al que los mares lanzan tragándose
el botín.
Se hunden ya los atlantes entre la mar terrible,
tan pronto como suben las nubes a tocar;
retroceden y avanzan en retahíla horrible
con armas, fieras, troncos y escombros del altar.
Igual que en el mar rojo las olas hacinadas
sobre Moisés, cayeron del ronco trueno al son,
resbalando iracundas y sepultando airadas
los carros y legiones que manda faraón,
así carros, ballestas, atlantes y guerreros,
rodaron al abismo que los tragó tras sí,
y a los que moribundos socorro piden fieros,
responden los delfines: «¡Hurra!; henos aquí.»
Sacando la cabeza, cuallodosos tritones,
atisban si en el caos a Alcides pueden ver;
y al no hallarle, que es pasto piensan de tiburones
y con tal de que él muera, no temen perecer.
La ciudad como un hacha entre chispas flamea
y una madre parece condenada a alumbrar,
con sus torres huesosas que ya el abismo husmea,
la muerte de sus hijos que luchan con el mar.
A su furor se aferran a un respaldar de sierra
que aun al gran diluvio la frente no inclinó
y limpiando sus ojos ven como toma tierra
el griego que hasta España salvo por fin llegó.
No pudiendo beberse su sangre, se desata
el odio tremebundo de su loca pasión,
y contra el cielo se alzan que así se lo arrebata,
destilando veneno su inmundo corazón.
y agarran grandes troncos que en las rocas astillan;
rocas que encima de ellos se caen con furor,
y unos sobre los otros los montes encastillan
con tal escala, ciertos de vencer al Señor.
De un empellón allegan enormes edificios,
campiñas, pedregales y huesos de mamut;
donde llanura había, se abren cien precipicios
al arrancar montañas y crestas en alud.
Si los bosques enseñan sus verdes cabelleras,
las arpan tremebundos haciéndolos seguir,
con sus robles, sus pinos, sus ríos y sus fieras
y encima los arrojan otro techo a cubrir.
El Pirineo y Atlas forman sólo una sierra;
uno escabel del otro; peñón sobre peñón;
y Ábila y Calpe, restos de Atlántida en la tierra,
ya cabalgan sobre ellos en loca confusión.
y unos encima de otros se empinan los atlantes
que escalonan olmedas y cerros con afán,
y cerca de los astros sobre rocas gigantes,
para cogerlos alzan sus brazos de titán.
¡Ira de Dios!, ¿qué, duermes? ¡Ah, no!,
que a tu soplido la torre gigantesca su carga despidió,
cual sacude la suya de fruto corrompido
la encina milenaria que el fuego resecó.
Se desploma la torre de montes seculares
formando una cascada de bloques al caer;
de la cumbre a la tierra, de la tierra a los mares,
de montaña en montaña sin parar de correr.
En el voraz abismo rugientes se despeñan
heridos por el rayo que les mandó el Señor,
y sus frentes al choque se abollan y desgreñan
y clávanse las uñas y muerden con furor.
Hasta el alma en sus iras se habrían arrancado
con sus terribles garras de su venganza en pos,
si a su temprana muerte no se hubiera apagado
la tempestad que sube de su sepulcro a Dios.
«¿Do está -furiosos gritan-, do está? ¿Por qué se esconde?
Ni muerte que nos mate ni fuego tiene ya.
Si de su rayo fía, ¿dónde lo tiene, dónde?
Si lo ostenta, arrancado nuestro furor podrá.»
Escucha Dios y al rayo que baja de la cima
a aniquilar protervos, ordénale parar;
mas ellos, a quien sólo el odio reanima,
para vencer al cielo, piden armas al mar.
Hurgando como topos a gatas van saliendo
y apilan a los muertos que el mar aniquiló,
y atándolos con tallos un puente van haciendo,
por donde pasan todos los que el turbión dejó.
