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LA ATLÁNTIDA

 

JACINT VERDAGUER
 

 

 

 

 

 

Música

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CANTO OCTAVO


EL HUNDIMIENTO


Las aguas se enseñorean de las alturas, y se desposan para siempre las olas del mar del Norte con las del Sur, las de Occidente con las del Mediterráneo. Aproxímase Hércules al muro de Gades. Gerión, después de tomar de sus hombros a Hesperis, derrumba sobre él una gran roca. El héroe remanece, y da muerte al traidor. Nace el árbol drago, que llora sangre junto a su sepulcro. Hesperis, desde la cima de un peñasco, envía tristísima despedida a la tierra que se hunde, y cae en fantaseador delirio. Alcides, arribando al promontorio, mata al gigante Anteo, y, armado de su cadáver, acomete y extirpa la casta de las Arpías, Gorgonas y Estinfálidas.

ENTRE rayos y olas destrozados hervían
de Calpe los jirones, que arrastraban detrás

los esquinados bloques que al cóncavo salían

a ver la luz del cielo que no vieron jamás.


Ante el fragor del caos se abisman

nuevamente sobre el sillar que siempre les sirvió de sostén

y en el antro siniestro de aquella mar rugiente, truenan

y se estremecen con hórrido vaivén.


La que tálamo fuera de Hespérides hermosas,
se hunde y sus picachos ruedan al valladar;
y exhala tristes ayes y voces angustiosas
cual hembra que, en mal parto, la vida va a dejar.


Al monte abren sepulcro las llanuras rajadas

lanzando resoplidos terribles al crujir;
ya no caen ciudades ni torres almenadas;

de un mundo en la agonía mortal es el gemir.


El Minhocaol enorme que duerme en sus entrañas

al ver que así las rajan, ardiendo de furor,
sale entre los escombros de pueblos y montañas

y los monstruos marinos se ocultan con pavor.


Mas otros, el abismo escupe entre las rocas

que en el árbol que cruje tenían su nidal;

ogros y basiliscos de ennegrecidas

bocas y enormes sierpes boas de erizado dorsal.


Cual dique que se rompe, la tempestad revienta

en rayos fulgurantes y sierpes carmesí
y al paso de las olas que Atlántida sustenta,

sus raíces profundas arranca tras de sí.

Sobre su cuerpo danzan las iras del Etemo;
su frente y pecho aplastan las furias de Satán,

mientras hacia el abismo, los genios del Averno

cual gnomos contrahechos, la empujan con afán.


y encima de los montes cual toros sin barrera,

el mar Mediterráneo las olas ve en la lid,
que con enormes rocas chocan en su carrera

ya empellones las tiran sin decides: «Huid.»


Del torbellino en alas pelea el mar helado

con islas, continentes y hielos en montón,

que en lajas los arroja del uno al otro lado

seguido por las naves, las fieras y el ciclón.


A lo lejos, la Atlántida en su tálamo echada,

con la voz de poniente responde al ronco mar;

y para abrir la presa de su sierra encrestada,

enormes moles de agua le arroja sin parar.


El muro de peñascos cae con estruendo

como a las duras hachas el roble secular;

y ruedan las almenas a su fragor tremendo

mientras se desmorona su asiento circular.


Se aterra; y sus escombros en alas de las Furias,

las olas levantiscél'S reciben en montón,

rellenando los llanos que hollaron mil centurias

y arrancando los montes que respetó el ciclón.


Chocaron; con sus aguas, sus aguas se juntaron

 y al fragor de los rayos y del trueno al bramar,

con eternal abrazo la su amistad sellaron

entre flotantes selvas e islotes sin formar.


Cuando Dios rompa el mundo, así entre sus despojos

se verá al sol rodando cual despeñado alud, buscando

a tientas, ciego, sus resplandores rojos
y a la Parca a los muertos llamando en su ataúd.

Mas la voz del arcángel domina los rugidos
y le envía más Furias, rayos y tempestad.

«¡Cerrad con ella polos del Norte y Sur unidos!,

¡fieras, a dentelladas su cuerpo destrozad!»


Y con el raudo azote de su rojiza espada

las hostiga, iracundo, chispeando al rasgar

y el reino derruido y la aldea incendiada

juntan sus fieras voces a las del ronco mar.


Los ánimos de Alcides, no obstante, no decaen;

por cima de las olas se yergue con vigor
y unos muros lejanos vislumbra que le atraen

cual canto de sirenas brindando paz y amor.


Era tu frente, Cádiz, hija del mar radiante,

gaviota que en el cáliz de un lirio fue a anidar,

palacio marfileño que el sol besa anhelante,

y una sonrisa el griego vio en tu costa brillar.


Mientras ellos se alejan tragando el agua amarga,

Hércules cobra aliento y rema con tesón,
y agarra una palmera que Gerión le alarga
por las musgos as brechas de un viejo torreón.


A Hesperis se abalanza al ver el griego asido;

de su cuadrada espalda la ayuda a descender,

y ansioso de gozarla, feroz, enardecido,
deja ir la palmera y al griego hace caer.


Para darle en la tumba del mar lápida inmensa,

un peñasco le arroja que vuela en aluvión,

montaña sin raíces que en su caída intensa

levanta entre las olas terrible confusión.


Rueda aún al abismo aquella enorme losa

cuando la vista torna a Hesperis Gerión;

y en su ilusión la mira como silvestre rosa

y los labios le besa rugiendo de pasión.

