
¿de Grecia, la
hermosa, hablar no has oído?
por ti yo la dejosi en dulce himeneo te enlazas a mí.
El cielo te envía cual nave a tu Alcides,
para que hasta tierra
te pueda llevar
y en playa te deje, feliz, donde olvides
los bosques que fueron,los bosques de cedros que arrastra la mar.
Allí, do te esperan las hijas de lberia,
azul es el cielo; la tierra, feraz;
trasplantar tú puedes
las rosas de Hesperia
y yo, de Beocia con artes de guerra, torneos de paz.
¿Mi maza te espanta que monstruos aterra?
No es dura mi alma
cual ella; lo sé;
pues mientras abría de Calpe la sierra
he oído tus voces y a darte socorro, corriendo llegué.
Cual río que cae de altiva montaña,
el árbol arranco que encuentro al pasar;
lo rompo y destrozo
cual lanzas de caña,
mas riego y abono las flores modestas y el débil juncar.
¿Quién soy? Los centauros de Tracia me huyen;
al verme, se oculta
medroso el león;
las torres soberbias mis pasos destruyen
y hasta el monte recio
si piso sus rocas, tiembla a mi presión.
Soy el torbellino que agita la sierra;
el rayo que franco dio paso a la mar;
que ahoga a las
Hidras y al águila aterra;
para ellos, Alcides,
para ti, ¡mi yedra!, soy dulce palmar.
Mas ya el agua cubre los valles y el llano
y anega los montes.
¡Huyamos los dos!
La tierra dejemos de
ambiente malsano,
bellísima Hesperis,
antes que la rompa
como un vaso, Dios.»
La pone en sus espaldas y al bravo mar se lanza
y son alas y remos
sus brazos y sus pies,
en tanto que ella gime de pena y añoranza
y dice así a las selvas que se hundirán después:
«¡Adiós, pájaros bellos, que alegres me cantabais,
ya nunca entre sus
auras del alba iréis en pos;
setos que para darme
la sombra os enramabais,
arcadas de follaje,
adiós, por siempre adiós!
¿Y mis corderos? Vienen por mi voz atraídos.
¡Qué hermosos a la
vista!, ¡qué finos al tocar!
Parece que me digan
con sus tristes balidos:
"¡Mátanos!, si
contigo no nos puedes salvar."
Mas, ¡ay!, busco a la Parca que huye de mis brazos
pues soy sólo una
muerta condenada a vivir.
¡Adiós río azulado,
adiós verdes ribazos,
adiós bosques sombríos, adiós, voy a morir!
Con todo cuanto adoro ¡jardín! voy a dejarte
juguete de las aguas que bullen con fragor.
La lira que me llevo
me ayudará a llorarte,
pues sólo tiene
entera la cuerda del dolor.»
En tanto allá en el monte que hasta las nubes toca,
levantan los atlantes
otro como un fortín,
para ocultarse juntos, cuando de roca en roca
salten las olas
bravas cual dagas a un festín.
El hierro del cantero hiende la peña cruda
que se quiebra
ablandada por su negro sudor;
y unos sobre los
otros, por la espalda desnuda
dejan rodar los
bloques por puente trepador.
Otros, con corvas uñas de diablos las sacan
con fuertes sacudidas de empuje destructor,
y a falta de sus mazos, con los pies las machacan
y las falcan con
piedras igual que el leñador.
y con gigante mano las ponen en hileras
en murallas que miden seis brazas de espesor,
y tiran sin esfuerzo
los techos de las fieras
cual vellones de lana
que aumentan el grosor.
y luego la coronan con curva indestructible;
se doblan cien
espaldas formando arco toral
y bloque a bloque asientan con su presión terrible,
sin que se altere un
punto la presión arterial.
Ya terminado el fuerte, del agua se rieron, mas,
lejos entre leños y
espumas al bullir,
al fulgor de la tea
estupefactos vieron
al coloso de Grecia con Hesperis huir.
Le arrojan herramientas y montes desgajados
y detrás saltan ellos
cual río arrollador,
-apoyando sus brazos
en robles desramados
que sirven de
puntales, y rugen con furor.
y a cada paso dejan detrás sierras y mares;
trasponen hondonadas,
ríos, cuencas, pinar;
nunca vieron las
grullas al tornar a sus lares,
más de prisa en su
vuelo las montañas pasar.