Los boababs1 rajados al descender con furia,
tornan con los ribazos las nubes a rasgar
y quieren, cual gigantes de pasada centuria,
el origen del mundo a la tierra explicar.
Si acaso sus esposas que con horror los miran
les dicen aterradas: «¡Atlantes, ay! ¿qué hacéis?»
Garfean sus cabellos y a las nubes las tiran
diciendo con coraje: «¡Ahora, a Dios volvéis!»
Barracas, naves, torres, furiosos voltearon,
que son montes en tierra e islotes en la mar,
según donde fue el sitio en que al caer quedaron,
dando a los buitres nido y a las focas hogar.
Selvas, valles, montañas, linderos, promontorios,
danzan por las alturas en confusión atroz
y chocan en su vuelo zócalos con cimborios,
y en el peñón volcado, corre el agua veloz.
Las cumbres de los montes chocan con sus cimientos
y éstos, con las estrellas del cielo en el confín;
y caen luego en lluvia de escombros polvorientos
y parece que al mundo le ha llegado su fin.
En tanto el torbellino con choques violentos
juega con los jirones de tierra al voltear
y aúllan todos juntos como lobos hambrientos
que el rastro del cordero no logran encontrar.
Mas los hostiga el ángel: «¡Ea!, desarraigadla,
haced leña y astillas del árbol que pecó. Cual hierba
maldecida por el cielo, quemadla y aventad
las cenizas que el rayo calcinó.»
Se callan mar y cielo cuando su grito escuchan;
sangre destila el monte como prensada vid;
con sus goznes de hierro los elementos luchan
y se abisman huyendo de la terrible lid.
Como un río que cae del cielo en torrentera,
una espada encendida baja hacia aquel peñón,
que el cielo no podría mover si se cayera
auxiliado por vientos y fuego en explosión,
y allí vuelca su carga como en lecho de cañas
y
el maestrom viscoso ábrese engullidor
y la tierra le enseña sus negruzcas entrañas
y hasta la más oculta, se raja con terror.
Retroceden medrosos, mas oyendo ya encima
retronar del arcángel el hálito fatal, sombríos
se zambullen del abismo en la sima
que al ver aquella hornada sonríese infernal.
De un sorbido devora Atlántida y atlantes,
cieno, pájaros, rocas, ballenas y ciudad,
y en remolino horrible de escombros palpitantes
hambrienta se los traga la ronca tempestad.
Se interna regolfada la tormenta bravía
y el turbión que con ella se revuelca en el mar,
si toma a abrir la boca las aguas secaría
y sólo estrellas rotas podría devorar.
Enhórnase la espada, y el hoyo en un Vesubio
convierte que flamea y ulula en su crujir,
de donde sube roja columna de un diluvio
de fuego que no pueden los mares extinguir.
¡Tremebundo castigo!, con sus rocas y grava leña
del Teide suben atlantes en montón,
que al recogerlos luego con sus ríos de lava,
los echa más arriba en rojizo aluvión.
Y los reinos vecinos de raíces de mármol
retiemblan con los mundos que van a naufragar;
Albión, España, Libia, cual ramas de aquel árbol
se caen disgregadas a trozos en el mar.
¿Quién romperá el abrazo que a su cuello
se aferra como diciendo: «Hermanas, salvadme por favor»?
¡Poder divino!, caen rotos de sierra en sierra
y luego, una burbuja... la nada... ni un rumor.
El genio envaina entonces la espada abismadora.
Cómo dio el golpe horrible, no lo acierto a decir.
Sólo su voz podría contarlo aterradora,
que no oirá de nuevo el mundo hasta morir.
Mas he aquí del África la Europa desuncida
mientras aquellos mares cabalga un mar mayor,
y la tierra quebrada y en dos trozos partida,
por los nuevos volcanes lanzando su furor.
Así como el labriego descansando se queda
mientras el surco abierto el agua llena ya,
tal aguarda el arcángel que el postrer monte ceda
y tomando la luna por escabel, se va.