Pero la mar de pronto, más lejos espumosa,

una frente, unos hombros, un coloso enseñó

que rugió de coraje y una maza furiosa
a aniquilar al monstruo rauda el viento cruzó.


Tú sola, hermosa Cádiz, tú sola lo sentiste;

junto aquellas piltrafas, nació un drago llorón;

con sus hojas de espada verde dosel le hiciste

que, con sangre los siglos riegan con emoción.


Ella, a su patria mira gimiendo en su querella

y en vano en aquel caos la busca de aquel mar,

pues la arrasó la Parca que ya la llama a ella

y sólo tiene ojos para poder llorar.


Al resplandor ya vuelta de su Sodoma impía,

parece aquella otra blanca estatua de sal.

La esfinge dice: «¿Verte no podré, patria mía,

ni al resplandor siniestro de este rojo fanal?


¿Do estás, jardín hermoso, que no veo tus lirios?

¿Do estáis, hijas amadas, decidme dónde estáis?
¿Por qué con vuestros besos no calmáis mis delirios?

¿Por qué nadie responde? Decid: ¿Por qué calláis?


Tan sólo roncas voces respóndenme de hienas;

aquel que os tiene presas ¿por qué me deja a mí?

¿Para él os di, gozosa, la sangre de mis venas?

¿Para él entre dolores mortales os parí?


¡Quién como yo infelice...! Ya las vacas marinas

vendimian lo podado por noble viñador;
para ellas, ¡ay!, anidan las cigüeñas albinas,

mas yo he parido un fruto que nutro de dolor.


Y tú, ¿qué has hecho, esposo, de tus grandes victorias?

¿Do está tu lira de oro? Se convirtió en pavés...
Cual nieve derretida se esfuman hoy tus glorias
y si una tumba tienes, el mar sabe cuál es.

De los pueblos vencidos, alguna nave airosa

labrando el mar que crece con mi etemo llorar,

con su áncora de hierro destapará. tu fosa
que las fieras marinas irán a profanar.


Romperá las guimaldas de nuestra dicha añeja

que yo trencé, la escórpora que anida en el coral;

y ¡horror!, tal vez con rizos de nuestras hijas, teja

su nido entre las blondas del tálamo nupcial.


¿Y nuestros hijos fuertes? ¡Ay mi querido esposo!

De sus cuerpos quemados huirá el jabalí
cuando el mar los vomite. ¿Por qué, Dios poderoso,

me hicisteis nacer viva si he de sufrir así?


Para beber aromas y aspirar su donaire,
de bella forma has hecho el cáliz de la flor;
para que cante, el ave; para macerla, el aire,
y a mí, cual mar profundo, me llenas de amargor.


Ya siento que se apaga la luz del pensamiento,

ya se cierran mis ojos y se hielan mis pies;
el huracán, del mundo trae el postrer aliento

y yo velo su osario lo mismo que un ciprés.»


Dijo. Y por no ver cuadro tan fatal y sombrío,

el rostro vuelve triste y el cuerpo al suelo da,

por tantas emociones se sume en desvarío

esperando la muerte que pronto llegará.


«¡Ay!, mis retoños veo caer en remolino,

dándoles por entrada sus antros Satanás,

como recibe el trigo que cae en remqlino,

la infatigable rueda que siempre pide más.


¡Hijas mías!, imperios os prometí amorosa

y ahora os doy tan sólo siete palmos de mar.

De Gerión huyamos; yo soy la dulce esposa;

abre, Atlas, que vengo tu tumba a golpear.»

Salmodia s mortuorias el mar lejos suspira

con notas estridentes de macabro estertor.

Colgada de un naranjo también llora la lira

con ella, la añoranza de su primer amor.


Mas las Parcas enfundan sus guadañas cortantes

y le ponen un velo que no le deje ver
el bárbaro exterminio de sus hijos gigantes

que de su torre altiva empiezan a caer.


Alcides valeroso, lucha a brazo partido

del mar entre las olas de cegador vaivén,

y cuando ya se rinde, casi desfallecido,

sus ojos fatigados la playa cerca ven.


Le esperan allí arpías, númidas y amazonas

y fieras que el desierto vomita sin cesar;

¿vendrán para aclamarle y ofrecerle coronas

por haber de cadenas dejado libre el mar?


Tan pronto como el griego la playa aquella toca,

cual nube de langosta le asaltan en alud
y a Anteo el jefe siguen3 cual despeñada roca

que ruede desbocada en alas del simut.


Como herida de un rayo, vio el África medrosa

como Alcides a Anteo el caudillo embistió;
la víctima postrera de su clava gloriosa
que de terribles monstruos la tierra libertó.


Tres veces a sus plantas rueda Anteo que gime

alzándose del barro sin dejar de rugir,

mientras con férrea mano lo enarbola y oprime

los huesos como cañas haciéndole crujir.


Lo arroja y lo recoge y azota a sus secuaces

haciendo del cadáver una maza infernal,
y destruye a su paso como si fueran haces,

hombres, fieras, montañas, encinas y zarzal.

En vano le disparan flechas las amazonas

tomando por escudos cabezas de mamut;
con sus garras y dientes le atacan las Gorgonas

y las furias le envían su aliento de simut.


Mas todas se anegaron en el mar aterradas

como grullas que barre de tierra el huracán,

y al verse por el griego, sin jefe acorraladas,

Harpías y Estinfálidas al infierno se van.

 

   


 

 

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