Sus gritos, sus pisadas, las vigas que le tiran
a Alcides espolean a
huir de aquel lugar;
las selvas y los
montes de sus pies se retiran,
mas él hiende
animoso, el agitado mar.
Al temporal de troncos que el vendaval le asesta
y al que del cielo
viene de diluvio y fragor,
otro arrojan las
nubes sobre su rubia testa
rugiente, tremebundo
de lluvia y de terror.
El pino se le apaga que en su mano flamea,
única luz que tuvo
aquella noche atroz,
y una intensa negrura la inmensidad rodea,
cual si el Cielo
apagara sus luceros, veloz.
Leones, caimanes y osos blancos se topan,
y montafias de hielo con prados de verdor;
sobre el haz de los mares, fieras olas galopan
y parece que el mundo se desquicia de horror.
Las nieblas apiñadas se funden en pedrisco;
sus crines encendidas
sacude el huracán;
responden las
ballenas al mar con su mordisco
que, cual flotantes
islas, no saben dónde van.
El griego entre las fieras se abre duro camino
a tientas con las
olas teniendo que luchar,
y el aluvión que el agua levanta en remolino
contra su frente
estrella un mar y otro mar.
Cayendo de los aires que las furias desatan,
se despeña en la sima
de un abismo infemal,
y de sus antros,
nuevas ráfagas lo arrebatan
como hoja seca y leve
que agita el vendaval.
Cuando imagina hundirse por rocoso escarpado,
blandas mieses
silvestres le acarician los pies;
si juzga que el
reflujo de la mar ha menguado,
junto al tonante rayo
lo levantan después.
Y a su fulgor, un caos se ve de roja llama
y un átomo parece que bulle en confusión;
abajo, el monstruo horrible del fiero mar que brama;
arriba, piedra yagua
que cae en aluvión.
y nieblas, olas, vientos iracundos compiten;
los ámbitos del cielo
miden con los del mar
y en su incesante
lucha, siete veces repiten
del trueno el
estampido que estalla sin cesar.
Ve los cuerpos de niños y mujeres errantes
algunas con sus hijos
que aprietan junto a sí,
y en las nevadas
crestas, ve lejos los atlantes
que sus ojos de
brasas le clavan desde allí.
Contémplalo y de nuevo, otra vez las tinieblas;
y en las olas
revueltas va desde el cielo al mar,
ya rozando los dientes de un risco entre las nieblas,
ya preso en los
nudosos tallos de un olivar.
Se cae y a menudo lo abisma el mar con saña;
donde refugio busca,
un orco ve feroz;
el roble a que se aferra cede como una caña;
donde sus plantas
fija, se abre un abismo atroz.
Siguiendo la mirada de una fiera monstruosa,
presa se siente casi
de su boca fatal;
y al rozar de sus dientes en la sierra, la hermosa
une sus alaridos al
concierto infernal.
y entonces se imagina ver monstruos espantables
que manotean fieros
con hórrido ademán,
abriendo, cual
cavernas, sus bocas insondables
que en el fulgor del
rayo arden como un volcán.
Hesperis por doquiera ve animales informes.
Los ve entre
capiteles y zócalos rodar.
La ráfaga es el aire de sus alas deformes;
su lengua es la centella yel trueno su bramar.
Son fantasmas que alargan sus brazos sarmentosos,
las plantas, que la
azotan en alto la raíz;
las rocas son ballenas y las montañas osos,
que, chocando, encapuchan con nubes la cerviz.
De pronto, la ilumina una aurora medrosa;
es un rayo que
incendia la atlántica ciudad;
la llama que la ciñe
cual orla caprichosa,
responde al mar
y al cielo con ronca majestad.
Vergeles y palacios son bocas de Vesubio
do se baten sin brío con el rugiente mar,
y al notarlo sus hijos luchando en el diluvio
«Bien ha tardado -exclaman - en arder nuestro hogar».
La lluvia azota a Alcides y a chorros le vomita
guijarros que podrían
los molinos usar; rumor
de agua y espuma a su
espalda se agita
que lo quieren con
brazos de rastrillo garfiar.
y cuanto más avanza, más cerca oye el bramido;
sus uñas ya le rozan
las plantas de los pies
y al grito que la bella lanza despavorido,
recela que sus bucles
ya le arpan como mies.