De allí con pesadumbre grita a los continentes
con voz atronadora: «¡Hasta más ver, adiós!
Los mares, cuando tome, serán llamas ardientes.
¡Temblad, que ya se acerca el Juicio de Dios!»
El Empíreo entona un canto de victoria, meciendo
con sus alas el mundo como miés.
¿Quién va hasta Ti? La Atlántida, ¡gran Dios!, trepa a
la gloria escalando montañas; truenas y ya es pavés.
Como un jirón de cielo la pusiste en la tierra,
porque en ella reinara tu excelsa voluntad;
sus hijos la movieron contra Ti en fiera guerra
y atlantes y armamentos tragó la tempestad.
Sólo porque renazcan los que al amor suspiran,
por simiente jardines hesperios le dejáis;
se suceden las olas y los astros que giran,
mas sol de otro hemisferio, éste no lo apagáis.
Sirena que entre olas saliendo embellecida
se sube a un promontorio sus glorias a cantar,
y a su conjuro dulce la mar viene vencida
con sus labios salados sus plantas a besar.
A la España dormida un angélico coro
despierta, y se encuentra en prado de tisú.
«¿Quién hereda -pregunta- de Atlántida el tesoro?»
y abrazándola el coro, responde dulce: «¡Tú!»
Mas ya el alba llenando de armonías las cosas,
cual una madre, guía al levantino sol,
y a su amoroso beso se despiertan las rosas
y las auras se tiñen de bello tornasol.
Dos ángeles se cruzan en el cielo azulado;
ríe el uno y el otro suspira con afán.
«jAy dolor, yo era el ángel del mundo aniquilado!»
«y yo -responde el otro- del que nace el Guardián.»
«¿No ha muerto? Como Fénix... ¿renace en su agonía?»
«Sí; pues veo en Levante su estrella resurgir.
Mira aquí su corona que al cielo me subía:
cuando en el mundo reine, se la podrás ceñir.»
Se la entrega y al cielo se remonta gimiendo
y sacude sus alas de níveo blancor.
y el otro baja a Hesperia que se alza sonriendo
del respaldar florido del Pirineo en flor.
Mas ¿dónde está el Elíseo de Hespérides imperios,
que a los atlantes fieros les dio real hogar?
¿ y el pueblo que fue lazo de entrambos hemisferios?
Todo, todo fue pasto del iracundo mar.
Ya no queda ni huella de aquel mundo arrogante;
el dedo del Eterno borró su multitud;
y el trueno de sus guerras y su poder triunfante,
pasaron como un río que evaporó el simut.
Ni los siglos sabrían dónde yace su tumba,
si no existiera el Teide que aún hoy le habla al mar,
de aquella horrible noche cuyo recuerdo zumba
y que éste escucha y brama cual si fuese a tomar.
¿No has oído en las nubes sus tétricas canciones
cual trueno que retumba del cielo en el dintel,
cuando narra bramando con férreos pulmones
a los nacientes mundos, la destrucción de aquél?
Despeina el Teide entonces sus cabellos de lava,
y llena el firmamento sus llamas al mover,
y las islas retiemblan a su embestida brava
y su humareda hace los astros esconder.
Cuentan que cuando arroja sus encendidas rocas
cual roble a las bellotas, mezclados se ven ir,
titanes retorcidos de ennegrecidas bocas
que al aire los vomita, y los torna a engullir.
Y que airados a veces rompen con estruendo
aquellas osamentas que el abismo arrojó,
mientras muerden con rabia, en su gemir horrendo
el dardo del Eterno que allí los traspasó.
Las Canarias, Maderas y Azores se estremecen
y aquellas sacudidas no pueden soportar;
y se escuchan bramidos subterráneos que crecen
y de ciclópea fragua se escucha el rebramar.
Una pira de huesos, de carros y armaduras,
entonces asemeja el sórdido volcán
y trozos de la escala despide a las alturas
por la que a Dios subieron los hijos de Satán.